CUARTA PARTE: BARI Y VUELTA A CASA Cuanto más miro el mapa de Bari, más claro lo veo. Ya sé que es algo que solo está en mi mente calenturienta, pero, quién sabe, a lo mejor consigo convencer a alguien más de mi visión. Mirando lo que queda dentro del trazo negro que marca el contorno de la ciudad, me parece ver un extraño animal marino, algo entre pulpo y medusa que, al borde del Adriático, extiende dos tentáculos sobre el mar, uno hacia el noroeste, hasta Santo Spirito, y otro hacia el sudeste, hasta San Giorgio, con la ciudad moderna formando el cuerpo del bicho y con la ciudad antigua como cabeza que otea el horizonte. Y asomando como amenazante tenaza contra quienquiera que viniera con malas intenciones, esa especie de pinza de enorme cangrejo que son los muelles principales del puerto. ¡Vale! No os he convencido, pero no importa. Tenía que ponerlo por escrito. Sea como sea, Bari no es una ciudad que se asoma al mar; es una ciudad toda ella mar, toda ella luz, espuma, destellos, sonidos y sensación de mar por todas partes. Es una ciudad cálida, acogedora y asombrosamente bella. Y, por si no habías caído en la cuenta, los bareses se encargan de recordártelo con unas grandes pancartas a todo lo largo de la costa: “Sii felice. Sei a Bari” (Sé feliz. Estás en Bari) Cuando llegamos a Bari desde el sur, lo primero que hicimos fue ir a devolver el coche que había sido nuestro transporte y casi nuestro segundo hogar durante los días pasados en Lecce, y para ello tuvimos que ir a la parte sur de la ciudad moderna, junto a la Estación Central. De allí teníamos que subir a nuestro nuevo alojamiento (digo subir porque era en dirección norte, no porque hubiera cuestas) atravesando toda la parte moderna de Bari. Rechacé la oferta de pedirnos un taxi que nos hizo el amable empleado de la empresa de alquiler de coches, porque quería establecer desde el primer minuto ese primer contacto esencial con la ciudad, que solo se consigue caminando despacio. Así que con nuestras maletas de ruedas a un lado y la mochila al hombro, hicimos el precioso recorrido de casi 1 kilómetro por la majestuosa Avenida Cavour, desde Via Luigi Zuppetta hasta el no menos impresionante Corso Vittorio Emanuele II, que es justamente donde convergen las dos ciudades, la moderna y la antigua. Toda esta parte de la Bari moderna rezuma siglo XIX por sus cuatro costados. Puede haber algún edificio anterior, de finales del siglo XVIII, e incluso se han colado algunos del siglo XX, pero lo que predominan son las construcciones decimonónicas, en las que la nueva burguesía industrial plasmó su naciente (y creciente) poderío económico. Queda patente en los edificios creados para albergar instituciones oficiales (ayuntamiento, bancos, compañías de seguros, centros de enseñanza superior), pero también en los inmuebles de viviendas, en los que la altura de los techos, las fachadas de piedra con abundante decoración, los balcones ricamente ornamentados, la amplitud de los ventanales…, dan testimonio de una economía en expansión con un crecimiento urbano acelerado. Me llamó poderosamente la atención en este primer recorrido la estructura rectilínea del trazado urbano. Cuando se llega a un cruce de avenidas y se mira a derecha e izquierda, delante y detrás, uno tiene la impresión de que la ciudad ha sido diseñada con escuadra y cartabón. Yo llegué a la conclusión de que ha de ser muy difícil perderse en Bari, a nada que se disponga de un par de referencias concretas. Conforme nos acercábamos al Corso Vittorio Emanuele II, intuíamos la presencia del mar a nuestra derecha, hasta que llegamos a la altura del Museo Teatro Marguerita —espacio de exposiciones que de teatro ya solo conserva el nombre de su dedicación original—, punto a partir del cual el mar irrumpe por completo en el paisaje urbano. Durante nuestra estancia en la ciudad, dimos varios paseos por esta parte moderna de Bari, de este a oeste por el Corso Vittorio Emanuele II, desde el Teatro Margherita hasta los Jardines Garibaldi; y de norte a sur por la deliciosa calle peatonal Via Argiro, llena de elegantes comercios (entre los que no podían faltar los tradicionales Gucci, Zara, Louis Vuitton, etc., o sea, los que uno puede encontrar con idénticos productos y el mismo aroma de ambientador hasta en las populosas Pekín o Bangkok), terrazas de cafés y heladerías, desde los Jardines de Vittorio Emanuele II hasta los Jardines de la Piazza Umberto I. Tomar un espresso o un capuccino a media mañana en una de estas terrazas es una experiencia deliciosa, mientras uno se deja llevar por el sonido de las conversaciones en apulo-barese, variedad de la lengua italiana en la que, de vez en cuando, uno puede distinguir algún que otro vocablo de origen inconfundiblemente castellano o catalán, no en balde estas tierras estuvieron bajo dominio español hasta el siglo XIX. Una de las características más llamativas del trazado urbano de Bari es la absoluta ruptura estética que se produce entre la ciudad moderna y la Bari Vecchia. Y, curiosamente, no hay nada que nos haga intuir que se va a producir dicha ruptura, pese a que la transformación urbana es radical. En cuestión de unos metros, uno pasa del siglo XIX a los siglos XV-XVII; de una urbe moderna y dinámica a otra anclada en el pasado; de un trazado urbano rectilíneo a una maraña de callejas y callejones en los que es difícil encontrar un tramo de más de 15 metros en línea recta, y donde no es que sea fácil perderse, es que uno se pierde irremisiblemente en cuanto dé un giro a la izquierda y el siguiente a la derecha; de un comercio de aspecto globalizado y cosmopolita a un rosario de pequeñas tiendas, fruterías, pastelerías, bares y restaurantes tradicionales, todos arracimados en un espacio mínimo que parecen disputarse, si no a gritos, si a golpe de colores. La Bari Vecchia puede recorrerse, si uno tiene la suerte de no perderse nada más comenzar, en menos de dos horas. Pero lo aconsejable es echar toda la mañana, o toda la tarde… o todo el día, para curiosear en las tiendas; comprar un paquete de higos para ir degustando mientras se pasea (unos higos de una especie de un tamaño espectacular); descubrir pequeños rincones insospechados, y adentrarse en los zaguanes y los patios de las casas, en muchos de los cuales hay grandes mesas llenas de orecchiette (orejitas), que es la pasta más popular de la Apulia, puestas a secar; visitar la catedral o la más venerada por los bareses, la basílica de san Nicolás, un santo que ni era de Bari ni vivió en la ciudad, pero allí llevaron sus reliquias allá por el siglo X y allí dicen que hizo la mayoría de sus milagros, y ya se sabe que es en los milagros en lo que se sustenta básicamente la fe. El itinerario por la Bari Vecchia no debe limitarse al interior del recinto medieval, sino que debe abarcar todo el paseo marítimo que lo bordea por encima de las murallas, desde la Piazza Mercantile hasta el final del Corso Antonio de Trullo, por la línea que yo definía al principio del capítulo, de forma caprichosa, como la cabeza y los tentáculos del animal marino que da forma a Bari. Contrasta sobremanera la rusticidad de la muralla medieval con la modernidad de los muelles del puerto, en especial si permanece anclado en sus aguas uno de esos monstruosos cruceros que machacan los puertos del Mediterráneo y demás mares del sur de Europa. Al realizar este recorrido, tanto del interior como perimetral, no es extraño ver familias enteras que, si disponen del espacio suficiente, han sacado la mesa del comedor a la puerta de la calle y están disfrutando de una comida familiar sin preocuparse lo más mínimo por el ocasional paseante que los mira con curiosidad. El domingo 19 de junio, aprovechamos que la tarde era solada pero con una temperatura suave para dar un largo y delicioso paseo desde el Teatro Margheritta hasta la playa Pane e Pomodoro (Pan y Tomate), de cuyo nombre no he podido encontrar una explicación satisfactoria. A nuestra derecha, una sucesión de bellas construcciones del XIX se abrían en una interminable perspectiva de varios kilómetros (a excepción del edificio de la Seguridad Social y del Cuartel de Carabineros, ambos de innegable sabor mussoliniano); a nuestra izquierda, el Adriático, de un azul intenso, nos ofrecía la intensidad de su luz y el rumor del agua batiendo el muro de enormes rocas que lo contiene. Al comienzo de este paseo por el lungomare (paseo marítimo), tuvimos la oportunidad de conocer un rincón muy especial y probablemente desconocido por buena parte de los visitantes. Se trata de un muelle cubierto, de unos 100 metros de longitud, a donde acuden muchos bareses a pasar un rato charlando, jugando a las cartas sobre unos toneles a modo de mesa, comprando pescado recién traído por percadores que llegan en sus lanchas, o degustando algún tipo de marisco. Pudimos comprobar que uno de los productos que tenían más aceptación entre los paseantes eran unas bandejas de erizos, que compraban y degustaban allí mismo, acompañados de cerveza, que adquirían en un quiosco que había al final del muelle. Y lo más curioso de todo es que el quiosco en cuestión se llamaba “El Chiringuito”, así, como suena. Vírgenes, santos y santas Italia y España son dos países que han vivido la religiosidad de forma especialmente intensa. No es este el lugar para analizar las razones históricas que lo puedan explicar; solo trato