EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Apreciaciones críticas

de un homo contemplans

De hipocresías varias

11/8/2013

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Un desayuno de trabajo
          La actividad en los despachos de la comisión de Economía de la Unión Europea es escasa en estos primeros días de agosto. Dicen que en la Europa más septentrional el trabajo no cesa con las vacaciones estivales, que eso es cosa de los países periféricos del Mediterráneo, donde la gente es de naturaleza perezosa y duerme todos los días la siesta, incluso en invierno, sin el menor rubor. De hecho, una publicación tan seria y respetada como Times ilustró esta indolente actitud meridional en sus páginas, con fotos de dos mozos pamplonicas tumbados en un  banco durmiendo la cogorza, y aunque el más tonto sería  capaz de darse cuenta de la falsedad de la imagen mostrada, a los europeos del norte la ocurrencia les hace gracia y les reafirma en sus arraigados prejuicios. 

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De independencias judiciales y otros esperpentos

4/8/2013

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         Del mismo modo que Diógenes, cuando recorría la ciudad a plena luz del día con una lámpara encendida y al preguntarle “¿Qué andas buscando?” respondió: “un hombre”, podríamos cualquiera de nosotros responder a la misma pregunta diciendo: “un juez honesto e imparcial”. Seguro que en tiempo de Diógenes existía algún hombre que respondiera al concepto que del hombre tenía el filósofo; y seguro que en nuestra época hay algún que otro juez honesto e imparcial, pero me temo que en una proporción muy baja respecto al número total de togados. Hablo de forma general, pero con especial hincapié en el caso de España.
         No soy tan ingenuo como para pretender que los jueces sean seres perfectos, intachables e infalibles, y que, además, carezcan de ideologías y creencias que puedan alterar –si no pervertir–  indebidamente su recto juicio. Soy perfectamente consciente de que, como los demás mortales, tienen opiniones, preferencias, tendencias ideológicas y sienten simpatías o antipatías –no siempre razonadas y justificadas– por determinadas personas o ideas, lo que es perfectamente legítimo, siempre que nunca tengan filias o fobias que puedan afectar negativamente a los derechos de la persona que busca justicia, convirtiendo la acción judicial en un esperpento.
          Fruto de estas actitudes y posiciones personales de los jueces es, por ejemplo, el hecho de que, ante un caso que para la opinión pública es claro como el cristal, un tribunal dicte una sentencia que, aun siendo mayoritaria, no sea unánime, sino que, frente a la misma, uno o varios magistrados emitan un voto particular abiertamente discrepante. Más de una vez me he preguntado, ¿cómo es posible que un mismo texto legal pueda interpretarse de forma tan dispar? ¿Tan mal y con tan escasa claridad están redactadas las leyes, que no permiten una única interpretación? ¿Se redactan así a propósito o sucede esto como consecuencia de oscuros compromisos políticos que dejan abierta la puerta a la ambigüedad? ¿O acaso surgen tales divergencias como consecuencia de la interpretación ideológicamente sesgada e injusta de uno o más magistrados? Es evidente que si las leyes ofrecieran la nitidez deseable y en su articulado se tuvieran en cuenta todos las posibles circunstancias, situaciones, alternativas y posibilidades (agravantes y atenuantes), un buen ordenador sería probablemente capaz de dictar sentencias más justas, ecuánimes y ajustadas a derecho que algunas piezas jurídico-literarias, dignas de ser condenadas o al olvido o al ignominioso cesto de los papeles. Como este planteamiento es, con toda seguridad, utópico, pues es evidente que las leyes no tienen la suficiente claridad y las situaciones de aplicación de las mismas pueden llegar a ser tremendamente enrevesadas, debemos aceptar que haya unas personas –los jueces–  en cuyas manos ponga la sociedad la solución de sus litigios de la forma más justa posible, de acuerdo con el espíritu perseguido por el legislador. Pero también es razonable que, dada la autoridad de que se ven investidos y la gravedad de la tarea que la sociedad les asigna, los jueces deban actuar siempre de forma intachable y que nunca se les pueda reprochar haber ejercido su magistratura (que es lo mismo que su decir su “magisterio”) de forma torcida o espuria. ¡Pero sabemos muy bien que no es así!














