Hay aspectos de lo que podríamos definir como “cultura española” que me resultan detestables. No destaco los aspectos positivos de esa cultura porque para eso están los apologetas de todo lo que suene a “nacional”. Entre los aspectos que no he logrado digerir jamás está esa manía tan española de despellejar con saña al oponente, aunque éste no merezca en absoluto ser despellejado, siempre que el oponente esté vivo, y ensalzar hasta la náusea al que acaba de morir, de quien, como por ensalmo, olvidamos todos sus defectos y elogiamos hasta la gracia que tenía al estornudar. Aportaré dos ejemplos de lo que acabo de decir. ![]() En el lado de las injurias e improperios injustamente vertidos en los últimos tiempos, quiero destacar los que todo tipo de gente –y no solo periodistas de la caverna– han estado lanzando de forma continuada contra Rodríguez Zapatero. Yo, que personalmente tengo muy poco trato –prácticamente ninguno– con la carcunda, por pura higiene mental, he podido escuchar cosas de este calibre: “hijo de la gran puta”, “tarado”, “retrasado mental”, “sinvergüenza”, “inútil de mierda”, “imbécil”, “mamón” o “tonto del culo”. Para redondear la faena, dejo constancia de que algunas de estas expresiones las he escuchado de bocas de pitiminí, pertenecientes a señoras (es un decir) a quienes les pegaría más decir “Jesús bendito” o “ave María purísima” saliendo de misa de doce. Aun reconociéndole méritos importantes en lo social durante su primer mandato, no siento especial admiración por la labor que desarrolló Zapatero como presidente del Gobierno, en especial en su segunda legislatura, durante la cual debo admitir que su desempeño fue en general mediocre y, con demasiada frecuencia, torpe. Pero creo que la derecha política y el sector social identificado con esa derecha lo trataron con inmerecida desconsideración, innecesaria falta de respeto y, por momentos, incomprensible odio. ![]() En el lado de las apologías nauseabundas, nos encontramos con las que está recibiendo de todos los puntos cardinales de la geografía política el recién fallecido Fraga Iribarne, al que, como nos descuidemos, incluso podremos ver en los altares en calidad de beato. De momento, algunos ya lo han nombrado héroe nacional de la transición democrática. ¡Cuánto despropósito, cuánta desmesura y qué falta de memoria! No se trata de que a Fraga, ni a nadie, se le hayan de negar los posibles méritos que haya podido atesorar a lo largo de una vida tan dilatada como la del político gallego. Que Fraga era una persona inteligente, no voy a negarlo, aunque para poder afirmarlo tendría que conocer mejor su obra; mas reconozco que la desconozco y no me siento por ello culpable, pues ninguno de los 91 títulos que dicen que publicó en vida encierra el menor interés para mí. Mueren a diario cientos de personas inteligentes y no se redacta para ellas ningún panegírico. Que, según afirman con arrobo sus seguidores, “le cupiera el Estado en la cabeza”, es un elogio cuyo alcance nunca he podido comprender; es más, siempre me ha parecido una afirmación estúpida. ¿Quiere eso decir que su mente abarcaba todos los aspectos del Estado? ¿Que menos cabe esperar de un político que se precie? Su sucesor del PP al frente de la Xunta ha afirmado que Fraga fue el padre de la Galicia moderna. Me sobrecoge el sentido patrimonialista de la política que tiene esta gente del PP. Me recuerda el sentido “familiar y paternal” que tiene la mafia italiana respecto a sus regiones de origen. Si mis recuerdos no me engañan –y no suelen hacerlo–, el comportamiento de Fraga al frente de la política autonómica gallega fue el de un padre padrone que promovió la cultura del caciquismo, un caciquismo de corte moderno (quizás a eso se refiere Feijoo con lo de la Galicia moderna) en el que proliferaron el abuso de poder, el clientelismo, los Baltar y los Cuiña, por citar solo a los caciques del PP más famosos. Para ser exactos, habría que decir que Galicia se modernizó y dinamizó gracias al empuje de sus ciudadanos y a pesar de Fraga. Por último, es cierto que contribuyó decisivamente al éxito de la transición y a la aceptación de la democracia por parte de la derecha franquista menos radical. Pero ¿constituye eso un mérito? Siendo una persona inteligente que vivió varios años en Londres como embajador de Franco, es normal que se diera cuenta de que los tiempos habían cambiado y que había que “aggiornarse”. Ya se sabe que, en política, hay ocasiones en las que es preciso elegir