Debe de ser, casi con toda seguridad, que mi ignorancia en el terreno de los asuntos económicos es de tal magnitud, que me impide comprender –qué digo, es que no me permite ni siquiera vislumbrar– las profundas razones que explican (seguro que lo hacen) la noticia que ayer leía en el periódico y que me dejó sumido en la más honda perplejidad. Hete aquí la noticia:
Telefónica ganó 10.167 millones, el mayor beneficio obtenido por una empresa española La operadora logró en 2010 un resultado récord, un 30,8% más que en 2009, gracias a la compra de la brasileña Vivo. Cuenta la leyenda que a un pequeño y lejano pueblo, donde hacía mucho tiempo que no pasaba nada y la gente se moría de aburrimiento, llegó un hombre con poderes mágicos, capaz de hacer una riquísima y sabrosa sopa con tan solo agua y una piedra del tamaño de un balón de fútbol. “¿Cómo es posible?”, exclamaban algunos con cierta incredulidad. “¡Que sí, que sí, que me lo han dicho de muy buena tinta!”, decían otros, cuya autoridad radicaba en ser meros divulgadores de toda clase de bulos y chismes, pero que lo hacían con tal tono de seguridad y convencimiento que dejaban a sus interlocutores medio, si no totalmente, satisfechos.
Cuando se produjo el intento de golpe de Estado del 23-F hacía escasamente un año que habíamos regresado a España, después de ocho años de residencia en un país que amo y añoro: Australia. Mi intención, al resaltar este hecho, no es hacer una reseña de aquel momento, afortunadamente superado por la sociedad; ya hay suficientes reseñas, reportajes, entrevistas, declaraciones y hasta películas sobre un acontecimiento que en España era gravísimo por obvias razones de nuestra historia reciente, pero que, en cualquier otro país de democracia bien asentada, habría resultado absurdo y ridículo desde un punto de vista político, no digamos ya desde una perspectiva puramente estética.
Cuando era estudiante de Bachillerato en el colegio La Salle de Zaragoza (como la gran mayoría de los niños del franquismo, me eduqué en un colegio de curas, o en mi caso, mejor dicho, de frailes), el grupo de alumnos “de Letras”, –tan sólo siete u ocho frente a los de Ciencias, que sumaban la treintena– inventamos un entretenimientos consistente en buscar títulos de películas para aplicarlos a situaciones chuscas que se producían en el aula o a personajes del colegio, por lo general profesores, con los que nos ensañábamos un poco dependiendo de sus manías o de sus “tendencias”. Había que decir un título de película que reflejara bien la situación o el personaje, saber el nombre del director y el año del estreno. Así, por ejemplo, recuerdo que cada vez que nos referíamos al tutor de nuestro curso, un fraile de maneras pomposas y frases grandilocuentes que no podía ocultar su atracción por los alumnos más "gorditos", a los que castigaba con "palmetazos en el pompis" según su propia expresión –en la España de Franco no se denunciaba la pederastia, la gente se limitaba a murmurar sobre ella y, como mucho, a hacer chistes–, le aplicábamos el título de una película: “Sissi Emperatriz”. Los doce profesores –frailes y seglares– que formaban el consejo escolar y que decidían quiénes iban a ser repetidores o incluso expulsados del colegio por rendimiento insatisfactoria eran “Doce hombres sin piedad”. La zona donde los profesores tenían su comedor y sala de estar –lugar al que nos estaba vedado el acceso–, que en nuestro imaginario adolescente relacionábamos con lujos asiáticos y toda clase de actividades prohibidas, como fumar, tomar alcohol y ver revistas de adultos, la denominábamos con otro título de película: “El planeta prohibido”
La máxima latina con la que abro mi post de hoy (que podría complementarse con el españolísimo refrán de “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”, viene a cuento de un artículo, publicado en un periódico local cántabro, que alguien, con el claro propósito de meterme el dedo en el ojo (pues se trata de la persona con la que hace poco mantuve una tensa conversación telefónica que referí en un post anterior), me envía a mi correo electrónico. Lo cierto es que, a no ser por la intención provocadora del envío, lo más probable es que ni la persona autora del artículo (a quien no tengo el placer ni el disgusto de conocer) ni el contenido de éste me habrían hecho normalmente detenerme más de dos minutos en su lectura. Pero a mi débil y humana naturaleza le picó la curiosidad. Así que lo leí, y el artículo de marras suscitó en mí el deseo de comentarlo porque, a la postre, no tiene desperdicio.