          Y el ejemplo quizás más delirante lo tenemos nada menos que en el presidente del Tribunal Constitucional. Si existe un tribunal a cuyos miembros debería exigirse una reputación intachable y una imparcialidad exquisita, ese es el Constitucional, puesto que es a esta institución a la que recurren cuantos ven mermados o amenazados sus derechos constitucionales, o sea, sus derechos ciudadanos. Me parece que es un lamentable error que los integrantes de dicho tribunal sean nominados y elegidos por los partidos políticos, pues cada partido trata siempre de lograr el nombramiento de magistrados con quienes comparten afinidades políticas. De hecho, cuando el Tribunal Constitucional va a pronunciarse acerca de algún asunto de indudable contenido político, se sabe de antemano cuál va a ser el resultado de la sentencia en función del número de votos “conservadores” o “progresistas” de los miembros del Tribunal. Siendo esto lamentable y condenable, la situación actual rompe todos los moldes. El presidente del Tribunal –no hay que olvidar que, en caso de empate, el presidente dispone del voto de calidad, o sea, es quien decide el sentido definitivo del dictamen– ha sido descubierto en flagrante situación de ilegalidad, pues, yendo contra lo que estipula le ley, fue elegido miembro de este tribunal siendo militante del PP. Añadamos a eso que el señor López de los Cobos, mintió cuando, al presentarse ante el Senado para defender su nombramiento, ocultó esa militancia. Y, para más inri, este indigno magistrado actuó en varias ocasiones como asesor del PP en la elaboración de diversas leyes durante el mandato de Aznar. No solo eso. Durante años, ha estado dando conferencias para la fundación FAES (el crisol ideológico de la derecha aznarista), y, para cerrar el círculo de la infamia, ha escrito y publicado textos con los que se le podría acusar de ser filofascista de nuevo cuño, franquista por convencimiento de herencia familiar (ya su padre en el año 1977 fue candidato de Fuerza Nueva) y antinacionalista, pero sobre todo anticatalanista furibundo. Pues bien, ese señor, adornado con tales antecedentes y virtudes, es nada menos que el presidente del Tribunal Constitucional, es decir, “la voz más autorizada en la interpretación de la Constitución española”. Que alguien me encuentre un caso similar en un país democrático de nuestra esfera geopolítica, si puede.