de reflejar lo que es una realidad innegable. Pero, como visitante, he podido constatar que esa religiosidad perdura de forma más arraigada e intensa entre los italianos que entre los españoles. Insisto en que hablo tan solo de sensaciones, y que debatir este asunto de forma medianamente científica requeriría otro espacio, otros datos, otros conocimientos. Pero la presencia de lo religioso en la vida de los italianos, al menos en esta zona del sur del país, es intensa y constante. Da fe de ello la continua presencia de capillas, vitrinas y hornacinas de vírgenes, santos y santas instaladas en cualquier calle, fachada, esquina o patio. Pude asimismo, a lo largo del viaje, comprobar que la imaginería más de gusto popular (y hablo de la imaginería actual, no de esculturas o tallas antiguas) son de un colorido francamente chillón y de un gusto pésimo, pero que parece ser el que más hondo cala allí y aviva los sentimientos religiosos de la gente. Por aportar un botón de muestra de esta religiosidad a la que aludo, contaré un detalle significativo. Entramos a visitar no recuerdo ahora si fue la catedral o la basílica de san Nicolás, y vimos que se estaba celebrando una ceremonia religiosa. Nos acercamos despacio y vi que el celebrante no era un cura, sino un seglar. Estaba recitando, con voz teatralmente impostada y profunda unción las letanías del rosario. Lo más llamativo era el altísimo número de fieles (hombres y mujeres, ciertamente de edad avanzada en su mayoría) que estaban en la iglesia rezando el rosario (más de los que pueden verse en una misa ordinaria en España) y que respondían con devoción y énfasis: Prega per noi. Regreso
El día siguiente, lunes día 20, debíamos regresar a Nápoles para tomar el martes el avión de vuelta a Madrid. Una vez más, nuestra suerte dependía del sistema ferroviario italiano, aunque en esta ocasión no teníamos que llegar a una hora determinada, pues bastaba con que estuviéramos en Nápoles a una hora razonable para recoger las llaves de nuestro alojamiento. Afortunadamente era así, pues el tren volvió a llegar a su destino con un retraso significativo. Pero aún se produjo un hecho (contado ahora suena divertido; en su momento no lo fue tanto) que difícilmente sucedería en un lugar distinto de Nápoles. Como el tren de Bari llegó a Caserta (a 25 km de Nápoles) con retraso, teníamos que ver a qué hora y de qué andén salía el siguiente tren de cercanías pata Nápoles. Vimos en la pantalla que un tren tenía su salida del andén 1 en 10 minutos. Además, como desconfiábamos de la información de las pantallas, preguntamos y nos lo confirmó un empleado de la estación. Nos dirigimos obedientemente con nuestras maletas (y con nosotros unos 50 o 60 pasajeros más) al andén 1 y nos dispusimos a esperar. Cuando faltaba un minuto y vimos llegar el tren a lo lejos, nos dimos cuenta de que la gente a nuestro alrededor comenzaba a echar a correr. Miramos las pantallas y descubrimos con horror que en ese mismo instante acababan de cambiar el andén de salida del tren. Ahora era el andén 3. Aquello fue como una gymkana alocada que puso a prueba nuestro buen estado físico y nuestra resistencia, arrastrando maletas escaleras abajo y de nuevo escaleras arriba, para llegar al andén 3 justo cuando se detenía el tren que nos devolvía a Nápoles. No podía faltar una pequeña aventura para cerrar con un gesto teatral nuestra piccola vacación italiana. Y eso fue todo, amigos. Gracias por dedicarnos vuestro tiempo y paciencia. TERCERA PARTE – LECCE, OTRANTO, GALIPOLI Cuando uno llega en coche a Lecce, descubre complacido que no tiene que atravesar una enojosa zona industrial ni uno de esos clásicos cinturones de suburbios que rezuman pobreza. Lecce se abre con suavidad al viajero con una serie de barriadas que alternan las viviendas unifamiliares con bloques de pisos de apariencia acogedora y relativamente moderna. Lecce no chirría; es una sinfonía sin estridencias. Tuvimos la fortuna —estas son cosas que depara la suerte, más que el tener ojo de sabueso, a la hora de elegir alojamiento— de haber acertado plenamente con el B&B contratado (Les 3 chambres). Estaba en una zona moderna, de amplias avenidas, junto a una espaciosa pero acogedora plaza densamente arbolada, con abundancia de tiendas, pequeños supermercados, farmacia, pequeñas cafeterías de aspecto placentero y, lo que es mejor, amplia facilidad de aparcamiento público en la calle a un precio más que razonable. No acababan ahí las bondades de nuestro nuevo aposento: apenas 800 metros nos separaban de la avenida tras la que se acurruca el casco histórico. ¿Quién da más? ![]() Entrar en el centro histórico de Lecce es como adentrarse en pleno siglo XVII. La belleza de sus calles es tan obvia y explícita, que no hacen falta las explicaciones de un guía turístico que nos la explique. Como mucho, puede resultar cómodo disponer de un sencillo plano que nos permita desplazarnos entre sus numerosos monumentos. Pero en un recinto urbano de tamaño reducido, ni siquiera el plano es preciso, pues una de las experiencias más gratificantes es dejarse ir a la buena de dios por el dédalo callejero, deambulando sin prisa y admirando la belleza que se abre ante nuestros ojos. Llama la atención del visitante en el Lecce antiguo el color, entre blanco y crema, de las fachadas de sus palacios y mansiones, y del pavimento de las calles. Abunda en las primeras el mármol y en el segundo las grandes losas de piedra de Lecce, cuya notoriedad y características he descubierto últimamente, precisamente a raíz de nuestra visita a la ciudad. Parece ser que la piedra de Lecce, que emerge naturalmente del suelo y se extrae en canteras abiertas, se extiende por todo el territorio de Salento. Curiosamente se obtiene en forma de paralelepípedos de varios tamaños y una de sus características es que su dureza y fuerza crecen con el paso del tiempo, además de ir adquiriendo un tono ámbar similar al de la miel. Ni que decir tiene que en Lecce abundan, como es habitual en el mundo occidental y, de manera especial, en Italia y España, los edificios y monumentos religiosos. No soy partidario de ir buscando iglesias y catedrales (ni siquiera museos) para satisfacer esa absurda necesidad de acumular cultura impostada y que consiste en visitar “todo lo visitable”. Esta llamémosla “actitud” mía se debe en primer lugar a que no estoy interesado en ver todo lo que se vende como “de visita obligada”, y en segundo lugar porque es tal la saturación mental y visual que uno llega a acumular en sus viajes, que, al final, uno ya no se acuerda de casi nada de lo que vio de forma fugaz y atropellada, como quien prepara un embutido de “cultura”. Me gusta dejar que las ciudades me vayan entrando por los ojos mientras las recorro con calma, pues, de ese modo, parte de lo que veo se queda dentro de mi cabeza y de mi recuerdo. En nuestro recorrido del casco histórico de Lecce, por supuesto hicimos una rápida visita a la catedral, como suelen ser mis visitas a iglesias y catedrales en general (incluso subimos a lo alto de la torre anexa —por supuesto, en ascensor— para disfrutar de una buena visión panorámica de todo Lecce). Si alguna vez me detengo más de lo habitual en una iglesia es porque algo ha captado especialmente mi atención, ya sea un rincón con una luz especial, la altura de una nave, la esbeltez de una columna, una talla de madera policromada, un retablo (de preferencia no barroco)… El resto de la parafernalia religiosa (ornamentos, imágenes, cálices, custodias, joyas de la virgen…) me parece —y esto debe entenderse exclusivamente como opinión muy personal— una aburrida acumulación de repeticiones, en muchos casos de relativo interés artístico. A mi edad, ya no dispongo del tiempo necesario para almacenar más datos superfluos e innecesarios, cuando es triste reconocer que incluso datos importantísimos (y hasta recuerdos) se me escapan por esas rendijas que la naturaleza nos va instalando en la mente con el paso de los años. No hace falta grandes búsquedas para encontrar el impresionante anfiteatro romano, cuyos trabajos arqueológicos de excavación, aún sin terminar, se encuentran en un lateral de la piazza Sant’Oronzo (santo de mucha devoción local que está, como camino de los cielos, subido en lo alto de una columna romana en el centro de la plaza de su nombre). Además del anfiteatro y de un teatro romano a escasa distancia, en la plaza hay un palacio del siglo XVI (palazzo del Seggio) y en las calles aledañas varias mansiones de los siglos XVII-XVIII, lo que da idea de la importancia que tuvo la ciudad a lo largo de los siglos. No cometeré la tontería de hacer un listado de las cosas que el viajero curioso puede visitar en la ciudad, pues para eso basta y sobra con adquirir una buena guía turística o simplemente con entrar en Internet. Como muestra del pasado esplendor de la ciudad, nos encontramos en el extremo oriental de la ciudad antigua con el imponente castillo de Carlos V, en su día fortaleza rodeada de alto foso, claro indicador de la importancia que el Habsburgo daba a la defensa de la ciudad ya en el siglo XVI. Nunca había visto tantos castillos atribuidos al rey español Carlos I (y emperador del Sacro Imperio como Carlos V) como en esta parte del sur de Italia. Evidentemente debieron de levantarse como cinturón defensivo, frente a la amenaza turca, de los territorios del sur