Ayer, regresé a Madrid desde Calpe, con parada en Valencia para tomar una cervecita y aperitivo de calamares y almendritas en la Malvarrosa. Sentado en la terraza de uno cualquiera de sus antiguos chiringuitos, mire uno donde mire, el paisaje es una delicia, sobre todo en un mediodía primaveral de finales de marzo: a ambos lados, las esbeltas palmeras del paseo, con su silueta meridional, casi africana; al frente, la amplitud del horizonte del Mediterráneo, que cuando lo miro parece haberse quedado dormido, salvo por el continuo aunque mínimo batir de las olas en la arena; detrás, las casitas del Cabañal, esas preciosas construcciones (algunas intencionadamente abandonadas por unos propietarios avariciosos, ansiosos de unas plusvalías que ya nunca van a obtener) que quiere derribar “la edil de la dulce voz”, la que ama a Paco Camps, porque entorpecen su sueño faraónico (cleopátrico) de llevar una avenida “benidormiana” desde el centro de la ciudad hasta el mar. (¿Por qué será que, con tanta frecuencia, la falta de ética va acompañada de una lamentable ausencia de sentido estético? Esta pregunta cada cual puede interpretarla como le dé la gana, en el terreno de lo urbanístico o en lo personal: en cualquier caso, acertará.)
El silencio, a veces, es la más elocuente forma de expresarse. Cosa distinta es cómo pueda interpretarse ese silencio, a menos que uno lo explique con mayor o menor grado de éxito. Es lo que trato de hacer aquí y ahora, si es que a quienes me leéis con cierta asiduidad os interesa lo más mínimo por qué he pasado tantos días sin dar señales de vida.
Querida amiga:
Recordarás que en mi última carta ya te anunciaba que iba a dirigirme a ti en femenino, aunque tú, concretamente, seas varón, por aquello de distribuir el tratamiento de los géneros (siquiera gramaticales) con ese mínimo sentido de la equidad que con tantas dificultades y lentitud va incorporándose (pese a la reticencia de muchos) a la realidad social. Son numerosas las páginas escritas y los cuadros pintados a lo largo de los siglos teniendo como personaje central una monja. La razón del interés que estas mujeres, entregadas a la vida religiosa (hospitalaria, educativa, misional o contemplativa), han suscitado en poetas, pintores, dramaturgos y cineastas queda abierta a toda clase de sugerentes interpretaciones, aunque no me cabe duda de que, en el interés que despiertan, desempeña un papel fundamental la donación que, siendo aún tiernas novicias, hacen de su virginidad y su vida entera para celebrar celestiales nupcias con el hijo de un dios (sólo el hijo de un dios podría disfrutar, siglo tras siglo, de semejante harén de esposas, imagino que en su inmensa mayoría virginales).
El abanico de personajes abarca los más variopintos ejemplos y las más contrapuestas personalidades, no todas ellas representativas de la incólume pureza normalmente atribuida a estas siervas y esposas de dios. No importa cuánto mundo se cree conocer. Siempre queda algún rincón –en ocasiones a escasos kilómetros de donde vivimos y nos movemos– que nunca hemos tenido tiempo, oportunidad o especial deseo de visitar. Eso es exactamente lo que nos pasaba con Sigüenza y sus alrededores. Aprovechamos uno de nuestros habituales viajes a Zaragoza para, de paso, poner remedio a tal despropósito, pues un auténtico desatino es haber metido el planeta en la mochila y haber dejado en un rincón del olvido una zona tan próxima y tan bella.
Siempre me gustó esta expresión desde que era niño. Quizá influyera en ello el hecho de que mi abuelo materno era zapatero –de zapatos a medida y de remiendos, que en la España de la posguerra uno no podía andarse con tiquismiquis si quería sacar adelante decentemente a una familia–, pero lo cierto es que me gusta cómo suena y lo que significa. Esto, no obstante, sin llegar a adoptar la postura elitista de exigir que sólo los (supuestos) “expertos” puedan emitir opiniones sobre un tema cualquiera. Ni siquiera el escultor Apeles, presunto autor de la expresión, la utilizó a la primera de cambio, cuando el zapatero que tenía su taller cerca del ágora le criticó la falta de realismo de la sandalia que portaba el personaje de una de sus esculturas. Fue a la segunda ocasión, cuando ya Apeles había aceptado la crítica y corregido el defecto, y el zapatero, animado por el éxito de su primer comentario, se atrevió a criticar otros aspectos en los que no intervenía el calzado. Ahí Apeles ya no pudo contener su amor propio y le soltó la frase de marras, con toda razón.
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April 2022
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