entre cambiar o morir. Y Fraga no tenía la menor intención de morir. O sea, que su aceptación de la democracia fue un acto de oportunismo, aunque él se fuera convenciendo –y convenciendo a la gente– de que se había transformado. ![]() Cuando muere un político de la importancia de Fraga (reconocer su importancia no es atribuirle méritos personales, sino admitir que fue una figura destacada de la derecha), habría que dejar de lado los falsos ayes, los discursos empalagosos, los lamentos hipócritas, los rostros compungidos –después de todo, 89 años es una edad más que longeva– y, pasado un tiempo razonable, elaborar una semblanza objetiva de su vida y de su aportación a la convivencia y al legado político del país. No es mi intención realizar esa semblanza. No me interesa tanto la figura de Fraga, y si hoy escribo todo lo que precede, lo hago movido por la insoportable retahíla de elogios, panegíricos, alabanzas, apologías y loas que leo y escucho, y no por lo que este señor me importase a título personal. Pero, como español que nació en la posguerra, se crió, vivió y sufrió con el franquismo (en ese orden) y fue testigo muy atento de la transición, yo sí tengo una imagen de Manuel Fraga que dista mucho de la que nos presentan hoy los periódicos, la radio y la televisión. Yo recuerdo muy bien al Fraga con uniforme del Movimiento (chaqueta blanca y camisa azul) saludando con sumiso cabezazo al caudillo y jurando fidelidad al régimen; recuerdo al defensor a ultranza del franquismo, que quiso que éste se “renovara” para que “no pereciera”; nunca olvidaré al ministro portavoz que defendió y justificó el fusilamiento (asesinato “legal”) de Julián Grimau; tengo en mi retina la imagen de un ministro haciendo el payaso en calzoncillos en una playa con el embajador gringo para lavar el rostro de un país que nos acababa de arruinar una parte de nuestro territorio con una contaminación radiactiva que aún pervive hoy; no olvido al ministro que tuvo la indecencia de amenazar al padre del estudiante Enrique Ruano, asesinado por la policía política, con detener también a su hija si no cesaban sus protestas, y que cometió la indignidad de exigir al director de ABC para que publicase –previamente manipuladas– las notas del diario de aquel estudiante para que diese la impresión de que se había suicidado; tampoco puedo olvidar al que fuera ministro de la Gobernación en el Gobierno del siniestro Arias Navarro –el de “la calle es mía” –, bajo cuyo mando la policía mató a tiros a cinco obreros en Vitoria en 1976, y cuando la extrema derecha mató impunemente a dos manifestantes en los infaustos “sucesos de Montejurra”; recuerdo perfectamente al Fraga homófobo, que, en un arrebato de sinceridad irrespetuosa, definió a los homosexuales como “los tipos que lo hacen al revés”, y al Fraga que despreciaba el medio ambiente y, en un impulso de atrevimiento inculto, dijo que, si por los ecologistas fuese, estaríamos viviendo aún en las cuevas de Altamira; y recuerdo nítidamente al Fraga que, en un arranque de soberbia, abroncó y humilló públicamente a su asesor de imagen, que quiso colocarle bien la chaqueta para una entrevista en televisión. Aquel Fraga, cuyo corazón político creo que nunca cambió, fue consciente de que la oleada del cambio político era imparable y se acabó haciendo socio del club de la democracia. ¿Qué el cambio fue positivo? Desde luego, mucho mejor que cualquier inmovilismo. ¿Qué implicaba una certera visión de futuro? Posiblemente. ¿Qué fue un movimiento de oportunismo político? Sin la menor duda. Comprendo el desfile de rostros llorosos de los miembros del PP camino de la capilla ardiente, buscando afanosos, a la salida, un micrófono en el que soltar su letanía de lloricosas frases de elogio. Comprendo menos la presencia en el domicilio familiar del finado de Rubalcaba o de José Blanco, sobre todo de este último, aunque quizás –debo reconocerlo– porque nunca habría dado la talla para ser político, porque puedo mentir en un escenario, donde todo el mundo reconoce la farsa, pero la escena política me merece tanto respeto que sería un fracaso. Como cierre, quiero recordar la frase de cierto literato español. Un admirador, dolido por lo mal que la crítica y algunos de sus colegas estaban tratando a su ídolo, le preguntó. “Pero, ¿no le gustaría que hablasen bien de usted alguna vez?”, a lo que nuestro escritor respondió: “Hombre, es que no tengo ninguna gana de morirme”. |
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