de Italia. Si bien en la península ibérica el peligro turco podía verse como algo más bien lejano, en las costas del Adriático y del Jónico, donde estaban enclavadas las posesiones españolas heredadas de la Corona de Aragón (Nápoles y Sicilia), debían de constituir una amenaza constante y un peligro aterrador. No en balde, todo el sur de Italia quedaba frente por frente del gran Imperio otomano, que en el siglo XVI alcanzaba por el oeste a la actual Croacia, Albania, Grecia y, por su puesto, Turquía. Quiero apuntar aquí que con los castillos y palacios me pasa en general como con las iglesias y catedrales: que me interesa más la factura exterior que lo que puedan guardar en su interior, en muchos casos ornamentaciones de relativa autenticidad histórica. Tras un largo recorrido matinal de la ciudad, de unas 4-5 horas, y tras un reconfortante refrigerio, tomamos el coche y nos dispusimos a visitar un precioso pueblo de la costa adriática: Otranto. La gran ventaja de convertir Lecce en cuartel general de una visita a la Apulia es que está situada a una distancia equidistante de la costa del Adriático y de la del Jónico (aproximadamente 40-45 kilómetros), y en ambas direcciones podemos encontrar pequeños pueblos de una belleza espectacular. El problema, salvo que se disponga de mucho tiempo, es que n queda más remedio que elegir. Y elegir siempre significa descartar, con lo que todo descarte tiene de renuncia y de posibilidad de hacer la elección incorrecta. OTRANTO El jueves por la tarde, con nuestra elección ya hecha, nos dirigimos a Otranto. Viajar a esta ciudad desde Lecce constituye un paseo reposado, por una autovía en la que pude constatar con sorpresa que los italianos de esta zona, a diferencia de los napolitanos y salvando la excepción de algún descerebrado ocasional, conducen con un notable respeto por las normas, manteniendo una velocidad en ningún caso superior a los 100 km/h (la velocidad máxima legal era 90km/h). Fue una relajada excursión de 40 minutos de ida y otros tantos de regreso, cuando ya anochecía. Eso nos dio la oportunidad de recorrer sin prisa varias veces y en todas direcciones este precioso pueblo costero, paladeando cada calle, cada casa, cada plaza, cada edificio. Otranto se asoma al Adriático perezosamente, subido sobre una pequeña colina, como si desconfiara de lo que pudiera venir a turbar su paz por el mar. La pereza de la que hablo emerge de la propia atmósfera del lugar, atmósfera que se transmite al visitante casi sin que se dé cuenta. Si alguien va con prisa a Otranto, ha hecho una mala elección. Sin duda, fue Otranto ciudad agrícola y pesquera. También es indudable que la riqueza actual de la ciudad es la que le proporciona, sobre todo, el turismo. Parece evidente que tuvo Otranto un pasado histórico destacado. Da prueba de ello el castillo (otro construido también por Carlos V) y lo que queda de la muralla que en otros tiempos cerraba la ciudad por tierra y por mar. Después de todo, Otranto tiene un cabo, a cuyo extremo hay un faro, que señala el punto situado más al este de toda la península italiana, es decir, que era el punto más próximo a las costas del Imperio otomano. Pasear por Otranto a media tarde es una experiencia deliciosamente relajada. Es posible que nuestro viaje haya tenido lugar fuera de los dos meses —julio y agosto— en que la población visitante posiblemente se multiplica por dos o por tres. Por otra parte, el turismo con el que nos encontramos tanto en Lecce como en Otranto, además de no ser excesivamente numeroso, nos pareció un turismo tranquilo, respetuoso y nada vociferante, lo que es muy de agradecer (quizás convenga aclarar que el que vimos era un turismo formado por personas mayoritariamente centroeuropeas de la tercera edad). Finalmente, poder disfrutar, al final del paseo ciudadano, de la vista del mar en pleno ocaso desde una terraza situada junto a la entrada de la ciudad amurallada tomando un delicioso spritz (habréis observado nuestra preferencia por este delicioso aperitivo tan italiano), es algo que no tiene precio. Y, a eso de las 21.00h, sin ninguna prisa, iniciamos nuestro regreso a Lecce para descansar y poder iniciar la visita a otra ciudad el día siguiente. GALLIPOLI Aunque creo que será innecesario, comenzaré por aclarar, que este Gallipoli no tiene nada que ver, salvo el nombre, con el Gallipoli enclavado en la península del mismo nombre al sudoeste de Turquía, y donde murieron durante varios años de combates en la 1ª Guerra Mundial cerca de 300.000 soldados aliados (franceses, británicos, australianos y neozelandeses). El Gallipoli que nos disponíamos a visitar el viernes 17 de junio es un bellísimo pueblo de la costa jónica de la Apulia a escasos 40 kilómetros de Lecce. Todo el territorio que rodea la ciudad de Gallípoli por el norte y por el sur dispone de abundantes y ricos olivares, pero no cabe duda de que la zona es eminentemente vacacional, con enormes y cuidadas playas de arena y con profusión de segundas viviendas y alojamientos turísticos, aunque la primera impresión que saca el viajero es que se trata fundamentalmente de turismo local, o al menos nacional. Dado que el día anterior había sido, si no agotador, sí algo fatigante, decidimos darnos un descanso y dedicar la mañana a darnos un baño en una de las numerosas playas de la zona. Y elegimos la playa de Lido, no tanto por los ecos de su homóloga veneciana, sino porque a escasos metros del acceso a la playa encontramos un buen aparcamiento con sombra para el coche. La playa elegida era amplia, de excelente arena y con una longitud que no animaba a recorrerla de punta a punta. Estaba bien provista de tumbonas y hamacas a un precio más que razonable, y con un excelente servicio de bar-restaurante cada 300 o 400 metros, con su correspondiente terraza cubierta. La mañana era esplendorosa y el agua, con una temperatura que invitaba al baño, era absolutamente transparente. Tanto es así, que estando con agua a la altura de la rodilla, se veía uno rodeado de docenas de peces de distintos tamaños, que nadaban ajenos e indiferentes a la presencia de los bañistas. Quizás la explicación a esta limpieza y abundancia de peces se debiera a un hecho que, con nuestra experiencia de las costas españolas, nos resultaba inaudito: no se veía un solo barco en todo el horizonte que abarcaba la vista: ni yates ni veleros ni motos de agua; solo una paz enorme y las voces de los niños que poblaban la playa y aprovechaban ya el comienzo de sus vacaciones. Cuando sentimos llegado el momento de dar fortaleza al estómago, nos sentamos en una de las terrazas del bar más próximo, donde tomamos una deliciosa frisella, receta típica del sur de Italia consistente en pan seco de grano grueso, humedecido y tostado, con aceite, orégano y tomate, y una exquisita puccia, que es, por explicarlo de forma sencilla, un “bocadillo” de pan redondo sin miga tostado y relleno de embutidos, quesos, verduras, tomates cherry etc., acompañadas de unas imprescindibles cervezas bien frías. Con el calor del sol aún en la piel, la sensación deliciosa del baño reciente y el ánimo plenamente recuperado después de este reconfortante y económico refrigerio, pusimos rumbo a la ciudad de Gallipoli. Es esta urbe tranquila de tamaño reducido (unos 20.000 habitantes) donde queda perfectamente definida la zona de desarrollo posterior al siglo XVIII y la ciudad antigua, una especie de promontorio amurallado, unido al resto de la ciudad por un puente. Nos vimos obligados a ver esa parte antigua, sin duda la más bonita, aunque muy pequeña de tamaño, recorriéndola muy despacio con el coche, pues no solo está prohibido aparcar a los no residentes, sino incluso estacionar más de un par de minutos. Dicen que Gallipoli es como una reproducción, a pequeña escala, de Cádiz, por la disposición geográfica de la ciudad moderna y la antigua. He comparado los planos de ambas ciudades y, sin duda, el parecido es más que asombroso. A quien se decida a visitar esta zona, le recomendaría que dejase el coche en un aparcamiento público en la zona extramuros, y que dedicase un par de horas a deleitarse con el recorrido de la ciudad amurallada, que tiene unas vistas espléndidas. Por último, saliendo de Gallipoli, y antes de regresar a Lecce, nos fuimos a Conchiglie-Alto, a unos 12 kilómetros de Gallipoli, para cenar en un restaurante (básicamente, un chiringuito a la orilla del agua) que nos habían recomendado y donde teníamos hecha una reserva. Se llama Scapricciatiello y, aparte de la amabilidad del servicio y de una carta muy marinera con predominio de mejillones (la mayoría de comensales locales los pedían por kilos), langostinos y diversas clases de pescado de especies más o menos asimilables a algunas que tenemos en España, tiene como mayor virtud su impresionante emplazamiento, frente al Golfo de Tarento, que, cuando terminábamos de cenar, nos ofrecía el espectáculo de un ocaso difícilmente repetible. Anochecía con una temperatura de unos 22 grados, cuando abandonamos, bien en contra de nuestros deseos, aquel escenario que quizás no volvamos a ver, para regresar a Lecce y preparar el equipaje para salir al día siguiente de regreso a Bari. Nuestra impresión de la capital de la Apulia será motivo de un cuarto y, esta vez, de verdad, último capítulo de esta reseña que me está salido mucho más larga de lo que me planteaba a su inicio.
