"La responsabilidad que tiene este Gobierno llega hasta nuestra fronteras, no a lo que puedan hacer terceros países". Esta respuesta de Pedro Sánchez, dada para explicar la decisión del Ejecutivo de dar marcha atrás en su decisión de cancelar el contrato de venta de bombas de alta precisión a Arabia Saudí, reviste un imperdonable grado de cinismo. Esta frase, dicha con plena conciencia de su significado, rozaría lo abyecto. Siguiendo idéntica línea argumental que la planteada por Sánchez, no podríamos criticar ni culpar a nadie que facilitase a una persona, de la que sabemos que es malvada y sin escrúpulos, un producto susceptible de causar daño o la muerte a otras personas, solo porque ese daño iba a producirse lejos del lugar en que ese producto es fabricado o vendido. Da lo mismo que se trate de una droga, un arma de fuego, un veneno o cualquier otro producto o artilugio mortífero. Lo peor no es que el Presidente del Gobierno haya adoptado la postura más cómoda, pragmática y, sobre todo, electoralista, temiendo la más que probable revancha de los saudíes anulando el contrato de cinco corbetas a los astilleros de Navantia en Cádiz. Causa consternación pensar que esa postura cobarde e ideológicamente incoherente también la han apoyado y compartido no solo la Junta de Andalucía sino, –agárrense – el alcalde gaditano de Podemos y los propios sindicatos, y que estos dos últimos lo han hecho supuestamente en defensa de los puestos de trabajo de docenas de trabajadores de los astilleros andaluces. Esta postura, y de ello no me cabe la menor duda, la comparten esa mayoría de españoles bienpensantes, respetuosos del orden establecido, acomodaticios, amantísimos padres de familia, incluso cristianos convencidos, que están dispuestos a cerrar los ojos a cualquier monstruosidad que pueda cometerse en su nombre, si ello les supone un beneficio o cualquier clase de prebenda, ventaja, provecho o sinecura. Como mucho, dejarán caer una frase que constituye un cínico principio de amoralidad: “Si no lo hacemos nosotros, lo harán otros. Por lo menos, que el beneficio quede en casa.” Hablaba en mi último post, a propósito de la crítica que hice de una obra teatral, del discurso tramposo de un personaje que cuestionaba el sufragio universal, como perfecta expresión de la democracia, y lo hacía partiendo del siguiente argumento: ¿Cómo podemos estar a favor de un sistema que da el mismo valor al voto de gente inculta, desinformada e ignorante que al voto de las personas cultas, que piensan, y que, con una u otra ideología, tienen formada una clara opinión política de lo que consideran mejor para su país? Esta postura, además de ser filofascista y aberrante, es absolutamente torticera. Si el problema radicase en la ignorancia o la incultura de una parte de la población, la solución sería sencilla, y alcanzarla solo sería cuestión de algo de tiempo. Bastaría con proporcionar formación, educación e información veraz a esas personas. Pero al sector política y económicamente dominante eso no le interesa, y se esfuerza por mantener el desconocimiento y la desinformación a través de la más grosera manipulación de la información, la cual, lógicamente, está en sus manos. Por otra parte, los propios resultados electorales –en teoría, la esencia misma de la democracia– demuestran la falacia del argumento. Por poner un ejemplo bien próximo a nosotros, siguiendo la línea argumental elitista, la pervivencia de un partido político corrompido hasta sus más profundas raíces como el PP –incluso gobernando con una cómoda mayoría–, demostraría que su electorado debería estar formado por patanes ignorantes, incultos y analfabetos. Y lo cierto y triste es que no es así. Puede que sus electores no sean dechados de inteligencia, pero desde luego no proceden de los estratos más bajos de la sociedad.
Y es que el problema esencial que caracteriza el errático comportamiento de las sociedades que denominamos democráticas no es la falta de cultura, sino una extendida falta de ética y una generalizada ausencia de coherencia entre la teoría de sus planteamientos teóricos y la realidad de sus comportamientos. Pocas personas se atreverían a declararse racistas o a mostrar rechazo por las personas discapacitadas; sin embargo, ¿por qué es tan frecuente escuchar (a gente que parece de bien) afirmando que los inmigrantes vienen a aprovecharse de nuestro estado de bienestar y a robar nuestros puestos de trabajo?; ¿por qué tantos amantes padres de familia (muchas veces autodeclarados cristianos) rechazan que sus hijos compartan aula con niños que sufren alguna clase de discapacidad?; ¿por qué la gente encuentra lógico y natural que un propietario se niegue a alquilar su vivienda a una familia inmigrante o gitana, aunque tengan trabajo e ingresos regulares?; ¿por qué hay tantas personas que están de acuerdo con que los gobiernos impidan el acceso a Europa de los subsaharianos que escapan del hambre y la miseria o de los refugiados que huyen del horror de persecuciones, muertes y guerra, y cómo es posible que esas personas vivan, coman y duerman tranquilamente sabiendo que decenas de miles de esos refugiados han muerto ahogados en el Mediterráneo, niños incluidos? El tema de la venta, por parte de España, de armas (estas sí, de destrucción masiva) a Arabia Saudí nos da una pista acerca de esta constante contradicción en la que vive buena parte de la sociedad. Arabia Saudí es un país dictatorial, tiránico, con una monarquía absoluta donde no se respetan los derechos humanos, no solo de sus propios súbditos –en especial de sus mujeres– sino tampoco los de los ciudadanos de sus países vecinos, a los que lleva meses sometiendo a brutales bombardeos en los que han muerto miles de civiles de todos los géneros y edades. La aceptación de semejante situación es producto de una variedad de actitudes, entre los que destacan claramente la apatía, la pereza y, sobre todo, el egoísmo. El sufrimiento y la injusticia que suceden lejos de nosotros resultan irreales, soportables. La crueldad, el asesinato de mujeres y niños, el hambre, el frío, el miedo de miles de familias nos resultan ajenos si se producen a varios miles de kilómetros de nuestro confort cotidiano. Como mucho, tras un gesto de desagrado o de falsa compasión, volvemos a lo nuestro. Lo escondemos, lo olvidamos. Y si todos esos horrores nos proporcionan algún tipo de beneficio, los intentamos