Cumplo con lo que prometía en mi post de ayer: hacer unas reflexiones que, sobre este día -en mi opinión tan tontamente americano como es San Valentín-, me provocaron unos programas de radio.
El domingo ofrece ese respiro tan útil para la necesaria reflexión (aunque sólo sea semanal, que ya se sabe que “una vez a la semana, cosa sana”, y no sólo en el terreno de la vida sexual). Trataba yo esta mañana de analizar cuál era el asunto que más me había hecho pensar, de los acaecidos en los últimos 7 días. La respuesta era obvia e inequívoca: lo sucedido en Egipto y lo que está por suceder en todo el mundo árabe y musulmán. Pero había algo en mi mente que, por alguna curiosa razón, estaba insatisfecho. Ya sabéis, hay ocasiones en que un pensamiento, un runrún interior te desasosiega, no tanto por su entidad como por el hecho incómodo de no ser capaz de extraerlo a un estado de conciencia. Así que cambié el método de búsqueda transformando la pregunta que me había planteado, de “cuál era el asunto que más me había hecho pensar” a “cuál era el asunto que más me había dado que pensar”. ¡Y ahí estaba, nítido e inteligible! ¡El hecho que me había dado que pensar, que me había causado desazón, desasosiego…, cabreo y mala leche, para qué vamos a emplear eufemismos! Se trataba de la visita a Guinea de una representación de parlamentarios españoles, o sea, un grupo de representantes de mi país y, por extensión, de mi humilde persona, en tanto que contribuyente.
Al chef de un restaurante le llegó la queja de un cliente del restaurante porque, en su opinión, el pescado que le habían servido no tenía la frescura que hubiera sido de esperar a la vista de su precio, la salsa que lo acompañaba había sido espesada con harina y, además, estaba frío. El chef respondió que las comidas que él preparaba eran excelentes, las mejores de la ciudad –por no decir del país, aunque lo pensó–, y que lo peor del restaurante eran los vinos –con una carta escasa y unos precios excesivos– y la decoración, que resultaba francamente deplorable. El cliente montó en cólera porque la respuesta era, a todas luces, absurda. Opinaba que la decoración, aun siendo fea, no constituía su principal preocupación; además, él sólo bebía agua. Insistió en que la comida era mala y cara, y que el cocinero, un perfecto gilipollas. Como era un cliente inteligente, se levantó de la mesa, se largó sin pagar y aseguró a todo el que quiso oírle que nunca jamás volvería a poner los pies en un restaurante que tuviera como cocinero a semejante zopenco.
No me apetecía hablar de política, pero voy a hacerlo, si bien de forma tangencial, pues la anécdota que voy a referir tiene más que ver con comportamientos humanos (malos), cuando la visceralidad y el odio por el oponente político alcanza cotas preocupantes.
Querido conciudadano (y pese a ello, amigo) : Te escribo porque intuyo que llevas unos días sintiendo cierto desconcierto con las cosas que pasan en el mundo. Y lo intuyo porque a mí también me ocurre. Hay cosas que no se entienden por mucho que trates de analizarlas, así que no te deprimas ni hagas mala sangre, ni tampoco creas que eres tonto sin remedio. Es que este mundo es así, y ni tú ni yo podemos hacer nada por cambiarlo. Todo lo más que puedes hacer –y es la mejor recomendación que puedo darte– es disfrutar de todo lo bueno que hay en tu entorno: tus amigos, tu familia, la lectura, la música, un buen vino, una buena puesta de sol… Te recomiendo que selecciones con mucho cuidado lo que ves en la tele. Pero ya que hemos empezado a hablar de lo que pasa en el mundo, no voy a dejar el asunto así, como colgando. No quiero que me acuses de cobardía. Lo que ocurre es que hay que entrar en materia poquito a poco, de la misma forma que entramos en el agua del mar cuando vamos a la playa en Asturias o Galicia, evitando los sobresaltos, aunque, al final, hay que decidirse y capuzarse de cabeza. Si te parece, comienzo por los dos grandes temas de la semana: el súbito e inesperado despertar de la conciencia política que se está produciendo en todo el norte de África, y el acuerdo social alcanzado por el gobierno, los sindicatos y la patronal, culminado por los apoyos manifestados en Madrid y en la cumbre europea, sobre todo por la canciller alemana. ¿A que, aparte