(prometo que continuará y, en el próximo capítulo, terminará) SEGUNDA PARTE – LA APULIA Después de que nuestra amable anfitriona Carina nos dejase en la Estación Central de Nápoles, a las 7.45 de la mañana, iba a dar comienzo nuestro itinerario previsto hacia la región de la Apulia (o Puglia, en italiano), con primera y breve parada en Bari, adonde debíamos llegar antes de las 13.00h para recoger un coche de alquiler que teníamos reservado. O sea, se trataba de una mera parada técnica, pues la visita de dos días a esta preciosa ciudad la tenía programada como cierre del viaje a nuestro regreso. Cuando organizo nuestros viajes, suelo tener todo detallada y minuciosamente planificado: previsión de desplazamientos, contratación de alojamientos, disponibilidad de transporte público, tablas de horarios claramente establecidos, algún que otro restaurante recomendado ya reservado. La finalidad de todo este aparente despliegue organizativo es que los viajes transcurran con los menores sobresaltos, salvo si surge algún imprevisto, por ejemplo, en forma de (des)organización ferroviaria italiana. Me explicaré. Para ir de Nápoles a Bari, pese a que la distancia es razonablemente corta –menos de 300 km–, hay que tomar dos trenes. No hay conexión directa. Se puede ir directamente de Nápoles a Regio de Calabria al sur o a Roma o Florencia hacia el norte, pero para ir a Bari hay que hacer trasbordo en Caserta. Había adquirido los billetes con la conexión de Caserta hecha automáticamente por “gentileza” de Trenitalia. Nuestra llegada a Bari estaba prevista para las 12.10. La oficina de alquiler de coches, que cerraba a las 13.00h estaba a tan solo 70 metros de la estación de Bari, o sea, que disponíamos de un tiempo generoso –casi una hora– para recoger nuestro coche. No contábamos –y eso, como es de imaginar, Trenitalia no lo explica en ningún lugar– con que el tren procedente de Roma con destino a Bari hubiera comenzado su recorrido, como parece que es habitual, con diez minutos de retraso, y que, cuando llegábamos a Bari, esos diez minutos se habían convertido en 45. La oficina de alquiler de coches, como ya he dicho, solo estaba abierta hasta las 13.00h. Una absoluta desesperación iba tomando cuerpo en mí (en nosotros), sobre todo cada vez que el tres, sin motivo aparente, se detenía en medio del campo y se quedaba parado durante más de cinco minutos. Esta vez he aprendido una lección: si se para el tren en medio del campo, lo mejor es olvidarse de los problemas que puedan surgir y disfrutar de la visión bucólica del paisaje, que, por otra parte, entre Nápoles y Bari, es espectacularmente hermoso. ¡El tren, finalmente, se detuvo en la estación de Bari a las 12.55h! Alguien podrá pensar que, en nuestro creciente estado de inquietud, no tuvimos oportunidad de disfrutar del paisaje que se abría ante nosotros. Y no es cierto. Esa inquietud, que fue paulatinamente in crescendo, no nos impidió contemplar un panorama de gran belleza que se fue desplegando a medida que nos fuimos alejando de los barrios periféricos de Nápoles, en los que ciertamente podía palparse la negrura de la pobreza. Poco a poco nos fuimos adentrando en un terreno montañoso formado por las últimas estribaciones de los Apeninos, esa especie de costurón que recorre la bota de Italia de norte a sur. Los valles aparecían surcados de pequeños pueblos y, sobre todo, de alquerías aisladas, algunas con aspecto de haber sido abandonadas tiempo atrás, otras con signos de intensa labor agrícola. No quiero detallar, por una cuestión de dignidad personal, nuestra enloquecida salida de la estación arrastrando con estrépito nuestras maletas de ruedas, corriendo como pollos sin cabeza para llegar en menos de cinco minutos a recoger nuestro coche. Digo lo de correr como pollos sin cabeza porque yo solo recordaba la visión del emplazamiento de la empresa de alquiler coches sobre el mapa de Google, pero la realidad física se parece muy poco a su representación cartográfica, al menos en un primer momento. Ni que decir tiene que comenzamos a correr en dirección equivocada, tuvimos que corregir sobre la marcha con el GPS del móvil en la mano, y cuando llegamos a nuestro destino, acababan de bajar la persiana. Honestamente, confesaré que en aquel momento fue tal mi grado de rabia contra el sistema ferroviario italiano, que no pude (o no quise) impedir dar salida a mi frustración con un exabrupto que prefiero no repetir por escrito, pero que tenía que ver con la divinidad. Además, como estaba en Italia, y pensaba que nadie me entendía, no traté de disimularlo y soltarlo sotto voce. Curiosamente, el señor que estaba a mi lado y que acababa de cerrar la oficina, se volvió amablemente hacia mí y me dijo en perfecto castellano: “¿Tenía usted reservado un coche?” A punto estuve, en mi profundo agradecimiento, de besarlo y abrazarlo. “Pues, sí, efectivamente”. “No se preocupe.” Y con esta hermosa y tranquilizadora frase, abrió de nuevo el cierre metálico de la oficina. Quince minutos más tarde salíamos de Bari con nuestro flamante Citroën C3. Disponíamos de 45 minutos para llegar a comer en un restaurante de Polignano, donde había hecho una reserva siguiendo las recomendaciones hechas por multitud de usuarios en las distintas plataformas de información gastronómica. El GPS daba 40 minutos para llegar a destino, y ese fue exactamente el tiempo que tardamos en hacer el recorrido. En esta ocasión, no dependíamos de la puntualidad de Trenitalia, afortunadamente. Iba a ser nuestra primera parada camino del sur. El restaurante se llamaba (y sigue llamándose) Antiche Mura, y es un lugar bellamente decorado. Comenzar hablando de la decoración cuando describimos nuestra experiencia en un restaurante suele ser una indicación inequívoca de que la experiencia culinaria no ha sido espectacular. Y no lo fue. Tampoco fue mala. Simplemente no nos impresionó, como no nos impresionó en general la gastronomía de la región, aunque eso lo dejo para un capítulo separado. Recorrimos Polignano después de comer camino del coche, contemplando las numerosas mansiones de piedra blanca que pueblan el centro de la población, pero nuestra sorpresa surgió de repente cuando nos encontramos con una especie de escenario natural que se abría al mar entre dos lomas, con las casas encaramadas en lo más alto de una de ellas y protegidas las otras detrás de una muralla de piedra, dejando en medio una pequeña playa, una rada minúscula y acogedora, en aquel momento plagada de bañistas, que parecían protegidos de los peligros que pudieran acecharles desde el Adriático. Con la visión de ese rincón pusimos rumbo al sur, alejándonos un poco de la costa y adentrándonos hacia el interior de la Puglia. La sensación que se tiene al viajar por esta región es la de estar adentrándose en los paisajes que inspiraron la poesía bucólica. De repente, ha desaparecido el ímpetu vehemente de los Apeninos, y la fuerza visual de la montaña ha dado paso a la suavidad apenas ondulada de un terreno hecho para caminar sin prisa entre amables arboledas, sotos umbríos, veredas bordeadas de álamos, suaves colinas, olivares y viñedos, casas de labranza que parecen haber estado ahí, en su quietud, desde tiempos de los romanos… Recorriendo la Puglia, a uno se le ocurre que si hubo un paisaje que pudo inspirar a Virgilio al escribir sus Bucólicas, bien pudo haber sido esta región del tacón de la bota de Italia. O a Fray Luis de León, cuando decía aquello de “¡Oh monte, oh fuente, oh río,! / ¡Oh secreto seguro, deleitoso!”. A esta sensación de serenidad y quietud contribuye además la suavidad de la temperatura, dulcificada por una brisa que le viene de sus dos mares: el Adriático al este y el Jónico al oeste, separados ambos por apenas 85 o 90 kilómetros. Nuestra siguiente parada fue en un pueblo, Alberobello, que es famoso por la originalidad de sus construcciones rurales: los trulli. Se trata de unas construcciones realizadas con muros de de piedra sin mortero, rematadas con una gran cubierta de forma cónica, también hecha con piedras talladas y superpuestas de forma absolutamente artesanal. Hay distintas explicaciones acerca de la razón de ser de estas construcciones. Dicen que, al estar construidas sin mortero, los dueños podían hacerlas caer, dejando solo un montón de piedras, si llegaba al pueblo una inspección recaudadora del señor feudal. Cualquiera que sea su razón de ser, se trata de unas casas de gran originalidad, que hoy se han convertido en su gran mayoría, como no podía ser de otro modo, en alojamientos turísticos. Continuando un poco hacia el sur, pudimos visitar otra población bellísima, Locorotondo, que, como su nombre indica (locus rotondus), es un pueblo cuyo centro histórico, plagado de preciosas casas blancas, está encaramado sobre una colina circular. Desde la cima de esa colina, al lado de la plaza principal, hay un parque desde el que se pueden contemplar todos los campos circundantes a lo largo de varios kilómetros. Ni que decir tiene que, antes de volver a ponernos en marcha, no desaprovechamos la oportunidad de descansar en la quietud de la plaza para saborear dos deliciosos spritz de Aperol, pues no solo de belleza y poesía vive el hombre… y la mujer. Nuestro paso y parada siguiente era Lecce, donde íbamos a quedarnos las tres noches siguientes.