Buenismo demagógico
          El otro día, dieron los telediarios una noticia que fue acogida y aceptada –o esa es mi impresión– con esa sonrisa de simpatía que no podemos hurtar ante hechos especialmente emotivos protagonizados por personas que han debido superar en su vida difíciles escollos y barreras. Me refiero al nombramiento como concejal del ayuntamiento de Valladolid de la primera persona con síndrome de Down que alcanza un puesto de edil en España: Ángela Bachiller. Vi las imágenes, ciertamente conmovedoras, de la feliz y sonriente Ángela y escuché sus comentarios, escasamente articulados, para manifestar a la prensa que estaba “muy contenta” (no supo decir nada más). Pero, superado ese primer movimiento de comprensible empatía y a la vista de las dificultades de expresión de la nueva edil, comencé a hacerme preguntas de no sencilla respuesta y que espero que sean correctamente interpretadas por quienes lean estas líneas.
          No dudo de que Ángela Bachiller haya superado cotas en otros tiempos impensables para una persona con su discapacidad. De hecho lleva unos años trabajando como auxiliar administrativa en el propio ayuntamiento vallisoletano. Y eso es algo encomiable, que habla a las claras de una sociedad con menos prejuicios, de la labor encomiable de sus padres –que supieron encaminarla en una lucha de superación personal– y de su propio esfuerzo. Hasta aquí, sobresaliente para todos. Pero los interrogantes siguen ahí.
         ¿Cuál fue la razón para colocar a Ángela en la lista de candidatos al ayuntamiento: su valía real o quizás precisamente su discapacidad? ¿Puede considerarse un puesto de concejal como una especie de “premio” al esfuerzo personal o debería ser ocupado por personas de indudable valía para realizar una labor que, teóricamente, es especialmente compleja? (Entiendo que un concejal debería ser capaz de aportar ideas nuevas que mejoren la vida de sus conciudadanos, soluciones a los problemas de la ciudad, un espíritu crítico a la labor municipal, etcétera.) ¿Debemos aceptar como algo natural e inevitable tener concejales, senadores y diputados que se limiten a jalear y aplaudir las intervenciones de su líder y votar ocasionalmente siguiendo las directrices del partido?
         Me llamaron la atención las declaraciones de Manuel Velázquez, presidente de la Asociación Síndrome Down, cuando dijo: "Algún día estos hechos no serán noticia, pero de momento aprovechamos esta circunstancia para dar mayor visibilidad a las personas que antes eran marginadas" Y me pregunto, ¿deben usarse los nombramientos para puestos de responsabilidad política –en este caso, municipal– como forma de dar “visibilidad a las personas discapacitadas”? Yo creo que lo que hay que hacer es dar a esas personas la oportunidad de superarse y realizar todas las tareas para las que estén capacitadas, sin permitir que ninguna de ellas quede indebidamente relegada a la dependencia.
        Hay que dar la bienvenida a la normalización y la integración. Hay que aceptar que las personas con discapacidad no son diferentes ni inferiores, lo cual no quiere decir necesariamente que puedan desarrollar “cualquier” tarea ni asumir “cualquier” responsabilidad. Entiendo que los representantes políticos deberían ser personas especialmente capacitadas para asumir las tareas que les impone su alta responsabilidad política. Ya sabemos que no es así, que las listas electorales se elaboran atendiendo a razones espurias y escasamente honestas: conseguir palmeros obedientes para aplaudir y votar de forma disciplinada. Pero no habría que evidenciar esto de forma excesivamente descarnada.
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          Cuando vi la fotografía de Ángela Bachiller con su jefe de filas, Francisco Javier León de la Riva, el impresentable alcalde de Valladolid, que a su condición de conservador ultramontano une la de ser un machista repugnante, mis dudas crecieron. O quizás debería decir todo lo contrario: se difuminaron. ¿Alguien, viéndolos, cree realmente que León de la Riva respeta de corazón la capacidad, la valía y los derechos de su nueva concejal? Yo, honestamente, creo que no, que su inclusión en las listas del PP fue una iniciativa populista y absolutamente falaz para ganarse el aplauso de la gente de buena voluntad.
         En todo caso, y para finalizar, cualesquiera que sean realmente las capacidades de Ángela, no creo que esta nueva edil tenga ninguna dificultad para cumplir sin el menor problema su cometido como concejal, a la vista de  las competencias y exigencias intelectuales que en la actualidad se exigen a nuestros ediles (o senadores y diputados) españoles. No hay más que oír hablar a la mayoría de ellos para comprobarlo, aunque, la verdad, no son muchas ocasiones las que tenemos de escuchar sus voces, pues lo normal es que permanezcan disciplinadamente en silencio.