de la sorpresa inicial (pues tan sorprendente es la explosión popular norteafricana como que en España se alcance algún tipo de acuerdo), te pasa como a mí: que te cuesta asimilar todo lo que está ocurriendo? Claro, tú y yo, que somos gente normal, no nos parecemos para nada afortunadamente a esos tertulianos opinadores de la radio y la televisión que, con cada frase que dicen, parecen estar formulando una tesis doctoral o, lo que es peor, un dogma inamovible. Y no importa cuál sea el asunto que se aborde. ¡Son la monda! ¡Saben de todo! ¿Cómo se puede exhibir semejante grado de seguridad ante todos los problemas del mundo? Precisamente, mi dificultad –que me atrevo a suponer que es también la tuya– es que, cuando me enfrento a una situación compleja y conflictiva, sé que no estoy en posesión de una verdad incontestable. Ni siquiera llego a tener una postura claramente definida. Es más, me acometen muchas dudas y más que proponer respuestas, casi siempre me planteo interrogantes. Porque, vamos a ver, ¿somos tú y yo los únicos idiotas de este país que no teníamos una idea clara de cuál era el régimen político que regía los destinos de Túnez hasta hace unos días? ¿Acaso habías escuchado de boca de alguno de nuestros líderes políticos una mínima palabra de condena sobre un primer ministro que, en cuanto ha sentido en el cogote el aliento de la indignación popular, ha salido del país como un vulgar chorizo mafioso, llevándose la pasta en forma de lingotes de oro? Adivino tu respuesta: que llevamos años criticando la voracidad de la familia real y la falta de democracia y libertad en Marruecos y a pesar de ello mantenemos unas “excelentes” relaciones por aquello de los intereses comerciales; y que hace décadas que condenamos de boquilla el poder dictatorial y la megalomanía del líder libio y, pese a ello, numerosas empresas españolas –Sacyr Vallehermoso, Fergo Aisa, Repsol…– no dejan de firmar toda clase de contratos auspiciados por el Gobierno en áreas tan diversas y sensibles como infraestructuras, defensa o energía. Y tienes toda la razón. Pero coincidirás conmigo en que Túnez, para la mayoría de los españoles (e imagino que para la mayoría de europeos) era un tranquilo y seguro destino para turistas occidentales, con playas tranquilas y un montón de ruinas romanas y púnicas de gran valor arqueológico. Imagino que, igual que me ha pasado a mí, habrás seguido con cierto grado de estupor y con no poca preocupación las noticias sobre los brutales disturbios políticos del norte de África (desde el Magreb –el lugar por donde se pone el sol– hasta el Mashrek –el lugar donde sale el sol–, y perdona la pedantería), o sea de Túnez a Egipto, más las posibles ramificaciones en Yemen, Jordania y otros países de ámbito cultural musulmán (que no países árabes, como se empeñan en definirlos los medios de comunicación, que confunden etnia con religión o lengua, y aun esto último, con reservas). En Túnez parece que están en vías de solucionarlo de forma más o menos satisfactoria, pero en Egipto (otro destino turístico favorito de los españoles), la cosa parece que se estás poniendo tremendamente fea. Pero, no nos engañemos, ¿acaso alguien esperaba que Mubarak saliera del país con el rabo entre las piernas, sabiendo los favores que ha prestado a Occidente, y por Occidente se sobreentiende fundamentalmente Estados Unidos? Y tú sabes, por la experiencia que la vida te ha dado, que se hacen pocos favores de forma altruista, o sea, gratis, y mucho menos en política. ¿No te has reído –aunque haya sido con la sonrisa de la hiena– al escuchar las declaraciones de los líderes europeos? Con enorme cautela, ahora le piden a Mubarak que sea bueno; que permita una transición calmada a una democracia real. Y lo hacen con cautela porque Mubarak, en vergonzosa connivencia con su enemigo Israel, fue el severo guardián que mantuvo a raya a los palestinos de la franja de Gaza. Y ahora, van y le piden que no fomente ni apoye la violencia contra los manifestantes; que permita la libre expresión de su pueblo. Sin embargo, hasta hace unos días, nadie cuestionaba su gobierno. Y es que, mi querido conciudadano, los líderes occidentales se cagan de miedo (y perdona la brusquedad de mi expresión, pero me parecería ridículo decir “se defecan”) de