(continuará) Hacía tiempo que no incluía en mi blog reseñas de mis viajes. Será porque con el maldito COVID ha habido pocos. No quiero dejar pasar la oportunidad de nuestro reciente viaje a Nápoles y la Apulia. Así que, ¡allá va! Primera parte - Nápoles Nápoles es Nápoles. Soy consciente de que, dicho así, suena a perogrullada. Pero es cierto. Nápoles es una realidad que escapa a cualquier posibilidad de definición serena y equilibrada. Por la sencilla razón de que Nápoles es caos, alteración, desorden, anarquía, vida enloquecida. Y si alguien dijera que el caos de esta ciudad es perfectamente armónico, tendría razón, pues lo caótico convive en ella con la inalterada y aparente organización cotidiana de la vida. Así, pues, en un alarde de expresividad incongruente, pero creo que certera, diré que Nápoles es una ciudad colorida, caótica, anárquica, ruidosa, sucia, sorprendente, amable, irritante, agotadora, cálida, cercana, multirracial, mediterránea… ¡y llena de motos! Las motos son las dueñas del tráfico ciudadano. Las hay a miles, pero no en el conjunto de la ciudad; las hay a miles en cada tramo de calle, en cada acera, delante de las puertas, en los cruces de peatones, en los balcones. No se atienen a ninguna norma de tráfico, no respetan señales ni semáforos, no causan atascos porque se cuelan por el hueco más insignificante entre coches, entre personas. Las hay de todos los tamaños y cilindradas, de todos los colores y modelos. Por supuesto, todavía quedan antiguas Vespas de los años 50-60 que se mueven con orgullo entre sus hermanas de corte más moderno. En este viaje, decidí, por razones diversas, pero también porque era lo que se ofrecía con más empeño en las aplicaciones de reservas de alojamiento, contratar nuestras estancias en los llamados B&B (bed and breakfast), ese invento tan inglés por el que uno se aloja en una casa particular con una familia que ofrece eso, “cama y desayuno”, y que en otros lugares, pero, sobre todo, en Italia y me imagino que en todo el sur de Europa, por esa capacidad de la gente mediterránea para la picaresca, se ha convertido en una forma de obtener un alto rendimiento económico de un “hueco más o menos habitable decorado con mejor o peor gusto”. En Nápoles íbamos a comprobar esa realidad del B&B “a la napolitana”, en dos versiones muy diferentes, la primera durante dos noches a nuestra llegada, y la segunda en la noche de nuestro regreso a España. Llegamos a la Estación Central el lunes día 13 ya anochecido. Tomamos el Metro, pues el alojamiento que teníamos reservado, en la Vía Montesanto 19, aparecía señalado en Google Maps a escasos 70 metros de la estación de Metro del mismo nombre, Montesanto. Pues bien, yo os aseguro que Nápoles es capaz de equivocar y volver loco al propio GPS. En tres ocasiones comenzamos a caminar siguiendo las indicaciones del móvil y en tres ocasiones nos cambió automáticamente de ruta apenas habíamos caminado 20 metros o después de decirnos que “nuestro destino estaba a la derecha/izquierda”. Luego descubrimos que, además de la Vía Montesanto, había una Piazza Montesanto y un Vico Montesanto, todo en menos de 100 metros de distancia. ¡Desconcierto total! Aprovecho para decir que la zona en que nos encontrábamos, a tenor de la calidad del asfalto y el adoquinado de la calzada, el tipo de construcciones populares (estábamos en el límite con los famosos Quartieri Espagnoli) y el aspecto de los pocos vecinos que deambulaban por la calle a aquellas horas, podía definirse como barrio humilde napolitano tradicional (de los que tienen balcones con ropa tendida a secar). Y nosotros, en medio de la calzada con nuestro maravilloso ingenio tecnológico en la mano sin saber si ir a derecha o a izquierda…, o quedarnos quietos en espera de un milagro. O sea, como dos perfectos paletos con maletas de ruedas. (Edificio de nuestro B&B en Vía Montesando) Y surgió el milagro en forma de amables napolitanos, pues enseguida llegó un señor mayor que iba de retirada con su mujer y que, viéndonos plantados en medio de la calle, se nos acercó a ver si nos podía ayudar. Poco fue lo que pudo hacer, salvo aclararnos que había tres lugares con el nombre de Montesanto, vía, vico y piazza. En plena faena de absurdos intercambios lingüísticos sin sentido, se acercó otro señor, que nos aseguraba que había que seguir la calle que iba cuesta arriba, a lo que un chaval que pasaba por allí terció en el asunto y les quitó a todos la razón, diciendo que había que ir en dirección contraria. Como era un crío de unos 11 o 12 años, los adultos no le hicieron caso, a lo que el chaval se encogió de hombros en un gesto inequívoco de decir: “Vaffanculo!”. Y lo curioso es que, tras muchos ires y venires, nos dimos cuenta de que el chaval tenía razón. Acabamos encontrando la casa que buscábamos en Via Montesanto, pero en un lugar que lo mismo podía ser el número 19 que el número 48. Porque, vamos a ver, ¿acaso no puede un napolitano poner en su casa el número de calle que le sale de los cojones? Una vez en el interior del edificio, y ya con los datos de acceso en nuestro poder, pues en muchos casos el viajero no tiene contacto personal con el arrendador, sino que todo se hace mediante el envío telemático de unas contraseñas para abrir las puertas de forma autónoma, nos encontramos un apartamento estupendo, luminoso y acogedor, con baño completo, un pequeño patio interior adornado con plantas, frigorífico con bebida abundante, una bandeja con galletas y cruasanes para acompañar un posible café o un té, todo ello gentileza de las dueñas, pantalla plana de TV y una cama amplia y cómoda. A la mañana siguiente, lo primero que hicimos, ya con plena luz del día, fue iniciar un recorrido de reconocimiento de la zona para poder regresar por la noche sin dudas ni tropiezos. La gentileza de nuestras anfitrionas se manifestó de nuevo, con más generosidad si cabe, pues tras nuestra segunda noche en Nápoles, sabedoras de que teníamos que tomar el tren por la mañana temprana, se ofrecieron a llevarnos en su coche a la estación, cosa que hicieron con in audita puntualidad: a las 7 de la mañana, Corina estaba en la puerta del alojamiento esperándonos con su coche en marcha. ¡Todo un detalle y una persona encantadora! Nuestra segunda experiencia con un B&B de Nápoles, cinco días después, fue igualmente laborioso, aunque en esta ocasión el alojamiento fue mucho menos atractivo y encontrarlo supuso una nueva aventura en uno de esos edificios que solo un napolitano avezado es capaz de desentrañar. Teníamos reservado este alojamiento en la piazza Garibaldi, justamente enfrente de la entrada a la Estación Central. Teóricamente no había pérdida posible. Solamente íbamos a descubrir un elemento con el que no contábamos, y es que la piazza Garibaldi es inmensa y rodeada de edificios por todos sus costados. Y el GPS volvió a confundirnos varias veces, pero en esta ocasión nuestra desorientación duró mucho menos que la vez anterior. Hubo menos desorientación, pero no poco asombro ante lo que íbamos a descubrir. Llegados a la puerta del inmueble, cuyo aspecto no revelaba en absoluto la naturaleza y dedicación de sus realidades habitacionales, tras habernos sido abierto el portalón con el portero automático, debíamos llegar a la puerta del “habitáculo” que habíamos reservado, pues el edificio en el que acabábamos de entrar encerraba no menos de cinco o seis bloques de viviendas interconectadas todas ellas por medio de patios interiores (como los que se ven en algunas películas italianas de cine costumbrista). Ni que decir tiene que las paredes de los pasillos estaban todas desconchadas y hambrientas de una mano de pintura; los patios en estado, si no ruinoso, sí cochambroso; y nosotros más perdidos que Carracuca. Gracias a la venturosa aparición de un empleado de uno de los múltiples B&B del edificio, que nos orientó, pudimos, tras recorrer un largo y tortuoso pasillo hasta el final, torcer a mano derecha, subir un tramo de escaleras, tomar un ascensor, subir al 3º piso y salir a mano izquierda, llegar a nuestro destino: B&B Anima e Core. Afortunadamente, la habitación era decente, con buena cama, baño completo y ventanal a la calle, detalles que nos congraciaron con Nápoles, y nos ayudaron a dormir, pese a todo, a pierna suelta. Seamos honestos. Pocas ciudades en el mundo serán tan honestamente ellas mismas como lo es Nápoles. Porque una de las cosas que llaman la atención en esta ciudad es que no trata en absoluto de aparentar lo que no es, no se disfraza. Ciertamente, en la calle hay pedigüeños, drogatas, camellos, vendedores ambulantes, pero no están ahí por el turismo; están porque es donde les toca estar. En todo el tiempo que hemos pasado en Nápoles, nadie nos ha importunado para que entrásemos a comprar a una tienda de souvenirs, ni nos han tratado de convencer de que nos sentásemos a comer en ningún restaurante (como sucede, por poner un ejemplo, en la preciosa ciudad de Estambul). En Nápoles, si quieres entrar a comer, entras; si no, será porque no tienes hambre o no te apetece. Los camareros son amables, pero con la amabilidad justa, la misma que tienen con el cliente habitual; no son obsequiosos ni tampoco maleducados. Es algo así como si Nápoles dijera: “Aquí estoy, y soy como soy. Si has venido a verme, será porque te apetecía. Yo no voy a ponerme la ropa del domingo para que me veas guapa”. Esa sensación de cotidianidad es una constante en la ciudad, en el ajetreo incesante de su gente, en el ruido a veces ensordecedor de sus coches, sus motos, sus músicas, sus voces hablándose a gritos a la distancia. Eso, y la anarquía más absoluta en el uso de la vía pública. Uno no debe esperar que, al cruzar por un paso de cebra los coches vayan a reducir la velocidad (no digo ya a detenerse). No, se limitan a esquivar al atrevido peatón. Pero si un peatón cruza por