Leía hace un par de días un excelente artículo de Juan Ramón Capella, que me pasó un buen amigo y que había aparecido en el diario infolibre. Hacía el autor una cruda exposición de la degradación y decadencia de Estados Unidos, a la que ha ido llegando a lo largo de muchas décadas hasta caer en el abismo de envilecimiento al que lo ha conducido el último presidente. Al pasarme el artículo, mi amigo hacía el siguiente comentario: "¿Por qué decimos que los sistemas ruso y chino no son democráticos?" La pregunta podía ampliarse así: "¿Acaso el sistema estadounidense --y el conjunto de sistemas occidentales-- lo son?"
El problema no consiste en acusar de carencias democráticas a Rusia y China, o, por el mismo hilo argumental, a Irán, Corea del Norte o Yemen del Sur. El problema radica en nuestro empecinamiento en considerar a EEUU (o a la mayor parte de miembros de la UE) países democráticos, cuando no lo son. No lo han sido nunca. Al menos nunca lo han sido si nos atenemos a la etimología de la palabra "democracia" e incluso a nuestra interiorización de lo que este concepto realmente significa. "Democracia" es un término tan manoseado --tanto el sustantivo como el adjetivo-- que cualquier régimen, cualquier sistema político, lo coloca en su ideario, en su Constitución en sus leyes sin sentir el menor rubor. Incluso Franco, que denostó abiertamente de la democracia, como algo funesto que había que exterminar, al final de su régimen, sucumbió a la tentación y la incluyó en sus propuestas políticas, denominándola "democracia orgánica". ¡Manda huevos! Se apropió de la palabra la Unión Soviética. Hasta la incluyó en sus siglas la RDA alemana. La utilizó con todo descaro la Sudáfrica del apartheid. Pero, ¡ojo! se la apropiaron, como si la hubieran inventado ellos, los americanos de los Estados Unidos de la esclavitud (y de la posterior segregación racial), los Estados Unidos de la caza de brujas, los Estados Unidos promotores de golpes de Estado en todo el mundo. El problema fundamental es que la democracia constituye un concepto utópico (que nunca se ha cumplido y nunca se cumplirá). La razón radica en la naturaleza del ser humano. Los seres humanos (yo diría que de manera mayoritaria) somos incapaces de organizarnos y comportarnos de forma respetuosa, solidaria, generosa, comprensiva, justa, coherente, como para conformar una sociedad auténticamente democrática. Y me estoy refiriendo a gente normal, o sea, razonable. Luego están los otros, una minoría (pero no tan pequeña) compuesta por gente brutal, egoísta, malévola, avariciosa, perversa, resentida, envidiosa, corrupta, cínica (añade los adjetivos que quieras, que existir, existen). ¿Acaso alguien cree de verdad que algún tipo de sociedad, institución, país..., puede constituirse como una auténtica democracia? Lo más parecido a una sociedad democrática fue la sociedad ateniense, en el siglo VI a.C., que fue una democracia directa, en la que todos los ciudadanos participaban de las decisiones políticas y que todos los cargos públicos eran elegidos por sorteo entre el conjunto de los ciudadanos. Pues bien, hasta esta sociedad fue solo democrática en parte, pues cuando digo "todos los ciudadanos" he olvidado añadir "libres", pues los extranjeros y los esclavos quedaban postergados y carecían de derechos. La democracia es una entelequia. O sea, una situación perfecta e ideal que solo existe en nuestra imaginación o, como mucho, en nuestros deseos. Leo estos días numerosos comentarios de personas que viven en otras comunidades autónomas –en especial en zonas rurales de la llamada España vaciada– que critican acerbamente la cobertura que los medios han dado a la nevada que estos días pasados cayó sobre Madrid y de la que aún sufrimos las consecuencias, pues, pasados cinco días de la nevada, somos muchos los que estamos todavía inmovilizados en nuestras casas. Admito que, en principio, comprendo y comparto su queja/enfado/denuncia/cabreo/indignación (los comentarios leídos caben en uno de los mencionados estados emocionales), pues es verdad que gran parte de las zonas geográficas de donde proceden los mencionados comentarios sufren cada año situaciones parecidas, si no peores, que se saldan con una o dos noticias en los telediarios y la prensa. Ahora bien, aun coincidiendo en el fondo con lo dicho en estos comentarios, quiero salir al paso de lo que, en caso de no matizarse, queda como una mera pataleta. Y, ya se sabe, las pataletas se pasan y se olvidan. ¿Hay razones que justifiquen, o, al menos, expliquen esta “preeminencia” informativa de Madrid respecto al desastre natural que ha vivido buena parte de España? Voy a tratar de analizar las que considero más evidentes. Y voy a tratar de dejar de lado algo que, inevitablemente, es una realidad, y es que, nos guste más o menos, Madrid es la capital del país, y la paralización forzosa de su actividad afecta no solo a quienes viven en Madrid, sino, en buena medida, al resto de la nación. Hay una tendencia, hasta cierto punto lógica, a mirar a Madrid desde la periferia con un sentimiento en el que se mezclan la desconfianza, la suspicacia, el recelo, la animosidad… Es inevitable. El perro pequeño teme y recela del grande. Y le ladra con saña, mientras que el otro sigue su camino y pasa de él. Cuidado. Esto es una mera metáfora. Que nadie coja el rábano por las hojas. Desde la periferia, muchos tienden a mirar a Madrid –y a los madrileños– como si fueran la causa de todos sus males. Pero es algo normal. Si Felipe II hubiera decidido llevar la corte y la capital de España a Lisboa, ahora formaríamos un mismo país con Portugal y los españoles de la periferia detestaríamos Lisboa y a los lisboetas. Es ley de vida. Pero hay una razón fundamental para que se haya agigantado la información sobre las consecuencias de la nevada sobre Madrid, mientras que la información relativa a otros lugares que la han sufrido con idéntica intensidad haya aparecido en las pantallas de TV como de soslayo. Y es la ley del tamaño. Si se hunde una casa de dos pisos es noticia. Si se hunde un rascacielos es un notición. En el caso que nos ocupa, la nevada ha sido un desastre de tamaño espectacular porque, además de que ha dejado inmovilizada la vida ordinaria de casi cinco millones de habitantes, si contamos los vecinos de Madrid y las ciudades dormitorio que lo rodean, ha supuesto la paralización de toda la infraestructura logística y de comunicación que une Madrid con el resto de España, comenzando por el aeropuerto de Barajas, que, no lo olvidemos, aunque está en Madrid, es el principal punto de acceso a la península desde los principales aeropuertos internacionales. Y la paralización de Mercamadrid, que recibe las docenas de toneladas de mercancías esenciales que proceden de la España periférica, con lo que no solo sufren los madrileños, sino los agricultores, ganaderos, avicultores y pescadores de todo el país. Percibo en algunos de los comentarios leídos ese familiar runrún de antipatía, cuando no de abierta hostilidad, hacia Madrid y los madrileños (que, por cierto, no son los que elaboran y emiten las noticias sobre la nevada); esa especie de rencor que lleva décadas larvándose y que se puede resumir en algo así como que “Madrid es el lugar donde está el gobierno, la política y la corrupción, donde se nos roba lo que nos pertenece y nos dejan las migajas”. Es muy posible que en esa simplificación haya una parte importante de verdad. Pero es una simplificación. Y como toda simplificación, es un argumento simple…, o simplista. Suele seguir la anterior argumentación con una proyección de la inquina hacia los habitantes de ese lugar abyecto: los madrileños, que, por cierto, son en un altísimo porcentaje personas procedentes de la periferia que, por múltiples y muy variadas circunstancias, han terminado afincados