¿Adónde vas? ¡¡¡A los toros!!! ¿De dónde vienes? De los toros…
          Me hacía gracia estos días pasados la expectación levantada en los medios por la comparecencia parlamentaria que el clamor social había impuesto a Mariano Rajoy para dar “voluntariamente” explicaciones (qué risa) al pueblo español. Comencemos por decir sin temor a equivocarnos que en cualquier otro país, no solo democrático sino medianamente civilizado, Rajoy habría tenido que dimitir hace tiempo. Hemos sido testigos de dimisiones por asuntos mucho menos graves (mentir sobre algún asunto personal escabroso, plagiar tesis doctorales, aceptar préstamos excesivamente generosos de algún empresario…). Solo hay un país y un personaje a cuya estrafalaria y esperpéntica figura podemos compararnos: Italia y Berlusconi. Y ya es pena, ¿no?
         Era evidente que Rajoy haría lo que hizo: dar una larga cambiada, mentir una vez más, poner cara de tonto (para eso no tiene que hacer grandes esfuerzos) y esperar que pasase pronto el cáliz de una jornada inevitable para irse de vacaciones y esperar que escampe. Todo el mundo decía: “Rajoy tiene que ir al Parlamento a dar explicaciones acerca de lo ocurrido” Pero bueno ¿alguien imaginaba realmente que iba a dar “explicaciones”? Hubiera tenido que subir al estrado y decir: “Bárcenas dice la verdad. En el Partido Popular nos hemos financiado ilegalmente. Hemos cometido delitos de cohecho cobrando comisiones ilegales por la concesión de contratos multimillonarios a determinados empresarios. Hemos (he) cobrado sueldos ilegales cuando la ley nos (me) prohibía percibir ningún otro emolumento aparte de nuestros (mis) sueldos de ministros. Cobrábamos sobres de dinero negro que, lógicamente, no podíamos declarar a Hacienda, aunque ese delito, Señorías, ya ha prescrito, pero soy consciente de que, aunque quien me pagaba era el PP, lo hacía con dinero detraído de las arcas públicas, pues soy consciente de que casi el 90 por ciento del dinero de los partidos corresponden a subvenciones, o sea que hemos robado a los contribuyentes. Etcétera, etcétera.” Eso habría sido “dar explicaciones”. Pero, ¿acaso hay alguien tan ingenuo como para imaginar a Rajoy haciéndose el harakiri político en sede parlamentaria?
          Evidentemente no lo hizo, como cabía esperar. Rajoy fue al Parlamento a aguantar el chaparrón poniendo cara de póker, arropado por los vergonzosos aplausos de sus acólitos (que viven de eso, de aplaudir). Los líderes de los demás partidos le lanzaron acusaciones, le pusieron en evidencia, amagaron con nuevas acciones (moción de censura abocada al fracaso o comisión de investigación aún más condenada a la irrisión pública). Solo el representante de Izquierda Plural le dijo que era un corrupto, algo tan evidente que ya casi ni suena a recriminación. Y, de inmediato, se escuchó la voz del mantecoso presidente de la Cámara llamándole al orden y pidiéndole que moderase su lenguaje. O sea, que la oposición no puede ni siquiera lanzar una justa acusación y llamar por su nombre al presidente del Gobierno. Vamos a tener que seguir un curso intensivo en utilización de metáforas y lenguaje figurado para aprender a decir a nuestros gobernantes que son unos ladrones, unos corruptos, unos mafiosos, unos sinvergüenzas, unos mentirosos (además de unos incompetentes), pero sin mencionar tan ominosas palabras. Al final, va a resultar que son las palabras las que tienen la culpa.
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          En resumen, de la comparecencia parlamentaria de Rajoy, podríamos decir, como en el famoso soneto de Cervantes:
          Y luego, incontinente,
          caló el chapeo, requirió la espada
          miró al soslayo, fuese y no hubo nada



Misceláneas
1    Vi ganar el campeonato del mundo de waterpolo a nuestras representantes femeninas. Y me alegré inmensamente por ellas, pensando en el enorme esfuerzo que han tenido que hacer, pues el suyo es un deporte que solo salta a las páginas de los periódicos y a las pantallas de la televisión cuando se produce un acontecimiento de este calibre. El resto del año, solo cuenta el fútbol de los millones. Pero un minuto después de conseguido el Campeonato y entregadas las medallas a las campeonas, tuve que cambiar de canal porque no fui capaz de soportar soportar la retahíla de arrebatadas exclamaciones de gozo, alabanzas puerilmente perfumadas de falsa poesía entre épica y lírica, enfebrecidos arranques patrióticos (patrioteros) y desmesuras varias, salido todo ello de las gargantas enronquecidas de esos bocazas incultos y gritones que se autodefinen como periodistas deportivos. ¡La venganza de los dioses caiga sobre sus cabezas! ¡Delenda est Televisión Española!
2     Sentí vergüenza, como español que todavía soy y no puedo evitar ser (todo se andará), al ver que, en su visita a su primo marroquí, nuestro Borbón (bueno, mío no es nada) había solicitado el indulto de varias decenas de presos españoles en cárceles del país magrebí. Teniendo en cuenta las condiciones de brutalidad e insalubridad de esas instituciones penitenciarias, la medida no me pareció demasiado criticable. Lo que resulta intolerable es que uno de los indultados sea un personaje repugnante, de nombre Daniel Galván, condenado a 30 años por pederastia, tras haber abusado sexualmente de una docena de niños de entre tres y quince años. Parece ser que la solicitud de indulto se debió a las presiones realizadas por los servicios españoles de espionaje, pues parece ser que esta carroña, aparte de su gusto por los niños, actuaba como espía para el CNI. Y yo me pregunto, ¿no tiene el rey, a falta de visión política personal, asesores que le permitan detectar cuando le están metiendo un gol por toda la escuadra? ¿O es que el rey cumplió esa misión con plena conciencia de lo que hacía?  El primer supuesto constituiría un fallo lamentable; el segundo, una absoluta vileza.