zona indebida cuando viene un coche, notará la misma indiferente comprensión por parte del conductor que se ve obligado a hacer una maniobra rápida para no atropellarle, ¡y lo hace sin enfadarse ni insultar! Porque todo el mundo es consciente de que cada uno hace lo que le da la gana procurando fastidiar lo menos posible a los demás. Hicimos el día 14 dos cosas que suelen gustarnos en nuestras visitas a ciudades que no conocemos: la primera, recorrer a pie sin prisas y sin una ruta muy definida la zona histórica de la ciudad. En centro histórico de Nápoles es una zona extensa, animada, bulliciosa, llena de colores y de lenguas, naturalmente con predominio de un italiano hablado con toda clase de acentos, de gentes de los orígenes más diversos, de tiendas con la mitad de la mercancía en la acera junto a la puerta. Esa parte de la ciudad incluía, como no, los Quartieri Espagnoli, el barrio español, nombre que le viene de cuando la ciudad formaba parte del reino de Nápoles (antes, parte del Reino de Aragón) hasta mediados del siglo XIX. En realidad, su nombre puede prestarse al equívoco de pensar que la población de este barrio esté (o estuviera en tiempos) formada por españoles, sino porque en él estuvieron asentados los cuarteles para las guarniciones de soldados españoles durante la dominación hispana del territorio. Se trata de un barrio de pequeños artesanos y comerciantes. Sus calles estrechas, en cuesta y con los famosos balcones llenos de ropa tendida al sol, limitan con la calle Toledo, arteria comercial y parcialmente peatonal, que, atravesando la zona de Santa Brígida, conduce hasta muy cerca del Castel Nuovo. En ese recorrido, es de visita obligada la bellísima Galleria Umberto I, una de las numerosas galerías comerciales abiertas en distintos lugares de Europa en el siglo XIX, y que, en el caso de la de Nápoles, es coetánea y muy parecida a la Vittorio Emanuele de Milán, con sus altísimos techos acristalados formando bóveda de crucero con una gran cúpula central. La diferencia entre la de Nápoles y la de Milán es que en la segunda es evidente y ostensible el mayor poderío económico del norte, que se refleja en las tiendas, los escaparates y la actividad comercial. La segunda de nuestras excursiones suele consistir en hacer el recorrido del autobús turístico, en el piso superior, por supuesto, ya que esto permite, con un plano en la mano, tener una visión global y bastante completa de la ciudad y del lugar en que se encuentran los principales monumentos. En el caso de Nápoles hicimos los dos recorridos del autobús turístico: el del centro histórico y el que recorre la bahía hasta pasado el próspero y precioso barrio costero de Possilipo, cuyas edificaciones y cuyos residentes no tienen nada que ver con los de los Quartieri Espagnoli. Aprovecho aquí para recomendar a quien quiera vivir una experiencia profundamente napolitana utilizar, para ir o volver del aeropuerto, el servicio público Alibus, un autobús que, con una frecuencia de 15 minutos, hace el recorrido de ida y vuelta al aeropuerto en cuestión de 20 minutos por 5 euros por persona. Ni que decir tiene que, dado lo económico y rápido del servicio, las colas que se forman para tomar este Alibus son (o parecen) kilométricas. No hay que desesperar. Las colas desaparecen de forma casi milagrosa, debe de ser unos de los prodigios de San Genaro. En los dos trayectos que hicimos pude calcular que en un espacio pensado para unas 40-50 personas, debimos de viajar no menos de 100 0 110 personas grosso modo, con nuestros respectivos equipajes. Y lo más curioso es que ni de la boca del conductor ni de los pasajeros surgió la menor queja; por el contrario, todo el mundo lo tomó con bastante buen humor y excelente talante. Además, nadie corría el riesgo de caerse en las curvas; habría sido imposible.
¿Otra pincelada napolitana? El aeropuerto es un auténtico desastre. Y no solo por el hecho innegable de haberse quedado absolutamente anticuado. Es un hervidero de miles de viajeros con sus correspondientes acompañantes, donde el griterío es incesante y el desorden, próximo al caos. Al no existir los llamados fingers para el acceso y descenso de los aviones, las pistas son una vorágine de aviones que realizan su maniobra de llegada o de salida; coches de servicio que van como locos de un extremo al otro de las pistas; camiones de combustible que se dirigen a realizar el repostaje de los aviones; autobuses cargados de viajeros que están a punto de embarcar o que acaban de desembarcar... Todo lo anterior forma un guirigay en el que lo sorprendente es que no haya a diario accidentes de importancia. El mencionado trasiego trae otras consecuencias indeseables; por ejemplo, el tiempo de esperar para recoger los equipajes puede llegar, e incluso sobrepasar, una hora larga. Pero uno ha llegado a Nápoles, y no se trata de amargarse el día por pequeñeces. Hay que comenzar la visita con una sonrisa, o al menos intentarlo. Nápoles lo merece. (seguirá) Parece que lo moderno, lo que se lleva ahora es afirmar, poniendo el mayor énfasis y convicción posibles, que los conceptos izquierda y derecha han quedado obsoletos, anticuados, y que lo inteligente y apropiado es buscar respuestas políticas en lo que se ha dado en llamar la transversalidad, es decir intentando que compartan en paz y concordia el mismo vagón patronos y trabajadores, ricos y pobres; carcas y progresistas; negacionistas y ecologistas; creacionistas y evolucionistas; militaristas y pacifistas; fascistas y antifascistas; machistas y feministas; racistas y antirracistas… Algo así hizo Franco cuando creó los sindicatos verticales, ¿no?, pero con la salvedad de que, primero, prohibió pensar y expresarse libremente. Porque, en un sistema libre, ciertas sensibilidades no pueden mezclarse con sus contrarias y convivir en armonía. Como mucho pueden compartir un espacio geográfico sin matarse, eso es todo. Siempre que escucho decir que los conceptos de izquierda y derecha están trasnochados, me doy cuenta de que quien afirma esto es una persona de derechas y que lo que trata de decir en realidad es que el concepto de izquierda está trasnochado; y que cuando hace semejante afirmación se está dirigiendo a alguien que le consta que es de izquierdas, y no se atreve a ser tan claro, así que reviste su falacia en una crítica generalizada a las ideologías políticas. Es los mismo que hizo Franco, cuyo pensamiento era: “Hay que olvidar las ideas, los partidos, las banderías, y seguir el camino que yo os marque, el camino del pensamiento único”. El ejemplo más extremo de intento de desprestigio de las ideologías políticas es el que practica la extrema derecha fascista (o pronazi), mediante la creación y propagación de un estado de disconformidad y de descontento con el “sistema” en general, mezclando y confundiendo todo, y convenciendo a la gente de que todos los políticos, todos los partidos tradicionales son iguales. Esto impulsa a la gente a “rebelarse” y asumir las tesis más ultraderechistas, según las cuales solo la patria y sus símbolos (bandera, himno, ejército) son dignos de respeto y deben ser defendidos, violentamente si es preciso. En realidad, las palabras izquierda y derecha no tienen en sí mismas ningún valor. Aunque no es por casualidad que la palabra izquierda provenga de la latina sinistra, en castellano siniestra y su adjetivo siniestro, que, además de equivaler a “mano izquierda”, tiene un sinfín de otros significados muy negativos: avieso, malintencionado, funesto, aciago, mientras que la palabra diestra y su adjetivo diestro, tienen siempre significados positivos: hábil, sagaz, favorable, benigno, venturoso. ¿No da la sensación de que el lenguaje refleja siempre fielmente las intenciones ocultas del pensamiento? En este caso el subconsciente social. Por eso, a mí, siempre me ha parecido que izquierda y derecha son dos términos que compendian y sintetizan dos formas de ver y entender el mundo, la vida, la sociedad. Luego están las docenas de variantes ideológicas de una y otra, sobre todo en la izquierda, ya que la derecha ha sido, es y será siempre mucho más monolítica en sus puntos esenciales: poder financiero, orden social, autoridad jerárquica, una reducida élite dirigente, conservadurismo social amparado en la religión…, mientras que en la izquierda, hay infinidad de tendencias, variaciones y matices, que se reflejan en distintos manifiestos, propuestas programáticas, documentos y contradocumentos, partidos, subpartidos, grupúsculos separados de previos partidos, sectores críticos dentro de partidos, cismas, reprobaciones de partidos afines y, en ocasiones, incluso puñaladas traperas. Por eso, que en el momento actual se esté produciendo un fuerte relanzamiento del capitalismo, no debemos extrañarnos. A mucha gente eso le da una sensación de “solidez”, frente a las grietas que parecen amenazar siempre la estabilidad de las estructuras grupales progresistas. Los partidos de izquierdas (con un mayor o menor grado de izquierdismo, se entiende, algo que va “del rosa pálido al rojo más intenso”) no parecen nunca darse cuenta de que dependen unos de otros para sobrevivir, que es la unidad lo único que puede ayudarles a mantenerse vivos y con capacidad de alcanzar el poder, y cuando digo el poder me refiero a la posibilidad de gobernar, pues el concepto de poder en la izquierda difiere mucho –o debería diferir mucho– del que tiene la derecha, que consiste en disponer de un absoluto control económico, policial, judicial e informativo. Resumiendo, podríamos renunciar a los tradicionales conceptos que definen izquierda y derecha. Pero hay una serie de rasgos que van a caracterizar siempre a las personas que, a día de hoy, nos seguimos considerando de izquierdas, cualquiera que sea el apelativo que se nos quiera dar en un futuro, todo ello en un afán “modernizador”.