en Madrid de por vida. Y además, contentos, pues, al ser una ciudad de aluvión, su inserción suele ser fácil, carente de los rechazos tan frecuentes en ciudades de la periferia que, por obvias razones, prefiero no señalar de forma individualizada. Cuando una ciudad como Madrid (y aclaro que un desastre climático de este u otro tipo podrían afectar con la misma intensidad a otras macrociudades, como, por ejemplo, Barcelona) sufre una situación como la vivida estos días, quienes de verdad la sufren en sus carnes no son las élites económicas, ni los dirigentes políticos; son las clases más desfavorecidas, los trabajadores que, pese a lo inclemente de la situación, siguen teniendo que apañarse como pueden para ir cada día a su trabajo. No quiero establecer comparaciones, que siempre son odiosas, pero estas son algunas de las situaciones que han experimentado muchos madrileños estos días: La cañada Real, abandonada a su suerte - Más de 4.000 personas de la Cañada Real, más de la mitad de ellas ancianos y niños, han estado viviendo con temperaturas bajo 0ºC sin luz, agua caliente ni calefacción. Estar ubicados en ese paraíso privilegiado llamado Madrid no les ha librado de la crueldad brutal de las compañías de energía eléctrica. Y que a nadie se le ocurra la burrada de decir que solo se trata de moros y gitanos. - Cientos de miles de trabajadores de los barrios obreros (Vallecas, Carabanchel, Villaverde, Coslada, Orcasitas, Vicálvaro, etc.) se han visto obligados a caminar sobre casi 50cm de nieve para llegar a sus trabajos y a viajar amontonados en el Metro, con riesgo evidente para su salud, a fin de llegar a sus trabajos, pues el capital no acostumbra a mostrar su solidaridad con ellos en los momentos difíciles. Como mucho, tiene la generosidad de "permitir" faltar al puesto de trabajo por causa del temporal de nieve, pero descontando los días faltados de la nómina. Enfermera del Gregorio Marañón llegando a trabajar - Centenares de trabajadores sanitarios se han visto obligados a multiplicar sus horas extra, a dormir en el lugar de trabajo e incluso a limpiar los accesos a consultorios y hospitales, pues la desidia, estupidez e incompetencia de las autoridades locales y regionales de este maravilloso enclave geográfico llamado Madrid no les permitió prever el desastre. Según el Sindicato de Enfermería, "miles de trabajadores han doblado o triplicado turnos ya que sus relevos no han podido acceder a los centros asistenciales y/o sociosanitarios y no podían dejar sin atención sanitaria a sus pacientes", esfuerzo sobrehumano a pesar del cual cientos de pacientes madrileños que esperaban operaciones quirúrgicas urgentes, han visto cómo se retrasaban las mismas sin fecha concreta, con riesgo evidente para su vida y su salud.
Se podrían añadir otros problemas que, aunque probablemente son compartidos por otras zonas de España afectadas por la borrasca Filomena, en Madrid adquieren un carácter colosal por las magnitudes que alcanzan. Por ejemplo, el hecho de que en la Comunidad de Madrid estos días docenas de familias han tenido que mantener en sus casas a sus familiares fallecidos porque las funerarias han suspendido no ya inhumaciones e incineraciones, sino incluso la recogida de cadáveres; o que se hayan tenido que mantener cerrados 42 centros que prestan servicio a menores de seis años con discapacidad, 153 centros de día para mayores, 185 centros de día para personas con discapacidad y 126 centros para enfermos mentales, cuyas familias, pese a la “bicoca” de vivir en Madrid han tenido que dar solución a este problema añadido y seguir yendo a trabajar. Afortunadamente para los ciudadanos que viven en Madrid, al menos en la capital, hay una cosa que no van a tener que lamentar, y son los daños causados por la borrasca de nieve en sus cosechas. El único espacio natural del que dispone la inmensa mayoría de madrileños se limita a una terracita con media docena de macetas. En fin, que, después de todo, Madrid no es más ni menos, mejor ni peor que cualquier otro lugar de España. Es, simplemente, mucho más grandes. Y cuando algo extraordinario ocurre en Madrid, inevitablemente se multiplica. Es, como decía al principio, como cuando se hunde un rascacielos: se habla del hundimiento mucho más que cuando se hunde una casa de dos plantas. ¡Sin malos rollos! Tras varias semanas de abandono de mi blog (¿dejadez?, ¿cansancio?), me dispongo hoy a romper ese silencio abrumado por lo acontecido ayer en Estados Unidos. La que fue cuna de la democracia se ha convertido en el lecho obsceno de una puta vieja y triste que ya ni se molesta en arreglarse un poco el pelo y darse un toque de maquillaje para seguir haciéndose pasar por una dama. El espectáculo de ayer en Washington, dejando a un lado su posible calificación jurídica (sublevación, levantamiento, rebelión) y obviando la incuestionable gravedad del hecho de que un presidente llamase a sus seguidores a la toma violenta de la sede parlamentaria, nos ofrece una imagen bochornosa de una sociedad en descomposición. Si revisamos lo sucedido en EE UU en los últimos cuatro años: - no se entiende que Trump no fuera destituido judicialmente tras demostrarse que había negociado con Putin la manipulación de las elecciones a través de las redes sociales, lo que, en circunstancias normales, constituiría un acto de alta traición; - cuesta entender que un presidente que fue claramente derrotado en las urnas, y al que poco a poco van dando la espalda docenas de sus antiguos colaboradores, haya tenido en jaque al sistema judicial de un país como Estados Unidos por la sencilla razón de que a él le daba la gana; - suena disparatado y absurdo que un país que persigue con saña y ferocidad acciones perfectamente honestas y legales, pero que el sistema considera dañinas y peligrosas “para la seguridad nacional” (quizás alguien sobreentienda que hablo de Julian Assange), permita, con una pasividad sorprendente, que el propio presidente que convocó públicamente a sus seguidores para marchar sobre el Capitolio, no haya sido puesto de inmediato a disposición judicial por incitación a la rebelión violenta, eso sí, previamente esposado (acción que a los policías americanos les encanta ejecutar a la menor oportunidad); - por último, es realmente difícil de asimilar que un personaje inculto, ridículo, machista, racista, narcisista, con personalidad psicopática, pudiera ser elegido presidente del país más poderoso del mundo, y que durante cuatro años haya tenido en sus manos la seguridad de todo el Planeta. Por eso, los bochornosos acontecimientos que tuvieron lugar ayer, amén de ser una afrenta para la democracia –o lo que quede de ella en EEUU–, fueron un espectáculo triste, penoso, en el que fueron protagonistas unos miles de personajes que, por lo que las fotos que se transmitieron al resto del mundo dejan ver, constituyen la más deplorable muestra de un estrato social deprimido, ignorante, depauperado, al que Trump convenció de que él era la respuesta a todos sus males. Del mismo modo que Hitler convenció a buena parte del proletariado alemán más empobrecido de que el mal del país lo causaban los judíos y otros “parias” sociales, Trump puso en el ojo del huracán a todos los inmigrantes. Usó el lenguaje más convincente. Les dio un enemigo al que odiar.Haz clic aquí para editar. Joe Biden va a tener una tarea difícil. Afortunadamente, ha logrado dar un primer paso fundamental, con la conquista de los dos escaños del Senado. Nada de lo que intentase sería posible sin esa mayoría que acaba de lograr en Georgia. La sombra de Trump va a seguir azuzando a esas huestes de perdedores que conforman el lumpen social, moral e intelectual del país. La mayoría de ellos no tienen nada que perder. Y el peor enemigo es aquel al que no le importan las consecuencias de sus actos.