justificar con un hipócrita “si no lo hacemos nosotros, lo harán otros”, o “¿qué podemos hacer nosotros para evitarlo?”, o, como hacen los sindicatos obreros andaluces con las bombas de Arabia Saudí, “los contratos están para cumplirlos y lo primero que debemos defender son los puestos de trabajo”, frase a la que sigue un aplauso generalizado de una sociedad mezquina, egoísta, indiferente, satisfecha de sí misma... ¿Se puede creer (confiar) en la convicción democrática de una sociedad que tiene comportamientos tan escasamente éticos? ¿Puede un gobierno definirse como democrático y socialista con esos planteamientos? ¿Pueden unos sindicatos “de clase” considerarse defensores de los trabajadores cuando esa defensa significa, aunque sea de manera indirecta, el asesinato de civiles? ¿Podemos seguir definiendo nuestro sistema político como una “monarquía parlamentaria y democrática” y aceptar que nuestros monarcas sean amigos íntimos de unos déspotas que no dudan en cometer atrocidades, y que estén alegremente dispuestos a callar sus crímenes a cambio de unos contratos supuestamente ventajosos para nuestro país? No hablaré del cobro de comisiones por parte de nuestro exmonarca por llevar a cabo tan execrables tareas "en favor de España" porque eso sería materia para un nuevo post. Al entrar en la sala para ver Un enemigo del pueblo, el público se encuentra con Irene Escolar en el proscenio haciendo girar rítmicamente a derecha e izquierda una vara horizontal de unos dos metros de largo que sujeta cinco enormes globos blancos, en cada uno de los cuales hay escrita una letra (no logré formar ninguna palabra coherente usando las cinco letras). En distintos puntos del escenario vemos al resto de actores del elenco en distintas posturas y entretenimientos: Nao Albert rasguea –o hace como que rasguea– una guitarra; Óscar de la Fuente parece tocar una batería de jazz con escobillas; Israel y Francisco se pasean de aquí para allá… El espectador se pregunta qué intención tiene tan variopinto despliegue de imágenes, pues en teatro nada debería hacerse en balde. Adelanto para los curiosos que nada de lo descrito tiene luego en la función la menor incidencia. Bueno, sí. Cuando ya está la función a punto de terminar y recibir los inevitables y entusiastas aplausos del respetable, Irene Escolar retira los botellones de agua (espero que no sea agua contaminada del balneario) que han sujetado la vara de los globos durante toda la función y estos se elevan lentamente hasta lo más alto del peine, no se sabe muy bien con qué misión. Yo me pregunté cómo demonios harían para recuperarlos para la siguiente función. ¿Son los globos una representación simbólica de la frágil levedad de nuestras conciencias? Ni idea. Nada más comenzar la obra, los actores plantean al público su intención de realizar una votación, que no es otra cosa sino un test para determinar la (no) coherencia democrática de los espectadores, a los cuales se les han suministrado a la entrada sendas cartulinas de voto: una verde con un SÍ, y una roja con un NO. Evidentemente, se trata de una votación tramposa porque resulta a toda luces evidente que el resultado de la votación va a ser el que busca y conoce de antemano el autor del proyecto teatral: dejar en evidencia que todos somos demócratas y defendemos el derecho a la libertad de expresión mientras la defensa de esos principios no choque frontalmente con nuestros intereses personales. Preguntas: 1. ¿Crees en la democracia? Abrumadora mayoría de síes, pese a que la pregunta es ambigua. Uno puede creer en la bondad intrínseca de la democracia y no creer en su “existencia” real. 2. ¿Crees que los actores de teatro (de Kamikaze) deberían poder expresar sus ideas con entera libertad (ante el riesgo a perder las subvenciones que reciben en caso de expresar ideas contrarias a los intereses del poder político). Aquí la respuesta es aún más abrumadoramente favorable al SÍ. 3. ¿Estás a favor de que los actores suspendan esta función y que todo el mundo se vaya a casa como protesta por la vulneración del derecho a la libertad de expresión (caso Willy Toledo)? Aquí la respuesta es casi abrumadoramente contraria a la suspensión de la función. También es cierto que hay ya un número importante de personas que no votan porque el juego empieza a cansarles. Consecuencia: el público, al igual que la mayoría de la sociedad, está compuesto por personas incoherentes y cobardes que anteponen sus intereses a sus principios. Y un actor, dibuja una gallina en la pizarra. El público se ríe, entre nervioso y culpable. Yo siento que me están tomando el pelo por una sencilla razón: no he venido al Kamikaze a pasar un test de coherencia ideológica, sino a ver teatro, para lo cual he pagado 21 euros por cada localidad. Sé que todo es un juego dramático, pero me siento ya muy alejado de aquellos años 70 en que los universitarios progres e inquietos disfrutábamos haciendo un teatro de confrontación con el público para despertar sus conciencias. Entretanto, ya hemos perdido más de diez minutos de representación teatral. A partir de este momento, comienza la función de verdad, o eso es lo que yo opino, pues el preámbulo a gusto me lo habría saltado. Decir que se trata de una versión libre de la obra de Ibsen es un tanto exagerado. Lo que ha hecho Rigola ha sido tomar lo esencial de la línea argumental, junto con cinco personajes y algunas frases casi literales de Un enemigo del pueblo, y servirse de todo ello para crear una obra nueva –pero ya no novedosa–, en la que conviven en paralelo los personajes representados de la obra de Ibsen (el médico del balneario, su hermana la alcaldesa, los dos periodistas y el representante de los vecinos y propietarios) con la actriz y los actores que los interpretan, los cuales mantienen sus nombres reales: Israel, Irene, Óscar, Nao y Francisco. La consecuencia de esta “dualidad” de los intérpretes es que actúan indistinta y alternativamente como personajes del drama representado y como ellos mismos, y cuando lo hacen como ellos mismos abandonan el texto dramático para adoptar un tono que podríamos definir como mitinero. En otras palabras, son a un mismo tiempo dramatis personae y agitadores políticos. Esta solución teatral puede gustar o no; justificarse o no; ser eficaz o no. A mí, personalmente, y lo digo con el máximo respeto por autor, actriz y actores, no me gustó nada en absoluto.
