Decía esta mañana la corresponsal de la SER en Reino Unido que el país británico vive volcado en una sola noticia: la boda del príncipe Guillermo y Kate Middleton. ¡Todo un acontecimiento (social), no os quepa duda!
Jueves dicen que santo
Llueve con fuerza y luego asoma tímidamente el sol entre nubes de paso. Los trigos ya verdean agradecidos al agua de abril haciendo que, durante unas semanas, el paisaje estepario del altiplano turolense adopte el disfraz de una suave pradera nórdica. El pueblo todavía parece vacío, como suele estar en los días desapacibles de invierno. En unas horas se llenará de familias, de bullicio y, cómo no, de coches, que son el signo inequívoco de que se ha producido un trasvase temporal de población: dicen que es la semana santa. No me gusta caer en el insulto como forma abreviada, cómoda y rutinaria de elaborar un juicio crítico sobre algo o sobre alguien. No cabe duda de que, en determinadas circunstancias y bajo una fuerte presión, el insulto es como un géiser idiomático, que brota espontáneo y rico en matices, y minimiza y anula toda posible elaboración argumental posterior. Todo queda dicho, matizado e inequívocamente definido en un buen insulto. En realidad, todo lo anterior podría igualmente decirse de cualquier expresión usada a modo de piropo o lisonja.
Los miembros de la Asamblea Vecinal la Playa de Lavapiés quieren celebrar el próximo jueves 21 de abril la primera procesión de la semana santa, pero, en este caso, con un objetivo bien distinto al de las procesiones tradicionales: promover el ideario ateo. La aprobación o no de este acto queda en manos de la Delegada del Gobierno en la Comunidad de Madrid. Cualquiera que sea su decisión, será tremendamente polémica. Si permite el acto, irá contra la postura del Ayuntamiento de Madrid, que ya ha manifestado su rotundo rechazo al mismo. Si lo prohíbe, tendrá que hacerlo de forma muy razonada; de lo contrario estaría creando un grave agravio comparativo, pues los convocantes exigen el mismo derecho que los católicos a manifestar libremente su "ausencia de creencias religiosas”.
Dicho lo cual, ya tenemos el follón servido. Define la RAE la palabra manifestación, en una de sus acepciones, como “reunión pública, generalmente al aire libre, en la cual los asistentes a ella reclaman algo o expresan su protesta por algo”.
La lectura de un artículo que me hace llegar de Australia mi amigo Peter Gerrand ha despertado mi curiosidad y, ahora, mi deseo de desgranar mis reflexiones al respecto de uno de los temas que propone el artículo, aunque lo haga de pasada y más como excusa de introducción que como asunto al que el autor meta el diente a fondo: se trata del valor intrínseco del trabajo, es decir aquello que el trabajo nos aporta independientemente de consideraciones externas, como la obtención de una remuneración, el reconocimiento social o, simplemente, el temor a pasar hambre o dejar desamparada a la familia.
![]() Me había levantado con el firme propósito de escribir hoy un post muy “literario”, queriendo significar, con este adjetivo, un post sin la menor intención política y con escasa carga ideológica. Me fui anoche a la cama asaltado por mil ideas que me apetecía desarrollar: recuerdos de infancia guardados y recuperados por algún estímulo proustiano; paisajes y lugares vividos y traídos a la memoria al hilo de una frase o una melodía; poemas leídos y recordados de repente en medio de un acogedor silencio; platos exquisitamente elaborados preparados por manos expertas y disfrutados en algunos de mis viajes… Cualquier cosa. Lo importante era alejarme del ruido mediático; de la visión de esas bocas que escupen odio, bocas tan abiertas que parecen fauces prestas al desgarro visceral de la víctima; de la letanía de abominaciones, ofensas y escupitajos morales; de los falaces fingimientos de honestidad, tan auténticos como virgo de puta… |
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