Todos los líderes del mundo occidental han condenado sin paliativos lo ocurrido en Washington. Esas condenas a la rebelión violenta han alcanzado de lleno personalmente al Presidente ya defenestrado. Y cuando digo condenas sin paliativos, quiero decir que nadie ha tratado de establecer paralelismos, comparaciones, equivalencias, similitudes. No. Todos han sido tajantes. Lo ocurrido ha sido una violación intolerable de todo principio democrático. ¡No! ¡Miento! Ha habido uno que sí lo ha hecho, aunque a éste no se le pueda catalogar como líder del mundo occidental, sino solo como cabecilla de un grupo político. Me refiero a Pablo Casado líder del PP, quien ha tenido la indecencia de querer comparar lo ocurrido ayer en Estados Unidos con las Marchas por la Dignidad, las que, bajo el lema de “rodea el Congreso”, fueron protagonizadas por parados, preferentistas, sindicalistas, desahuciados y colectivos sociales. Solo un miserable de la política como Casado es capaz de establecer semejante paralelismo entre una acción armada, brutal y violenta, con las manifestaciones pacíficas, aunque violentamente disueltas por la policía, que tuvieron lugar en Madrid en 2015. A los comentarios de personajes residuales de la política (y de la inteligencia) como Abascal o Arrimadas no voy a dedicarles ni un segundo de mi tiempo. --------------------------------------------------------------------------------------------------------- Al margen de lo anterior, esperaré con interés para ver en qué queda la llamada masiva hecha al vicepresidente Pence por gobernadores, senadores y congresistas de los dos partidos y profesores de universidad, para que invoque urgentemente la enmienda 25 para destituir a Trump. Un personaje así no puede seguir ocupando ese puesto. Nadie sabe las barbaridades que puede cometer en los 13 días que le quedan de presidencia. Cuando, en un futuro, los ciudadanos del mundo medianamente ilustrados lean la Historia de los Estados Unidos y la trayectoria y los hechos (y dichos) de Donald Trump, ese personaje que durante cuatro años tuvo el oprobioso honor de ocupar el cargo de Presidente, no saldrán de su asombro. Me explico. A lo largo y ancho de la Historia ha habido ejemplos de personajes brutales, sádicos, innobles, criminales, abyectos, retorcidos, locos…, que han regido los destinos de sus países provocando miseria, desolación y muerte entre sus ciudadanos. En este capítulo de la tiranía tenemos ejemplos de todas las épocas y lugares, de la Antigüedad (Nerón, Calígula); de África (Macías, Ngema, Idi Amín); de Latinoamérica (Pinochet, Trujillo, Videla, Stroessner, Duvalier); de Asia (Pol Pot, Kim Jong-un); de Europa (el rumano Vlad el Empalador, el ruso Iván el Terrible, el belga Leopoldo II, Hitler, Stalin, Ceaucescu)… Esta lista es, evidentemente, incompleta, pero suficiente para mostrar los sufrimientos atroces a los que estuvieron sometidas millones de personas por culpa de la fatal unión de dos circunstancias en una misma persona: crueldad extrema y poder absoluto. No obstante, todos estos abominables personajes llegaron al poder sin que sus súbditos tuvieran la menor posibilidad de impedir tan luctuoso hecho; por supuesto, ninguno de ellos fue libremente elegido para ocupar el poder. Preciso es decir, por una cuestión de honestidad histórica, que Hitler sí fue elegido por el pueblo alemán, aunque caben dos consideraciones a este respecto, y es que, en primer lugar, su elección como Canciller fue un acto más de debilidad y torpeza de una derecha que creyó que sería capaz de controlar al líder nazi que un libre y democrático acto electoral; y, en segundo lugar, que, en general, los alemanes no se sintieron como víctimas directas de su brutalidad, pues la saña del genocida se centró, fundamentalmente, en un grupo étnico: los judíos, personas por las que buena parte de los alemanes sentía escasa empatía. Los gitanos ni que decir tienen que “no existían”. Pero hay un personaje, con el que he comenzado esta crónica, un tal Trump, que rompe con todos los esquemas sociopolíticos, e incluso mentales, que alberga la mente de una persona normal, carente de extraños trastornos psiquiátricos. Quiero decir que, si bien es cierto que en su elección mediaron actos de piratería informática y brutal manipulación informativa, aparentemente contratados todos ellos y pagados por el equipo de campaña del candidato republicano (nótese que intento evitar la contaminación que genera su nombre), no es menos cierto que en su ascensión al poder, tuvo el apoyo de muchos millones de ciudadanos “libres” (a los que me abstengo de calificar, pues considero que se califican solos). Porque, seamos honestos, la sociedad “libre e informada” (dicho sin la menor maldad, solo con un poco de ironía), decide elegir, de vez en cuando, a personajes funestos para que administren sus bienes comunes, pues eso y no otra cosa es lo que hace un dirigente político cuando llega al poder. Por muy inexplicable que resulte, y aunque haya que reconocer que en su elección haya podido haber una conjunción de elementos indeseables (aritmética parlamentaria; búsqueda de mayorías que permitan ocupar poltronas a cambio de ciertos apoyos; pago de favores personales o grupales; intento de arrinconar o de tapar el paso a candidatos de más fuste pero menos maleables; intento de ocultar fechorías pasadas para que no salgan a la luz pública; etcétera, etcétera), uno no entiende (y mira que uno lo ha intentado) cómo ha podido llegar a ocupar el puesto de presidenta de una Autonomía tan importante como la de Madrid un ser tan absurdamente ignorante, cerril y lastimoso como Díaz Ayuso; o que en su día ocupara la presidencia del país un señor con la impericia política, la lentitud mental y la torpeza expresiva de Mariano Rajoy, de quien sus seguidores siempre aducían como muestra de suprema inteligencia que había aprobado las oposiciones de Registrador de la Propiedad; o que los chilenos volvieran a elegir en 2017 a Sebastián Piñera, quien ya había sido presidente de 2010 a 2014, dejando en esos cuatro años muestras inequívocas de su desprecio por la democracia, su ambición desmedida, su mezquindad personal; o que los italianos eligieran en dos ocasiones a un oscuro personaje digno de los bajos fondos mafiosos y posteriormente condenado a inhabilitación perpetua por sus actividades criminales. Esta lista podría ampliarse con parecidos interrogantes. En otras palabras, que la capacidad de los ciudadanos “libres” para autoflagelarse no debe ser en ningún caso menospreciada. Y en un sistema “plenamente” democrático, basta con que haya una mayoría de personas con esa tendencia suicida para que todos estemos bien jorobados. Y yo estoy convencido de que, por desgracia, la mayoría de la población, aunque sea una mayoría exigua, 1. es cortoplacista; 2. piensa poco; 3. es conformista y conservadora; 4. está escasamente o nada formada; 5. carece de ideología y no tiene formada una opinión política propia; 6. piensa solo en sus intereses personales –esencialmente económicos– y el bien común le parece solo una frase bonita, no digamos ya los derechos de los demás, sobre todo si son inmigrantes, o sea, “bultos sospechosos”; 7. se deja embobar fácilmente por las proclamas pseudopatrióticas y el ondear de banderas; 8. en el peor de los casos, piensa que dios proveerá y pone su confianza en la divina providencia; 9. está convencida de que, por mal que esté, lo suyo (su familia, su casa, su ciudad, su nación) es lo mejor del mundo y debe defenderlo hasta la muerte; 10. cree ciegamente en lo que le cuenta su programa favorito de la televisión. Este decálogo es plenamente aplicable a una mayoría –ya no tan exigua– de ciudadanos de Estados Unidos, esos que, en un alarde de prepotente y ciega supremacía se autodefinen como “americanos”, arrojando al océano (o al infierno) de la nada a millones de canadienses, mexicanos y resto de habitantes de Centro y Sudamérica. Solo así puede explicarse que en 2016 un tal Trump fuera elegido para regir los destinos de Estados unidos –y, de paso, jeringar, agobiar, incordiar, perjudicar, martirizar (y añadan ustedes los verbos que les plazcan) al resto de la población mundial, pues bien sabido es que las acciones (y/u omisiones) del gigante norteamericano, por suerte o por desgracia, influyen de manera decisiva en el devenir de casi todos los países (me pregunto si quizás Corea del Norte, Nepal o Mongolia, por ejemplo. constituyen excepciones a la regla). Porque Trump no les fue impuesto a los estadounidenses. Lo eligieron. Cierto es, por rebajar algo las tintas