La obra de Ibsen es un sólido drama de cinco actos, en el que los personajes nos ponen frente a unos hechos que plantean un caso de corrupción política. En él, los distintos personajes, que por supuesto presumen de ser decentes, demócratas y respetuosos con la ley y las opiniones ajenas dejan al desnudo su cobardía, su egoísmo, su falta de integridad moral, mientras que el médico, el único personaje que se mantiene íntegro y fiel a sus principios acaba convertido en un ser despreciado y odiado por todos: es el enemigo del pueblo. En la propuesta de Kamikaze, el caso presentado queda diluido por la endeblez de unos diálogos que suenan a consignas pero que carecen de profundidad. Apenas aparece un atisbo de lenguaje dramático interesante, este da paso de inmediato al mitin. De todo lo anterior y tras un largo parlamento a cargo del médico/Israel Elejalde acerca de la bondad/falsedad del sistema democrático basado en la voluntad de la mayoría –una mayoría desinformada, inculta, deshonesta, incongruente y necia– se deriva la aparente necesidad del autor de llevar a cabo dos acciones. Por un lado, se inició un debate para que el público opinase sobre la democracia y la integridad moral de la sociedad. Unas azafatas iban pasando micrófonos inalámbricos para que todo el que quisiera pudiese participar. Aquello fue –dicho con el mayor de los respetos– un perfecto coñazo. A la gente, le das un micrófono y le encanta escucharse y que la escuchen. Algunos dijeron algunas cosas atinadas; la mayoría, tópicos y lugares comunes, cuando no idioteces. Pero yo no había ido al teatro para escuchar lo que algunos de mis compañeros de platea opinaban sobre este o sobre cualquier otro tema. La segunda acción consistió en iniciar una última votación para preguntar al púbico si, en su opinión, todo el mundo debería tener el mismo derecho a votar. Ganó el SÍ, pero no por muy amplio margen. Pero lo que quedó patente fue que el público ya no cayó masivamente en la trampa. Un alto porcentaje de los presentes no nos molestamos en levantar nuestra tarjeta de votación. Si la función duró unos 75 minutos, no menos de 20 o 25 se dedicaron a las votaciones y al “debate”. Demasiada broza y hojarasca para una función con localidades a 21 euros. Los intérpretes se esforzaron por resultar convincentes. Todos ellos son viejos conocidos de lo que somos habituales espectadores de las funciones de Kamikaze. Me gustaría destacar la solvencia interpretativa de Israel Elejalde y Óscar de la Fuente las pocas veces que tuvieron que “actuar” y no ser ellos mismos. El propio Israel, cuando quiso intervenir en el debate final, improvisando alguna respuesta a las opiniones de los espectadores, ya no estuvo tan solvente y seguro de sí mismo. Estuvieron correctos Nao Albert y Francisco Reyes, este último con su forma habitual de actuar que siempre logra provocar la hilaridad del público. Por último, Irene Escolar hizo de Irene Escolar. Es una actriz muy capaz y lo ha demostrado con creces en múltiples ocasiones, pero el papel de alcaldesa de la obra de Ibsen (en la obra original, es un alcalde) ni le va ni ella se lo cree. Se paseó por el escenario, se atusó repetidamente la melena, fue simpática cuando actuaba como Irene Escolar, dijo sus frases correctamente, intentó mostrar la fría insensibilidad del corrupto que sabe que lo es y lo tiene asumido, pero no lo consiguió. Al menos, a mí, en ningún momento me convenció de que se creyera su segundo papel, o sea, el de alcaldesa. Termino esta crónica con un breve apunte. Si un autor quiere escribir sobre la podredumbre política actual, sobre las virtudes y defectos de la democracia (tal como se entiende en la sociedad occidental), sobre el egoísmo de una sociedad a la que le preocupa, por encima de todo, su seguridad y bienestar económicos, lo que hay que hacer es trabajarse una historia y darle forma dramática. Disponemos en España de una variedad inacabable de casos, hechos, personajes, situaciones, sin necesidad de recurrir a “versionar” (y desvirtuar) una obra de Ibsen. A menos que lo que se busque sea aprovecharse del tirón que sigue teniendo el gran dramaturgo noruego. Si es así, a buen seguro que lo han conseguido. Se hablaba estos días pasados del resquebrajamiento que se iba a producir en el PP como consecuencia de las luchas que iban a generarse entre las distintas familias ideológicas del partido por hacerse con la presidencia dejada vacante por Rajoy. Se mencionaban concretamente tres supuestos grupos ideológicos en el seno del PP: liberales, conservadores y democristianos.