Y, por esta semana, es todo.
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Reflexiones sobre el papa, la fe, el apostolado y las histerias colectivas

30/7/2013

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  Escuchaba hace unos días A vivir, que son dos días, el programa matutino de fin de semana de la SER. Suelo prestar poca atención a los espacios radiofónicos donde los invitados –a menudo poco carentes de ideas interesantes y, por lo tanto, perfectamente prescindibles– se dedican, sin la menor piedad para el radioyente, que quiere algo refrescante y ligero para el fin de semana, a soltar opiniones, diatribas, doctrinas, tesis y –¡faltaría más!–  antítesis. Los españoles, en general, hacemos muy poco pero hablamos mucho y con poco tino. Iba la cosa, en esta ocasión, del papa Francisco y de la nueva JMJ, esta vez celebrada en Brasil.
Se esforzaban los invitados por elaborar sesudas opiniones acerca de la posibilidad de que este nuevo ocupante de la silla de Pedro introduzca un nuevo estilo en su papado. Como he dicho a menudo a título personal, no debería importarme gran cosa el sesgo que el papa argentino dé –o trate de dar– a la iglesia que gestiona, puesto que no pertenezco a su grey. Pero hay un hecho que justifica mi aparente intromisión, y es que la iglesia católica, muy a mi pesar, sigue pesando demasiado en la escena internacional, y no digamos  en la española. Así que, la intromisión de la iglesia católica me otorga licencia para que yo diga lo que me plazca acerca de lo que Francisco I pueda, o no, hacer.
          Hablaron de todo los opinadores de turno: del talante del nuevo papa; de sus supuestas intenciones de cambio (¿drástico?) en los asuntos financieros de la iglesia; del relajamiento del ceremonial y el protocolo impuestos por su antecesor (tarea que el alemán Benedicto puso fácil a su sucesor); y, naturalmente, de teología. Siempre hay alguien, habitualmente relacionado con el mundo vaticano, que saca a relucir el tema teológico. Debe de ser que la palabra infunde respeto y da mucho tono. Y yo me preguntaba –siempre que sale el tema de la teología en relación con el comportamiento de la iglesia católica como institución, me lo pregunto– qué demonios tiene que ver la teología con la política vaticana, que, a fin de cuentas, de eso es de lo que se trata cuando hablamos de papado y, en general, de catolicismo.  
          Seamos serios. Me parece que es esencial no confundir el culo con las témporas. Nunca he conseguido entender cómo gente supuestamente inteligente y con la cabeza bien amueblada puede dedicar tiempo y esfuerzo a lidiar con un tema tan etéreo e inasible (por definirlo de forma respetuosa) como la teología. Porque, vamos a ver, ¿qué es, en qué consiste eso que denominamos “teología”? Si nos atenemos a la definición que la Real Academia da en su Diccionario, encontramos la siguiente definición: Ciencia que trata de Dios y de sus atributos y perfecciones. ¡Mal empezamos! Que la Real Academia defina la teología como una ciencia es todo un despropósito, pues la definición que la propia Academia da del término ciencia no podría en absoluto ser aplicable al concepto “teología”.  Define así la RAE el término ciencia: Conjunto de conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales. ¿Acaso hay alguien que, sin estar en trance o bajo alguna influencia indeseable (alcohol, cocaína, estado febril incontrolado …) es capaz de afirmar que conoce a Dios mediante “la observación y el razonamiento”? Creo que el mero intento de responder a esta pregunta constituiría un tremendo despropósito. Y si no es posible conocer a Dios mediante la observación y el razonamiento, mucho mayor despropósito sería pretender conocer sus “supuestos atributos y perfecciones”. En fin, dejemos este tema en el terreno de la fe, estado mental o de ánimo propiciador de euforias espirituales, en el que quien lo desee tiene plena libertad para sumergirse…, a condición de que no trate de convencer a los demás de su verdad y, sobre todo, siempre que no quiera imponer a otros ciudadanos mediante amenazas o por la fuerza (ya sea de las armas o de las leyes) comportamientos vinculados a sus creencias y propiciados por un estado anímico en plena efervescencia apostólica.