oprobiosas, que además de la decisión de los votantes más carcas y reaccionarios, también hubo en 2016 una alevosa intervención de manos oscuras (pagadas por Trump y gestionadas por Putin) para alterar y manipular la intención de voto de muchos ciudadanos, actuación que estuvo a punto de costarle a Trump la destitución (impeachment), pero de la que fue ignominiosamente salvado por su mayoría en el Senado. Sea como sea, sin necesidad de disponer de todos los elementos de juicio que el propio Trump ha ido construyendo paso a paso, día a día, error tras error, estupidez tras estupidez, insulto tras insulto, brutalidad tras brutalidad, salvajada tras salvajada desde que accedió a la Casa Blanca, ¿acaso no se dieron cuenta los estadounidenses de la clase de persona a la que estaban llevando a ocupar la Presidencia? ¿Tan ciegos están? ¿Tan brutalmente reaccionarios e ignorantes son? ¿No se dieron cuenta de que era un machista putero y misógino, que alardeaba de “agarrar a las mujeres del coño” para demostrar su varonil supremacía? ¿No sabían que era un multimillonario desaprensivo del que ya se sabía que, entre otros desmanes, había cometido el delito más perseguido en EEUU, como es haber defraudado a Hacienda, como Al Capone? ¿No les provocó la menor sospecha (risas aparte) su ridículo tupé teñido y saturado de gomina y laca? ¿No se dieron cuenta, con solo oírle unas pocas intervenciones públicas, que era un ignorante prepotente? ¿Acaso no había dado muestras en múltiples ocasiones de su racismo y su desprecio por los más débiles? Desde que accedió a la Casa Blanca, nunca tuve la impresión de ver en Trump al presidente de EEUU, sino a un señor que, en una fiesta con banquete y mucha bebida, se atribuye ese papel y sale a hacer chistes ante un público de amiguetes que le animan y ríen cada ordinariez con aplausos y risotadas. Porque ¿quién en sus cabales podía imaginar que, de verdad, semejante espécimen podía ser presidente de los Estados Unidos de América? Sin duda, ha habido, en ocasiones anteriores, presidentes deleznables. Unos por su cortedad intelectual (léase Reagan y, sobre todo, Bush); otros por sus descaradas actividades criminales (léase Nixon), pero con eso y con todo, cuando los mencionados aparecían en televisión, uno sabía que eran eso, “el presidente”, aunque resultasen ser presidentes aborrecibles o despreciables. Pero Trump era como el borrachito de turno haciendo su número. De ahí que le encajase tan bien el hilarante montaje que corrió por las redes y del que os copio el link para que podías reíros a gusto. Desde aquí le pido disculpas a Chiquito de la Calzada, ser humano mucho más amable, divertido e inofensivo que Trump. (https://tiempodecanarias.com/noticia/planeta/video-or-trump-pecador-de-la-pradera-se-convierte-en-chiquito-de-la-calzada) Pero la reflexión principal acerca de este personaje es la preocupación profunda que causa ver cómo un país tan poderoso ha caído en la incomprensible torpeza/estupidez/vileza/desatino de elevarle a la más alta magistratura del Estado. Un país que elige a Trump como presidente tiene un diagnóstico muy preocupante. Y más teniendo en cuenta que, cuando algunos representantes veteranos y nada sospechosos de progresismo del sector republicano comienzan a desligarse del personaje funesto, dejándolo arrinconado en la Casa Blanca mientras suelta sus amenazantes proclamas, parece asentarse en buena parte del país lo que se ha dado en denominar el “trumpismo”, es decir, que millones de estadounidenses han decidido elevar a la categoría de movimiento ideológico lo que no son más que cuatro propuestas desaforadas de un fantoche descerebrado, cuya única motivación para postularse en la carrera presidencial, aparte de su gigantesca megalomanía, era construirse una barrera de inmunidad para sus fechorías financieras. A modo de epílogo. Los desastres de su legislatura ya están hechos. Algunos pueden ser reversibles, como la previsible vuelta al Acuerdo de París para luchar contra el cambio climático o el desmantelamiento del vergonzoso muro de la frontera mexicana. Otros podrán serlo a largo plazo, como lograr un Tribunal Supremo equilibrado ideológicamente. La tarea de Biden será larga, dura, difícil, sobre todo si, como se prevé, el Senado sigue dominado por los republicanos. Pero lo peor está aún por ver. Y son las barbaridades que este ser demente, en su actual estado de rabia y desesperación, es capaz de hacer de aquí al 20 de enero, fecha en la que tiene que dar paso al presidente electo. Entre otras, enardecer a los más exaltados y violentos de sus seguidores, algunos de los cuales ya se han mostrado en público fuertemente armados, para llevar la violencia a las calles. ¡Crucemos los dedos por que eso no ocurra!
Leía hace unas semanas un breve pero interesante artículo sobre el tema de la Cultura, escrito por la periodista gallega Sandra Faginas. Me llamó la atención por varias razones. Además de que estaba bien escrito, hacía una serie de consideraciones que me tomo la libertad de citar a continuación. Decía que no le gustaba la palabra Cultura porque le sonaba a una cosa “lejana, sesuda, oscura, vieja, pesada”, y le hacía pensar en unos señores repelentes que organizan actos insulsos carentes de sentido. Es evidente que este sentimiento es compartido por mucha gente que, o bien desconoce los diversos significados de la palabra cultura, o es que, en el capítulo cultural, siempre le han suministrado insoportables dosis de vacua y estéril erudición; de ahí esa sensación de lejanía, vetustez y aburrimiento. Creo que la gran dificultad que plantea el intento de discernir, delimitar y afinar la significación que la palabra Cultura tiene para cada persona procede del hecho de que el término cultura es aplicable a conceptos muy distintos y diferenciados. Es sabido que la palabra proviene del latín cultura - collere, términos que, en un principio, hacían referencia tan solo al cuidado de los campos y del ganado. En ese sentido, mantenemos en todas las lenguas latinas palabras que así lo atestiguan: cultivo, agricultura, apicultura, piscicultura, floricultura, silvicultura… No fue sino al cabo de unos siglos cuando el gran pensador y orador Cicerón aplicó por primera vez este término al ámbito intelectual y filosófico, al hablar metafóricamente de la cultura animi o cultivo del alma. A partir de ese momento, la noción de la palabra “cultura” iría evolucionando y creando muy diversos y diferenciados significantes. Desde los primeros siglos de Historia, al menos la que conocemos a partir de documentos escritos, surgió en la sociedad la conciencia de que el saber y los conocimientos (aritméticos, agrícolas, técnicos) eran esenciales para conquistar y mantener el poder. Los pueblos primitivos, como todavía ocurre en algunos de los actuales, no creían en el mutuo respeto y la defensa de los derechos humanos. Creían en la fuerza de la conquista armada. Y se esforzaban por adquirir conocimientos como una forma de favorecer la posibilidad de conquistar por la fuerza y conservar lo conquistado. Pero es evidente que esa cultura animi de Cicerón hizo que, paulatinamente, paralelamente a los conocimientos de carácter “útil”, fueran surgiendo otras destrezas, otros saberes que, aparte de dar apoyo al poder, enriquecieron la vida de las personas y les proporcionaron placer, entretenimiento, diversión. Surgieron las distintas formas de arte y la escritura. Y con la escritura nacieron los primeros libros y, con ellos, algo que habría resultado insólito unos siglos antes: la literatura, la poesía, la filosofía, o sea, la “cultura del pensamiento” puesta por escrito. Y es esta expresión, “cultura del pensamiento o del intelecto”, la que mejor recoge el ámbito, el alcance y el contenido de eso que venimos en llamar la Cultura. Es muy frecuente ver la palabra “cultura” acompañada de algún tipo de adjetivo. La misión gramatical de los adjetivos es “identificar y diferenciar” un sustantivo de otro idéntico (p.ej., “idioma fácil” - “idioma difícil”), por lo que parece evidente que cuando se usa la palabra cultura acompañada de un adjetivo, quiere decir que no estamos hablando de la Cultura, escrita así, con mayúsculas. Todos los que tenemos cierta edad, hemos conocido un tipo de estudios que se ofrecían en los colegios hace años a quienes no iban a proseguir con una enseñanza superior. Se llamaba cultura general, y consistía en un conjunto de conocimientos básicos y muy generales para que las personas que seguían estos estudios adquiriesen una pátina social medianamente aceptable en tres campos