Las personas que se consideran de izquierdas son aquellas que siempre: - se preocupan por hacer cuanto sea necesario para que este mundo sea, y siga siendo en el futuro, habitable y, por consiguiente, estarán a favor de que los recursos de los que se dispone en el Planeta se compartan de forma equitativa por todo el mundo; en otras palabras, siempre estarán a favor de la propiedad pública de bienes comunes como el agua o la energía. - defienden que todo el mundo tenga derecho a un trabajo digno, a una vivienda decorosa, a educación y sanidad públicas, o sea, a todas esas cosas que promete nuestra Constitución, aunque su cumplimiento deje mucho que desear, y, por supuesto, habiendo educación y sanidad públicas, están en contra de que el Estado financie cualquier actividad educativa o sanitaria de carácter privado, que solo beneficia a los grupos más elitistas y acomodados económicamente; - nunca dudan en defender los intereses y derechos de las minorías o de los sectores más vulnerables: inmigrantes, LGTBI, mujeres; - aunque comprendan que un país necesita tener un Ejército, siempre están a favor de encontrar soluciones negociadas y pacíficas para cualquier desacuerdo internacional; - opinan que, a igualdad de trabajo, las mujeres y los hombres deben percibir idéntico salario (equidad), y que se debe aplicar con rigor la participación equilibrada de hombres y mujeres en las posiciones de poder y de toma de decisiones en todas las esferas de la vida a fin de compensar el desequilibrio creado durante siglos por un injusto sistema patriarcal; - no aceptan que puedan existir privilegios de cuna y, por consiguiente, están en contra del sistema monárquico, que consideran injusto, absurdo y anacrónico; - pagan íntegra y puntalmente sus impuestos, y defienden un sistema fiscal justo y equitativo, en el que las cargas impositivas se apliquen siempre en función de los ingresos y el patrimonio de las personas, tanto físicas como jurídicas; - están a favor de que se tomen todas las medidas que sean precisas para defender el Planeta y reducir y minimizar las consecuencias del cambio climático, incluso cuando esas medidas puedan suponer algún tipo de restricción, renuncia o incomodidad personal; - son fervorosos defensores del máximo desarrollo y enriquecimiento del sistema educativo y cultural, como único medio de luchar contra las injusticias y promover la igualdad entre todos los ciudadanos; - consideran a los gobernantes personas al servicio de los demás ciudadanos, algo así como los administradores de una comunidad de vecinos, pero nunca como ostentadores de “autoridad”; - cualquiera que sean sus planteamientos personales en el terreno religioso, defienden la libertad de cada cual para practicar sus creencias, pero están en contra de cualquier tipo de privilegio para un credo concreto, así como de las manifestaciones públicas de carácter religioso, y, por consiguiente, quieren que se denuncie el Concordato y que el Estado deje de subvencionar a la Iglesia católica; - consideran que, en caso de conflicto, los intereses colectivos de la mayoría deben prevalecer siempre por encima de los intereses particulares, sea de personas o de grupos; - creen firmemente en el derecho de las personas a manifestar, defender y promover sus ideas y convicciones, así como a decidir su destino, siempre de forma democrática desde el respeto a las leyes y mediante la negociación y el acuerdo; - creen en una Justicia que sea igual para todos, pero entienden que los delitos cometidos por las personas que ocupan puestos de responsabilidad, defraudando la confianza puesta en ellas por la ciudadanía, deben ser castigados con más rigor. Además, entienden que solo puede existir Justicia verdadera si el sistema judicial está limpio de impurezas políticas, es independiente y profesional, y actúa con la mayor transparencia y, sobre todo, diligencia, pues una justicia lenta no puede nunca ser justa. - piensan que las fronteras entre países se justifican tan solo por la necesidad que existe de controlar la delincuencia internacional (y un ataque de otro país es una forma de delincuencia militar), pero no entienden que sirvan para limitar el libre movimiento de las personas y, en cambio, no de los capitales. Y, sobre todo, consideran injustificable que las fronteras sean infranqueables para los que huyen de la miseria y, sin embargo, sean totalmente permeables para los millonarios y evasores fiscales. No es preciso señalar que esta lista no está completa, pero contiene los aspectos esenciales de lo que serviría para definir muy concisamente en qué consiste ser de izquierdas. Alguno tendrá la tentación de decir: “Pues vaya, no parece nada del otro mundo. Todo lo que se dice en la lista suena lógico”. Ojalá fuera así. Hay demasiada gente que defiende las tesis contrarias. Algunos lo hacen como defensa de sus intereses; otros, por desgracia, lo hacen para defender los intereses de otros, que, desde luego, no se lo van a agradecer. Lo que caracteriza a la gente de derechas es el mantenimiento del status quo en todos los sentidos; que no venga nadie a alterar el orden de las cosas. Por eso, por ejemplo, la derecha es firme defensora del machismo patriarcal. Y la defensa de los intereses económicos hacen que se produzca permanentemente un incremento de las desigualdades, y mientras que mucha gente se vuelve cada vez más extraordinariamente rica, aumenta si no la pobreza extrema, sí la precariedad de capas sociales cada vez más amplias. Para terminar, podemos decir, por ejemplo, que la globalización es un concepto que ha sido impuesto, tergiversado y canibalizado por la derecha capitalista. Porque el internacionalismo, que es la forma más limpia y generosa del globalismo, siempre fue un concepto de izquierdas. La derecha se las ha arreglado para convencernos de que la interconexión global –que es algo bueno y deseable– es exclusivamente la globalización de la economía, o sea, la implantación del capitalismo global, el control del mundo entero por parte de unas pocas empresas poderosísimas en manos de un puñado de personas (sátrapas del dinero). La derecha sabe manejar y conectar muy bien sus discursos. Y eso es lo que le falta, lo que no sabe hacer la izquierda: enlazar su discurso. La izquierda debe aprender a unir el concepto de socialismo con los de solidaridad, libertad (no solo de mercado), justicia, equidad, feminismo, ecologismo, antirracismo… en un discurso coherente. Y ya, de paso, aprender tanbién a unir no solo sus discursos, sino sus fuerzas. Leía hace unos pocos días que uno de los estafadores de las mascarillas, el señor Luceño –me niego a llamarle “comisionista”, que sería una forma de dotar de una mínima dignidad a su indigna “profesión”–, a preguntas del fiscal, reconocía abiertamente y sin el menor asomo de vergüenza o arrepentimiento haberse llevado una comisión de cinco millones de euros, un porcentaje del 44,85 por ciento del total de la operación, por la adquisición de material médico defectuoso y a más del doble de su precio para el Ayuntamiento de Madrid. En otro momento habría que hablar de la desvergonzada actitud del alcalde Almeida, que quiere presentarse como víctima, cuando la víctima real es el pueblo de Madrid, que ha sido saqueado por su culpa, como resultado de su ineficiencia, su falta de ética o ambas cosas. Al parecer, la Cámara de Comercio de París, que es el organismo generalmente aceptado como regulador de las buenas prácticas en el mundillo del comercio internacional, “recomienda” que un intermediario o comisionista no se lleve en ningún caso más del 50% de una operación cualquiera. Cuesta trabajo entender cómo un organismo aparentemente respetable como la Cámara de Comercio de París acepta con absoluto cinismo que esas aves de rapiña puedan llevarse impunemente semejantes “comisiones”. Supongo que es una forma de dotar de una cierta apariencia de honradez profesional las actividades de quienes se dedican, simple y llanamente, a robar “dentro de la más estricta legalidad”. Y aquí viene el quid de la cuestión. En los tiempos que vivimos, es muy frecuente que, cuando en una conversación salen a relucir ciertas actuaciones de dudosa ética, sobre todo, aunque no únicamente, de naturaleza económica o comercial, muchas personas en apariencia sensatas, decentes y honradas, exclaman sin que se