Lo más llamativo de la anterior afirmación es que si algo ha caracterizado a este partido a lo largo de los años ha sido, fundamentalmente, su carácter monolítico, la total, aunque aparente, carencia de fisuras en su estructura organizativa y jerárquica, y una manifiesta ausencia de debate ideológico. Soy de la opinión de que cuando en una organización social –cualquiera que sea su naturaleza– no hay debate de ideas, es porque no hay ideas o porque las opiniones, el pensamiento filosófico son asuntos secundarios; en otras palabras, aspectos sin los cuales se puede vivir, e incluso vivir mejor. En esto, el PP es el perfecto reflejo de lo que fue su mentor político, el dictador, quien convivió con todas las tendencias ideológicas (por supuesto, de derechas), las manipuló todas a su antojo y jamás creyó en ninguna de ellas. No quiero dejar pasar más tiempo sin comentar la formación del nuevo gobierno que ha formado Pedro Sánchez. En las conversaciones que he mantenido al respecto con distintas personas, mi postura ha sido en todo momento la de defender la conveniencia de esperar y dar un margen de tiempo para emitir opiniones, sobre todo si se trata de opiniones adversas. Y lo mantengo. Pero ello no obsta para que, a la vista de las personas elegidas para sacar adelante la política española en un momento tan delicado, sea inevitable tener no tanto opiniones como sensaciones, percepciones y –por qué no– presentimientos. A fin de que mis ideas no pasen de mi cabeza a la pantalla de forma totalmente desordenada, voy a ir exponiéndolas por capítulos o temas separados. Comenzaré por el aspecto más evidente: la aplastante mayoría de ministras en el nuevo Gabinete. Es este un acierto indudable de Sánchez. Habiendo como hay más de una y más de dos personas valiosas para cubrir cualquier cartera ministerial (hipotéticamente, pues luego viene la realidad a fastidiar muchas expectativas), es mucho mejor satisfacer lo que es una exigencia incuestionable de nuestros tiempos y dar paso a más mujeres que hombres a puestos de responsabilidad política. Digamos que en este aspecto Sánchez ha estado fino y con olfato político. Es más, ha confiado a sus ministras algunas de las carteras de más peso de su gabinete. Podríamos añadir un divertido comentario a modo de estrambote: "Sánchez ha nombrado a 6 ministros masculinos. Esperemos que lo haya hecho por su valía y no por cumplir con las cifras". Un segundo aspecto que me ha producido honda satisfacción ha sido ver la definitiva desaparición de la protocolaria mesa de promesa (que no “jura”) de cargos de los consabidos símbolos religiosos: el crucifijo y los Evangelios. Estos, de tener una presencia abrumadora en tiempos de Suárez (debidamente arrodillado para la ocasión, como si en vez de jurar el cargo fuese a comulgar), han sido relegados al lugar de donde no deben nunca salir (la iglesia) tras haber pasado por una discreta versión “estilizada” y algo menos aparatosa con Rajoy. Esta vez hemos podido ver una mesa laica, o sea, civil(izada) sobre la que solo estaba la Constitución (todavía sin reformar, por desgracia). Es la primera vez que esto ocurre en la historia de España, pese ser desde hace ya 40 años, legal y supuestamente, un país laico. Alegra destacar que, desde la época de los apolillados José Bono y Paco Vázquez, ya no asoma sus orejas ningún socialista meapilas (a no confundir con creyente, que esa es harina de otro costal). Paso ahora a reseñar un aspecto que, a menos que se trate de mera bambolla o falso revestimiento, denota un intento de dar un importante cambio de dirección a determinadas áreas de la política. Se trata de los nuevos nombres y las nuevas competencias de los ministerios. Por ejemplo, es alentador que se haya separado de nuevo el área de Universidades del Ministerio de Educación y que, además, lleve aparejada una Secretaría de Estado de Ciencia, Investigación e Innovación. ¿Seremos capaces alguna vez de poner a España a la altura de un país moderno y avanzado en el terreno de la investigación, o seguiremos exportando investigadores a otros países donde se les valora y paga adecuadamente? Es asimismo estimulante ver que el Ministerio de Trabajo incorpora el nombre añadido de Migraciones, con una Secretaría de Estado. Me pregunto si en la mente de Sánchez está la idea de borrar la vergüenza en que nos ha sumido el PP con el tratamiento dado a los refugiados. Será también tarea de dicho ministerio desarrollar una labor pedagógica que ayude a ciertos españoles a entender que los inmigrantes aportan riqueza a España, y que no son un lastre para el país. Reconforta que el Ministerio de Energía se separe de Industria y conlleve una Secretaría de Estado para la Transición Ecológica. ¿Será verdad que en España dejarán de primar los oscuros intereses de las grandes empresas energéticas y que se va a promover el desarrollo de las energías alternativas? ¿Será cierto que España va a cumplir e incluso a superar las medidas de protección medioambiental y que va a luchar contra el cambio climático? Hago un inciso para dejar constancia de que mi ilusionada esperanza no supone que sea tan necio como para ponerme una venda en los ojos e ignorar los brutales intereses económicos que hay en juego en este terreno.