esenciales: lenguaje, aritmética y geografía-historia, por supuesto, sin entrar en profundidades. Pero lo más frecuente es ver la palabra cultura acompañada de otros adjetivos de naturaleza geográfica, étnica, nacional o regional. Y hablamos de cultura occidental, oriental, africana, judía, árabe, china, europea, española o catalana, por dar solo unos pocos ejemplos. Y en esa singularización tratamos de encerrar todos aquellos elementos que trazan los principales hechos históricos, las costumbres, los rituales, los amores, los odios, las tradiciones, las creencias, la creación artística, los triunfos, los fracasos, las aspiraciones nunca satisfechas, que caracterizan a cada uno de esos grupos y, sobre todo, que lo diferencian de los otros grupos geográficos o étnicos. De ahí que, en este sentido la palabra cultura utilizada en este sentido habla de contenidos concretos, pero no constituye lo que tratamos de definir como Cultura, aunque todos esos contenidos deben formar parte de ella. Ni que decir tiene que no podemos olvidar otras culturas como la gastronómica o la cultura del vino, la del ocio, la del trabajo, o incluso dos muy actuales e igualmente aberrantes, como son la cultura del éxito (que crea seres más competitivos, y menos cooperativos y empáticos) o la del dinero (que convierte todo, incluidos el arte, la literatura y las personas, en meros productos de mercado). Por supuesto, también se habla de cultura religiosa y, llevando el adjetivo a puntualizaciones más concretas, de cultura cristiana, musulmana o budista, aunque nunca he oído hablar de cultura atea, y creo que eso es una buena señal, pues indica que el ateísmo, a diferencia de las creencias teístas, no ha tratado nunca de ser proselitista. En general, ha habido siempre una tendencia a confundir cultura con erudición. Quién no ha oído decir de alguien, con tono admirativo: “Es una persona muy culta”, para indicar que se trataba de alguien con muy amplios conocimientos de campos y disciplinas muy variados. En este sentido, poseer cultura es algo bueno y encomiable, siempre y cuando no se persiga alcanzar un conocimiento meramente enciclopédico, algo que, además, en los tiempos que vivimos ha perdido parte del sentido que tuvo en otras épocas, gracias a la facilidad para acceder en cuestión de segundos a toda clase de información. Eso hace que leer una buena novela, incluso una novela de aventuras, o un bello poema, o ver una buena película o disfrutar viendo una exposición de arte sea mucho más enriquecedor que atragantarse de conocimientos para almacenar en nuestro disco duro mental. Lo importante hoy ya no es el almacenamiento de datos, sino la adquisición de una clara y diáfana comprensión de nosotros mismos y del mundo que nos rodea, de los retos y problemas a los que se enfrenta, y que aprendamos a valorar y disfrutar de su variedad y riqueza de paisajes, etnias, lenguas, arte y, por qué no, gastronomía… ¿Y qué es entonces la Cultura? ¿Qué debe abarcar? ¿En qué debe centrar su empeño, sus esfuerzos y su inversión un Ministerio de Cultura? Decía Sandra Faginas en el artículo al que me he referido al comienzo de estas líneas que “no hay vida sin libros, sin música, sin series, sin tele, sin cine, sin conciertos, sin teatro, sin baile, sin magia, sin sueños al fin que nos hagan sentir, entendernos y evolucionar”. Y es gran verdad lo que dice la periodista. Todas las cosas a las que apunta constituyen, en efecto, el mundo de la Cultura, aunque un cierto sentido de la proporción y una necesaria cautela nos lleven, si no a poner en solfa, sí a categorizar y discernir, pues no todo lo que ofrece la tele, ni todo lo que se presenta sobre un escenario, ni lo que se proyecta en una sala de cine, ni lo que se imprime en forma de libro, ni lo que se cuelga en las paredes de las galerías de arte merece necesariamente ser catalogado como parte integrante de la Cultura. Hay mucho bodrio, mucha estafa, mucha basura, mucha mona vestida de seda. Por poner un ejemplo, aunque admito que los graffiti pueden considerarse una nueva expresión cultural, a nadie se le ocurriría comparar las pinturas murales de la norirlandesa Derry o las que embellecen las tapias de la Tabacalera, maravillosos ejemplos de arte perecedero, con las pintadas que ensucian las paredes de nuestras ciudades, gritos lastimeros de adolescentes que tratan de dejar huella indeleble de su su inquietud hormonal y su limitado cociente intelectual, convencidos de que es una muestra de valerosa rebeldía. La Cultura, una necesidad visceral
Leer un libro, escuchar un concierto, ver una obra de teatro, recorrer una exposición de pintura además de ser actividades gustosas, de las que podemos derivar placer, deberían servir para abrir nuestras mentes a experiencias nuevas, para iluminarnos, enriquecernos, darnos un mejor conocimiento de la vida. El problema es que, con excesiva frecuencia, la sociedad consumista en la que nos encontramos inmersos ha convertido esas actividades en meras formas de escapismo, en excusas para huir de la realidad y, en última instancia, en meros intercambios mercantiles. La sociedad capitalista ha buscado convertir el arte, la literatura, la música, el teatro —y no digamos ya el cine— en meros “productos”, y los enmarca en un territorio mercantil, en el que dominan, por encima de cualquier otra consideración, las más descarnadas técnicas de marketing y publicidad. Pero hay algo que nos permite saber cuándo nos encontramos viviendo una experiencia cultural auténtica: cuando leer un libro, contemplar una obra de arte, ver una película o una obra de teatro, escuchar un gran concierto o una sencilla canción, leer un poema… nos provoca una emoción especial, abre nuestras mentes (y nuestros corazones), nos divierte, nos emociona, nos estimula, nos hace pensar, provoca en nosotros reacciones encontradas. Todo esto constituye una forma de sabiduría, que está a años luz de la mera erudición. Como cierre, una reflexión: Cuando decimos que una persona es muy "culta" no siempre significa que esa persona "tenga mucha cultura", sino aque ha almacenado muchos conocimientos o, como se dice hoy día, "muchos datos". Este es hoy el triste titular de un periódico libre y no contaminado por la mafia financiera imperante en nuestro país. Sería un titular que no diría nada a un lector ajeno a nuestras desdichas políticas y judiciales, pero que ofrece una tremenda radiografía del mal que nos aqueja, y que tiene un diagnóstico muy preocupante: cáncer judicial en estado de evolución muy avanzado con muy escasas probabilidades de cura. El juez en cuestión se llama Ángel Hurtado, el único juez del tribunal de la Gürtel que se negó a que Mariano Rajoy fuera llamado a declarar como testigo, que emitió un voto particular contra la sentencia que certificó la existencia de una caja B en el PP y que pidió la absolución de este partido. Este señor va a formar parte ahora de la sala del Supremo, o sea, la que examinará en última instancia la mayoría de las causas penales en las que está inmerso “su partido” y distintos militantes del mismo. Mirando la fotografía del interfecto, sería muy fácil hacer un comentario humorístico, o, mejor aún, sarcástico, del tenor siguiente: “Ved su mirada seria, circunspecta, casi altiva. Refleja lo que bulle en su mente, la satisfacción del hombre que ha logrado su propósito y se siente poderoso, importante, dominador, protagonista de una misión reservada a los elegidos. Es evidente que se ama. Sus labios firmemente apretados, su canoso bigote patriarcal, hasta las gafas de limpia montura metálica, le otorgan un aire de magistral severidad, un gesto desconocedor de una sonrisa amable y, por supuesto, incapaz de una sonora y franca carcajada. La mano derecha se apoya sobre los papeles en los que tiene ya redactada, con sabios pero ininteligibles conceptos jurídicos, la sentencia absolutoria para sus amigos y correligionarios, portadores de la verdad y limpieza absoluta de las ideas y valores conservadores de derechas de toda la vida, pues hace muchos siglos que les fueron transmitidos por dios (quiero decir, su Dios). Pero la mano izquierda –¡ay, esa mano izquierda!