           Parece ser que han llegado a Brasil, país que, junto a un todavía marcado atraso socio-económico, tiene el dudoso honor de ser extremadamente católico (entendiendo por católico ese curioso batiburrillo caribeño-tropical de mitos, santos, demonios, supersticiones, rituales paganos, inciensos, sudores, músicas y jaculatorias), las hordas (perdón, masas) juveniles que ya nos visitaron y a las que soportamos con paciencia bíblica en agosto de 2011. Cuando leo las noticias que hablan de cientos de miles de jóvenes católicos enarbolando banderas, entonando inarmónicos cánticos, chillando histéricos el nombre de su papa, invadiendo cada rincón de la ciudad visitada con la actitud de quien siente que tiene derecho a todo por el mero hecho de ser “peregrinos”, me corre un escalofrío por la columna vertebral. Participé en 2011 en la manifestación laicista de protesta por la visita del papa Benedicto (equis uve palito, como le coreaban con babosa complacencia sus seguidores), y recuerdo cómo, con la complicidad de la policía, que no hizo nada por evitarlo, las juveniles masas vaticanistas llegaron al encuentro de nuestra manifestación (por supuesto, legal) buscando la confrontación con “santa hostilidad” y a golpe de crucifijo.  
           A tenor de todo lo anterior, debo confesar el rechazo que me provocan las muchedumbres que se sienten identificadas por algún vínculo común. Cuando un grupo de personas así unidas alcanza, por las razones que sean, un alto nivel de exaltación, su comportamiento adquiere tintes que pueden ser en unos casos grotescos; en otros, alarmantes; en no pocos, decididamente peligrosos. Me da lo mismo cuál sea la naturaleza de su comunión: balompédica, musical o religiosa. Un grupo de divertidos seguidores de un club de fútbol –no hace falta singularizar con ningún nombre– se convierte fácilmente en un agresivo y violento batallón de hooligans; unos moteros, amantes de la carretera y  en principio inofensivos pese a su agresivo atuendo, pueden degenerar en los ángeles del infierno; una manada de peregrinos en avanzado estado de exaltación espiritual puede transmutarse en un ejército sediento de guerra santa o en un apasionado plantel de apóstoles sedientos de martirio. No son buenas las muchedumbres. Eso sí, en Brasil, ya han convertido una bella explanada arbolada, como ya lo hicieran en el parque del Retiro madrileño, en un supermercado de la confesión. Allí, docenas de curas tratan de rentabilizar la inversión hecha en esas psicodélicas cabinas de diseño denominadas confesionarios devolviendo la paz a la conciencia de miles de peregrinos que quieren estar limpios de pecado (de polvos y de pajas) para recibir a su líder.
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De nuevo el culo y las témporas
        Otro asunto ha conseguido causarme a un tiempo encono y estupefacción, sentimientos de los que los españoles andamos más que sobrados. Me refiero a la decisión del Supremo respecto a Jaume Matas (Jau, ¡me matas!) en el caso Palma Arena. Los miembros del alto tribunal, con el voto contrario y disidente de un magistrado, decidieron que no era para tanto; que la condena impuesta por la Audiencia Provincial era exagerada; que el pobre Matas lo único que había hecho había sido excederse un poco en ese vicio (en este caso, no solitario) del tráfico de influencias; que no se le podía meter en la cárcel seis años, que nueve meses era más que suficiente, etcétera. 