Luego, nos quedaría hacer el oportuno análisis de los nombre de ministras y ministros. Me adelanto a las posibles objeciones que se me pueden hacer por no conceder un mínimo tiempo de confianza y ver qué rumbo toman sus actuaciones. ¡Cierto! Pero hay nombres que denotan muchas cosas. E historiales que permiten tener una idea razonablemente equilibrada de ciertos personajes. No obstante, voy a limitar mi comentario a tres de estos recientes nombramientos: dos hombres y una mujer. Lamento no hacer una elección más paritaria. Comienzo por el nuevo ministro de Cultura y Deporte, el valenciano Màxim Huerta. ¿Constituyen su labor como presentador con Ana Rosa y como presentador de noticias en Tele5, amén de la publicación de tres o cuatro novelas suficiente bagaje como para ocupar esta cartera? No sería justo que desdeñase su capacidad intelectual porque la desconozco. Pero habrá que admitir que en el país hay personas que tienen historiales demostrados con mucho más fuste y sustancia intelectual que el señor Huerta. Es todo lo que puedo decir, y aquí me quedo a la espera de ver qué frutos da el árbol. No puedo decir lo mismo de Margarita Robles. Lo que voy a decir responde a mi visión y valoración personal. De esta señora no me fío ni un pelo, y cuando la veo ocupando el ministerio de Defensa no puedo olvidarme de su pasado y de las cosas que sé de ella a través de sus actuaciones. Guardo de ella la imagen de una persona extremadamente ambiciosa (no hay ambiciones sanas en política; sí, aspiraciones) y abiertamente rencorosa (recuerdo muy bien la inquina y ojeriza que sentía –y supongo que siente– por Baltasar Garzón, y su vengativa cooperación en el seno del CGPJ para lograr que le condenasen y echasen de la carrera judicial). Sin duda, después de todo, estoy contento de que no se hiciera realidad su manifiesto deseo de ocupar una cartera doble: Interior y Justicia, como en su día ya hizo el nefasto aragonés Belloch (el que acudía a las procesiones con la vara de alcalde y dedicó una calle a san José María Escrivá de Balaguer). Temblores me entraban solo de pensar que el anhelo de la señora Robles se hubiera hecho realidad. Admito que en Defensa nunca podrá ser peor que sus predecesores Cospedal o Trillo. ¡Veremos! Por último, no logro salir de mi asombro con el nombramiento de un juez de marcada ideología conservadora para ocupar el Ministerio del Interior: Grande Marlaska. Aquí no hay interpretaciones o impresiones personales. Aquí tenemos hechos que demuestran que Marlaska ha sido durante años un juez que ha actuado sin el menor disimulo siguiendo no solo las pautas ideológicas sino incluso sirviendo a los intereses del PP. No voy a hacer un listado de esas actuaciones. Solo hay que entrar en Internet, escribir el nombre del nuevo ministro y leer su historial. En algunos casos este es muy llamativo, como cuando firmó un voto particular en contra de que se apartara del caso Gurtel a los jueces Concepción Espejel y Enrique López por ser claramente parciales a favor del PP, o cuando llevó adelante el juicio contra el autor de la famosa portada de los entonces príncipes Felipe y Leticia en plena coyunda publicada en la revista El Jueves, o cuando Jueces y Juezas para la Democracia, la asociación progresista de magistrados, en la que se ha apoyado históricamente el PSOE, pidió públicamente el cese de Grande-Marlaska como vocal del Poder Judicial por su parcialidad a favor de la derecha. No sé qué criterio habrá usado Pedro Sánchez para elegirlo. ¿El inquebrantable apoyo que le van a prestar la Policía y la Guardia Civil por su postura siempre dura e inflexible contra el terrorismo y los nacionalismos? Es posible. Pero la labor de un ministro del Interior es defender los intereses de los ciudadanos en temas de orden público, no tener contentos a los uniformados, que deben estar de forma inequívoca al servicio del país y obedientes siempre a lo que establecen las leyes. El señor Marlaska ha hecho declaraciones relativas a los CIE (centros de internamiento de extranjeros) que no se compadecen muy bien con la creación de una Secretaría de Estado de Migraciones. Esta última contradicción me lleva a la conclusión de que deberemos aguardar unas semanas antes de poder establecer opiniones fundadas de lo que va a ser el final de esta legislatura. Pero, a juzgar por otras actuaciones de Pedro Sánchez, mucho me temo que quiera tratar de satisfacer a la derecha y a la izquierda, que quiera ser –por utilizar una expresión muy actual– muy transversal. Es difícil llevar a cabo políticas que cambien el rumbo de la política actual y satisfagan las necesidades y deseos de una población muy castigada por la derecha, y, al mismo tiempo, mantener tranquilos a inversores, especuladores y gurús financieros que viven en la órbita del Ibex 35. Es difícil ser una cosa y la opuesta al mismo tiempo, a menos que Sánchez haya leído las teorías de Schrödinger y crea que en política es posible ser un gato negro y un gato blanco al mismo tiempo. Quién lo hubiera dicho... Ha tenido que ser una sentencia judicial (eso sí, con un voto particular contrario al dictamen del resto de magistrados) la que viniera a dar el puñetazo definitivo en el rostro macilento del PP provocando su desplome definitivo sobre la lona del cuadrilátero político. Era gozoso ver ayer las expresiones, en otros momentos chulescas y provocadoras, de algunos diputados y miembros del gobierno, convertidas en tristes máscaras en las que se mezclaba la incredulidad y el abatimiento. Y fue especialmente significativo el comportamiento irrespetuoso y cobarde de Rajoy, ausentándose del hemiciclo durante toda la tarde, mientras se debatía la moción de censura a su gobierno, para refugiarse en un bar hasta las 10 de la noche, aunque de esa cobardía y falta de gallardía ha hecho gala abundantemente durante los casi siete años que ha estado al frente del gobierno de la nación, ignorándonos con sus insultantes silencios y sus huidas tras alguna oportuna pantalla de plasma. Nunca he podido comprender cómo un ser tan insustancial y carente de la menor talla intelectual (no hablemos de la talla moral, que eso da para varios capítulos separados) ha podido alcanzar podio tan alto, ni cómo dicho podio ha podido estar ocupado por un personaje de tan poco mérito y valía. En todo caso, una vez celebrado con alborozo el hecho hasta anteayer incierto de la caída del PP, cabe hacer algunas consideraciones acerca del escenario político que se abre ante nosotros y que se irá desplegando y aclarando a lo largo de las próximas semanas (incluso meses o años).