– le delata (lo que demuestra por qué a la izquierda se la llama también “siniestra”). La mano izquierda acaricia insistentemente su flamante corbata de seda azul (no podía ser roja, por supuesto), mientras su mente se desliza. a niveles que jamás osaría dejar entrever, por pensamientos que, si alguna vez salen de su boca, sería para ir directamente al oído sanador del confesor. Pero esos pensamientos quedan al descubierto cuando, involuntariamente, levanta y acaricia la corbata, y permite adivinar un estómago satisfecho, lleno todavía de la pitanza compartida con los amigos y compañeros de confabulaciones en un restaurante carísimo, eso sí, con previa bendición de la mesa. Recuerda lo prometido solemnemente al iniciar la ingestión de un chuletón de ternera de Kobe de 120 euros el plato: “Tranquilos, amigos, mientras de mí dependa, que nadie dude de que se cumplirá la Ley de forma escrupulosa, o sea, seréis absueltos…, ¡faltaría más!”. Luego han venido los brindis con un reserva de 300 euros la botella, trasegado con gesto elegante, como corresponde a un magistrado del Supremo, aunque ahora, al acariciar la corbata, se esfuerza por contener un indigno eructo que le recuerda que, pese a las puntillas de sus puñetas, él también está hecho de débil carne humana, y quizás le desazona un poco un pensamiento que le ronda contra su voluntad, una sensación de culpabilidad al pensar que ha mezclado en su estómago la divinidad del cuerpo de Cristo, que ha ingerido esta mañana al comulgar en su misa diaria, con la carne de una ternera japonesa. Pero, tras unos segundos, rechaza esta oscura idea y piensa que dios (perdón, su Dios) es muy comprensivo porque, después de todo, su Hijo, es decir, el segundo de la Trinidad divina, también fue hombre y entiende las debilidades humanas”. Y si nos enfrentamos a la fotografía de su amigo y generoso favorecedor, podríamos hacer el siguiente retrato-comentario:
“A Lesmes le han dicho que debe potenciar un activo fundamental de su imagen: el pelo y la barba entrecanos con un corte que inspira credibilidad, sobre todo cuando, con un hábil toque de la mano derecha, como si fuera un descuido inconsciente, despeina ligeramente el tupé para que caigan unas cuantas hebras de cabello sobre la frente. Lo hace mirando a la cámara, sin complejos. También le han aconsejado que luzca en todo momento su collar de san Raimundo de Peñafort, máxima condecoración en el mundo de la judicatura, pero que perdió algo de lustre cuando empezaron a colocársela también Juan Carlos, primero, y, después, su hijo Felipe. Malas lenguas aseguran que solo se lo quita para ir a la cama, salvo para la siesta, que lo mantiene puesto, por si acaso. Pero no hay que fiarse de esas apariencias. Ese cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante no significa un acercamiento, sino un aviso, una amenaza. Enarca las cejas, marcando las severas arrugas de la frente, para afirmar con rotundidad sin necesidad de levantar apenas la voz: “No olviden ustedes que están hablando quizás con el hombre más poderoso del país, pues manejo los hilos de la justicia. Que me sepa mantener discretamente a la sombra no resta ni un ápice de mi poder”. Tiene mucha razón. Sabe lo que dice. Después de todo, los suyos (o sea, los de su cuerda) llevan décadas manejando los hilos. Además, al decirlo, se ampara tras la imagen de un crucifijo, dejando entrever que la Justicia a la que representa, al igual que el alma del calderoniano Pedro Crespo, “solo es de Dios”. Hecha la advertencia, se retira a la tenebrosa quietud y silencio de su despacho, sin quitarse el collar, por supuesto, para seguir otorgando prebendas y despachos, condenando, perdonando, nombrando jueces, o sea, impartiendo la justicia divina de la que es representante plenipotenciario. Ahora bien, ya sabemos que este tipo de comentarios sarcásticos no sirven de nada. Quienes los lean y piensen como yo, sonreirán (o no)…, ¡y se acabó!, y los sujetos aludidos en ellos nunca se enterarán de que alguien los ve bajo ese prisma. Ni les importa. Se saben fuertes, poderosos, intocables. Saben que una parte del país los aborrece. Pero ellos se dicen que “perro ladrador, poco mordedor”. Están afianzados en sus puestos por el poder del dinero, por la mayor parte de los medios de comunicación, por una parte muy amplia de una sociedad ignorante y felizmente sojuzgada y, lo que es peor, por una legislación y una Constitución que los herederos del genocida supieron “colarle” al país, que sonreía embelesado y estúpidamente satisfecho de ver cómo le otorgaban libertad y democracia en una Transición modélica. La corrupción en el ámbito de la política es, sin duda, terrible y afrentosa, y, lo que es peor, hasta cierto punto inevitable. Pero, después de todo, ¿qué son los políticos en su gran mayoría? Meros peones en un tablero de juego en el que desempeñan el papel que el auténtico poder les exige o, si son de izquierdas y tratan de cambiar el sistema, el que ese poder les permite, o sea, casi nada. Ya sabemos quiénes son los que deciden, los que mandan, los que imponen las políticas que se aprueban y también las que se obstruyen y torpedean en el Parlamento. Pero lo tremendo, lo aterrador es que, en un país, cualquiera que sea, la corrupción, la pérdida de valores democráticos, el desprecio por la Justicia esté instalado entre un número muy elevado (no quiero decir la mayoría, porque no sería justo) de los jueces, que son precisamente quienes deberían actuar como modelo de rectitud, ecuanimidad y honestidad. Y estoy plenamente convencido de que hay (y no pocos) jueces que son así: rectos, ecuánimes, honestos. Lo malo es que la podredumbre está instalada en la cúpula institucional de la judicatura, que vive en pecaminosa y repugnante coyunda con los partidos que representan la herencia directa de la dictadura. Ya sé que este mal no es exclusivamente español. Vivimos estos días en paralelo con un caso abominable de manipulación ilegítima del poder judicial en EE UU, donde un personaje peligrosísimo para el mundo entero, yendo contra todas las reglas no escritas, pero inequívocamente establecidas, acaba de nombrar a una nueva jueza conservadora para asegurarse el control del Tribunal Supremo. Pero a mí, personalmente, eso no me consuela. No soy tan tonto como para consolarme con “el mal de muchos”. Una conclusión queda flotando en el aire, y es la siguiente: si la Ley fuera clara e igual para todos (que muy pocas veces lo es), si la Justicia tuviera como misión lograr el cumplimiento de esa Ley, y si los jueces actuasen siempre de acuerdo con los principios de rectitud, ecuanimidad y honestidad, daría lo mismo quién estuviera en el poder, pues la Ley se cumpliría a rajatabla. Pensamiento utópico. Por consiguiente, si el color político y la ideología de los jueces impide que eso se logre, significa que la Justicia es venal, está corrompida y es el mayor impedimento para el logro de la libertad y la democracia. Realidad distópica. Mi vecino Manolo el facha se limitaría a decir con leve sonrisa de suficiencia: "Macho, es lo que hay". No voy a entrar en profundas disquisiciones teológicas. No es mi campo de conocimiento ni tema de especial interés para mí. Pero, a la vista de como está el cotarro mundial, con incendios espantosos, inundaciones sobrecogedoras, huracanes devastadores, sequías espeluznantes; donde existen amplísimas zonas del mundo en las que impera el hambre y la miseria, aunque atemperados éstos por el fácil acceso a antenas parabólicas que permiten a esos seres malnutridos y explotados observar cómo se debe de vivir en otros lugares del planeta donde la gente sacia su hambre y su sed con riquísimos alimentos y donde disfrutan de casoplones del tamaño de sus poblados; con pandemias asesinas, causadas por un virus que, como dice el vicepresidente madrileño Aguado, no es, como él liberal, y tiene el mal gusto de atacar con idéntica furia a ricos y a pobres, o sea, sin hacer la debida distinción de clases y condiciones sociales, como haría un buen virus neoliberal; con ciudades, regiones y hasta países que, por alguna maldición extraña y no explicada por ninguna ciencia, se ven de repente gobernados por seres (no doy nombres) a los que, en circunstancias normales, se les permitiría, como mucho, realizar tareas subsidiarias y escasamente especializadas, que no exigieran mayor despliegue del intelecto que el que se necesita para pegar sellos, limpiar el asiento de una silla o sacar lustre a un par de zapatos sin estrenar; a la vista de todo ello, yo me pregunto ¿cómo es posible que los responsables de tanta catástrofe, de tanto dolor, de tanta miseria, de tanta muerte, apelen siempre a su firme creencia en la existencia de un Dios, que, como ellos afirman, apoyados en inútiles pero doctas teologías, es a un tiempo omnisciente, omnipresente y omnipotente? ¿Verdad que cuesta trabajo entender toda esta acumulación de superpoderes en un dios que rige los destinos de un mundo que está hecho una piltrafa, física y moral?