         No voy a entrar ahora en el laberinto pantanoso y maloliente de nuestra justicia, entre otras cosas porque hasta este momento estaba llevando este post con relativa calma mental. Sosiega un poco la comprensible indignación provocada en mí por tan sorprendente decisión judicial el hecho de saber que Matas no ha hecho más que salvar el primer escollo de los muchos que le esperan a la vuelta de la esquina: en alguno tendrá que caer con todo el equipo. Lo que me ha causado verdadera estupefacción –y me sorprende no haber leído ningún comentario al respecto en la prensa, aunque es posible que lo haya habido y yo no lo haya visto– ha sido la reacción pública del interfecto ante la prensa. A mí me ha causado vergüenza ajena, pese a estar ya curtido en estas lides del latrocinio y la mentira. Ante los periodistas, convocados a una rueda de prensa por el propio Matas, el mísero pendejo se atrevió a sacar pecho, afirmando que, como él ya preveía, se estaba haciendo justicia, estaba prevaleciendo la verdad y comenzaba a hacerse la luz.
         Disculpe usted, so mamón, quiero decir, señor Matas. El Supremo le ha hecho a usted un enorme e impagable favor librándole de la cárcel inmediata –aunque sigue amenazante en lontananza– con argumentos jurídicos más que discutibles. Pero el Supremo no ha llegado a exonerarle por completo de culpa. El Supremo no ha dicho que es usted inocente; simplemente ha declarado que es usted un delincuente de poca monta, pero delincuente. Porque, so mamón, quiero decir, señor Matas, a la gente no le imponen penas de nueve meses de cárcel así, por las buenas. Con su infamante rueda de prensa vino usted a demostrar algo que ya quedó patente el día que se sometió a las preguntas de Jordi Évole, en Salvados, cuando reconoció sus chanchullos con el yerno del rey: que, además de ser usted un perfecto chorizo, es usted tan tonto como aparenta en las fotos.
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Ahora, el dolor; mañana, respuestas
         Se ha cerrado la semana con un aldabonazo de dolor. Santiago, la bella capital gallega, vio cómo se teñía de luto el día de su patrón. No es este momento para hacer disquisiciones acerca de la voluntad divina en los hechos luctuosos, aunque no puedo evitar hacer un pequeño apunte en ese sentido tras escuchar en televisión las declaraciones de algunos pasajeros que salieron ilesos y de sus familiares: todos hablaban de “milagro”. Soy consciente de que esta palabra es utilizada por mucha gente sin querer implicar en lo acontecido ni a dios ni a sus santos celestiales. Pero algún que otro entrevistado unía el término “milagro” con expresiones tales como “gracias a dios”. Y yo me preguntaba: ¿cómo se puede ser tan osado y tan egocéntrico? ¿Acaso insinúan que los fallecidos en el terrible accidente no eran merecedores del milagro divino? En fin, son cosas estas del humano comportamiento.
         Ahora, durante los primeros momentos –días, quizás– de esta tremenda conmoción, solo cabe sentir dolor ante el espantoso sufrimiento de tantas personas que han perdido a sus seres queridos y también de quienes esperan angustiados los partes médicos emitidos al final de cada jornada a la espera de que un marido, un hijo, una esposa pueda salir de la UCI. En estos momentos, lo único que cabe es eso: el dolor y la solidaridad. Pero es fundamental que, una vez superada esa etapa, el país entero exija respuestas claras, sin ambages, acerca de la causa de lo sucedido. El dolor y la solidaridad no pueden amparar la no exigencia de responsabilidades. Son demasiados en este país los asuntos que, con el paso del tiempo, van quedando olvidados, envueltos en una confusa maraña judicial, en una nebulosa política de mentiras y medias verdades. Recordemos lo ocurrido con el Metro de Valencia, por poner un triste ejemplo. O la vergüenza de los muertos del Yakolev en Turquía, con un rastrero y mentiroso Federico Trillo, luego premiado con la Embajada de Londres. O lo que está sucediendo en Madrid con el caso Arena de la Casa de Campo. O tantos otros.
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El mejor, quizás el único, homenaje que podemos hacer a los muertos del accidente de Santiago sea exigir que se sepa la verdad y que se depuren las responsabilidades que sean menester. Cualquier otra cosa que vaya en otra dirección, será añadir al dolor la ignominia.
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