Hace aproximadamente un año, un joven andaluz fue condenado a pagar una multa de 480 euros por haber cometido la “irreverencia” de publicar una imagen del Cristo de la Amargura –que debe de ser suficientemente famoso en Jaén como para poner en marcha la maquinaria anatematizadora y vindicativa de una piadosa cofradía–, sustituyendo la cara del Cristo con la suya propia. Es curioso que el juez sancionador no tuviera en cuenta que todos los cristos y vírgenes retratados en la historia del Arte se pintaron o esculpieron copiando un modelo ajeno a los personajes retratados, de los cuales, que se sepa, no existe registro alguno. El único registro del que dispondría la Iglesia sería la célebre sábana santa de Turín, pero un estudio realizado por expertos forenses llegó a la conclusión de que el famoso sudario era más falso que un euro de plástico, y habría sido “elaborado” fraudulentamente en el siglo XVI. Todo lo anterior sirve de oportuna introducción para contar una experiencia personal, vivida hace unos días, experiencia que me hizo llegar a la conclusión de que a la santa iglesia católica, tan atenta vigilante para que no se cometan irreverencias con sus iconos divinos, le han colado un gol por toda la escuadra. Paciencia, que voy a ello. Asistí hace unos días en el Tanatorio de Zaragoza a un funeral. Una de esas cosas que uno debe hacer y que son socialmente inevitables. Se trata de acompañar a personas próximas en un momento de dolor. Hasta ahí, todo normal. Como no soy creyente y estas ceremonias suelen ser absolutamente infumables, por usar un término coloquial, suelo entretener el tiempo que dura la ceremonia observando silenciosamente mi entorno, lo que incluye a las personas –sus gestos, movimientos, chácharas, miradas y actitudes, generalmente carentes de cualquier fervor religioso–, soportando el sonido ambiente –frases litúrgicas vacías de contenido y repetidas hasta la saciedad desde hace decenios– y, por supuesto, contemplando el decorado eclesial, normalmente desprovisto de buen gusto o sentido artístico. De algún modo hay que pasar esa media hora que nos imponen las buenas formas sociales. Y hete aquí que, de repente, sentí que había algo que llamaba la atención de mi subconsciente. Había algo que destacaba como un ataque de tos o como una nota desafinada en medio de un concierto. Si hubiera sido creyente, diría que había algo en mi interior que me decía que se estaba produciendo una blasfemia. Pero no soy creyente. Así que me puse a buscar algo, una persona, una imagen, un sonido que constituyera una irreverencia- ¡Y lo encontré! De hecho lo tenía frente a mí. Unos metros por encima de nuestras cabezas sobre al altar. Era un Cristo. Un Cristo crucificado, sí. Pero no. ¿Cómo que sí pero no? Me explico. El escultor –aunque me cuesta darle ese nombre al artífice del dislate– a quien la Iglesia le encargó la realización de esta “obra de arte” sintió el día que acometió su tarea un especial hálito de inspiración –o quizás se había pasado de gin-tonics la noche anterior, quién sabe– y tuvo la ocurrencia de poner un Cristo crucificado pero desclavado, o sea, sin cruz. Una especie de sublimación de la sencillez. Un Cristo etéreo. Ya no le pude quitar los ojos de encima, y me costó contener las ganas de soltar una sonora carcajada. La obra conseguida era algo que para la Iglesia, en circunstancias normales, constituiría una auténtica blasfemia. La foto que hice, y que reproduzco, es suficientemente explícita. Nos muestra a Cristo con una desnudez obscena, lujuriosa, provocativa. Al haber desaparecido la cruz, e incluso los clavos de los pies y las manos, nos encontramos un personaje que parece iniciar un paso de danza, pero de una danza sensual, voluptuosa, erótica. El rostro sereno y levemente sonriente parece decir: “¿Os gusto?” Las rodillas juntas, prestas para separarse, insinúan que está a punto de producirse un mórbido movimiento de hombros y caderas. Y lo peor de todo es el paño que trata de ocultar púdicamente el sexo, aunque deja a la vista el bajo vientre y el nacimiento de las ingles, cuando es evidente que un desvestimiento parcial puede resultar mucho más “sugerente” y excitante que la desnudez total. Pero, para redondear la faena, el escultor, no sé si conscientemente o por torpeza, da una última pincelada al despropósito de su obra. Al tallar las formas del paño ocultador del sexo, lo hace con tanta o tan mala fortuna, que logra que Cristo parezca “empalmado”. Si no, ¿qué otro impulso podría hacer que el paño “subiera” justo ahí donde normalmente se encuentra el pene de un varón?
Reconozco que, en esta ocasión, la contemplación de esta “obra de arte” hizo que la ceremonia de la eucaristía funeraria se me hiciera más corta que de costumbre. Y me pregunto. ¿Nadie más, entre las personas que acuden a diario a esta capilla, ya se trate de fieles o de curas celebrantes, ha visto este desatino? ¿No habrá habido ninguna monja, de las que asisten a diario a estos ritos, que se haya escandalizado al levantar la mirada sobre el altar? ¿Alguna habrá sucumbido al pecado de la carne contemplando a este redentor pecaminoso? Son preguntas que se haría cualquiera, ¿no? |
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