Porque, vamos a ver, si ese dios (pongo dios así, en minúscula, porque lo contrario me da una incontenible risa floja) es realmente omnisciente, es decir, que sabe todo (sabe todo lo que pasa y por qué pasa), y es omnipresente (o sea, que no puede recurrir a aquello de que él estaba en Ávila cuando todo sucedió, o que no fue debidamente informado), y además es omnipotente (es decir, que puede hacer y deshacer a su antojo sin limitación alguna, pues nada escapa a su poder), y si ese dios, añado, ve todas las cosas que están pasando y se sienta a mirar tranquilamente sin hacer nada por evitarlas, como quien se sienta a tomar una cervecita y a fumar un cigarrillo mientras ve en la tele (dios no la necesita, claro, la tele) cómo arden miles de hectáreas, mueres millones de animales, pierden su hogar docenas de miles de familias, se ahogan miles de personas huyendo en barco de la miseria y la persecución, cientos de miles de mujeres son violadas o asesinadas, cientos de miles de niños son abusados o sodomizados por los que se definen como sus representantes y apoderados en la Tierra, y una porquería de virus microscópico y cabrón arrebata la vida de cientos de miles de personas, y, repito, ve todo esto sin inmutarse y sin que se le mueva una pestaña, habrá que concluir que ese dios en el que creen (o dicen creer) a pies juntillas los neoliberales, es un hijo de la gran puta, ¿no? Claro, luego salen teorías teológicas que tratan de poner parches para tapar estos agujeros por los que a algunas personas se les puede escapar la fe, que es como el pus con que puede estar infectado el intelecto. Es el caso de los seguidores del teísmo abierto, cuyos partidarios defienden una revaluación del concepto de la omnisciencia, la omnipresencia y la omnipotencia de Dios, afirmando que Dios no conoce el futuro “por completo”, que puede que no esté a la vez en todas partes y cuando se habla de su omnipotencia no hay que extraer el significado de este término de su contexto bíblico, ya que el significado de la palabra original de la que procede se perdió con el transcurrir de los siglos. ¿Veis cómo al final, los amantes de la teología –ya sea tradicional o de teísmo abierto– se parece mucho a los portaestandartes del neoliberalismo? Se trata siempre de ajustar nuestras creencias a la conveniencia de cada momento, de cada oportunidad. Pero yo, con trampas, no juego. O dios es omnipresente, omnisciente y omnipotente con todas las consecuencias, o sea, que asuma que podamos decir que es un hijo de la gran puta, o es que no existe, en cuyo caso los males del mundo son el fruto y resultado de la crueldad, la mezquindad, la codicia, la vileza de unos cuantos, una gran minoría; de la abulia, la insensibilidad y la indolencia cómplices de una parte importante del rebaño, que acepta cualquier cosa con tal de participar en una parte del festín; de la impotencia de una minoría que querría luchar contra todo ello –y lo intenta– pero carece de armas y bagajes suficientes; y de la fragilidad, la sumisión, la ignorancia y el miedo del resto. Eso sí, cada uno es libre de elegir el dios que más le convenga. Leía hace unos días un artículo de la periodista Elisa Beni, con cuyos planteamientos muy a menudo coincido, y he querido dejar reposar durante unos cuantos días lo en él leído antes de hacer mi propia reflexión a propósito de nuestra malhadada monarquía, pues, si bien algunos de los conceptos vertidos en dicho artículo me parecían razonables, constaté que otros me exasperaban, pues conducían a una trampa en la que a menudo caen muchas personas que se autodefinen como progresistas o, incluso, republicanas.