pensar que en estos países puedan surgir otros “iranes”. ¿Te acuerdas cuando, entre los demócratas de toda la vida, se jaleaba el surgimiento de los ayatolás? Seguro que más de un político occidental habría firmado por la continuidad del sha. No, ya sé que tú no lo habrías preferido, pero estoy seguro de que entre uno (el sha) y los otros (los ayatolás) no sabrías con cuál quedarte. A mí me pasa, lo reconozco, y no me da vergüenza admitirlo. Creo que veo cuál va a ser tu siguiente comentario: que Occidente nunca ha entendido el mundo que existe al sur de la península Ibérica (hasta hace bien poco, al sur de los Pirineos) y al este de Grecia (con los turcos comienza el mundo de los malos). Y esa es la verdad. Ya en el siglo XIX –y no te estoy contando nada que no sepas–, Europa destrozó África, de norte a sur. Piensa lo que hicieron con el Congo, por poner un ejemplo de los más brutales, cuando en la Conferencia de Berlín, las “potencias” europeas le regalaron el Estado Libre del Congo a Leopoldo como una propiedad privada. No temas, no voy a desviarme del tema con las brutalidades cometidas por aquel psicópata asesino y desalmado belga. Sólo quería dejar constancia que la civilizada Europa entró en África como un elefante en una cacharrería. Y así ha seguido hasta nuestros días. ¿Estás pensando que los dos elementos que pueden resultar más destructivos y alienantes en cualquier sociedad son el fanatismo religioso y la miseria? Estoy totalmente de acuerdo. Aunque yo iría más lejos. A través de nuestra correspondencia, has aprendido a conocerme: hay temas en los que me radicalizo. Yo diría simplemente la religión y la miseria. Bien, acepto que exagero, que la religión entendida como una forma civilizada de expresar un íntimo sentimiento de fe no es dañina y que, bien canalizada, hasta puede ser beneficiosa para ciertas personas, pero convendrás conmigo en que, a lo largo de la Historia, las mayores bestialidades se han cometido en nombre de alguna religión. Intuyo que ahora mismo me estás alertando de que no caiga en el tópico, y te lo agradezco. Pero piensa en esto que voy a decirte. Imagina por un momento que los musulmanes (árabes, magrebíes y otros africanos) hubieran conseguido en el siglo XV, en vez de retroceder hacia el sur, avanzar hacia el norte de España y conquistar lo que hoy es Europa occidental. ¿Imaginas cómo sería una sociedad cristiana dominada, pobre, humillada y fanatizada? ¿Imaginas quiénes serían hoy los terroristas? Claro, no se trata de reinventar la historia. Los árabes (y los magrebíes) fueron derrotados y expulsados de España. Y perdieron sus tierras. Y se quedaron con el desierto del norte de África, y con sus rebaños de cabras y camellos. Y el sentimiento religioso se fanatizó con la miseria. Hasta Turquía, el último bastión de poder asentado en el sur de Europa cayó derrotada y humillada. ¡Los orgullosos turcos convertidos en mano de obra barata en Alemania! ![]() Bueno, que me está pasando lo de siempre: que me voy de un tema a otro, que divago, como sueles decirme en tono crítico. Así que cambio de tema, aunque no necesariamente de tono. ¿Has visto, en el ámbito de lo “doméstico” (como dicen ahora los cursis anglosajonizados), la cantidad de hipocresía y desfachatez que se atisba por doquier? ¿Qué qué quiero decir? Hombre, no te veo muy espabilado, y perdona que te lo diga. ¿Cuántos años hacía que en este país no se lograba un acuerdo que aunara los intereses del gobierno, los empresarios y los trabajadores? Claro, casi ni te acuerdas. Es que los pactos de la Moncloa tuvieron lugar en 1977, hace casi 34 años. Fíjate que yo era casi un chaval… ¡vamos que tenía la edad de uno de mis hijos! Y no me entiendas mal. Yo no quiero decir que los acuerdos alcanzados sean como para tirar cohetes. Pero era posiblemente lo único (lo máximo, ¿lo mejor?) que podía hacerse. Y te juro que me importa un bledo que vengan la señora Merkel o el señor Sarkozy a felicitarnos a los españoles por haber sabido hacer “los deberes”. La señora Merkel y el señor Sarkozy van siempre “a lo suyo”, que rara vez es “lo nuestro”. Pero lo que me llama la atención –y me imagino que a ti también te la habrá llamado– el hecho de que los señores del PP (ya estamos…) desdeñen ostensiblemente las opiniones de