les mueva una pestaña: “Pero, oye, eso es algo totalmente legal”. Y se quedan satisfechas y convencidas de que la “legalidad” de una acción elimina de un brochazo cualquier atisbo de abuso, engaño, arbitrariedad, trampa o artimaña embustera, y la convierte en íntegra y aceptable. Hay multitud de situaciones en las que algunas personas actúan de forma nada ética, o abiertamente inmoral, y, sin embargo, nadie podría decir que han cometido un acto ilegal, por ejemplo, poniendo precios abusivos a un producto cuando se sabe que hay carestía del mismo o cuando existe una especial necesidad de dicho bien en un sector de la población; o pagando salarios de miseria, pese a tener un negocio próspero, a fin de obtener así unos rendimientos empresariales muy lucrativos; o cuando alguien se encuentra una cartera con dinero en el asiento de un taxi o de un autobús y se queda con ella en vez de llevarla a objetos perdidos; o si alguien abandona de forma ostensible su asiento en el Metro o el autobús para dejar claro que no quiere compartirlo con una persona que tiene características que le causan rechazo o desprecio (pobreza, color de piel, manifiesta orientación sexual abiertamente distinta a la que él/ella considera “normal” o respetable); cuando un juez acepte instruir una causa, en vez de abstenerse en favor de otro juzgado, sabiendo en conciencia que, en el tema que se va a juzgar, mantiene una postura muy radical que va a impedir una actuación neutral y justa, o cuando esconde unos intereses personales espurios; cuando una persona trata de ganar adeptos, entre amigos y conocidos, para una actividad, por ejemplo, de venta piramidal, convenciéndoles de las enormes ventajas del plan económico, sabiendo que lo que se persigue simplemente es aumentar los propios beneficios; falseando o ”adornando” indebidamente el currículum vitae para obtener algún tipo de beneficio que no lograríamos diciendo la verdad desnuda; cuando alguien trata de llevarse a la cama a la mujer (o al marido) de un amigo o amiga, aprovechando que están pasando una mala racha de pareja y pretextando que lo que se hace es aportar “cariño y apoyo”… Esta lista de actos deshonestos, pero cometidos “dentro de la más estricta legalidad” podría ser mucho más larga, evidentemente. La legalidad no es garantía de comportamientos aceptables, decentes, éticos… Las leyes siempre las han dictado las personas que ostentan el poder. Y la gente que ostenta el poder suele anteponer conceptos como mantenimiento del status quo, seguridad, interés económico, rigor, orden, disciplina, respeto jerárquico, etc., a otros más incómodos y exigentes como equidad, derechos humanos o integridad moral. Aunque a veces nos cuenta creerlo, la Humanidad ha ido mejorando en muchos aspectos a lo largo de los siglos, casi siempre muy en contra de los deseos e intereses de la clase dominante, a la que ha sido necesario arrebatarle concesiones, unas veces por las buenas, otras por las malas. Aclaro que cuando hablo de Humanidad, lo hago refiriéndome al conjunto de los seres humanos, cuando estos actúan bajo la influencia de las enseñanzas y el ejemplo de un puñado de seres excepcionales, no pensando en quienes controlan las estructuras del poder. Curiosamente, pese a que vivimos dentro de unas instituciones sociopolíticas cada vez más injustas y dominadas por inconfesables intereses financieros, las actitudes sociales se han, por así decir, humanizado. Salvando excepciones afortunadamente minoritarias, hoy en día casi todo el mundo considera que ciertas cosas son intolerables, inaceptables, rechazables, y me refiero a cosas que, tan solo unas décadas atrás –no digamos hace unos siglos– eran el pan nuestro de cada día, o sea, absolutamente normales y corrientes. Y, además, eran legales. ¿Cuántas personas se escandalizaban hace menos de un siglo –no digamos en tiempos de los romanos– ante el hecho repulsivo de la existencia de un próspero comercio de esclavos perfectamente legal? No me refiero en concreto al esclavismo del sur de Estados Unidos. No olvidemos que en la actualidad hay familias españolas –y en concreto algunas muy conocidas familias catalanas– que deben parte importante de su patrimonio actual al comercio de esclavos que practicaron y con el que se enriquecieron sus abuelos en Cuba. Muchas prácticas que hoy día se consideran delito de violencia de género, hace unas décadas eran, no solo generalmente asumidas como “normales”, sino que eran perfectamente legales, como maltratar a la esposa (no digamos ya a los hijos) si su comportamiento se consideraba merecedor de castigo, o simplemente como una forma de asentar el principio de autoridad patriarcal. Es más, si un hombre mataba a su mujer y en el juicio se “demostraba” que lo había hecho en un ataque de celos (o simplemente de rabia) a causa de un adulterio, real o simplemente sospechado, de la mujer, los celos se consideraban un eximente que dejaba al asesino sin castigo. Naturalmente, a nadie se le habría ocurrido la insensatez de que se pudiera matar a un marido por ser adúltero, pues habían sido muy pocos los que hubieran quedado vivos. O sea, matar por celos para salvar el “honor”, ese apolillado y anacrónico concepto medieval, tenía una connotación de legalidad nada desdeñable. Hasta muy avanzado el siglo XIX o ya entrado el siglo XX, el poder del padre sobre los hijos, o el del señor de un gran feudo sobre los hombres y mujeres que vivían y trabajaban en sus tierras, era prácticamente omnímodo, era un poder sobre la vida y la muerte. ¿Recordáis la maravillosa descripción que de esta práctica feudal hizo Miguel Delibes en Los santos inocentes? Pues no era ficción; eral real. Y los delitos de honor no recibían castigo, razón por la que los duelos, por ejemplo, estaban teóricamente “prohibidos” pero eran tolerados y su desarrollo tenía unas reglas perfectamente conocidas por todo el mundo. Y la usura era solo pecado, pero no delito (y los pecados ya se sabe que se perdonaban con una simple confesión a un cura, por lo general comprensivo, a cambio de unos pocos padrenuestros). Y el abuso sexual, incluso la violación, era una práctica habitual, una práctica incluso comprendida y tolerada por los más respetables estamentos sociales (podrían documentarse cientos o miles de casos de empleadas domésticas que, como en aquellos tiempos se decía, fueron “desgraciadas” por un miembro varón de la familia y que se veían, además, expulsadas y obligadas a ganarse la vida donde y como podían, en muchos casos cayendo en el mundo de la prostitución).
En suma, que nadie se debe dejar vender la burra de la “legalidad” como argumento para justificar lo injustificable. Lo legal no siempre es decente, honesto o aceptable. Incluso cuando lo trata de ennoblecer la Cámara de Comercio de París. Y, en todo caso, insisto, las leyes las dictan los que tienen el poder. Y es muy difícil, lento y costoso torcer el brazo a los poderosos para que dicten leyes justas y ecuánimes. Pero, poco a poco y con esfuerzo, algo se ha ido logrando. Y queda aún mucho por conseguir. Sobre todo, queda por conseguir que se limpie y democratice el sistema judicial. Porque a la imperfección de la legislación hay que añadir la muy frecuentemente torticera interpretación que de la misma hacen los jueces en función de sus creencias religiosas y su personal ideología política. Por desgracia, en nuestro país, todavía tiene plena vigencia esa afirmación que dice que algo es más o menos delictivo en función del juez que te toque en suerte. Cuando los medios dicen que alguien nuevo y con ideas renovadoras y moderadas llega al puesto de mando del principal partido de derechas, el PP, –sea a escala nacional o autonómica–, siento, en un primer momento, un absurdo, instintivo e instantáneo atisbo de curiosidad. Me pregunto ¿habrá realmente alguien con nuevas ideas en la derecha?; ¿cuáles pueden ser esas nuevas ideas que de verdad difieran de lo ya (malo y) conocido?; ¿por un extraño milagro, habrá surgido de la nada un personaje conservador pero hostil con la corrupción y enemigo del extremismo ideológico?; ¿no se tratará de un comunista bolivariano infiltrado en las filas derechistas para socavar sus cimientos y hundir el barco de dios? |
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April 2022
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