Imagino que habrá múltiples razones que lo expliquen –algunas acierto a entenderlas mientras que otras escapan a mi perspicacia–, pero lo cierto es que cuando escucho las palabras “patria” y “patriotismo” me entran sudores fríos. Intuyo que la aberrante manipulación ideológica a la que se esforzó en someterme el nacionalcatolicismo dominante durante mis primeros veinte años de vida contribuyeron de forma decisiva a la negativa percepción que tengo de estos vocablos y, más aún, de sus diversas y nefastas significaciones. Sea cual sea la razón, no puedo evitar que estas palabras se equiparen en mi mente a conceptos tan poco encomiables como tribalismo, estrechez mental, provincialismo reduccionista y hasta una cierta dosis de cutrez intelectual. Sé que esto puede sonar exagerado y hasta injusto, pero con lo dicho no hago sino manifestar de forma totalmente sincera un sentimiento, un impulso emocional.
En estos tiempos que vivimos se ha puesto muy de moda hablar de patriotismo. Incluso personas a las que, sin excesivo riesgo de cometer un enorme error, se podría definir como progresistas, andan estos días envueltas en alguna bandera y llenando su boca con la palabra patria con autentico fervor. Y casi nadie se da cuenta de que todo exceso de ardor patriótico conlleva de forma inevitable otra dosis no menor de rechazo y fobia por lo externo, por lo ajeno, por lo diferente. Porque, decidme quienes tenéis la paciencia de leerme: si debo defender a la patria, ¿de quién demonios debo defenderla? Sobre todo teniendo en cuenta que sus peores enemigos, me temo, los tiene dentro. Ayer mismo leía estupefacto unas declaraciones de quien otrora fuese destemplado izquierdista comecuras y azote de biempensantes, Alfonso Guerra, diciendo sin que se le moviera una sola pestaña: “Ha llegado el momento de que los progresistas se despojen de los prejuicios y proclamen su patriotismo”. Sigo preguntándome si este es el Alfonso Guerra que todos conocimos hace 40 años. Y lo peor de todo es que esa invitación a proclamar sin timidez el más profundo amor patrio no procedía de un análisis sereno y de un convencimiento sincero del valor intrínseco de la patria, sino de un arrebato en contra de otro “patriotismo” de sentido contrario: el de los independentistas catalanes. (Aclaro antes de seguir que me merecen idéntico poco respeto ambos patriotismos.) Lamentablemente, el concepto patriotismo se viene usando en los últimos tiempos con desconcertante desenfado en todos los medios. Y se usa con una única acepción, por cierto, que no es otra que la afirmación de la propia identidad “frente a los otros”. Y entrecomillo esta última frase, pues la preposición frente (RAE, contra o en contra de algo o alguien) es esclarecedora de lo que quiero decir. No es lo malo que se quiera buscar una exaltación de la propia identidad, una manifestación de orgullo por los (supuestos) valores de nuestra cultura y tradición, sino que se quiera hacer en detrimento de la cultura, las tradiciones y los (también supuestos) valores de los otros. Porque, si me siento orgulloso de mi nación (tribu) ¿no es acaso porque la considero mejor (superior) a las otras? En todo patriotismo hay implícito un oculto sentimiento de desprecio hacia los que no son “de los míos”. ¿Hay alguna forma de patriotismo que pudiera considerarse positiva, o al menos no negativa? Yo me voy a arriesgar a ofrecer una definición que, por supuesto, es perfectible. “El deseo de que mi país sea cada vez más justo, desarrollado, equitativo y democrático, de modo que pueda ser visto con admiración y respeto por otras comunidades nacionales, poniendo para conseguirlo todo el esfuerzo personal que sea necesario”. Como puede verse, esta definición está totalmente alejada de las habituales fanfarrias jactanciosas y falsos elementos decorativos como banderas, símbolos, eslóganes, himnos y trompeterías varias. Todo lo que antecede viene a cuento de la situación que vivimos estos días con la famosa sentencia del caso Gurtel. La Audiencia Nacional ha venido a poner en lenguaje jurídico lo que todos sabíamos hace mucho tiempo: que el partido que nos gobierna es un entramado criminal formado por chorizos, hampones y maleantes, y que su ocupación del gobierno de la nación es un cáncer que hay que exterminar a cualquier precio. Tienen ahora todos los grupos políticos una oportunidad de oro para demostrar su patriotismo. Si se declaran patriotas y afirman que lo que buscan y desean es lo mejor para el país, no tienen otra salida que renunciar a cualquier ventajismo, a cualquier maniobra estratégica, a cualquier tacticismo electoralista, y ponerse de acuerdo para acabar con la lacra que nos avergüenza como ciudadanos. Ha llegado el momento de ser patriotas, señores políticos. ¡Extirpen de una vez el tumor que nos corroe las entrañas! ¡Saquen a los ladrones de la cueva y limpien la imagen de la Patria! Cada vez que un micrófono o una cámara caza inadvertidamente a un representante público cometiendo un gazapo, o sea, haciendo o diciendo algo impropio, indecoroso, vil o despreciable, surge en los medios un debate interesado –que no interesante– acerca de la licitud de hacer público ese comportamiento condenable. Se alega que, al desconocer el deslenguado, o la deslenguada, la presencia del imprevisto artefacto grabador, se estaría atentando contra sus inalienables derechos personales, pues el comentario impropio o la acción vergonzosa se habrían llevado a cabo dentro del ámbito de lo privado. Viene esto a cuento del grosero exabrupto de la Secretaria de Estado de Comunicación, Carmen Martínez, cuando, refiriéndose a los pensionistas que, en ejercicio de sus derechos civiles, estaban abucheando a Rajoy, dijo que le apetecía hacerles un corte de mangas de cojones y decirles: “¡Os jodéis!” Cuesta imaginar a toda una Secretaria de Estado con cara de monja seglar y exalumna de las Ursulinas diciendo semejante ordinariez. Cuesta más entender que lo dijera refiriéndose a unos respetables ciudadanos que contribuyen con sus impuestos a pagar su salario. Y aún cuesta más que, a los dos días, añadiera, a modo de descargo, que “lo mejor era pedir disculpas y ¡santas pascuas!” O sea, al insulto previo, la señora Martínez vino a añadir la guinda zafia del desprecio, pues, en español, la expresión santas pascuas equivale a dar por zanjado unilateralmente un asunto enojoso sin tener en cuenta la opinión de la parte ofendida.