sus correligionarios europeos simplemente porque dichas opiniones son favorables para el gobierno. ¿Y no te ha parecido especialmente llamativo el hecho de que, una vez más, las opiniones de IU –en boca de su coordinador general, Cayo Lara– apenas se diferencian de las opiniones emitidas por el PP en boca de sus principales cerebros (Cospedal, González Pons)? A mí, debo confesarte que la emoción que ponían algunos líderes peperos al comentar la situación de los trabajadores casi me conmovió. ¡Qué sentimiento, qué hondura, qué emoción! No me extrañaría que IU y PP acabaran votando juntos en el Parlamento. ¡Ah, es verdad, que eso ya ha ocurrido alguna vez, y se llamó “la pinza”! ![]() Iba ya a terminar y se me olvidaba preguntarte. ¿Te has enterado de la concesión de títulos nobiliarios por parte del rey, con sendos marquesados a Del Bosque y a Vargas Llosa? Hombre, ya sé que estas cosas no se las toma en serio nadie, ni siquiera Juan Carlos, pero es que alguien debería recordarle a S.M. que llevamos ya casi once años de siglo XXI. Si lo hace seriamente, es como para preocuparse también seriamente; si lo hace como una gracieta, creo que en esta ocasión se ha pasado. Ya sé, ya sé que la concesión de títulos hoy día no lleva ya aparejada la de señoríos territoriales, ¡faltaría más!; pero sí que sigue teniendo una característica abrumadoramente medieval y mayestática: el título se entrega a la persona agraciada y “a toda su estirpe mientras ésta exista”. ¿No te parece que lo que busca el monarca es una forma de intentar perpetuarse a sí mismo y a la corona? ¿No habría otra forma de conceder un honor real a determinadas personas supuestamente merecedoras de él sin necesidad de caer en esa ridiculez apolillada de condados, marquesados, ducados y pamplinas similares? Otro capítulo, y estoy de acuerdo contigo, sería determinar el rigor de los merecimientos. Y el hecho de igualar, a nivel de marquesado, los méritos de un seleccionador de fútbol, por mucho campeonato del mundo conseguido por los chavales de la selección, y los de un escritor que ya tiene el Nobel de Literatura, me parece que es mear fuera de tarro, ¿no? Pero bueno, él sabrá lo que hace (quiero decir el rey), pues parece que estos títulos, aunque los firma el ministro de Justicia, son una concesión y una decisión puramente personal. Fíjate, yo he visto alguna que otra imagen en televisión, y debo decir que me han producido dos sentimientos distintos. En el caso de Del Bosque, me ha hecho gracia, aunque me ha producido cierta lástima, no me preguntes por qué (quizás porque Del Bosque tiene esa cara de buena persona, y esto le va a venir muy grande). No me puedo imaginar al seleccionador gestionando su título nobiliario con seriedad y admitiendo preguntas de los informadores que se dirijan a él como “ilustrísimo señor”. Seguro que si esto ocurriera, Del Bosque pensaría que le estaban tomando el escaso copete que adorna su monda y lironda cabeza. En el caso de Vargas Llosa, escritor cuya obra admiro profundamente, debo decir que he sentido un poquito de vergüenza ajena, pues, al verle recibir el honor de manos del rey, he tenido la sensación de que el ego de don Mario se había visto hondamente tocado por el marquesado. ¡Qué se le va a hacer, la carne es débil! Mi querido amigo, hay muchas otras cosas por estos lares en las que podríamos extendernos si no debiéramos atenernos a la longitud que una carta debe tener si queremos que sea leída. Hay muchas preguntas sin respuesta, muchos interrogantes abiertos, muchos problemas sin resolver, muchas dudas, mucha incertidumbre… Pero te diré algo, y te lo diré en forma versificada:
Si sabes leer la voz del silencio en el fondo de tu alma hallarás, amigo, la respuesta Hasta otro día, querido amigo. Ah, en una próxima carta –si es que la hay– me dirigiré a ti como “querida amiga”, aunque no hayas cambiado de sexo. Podría usar el socorrido sistema de “querido/a amigo/a”, pero me niego a semejante aberración. En cuanto al moderno “querid@ amig@”, he de admitir que mi familiaridad con los usos derivados de las nuevas tecnologías no me permite todavía llegar tan lejos. ¡Abrazos y hasta otro rato! |
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April 2022
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