Planteaba la periodista en su artículo que “el debate [no debe plantearse como] un partido de fútbol entre monarquía o república, sino una reflexión sobre los valores y controles que queremos exigir a quien ostente la jefatura del Estado”. Esto, siendo cierto, no deja de ser obvio. Apenas hemos tenido tiempo de admitir esta básica coincidencia, cuando nos percatamos de que la autora ha estado a punto de colarnos una verdad de Perogrullo. ¿Cómo podría no exigirse el más alto grado de integridad moral y las más altas virtudes públicas a quien ostenta la principal magistratura del Estado y representa ante el mundo a todos los ciudadanos del país? Pues bien, esta obviedad se da de bruces con la realidad, pues en España, con la actual Constitución en la mano, el Jefe del Estado (el rey) es inviolable, intocable, inmune, lo que ha permitido que quien ocupó dicho cargo durante casi cuarenta años, haya demostrado ser un sinvergüenza redomado, un delincuente y un putero, cuyas acciones nos han abochornado ante el mundo a todos los españoles (al menos a los españoles decentes). ¿Dónde quedan esos valores exigibles “a quien ostenta la jefatura del Estado?” Y esto es así por mucho que se empeñen los más respetados expertos constitucionalistas en tratar de demostrar que esa inviolabilidad es solo relativa y muy discutible. La realidad es mucho más tozuda que sus valiosos razonamientos. Sigue más adelante Elisa Beni aportando un argumento que se ha convertido desde hace años en un clásico entre quienes defienden que monarquía o república son dos formas de Estado que pueden ser igual e indistintamente buenas o malas, dependiendo de quién esté sentado en el trono o en el sillón presidencial. Lo dice con estas palabras: “Como dijo Montesquieu, el régimen británico es el de una nación en el que la república se esconde bajo la forma monárquica y, como bien le completó Revel, a la inversa, Francia es una nación en la que la monarquía se esconde bajo la forma de la república”. ¿No os suena muy parecido al famoso ejemplo de cinismo expresado en su día por Felipe González cuando afirmó aquello de “gato blanco o gato negro, lo que importa es que cace ratones”? Y continúa la articulista con una frase que encierra un total desmentido de lo que anteriormente pretendía demostrar. Dice: “La moraleja de todo ello es que lo realmente importante es que la forma de constituirse que el Estado adopte sea respetuosa de lo que se han dado en llamar las virtudes republicanas”. He subrayado la frase anterior, pues tiene miga. ¿Por qué a las que generalmente se consideran virtudes públicas por excelencia (moralidad, ética, decencia, moderación, austeridad, honradez, integridad…) se las denomina “virtudes republicanas” y no “virtudes monárquicas”? ¿No será acaso porque esto último constituiría un despropósito? Termino con el último párrafo del artículo de Elisa Beni que he elegido por ser aquel en el que me siento más distanciado de su postura, que, no obstante, respeto. “No es real ni interesante establecer un debate entre monarquía y república, como si lo hiciéramos entre el absolutismo y la forma política en la que los ciudadanos son libres, iguales y fraternos. Eso es un anacronismo visceral español. Aquí la clave está en el adjetivo 'constitucional', porque esos principios republicanos están perfectamente recogidos en nuestra Carta Magna.” De nuevo, la normalmente excelente periodista nos tiende una trampa, pues nos obliga a reconocer que no todas las monarquías son absolutistas y algunas repúblicas son deleznables, por lo que la bondad o maldad de ciertos sistemas no dependen de que sean una monarquía o una república. Esta falsa conclusión, en muchos casos, da por finiquitado el debate. No estoy para nada de acuerdo con esta forma de argumentar, que parte de una absoluta falsedad en su base conceptual. Por supuesto que no se trata de enfrentar Monarquía y República. Es un conflicto falso, adulterado y tramposo enfrentar ambos conceptos. Y ello es así porque, en pleno siglo XXI, estos dos conceptos políticos no constituyen sistemas contrastables, confrontables, equiparables. La razón es muy sencilla. A nada que usemos unos mínimos criterios de sentido común, tendremos que aceptar que las monarquías no pueden tener cabida en nuestro tiempo, no al menos en países modernos con una cultura que se considera avanzada. Que una monarquía no signifique absolutismo no justifica su existencia. Las monarquías son instituciones retrógradas, y deberían desaparecer. Todas ellas. Por sentido de la historia; por respeto a la dignidad personal de los ciudadanos; por higiene política; por decencia social. Las monarquías ejemplifican los aspectos más indignos y mezquinos de las relaciones humanas, en tanto que vínculo de dependencia entre los ciudadanos y aquellas personas encargadas de gobernarlos. Cuando comienza la tercera década del siglo XXI, no es aceptable:
No quiero entrar en otros aspectos que todavía aportan más elementos adversos en el caso de la monarquía española, como, por ejemplo, que la actual dinastía fuera instaurada por un dictador genocida, y que el anterior rey (el emérito) jurase fidelidad a Franco y acatamiento a los principios del Movimiento, además de haber hecho, en diversas ocasiones, pública y encendida defensa del dictador. Pero no dedicaré una línea más a concretar los numerosos motivos que los ciudadanos españoles tienen para despreciar a este lamentable ejemplar de la dinastía Borbón. Tampoco me molestaré en desmontar la falacia de que el mantenimiento del protocolo de un presidente de la República es tan costoso como el mantenimiento de la Casa Real, entre otras cosas porque en una República no existe una extensa y onerosa “familia real” a la que mantener y a la que dar protección, ni Cuarto Militar, ni Guardia Real, ni 300 vehículos adscritos a su servicio, etcétera, etcétera. Todo eso cuenta, pero ahora no viene al caso. Mi argumento no necesita ir por esos derroteros, pues se basa en el convencimiento moral de que las monarquías tienen en su propia naturaleza suficientes motivos para su condena..., y para su necesaria desaparición. Otra cosa será definir qué tipo de República, o más sencillamente, qué tipo de Estado queremos o consideramos más conveniente para las características de nuestro país. Supongo que cada país podrá definir su sistema propio ateniéndose a sus aspectos históricos, sociológicos, geográficos o lingüísticos. Puede elegirse un presidente, por votación ciudadana directa, a partir de candidaturas presentadas por partidos políticos; o a partir de candidaturas independientes ajenas a los partidos tradicionales; o entre candidatos de alta valía personal e intelectual propuestos por organismos independientes (profesionales, judiciales, sindicales) o por grupos de ciudadanos en un número mínimo por determinar. Y ese presidente puede tener un único mandato de 4,5 o 6 años. O bien poder ser reelegible para un segundo mandato. Y la Constitución puede determinar de qué poderes disfruta, si los tiene, o si solo ostenta una función representativa. En todo caso, deberá ser elegido por los ciudadanos y estar sometido siempre al mandato de la Justicia, es decir, no ser inviolable, sobre todo en el ámbito de su actividad personal. Es evidente que unos modelos podrían ofrecer un resultado mejor que otros, sobre todo dependiendo de cada país. Y que, en cualquier caso, nunca habrá un modelo de Estado perfecto, pues siempre será el resultado de una decisión y de unos comportamientos políticos humanos. Y aquí viene la clave del argumento: un país no tendrá un sistema corrupto por el hecho de ser una República, sino dependiendo de la honradez y los programas de su gobierno de turno, es decir, del poder ejecutivo. Se esfuerzan los defensores de las monarquías por desacreditar el concepto de República, dando para ello ejemplos aberrantes de países donde hay instalados sistemas escasamente respetuosos con los derechos humanos, y suelen poner como ejemplo países como Hungría, Bielorrusia, Polonia, la propia Rusia. Eso es una falacia. Que tales países estén controlados por un dictador o por todo un sistema corrupto, no sucede porque su estructura estatal sea republicana, sino porque están dominados por regímenes podridos, violentos, despóticos, indeseables. Una República, lo mismo que una Monarquía, puede albergar un sistema de gobierno bueno o malo. La maldad, la violencia, el despotismo, la corrupción pueden tener cabida en ambos sistemas. Lo que ocurre es que una monarquía siempre será algo anacrónico, carente de sentido y justificación, incluso si está establecida en un país, en principio y sobre el papel, perfectamente democrático. El Reino Unido, Suecia, Holanda o Dinamarca son claros ejemplos de esta situación. Pero si los países que acabo de citar son democráticos, no lo son a causa de la Monarquía, sino “a pesar de ella”. En resumen. No caigamos en la trampa de debatir sobre la mayor conveniencia de la monarquía o la república. Las monarquías deben rechazarse por principio, por ser obsoletas, anacrónicas, indignas, injustas, ridículas, absurdas. Solo pueden tener un final digno y aceptable: su desaparición. [1] No olvidemos la etimología de la palabra monarca, del griego μόναρχος, literalmente, “gobernante único” La Humanidad realizó una dura travesía de 22 siglos, desde la edad dorada de la democracia ateniense, época que vino a durar dos centurias, hasta la llegada de las nuevas democracias liberales en el siglo XIX. Para el común de los mortales, fueron 22 siglos dominados, en mayor o menor grado, por oscurantismo, ausencia de libertades, fanatismo, persecuciones, sometimiento a la voluntad tiránica de reyes, nobles y prelados, amén de guerras, hambrunas y enfermedades. En algunos lugares y en algunos momentos pudo producirse algún asomo de suavización de esas condiciones de vida, pero siempre fueron rayos de luz pasajeros. Añadiré que, a pesar de tan nefastas condiciones, hombres y mujeres de distintas épocas – estas últimas en la medida en que el imperante y brutal dominio machista se lo permitió– fueron siempre capaces de dar muestra de su inmensa riqueza creadora, dejando para la posteridad maravillosas obras literarias, musicales, pictóricas, arquitectónicas, y ofreciendo destellos de una grandeza que no eran don divino, sino fruto de su capacidad creativa, que ni el oscurantismo religioso ni el despotismo político fueron capaces de anular.
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