Pero analicemos el tema del ámbito privado frente al ámbito público. Y para ello, creo que lo adecuado es definir aquello que entendemos por “ámbito privado de actuación”. Sería difícilmente discutible afirmar que el ámbito privado engloba aquellos aspectos que pertenecen a la vida íntima de las personas, o sea, sus sentimientos, sus relaciones personales y familiares, su salud, sus gustos y preferencias sexuales. Ahora bien, aspectos como sus creencias religiosas o sus comportamientos sociales, al ser de tal naturaleza que pueden afectar a su comportamiento público nunca deberían quedar libres del escrutinio ciudadano. En el caso de una persona pública, todo lo que no pertenezca a los aspectos más íntimos anteriormente definidos es susceptible de poder ser aireado, o sea, ser dado a conocer a los ciudadanos que pagan el salario de la persona en cuestión. Las frases de la señora Martínez que captó un micrófono “indiscreto” pero no invisible nos han dado a conocer aspectos fundamentales acerca de la ideología y de la actitud social, e incluso moral, de la señora Secretaria de Estado. Por ejemplo, que desprecia a los pensionistas, a los que probablemente considera parásitos sociales que tienen una vida demasiado larga y costosa para el Estado; que no tolera la discrepancia y lleva muy mal las críticas que los ciudadanos vierten contra el gobierno del que ella forma parte, es decir, que es de talante autoritario y escasamente democrático; que mantiene actitudes sociales revestidas de hipocresía, pues nunca se le ocurriría hablar públicamente (en público, sí que lo hizo) usando el lenguaje que empleó creyendo que nadie la escuchaba; que es torpe, pues olvidó una máxima fundamental de todo gobernante, y es que siempre puede haber micrófonos y cámaras abiertos en los espacios públicos. Simplificando, por las palabras que se le escaparon la señora Martínez puede ser definida como moralmente reprensible, autoritaria, hipócrita y torpe, defectos que los administrados tienen todo el derecho de conocer. Insisto. Se ha debatido –y me temo que se seguirá haciendo– acerca de la oportunidad, e incluso la legitimidad, de airear públicamente las torpezas, las indiscreciones, los comentarios realizados a destiempo o las exclamaciones extemporáneas de los personajes públicos. Opino que, siempre que se encuentran en público, los personajes que viven del dinero público están –deben estar– permanentemente sometidos al escrutinio ciudadano. Da lo mismo que se trate de reyes, reinas (en activo o jubiladas), primeros ministros o secretarias de Estado. Los ciudadanos que pagan sus salarios –salarios nada exiguos– tienen pleno derecho a saber no solo lo que dicen en sus preparados discursos oficiales, sino lo que realmente piensan, aunque se esfuercen por ocultarlo. Esto es especialmente cierto en estos tiempos que nos han tocado vivir, en que la destreza de los expertos en el fingimiento y la teatralidad se ha adueñado de la escena política gracias a los ardides de la comunicación de masas. Pues muy bien, que sean precisamente esos mismos sistemas de comunicación que con tanta destreza emplean para engañarnos los que sirvan para dejarlos con las vergüenzas al aire. Y no confundamos la esfera de lo privado con los vicios ocultos (o debería decir vicios ocultados). A los deslenguados, a los torpes, a los mentecatos que sueltan burradas al oído sonriente y complaciente de un correligionario sin darse cuenta de que hay micrófonos alrededor (los conocidos como moros en la costa), habría que decirles una frase muy frecuentemente utilizada entre los anglosajones a la hora de despedirse de un amigo: “Sé bueno. Y si no puedes ser bueno, ¡ten cuidado!” Mi escasamente estimado señor Lesmes:
Me dirijo a usted tras leer sus nada edificantes declaraciones, en las que arremete contra todo aquel que se ha atrevido a poner en tela de juicio la bochornosa sentencia del caso de “La Manada”, ya se trate de juristas, políticos (no de derechas, por supuesto) o simples ciudadanos, como es el caso de quien suscribe. Y tomo la decisión de redactar esta misiva, que de antemano sé que va a tener una vida tan efímera como inútil, como mero arrebato y descarga de la destemplanza que algunos personajes públicos generan en mí desde hace mucho tiempo con sus desafortunadas manifestaciones (solo me refiero aquí a las declaraciones públicas, como la suya, señor Lesmes, y no a otros lamentables aspectos como las mentiras, los latrocinios y los turbios manejos que tiñen y ensucian la vida pública. Eso es harina de otro costal y requiere tratamiento aparte). Comienzo mi carta contemplando la imagen que acompaña a la noticia que ha provocado mi impulso epistolar. Al observar ese rostro (al que la barba canosa que oportunamente se dejó usted hace cinco años confiere un toque de severidad y rectitud, al menos aparentes); esa toga tan planchada; esa sobria corbata negra (ligerísimamente ladeada para dar una pincelada humanizadora al conjunto); ese elegante collar de san Raimundo de Peñafort (al alcance de tan pocos seres humanos), tengo la impresión de que usted estaba predestinado a ser lo que es: un jurista respetable y respetado. Usted nació para alcanzar cotas inaccesibles al común de los mortales. Por eso, comprendo que nos hable con esa altanería despreciativa, con ese aire de superioridad enojada con que se habla desde el púlpito o desde la tribuna a los insignificantes seres normales, o sea, inferiores. Eso es lo que percibo contemplando su imagen. Claro que luego me he parado a leer con atención sus palabras y, al analizar lo que usted tiene el atrevimiento de decir, mi mente se ha despejado (como la de un borracho al que se da a oler amoniaco) y he conseguido rebajarle a usted a su auténtica dimensión, es decir, a la de un señor que estudió Derecho (probablemente con muy buenas notas), ganó unas oposiciones, estuvo en lugar adecuado en el momento adecuado y tuvo los amigos y apoyos adecuados para llegar a ser un gurú del mundo judicial (en su vertiente más politizada) y se concede a sí mismo el privilegio de mirar al resto de la ciudadanía con esa condescendencia propia de la gente poderosa. Pero, con todo el golpe de efecto que procura su supuesta sabiduría jurídica, se equivoca usted, y mucho, señor Lesmes. Tiene usted abundantes confusiones, de las que no le considero ignorante sino, por el contrario, displicentemente despreciativo. Se las enumeraré desde mi ignorancia de, en su opinión, paleto jurídico.
Reciba un respetuoso pero nada afectuoso saludo de un ciudadano de a pie. La Universidad –y me refiero necesariamente a la universidad pública, pues la privada no deja de ser un puro negocio– ha sido siempre, y debería seguir siéndolo, un reducto irreductible de independencia intelectual y, por supuesto, moral. El poder político siempre ha respetado la autonomía universitaria, incluso si ese respeto ha sido concedido a regañadientes. Únicamente las dictaduras, sabedoras de la fuerza incontenible de las ideas, se han atrevido a entrar a saco en ese reducto para convertirlo en un centro docente obediente y desideologizado. Pero incluso las dictaduras han chocado a menudo con la dificultad que implica tratar de domeñar la inteligencia y la rectitud moral. Ahí tenemos el ejemplo de los profesores López Aranguren, García Calvo y Tierno Galván, de los que el poder absoluto de Franco solo pudo librarse expulsándolos de sus puestos, pero cuyo magisterio intelectual no pudo acallar, mucho menos aniquilar. Nombrar a estos profesores no equivale a afirmar que fuesen los únicos, pues la enseña de la independencia intelectual y la integridad moral fue portada por muchos otros docentes igualmente ejemplares.
Viene todo lo anterior a cuento del lamentable espectáculo que hemos vivido estos días con el asunto del famoso máster nunca estudiado u obtenido por la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes. Quiero hacer abstracción de toda la capa de caspa y mugre con que se ha revestido este nuevo capítulo de corrupción que inunda nuestra vida pública. Voy un paso más allá. Escuchaba el otro día un comentario que puede parecer oportuno pero que procede de un planteamiento erróneo. Venía a decir lo siguiente, palabra de más o de menos: “Con la cantidad de casos de corrupción de todos conocidos, con los cientos de millones robados, los jueces y fiscales comprados, los dineros públicos despilfarrados, la miseria impuesta a cientos de miles de ciudadanos, ¿por qué se le da tanta importancia al hecho insignificante de que se haya falsificado un título universitario?” Pero no es ese el problema. Lo realmente alarmante, lo verdaderamente indignante es que los ladrones de la caverna no se hayan limitado a robar, que es lo suyo, lo que llevan en los genes. Lo que me produce a un tiempo irritación y espanto es que se hayan atrevido a poner sus sucias manos en la Universidad (y no añado pública porque se sobreentiende). Ya habían manchado, sin que la sociedad pareciera alarmarse en exceso, la judicatura, la fiscalía, los medios de comunicación pública, pero uno quería pensar que no se atreverían a embarrar con sus pezuñas el suelo universitario. Pero sí se han atrevido. Han ido tan lejos como van los dictadores. Porque lo de menos es que una mindundi trepadora haya querido presumir de lo que no es; eso es un mal menor en un político de derechas. Lo malo es que hayamos descubierto que han convertido una universidad pública en su pequeño cortijo, donde colocan a sus amiguetes como si se tratara de un negocio de compraventa de títulos. La lección de todo lo que hemos vivido –aún estamos viviendo– es que el atrevimiento de esta gente del PP no tiene límites, que no reconocen ningún terreno como sagrado –como no sea el de sus respectivas iglesias parroquiales–, que no hay barrera que no estén dispuestos a saltar por la fuerza; ni puerta que no se osen derribar; ni norma, ley, derecho que no se atrevan a saltarse, incumplir o despreciar. Érase que se era un país que había transitado –dicen que de forma modélica– de una dictadura de 36 años a una supuesta democracia moderna pero en la que el viejo dictador asesino instauró una anacrónica monarquía borbónica y en la que su flamante Constitución laica vivía amancebada y en bochornoso contubernio con un Concordato con la iglesia católica que despedía un insoportable tufillo a cera e incienso.
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Junio 2017
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