Leo una entrada en Twitter de la presidente madrileña, en la que, sin que se le mueva un pelo de la peluca –ni se le desajuste la faja– asegura lo siguiente: “La igualdad, dignidad, libertad... los ha traído el cristianismo. Que no se crean que los ha traído Karl Marx.” Aclaro que he copiado la frase textualmente, tal como la escribe la ínclita política de la derecha neoliberal, o sea, sin corregir la falta de concordancia que comete dos veces al emplear el pronombre “los” en vez de usar el correcto “las”.)
Los señores que dicen que gobiernan España –lo que hacen realmente es manejar el país como si fuera su cortijo– acaban de dar otra muestra, una más, de su estilo zafio, prepotente y cuartelero. Este último adjetivo viene que ni pintado para tratar el tema que hoy quiero abordar, siquiera brevemente: el indulto a los dos últimos militares condenados por el caso del Yak42, episodio vergonzoso de nuestra historia reciente acaecido durante el gobierno del innombrable.
El 14 de abril de 1931, en una lección de sensatez ejemplar, sentido histórico y oportunidad política, el pueblo español le dijo a Alfonso XIII, abuelo del actual rey de España, que era hora de que hiciera la maleta y dejara el país; que los españoles ya no soportaban más abusos y caprichos regios; que el tiempo de las monarquías había llegado a su final; que la dinastía de los Borbones había causado ya demasiados daños al país, sobre todo a partir del regreso a España del bisabuelo de Alfonso XIII, el funesto Fernando VII; que España quería modernizarse y entrar en una nueva era; que el país era republicano.
Dice la Constitución Española en su artículo 14: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. A esta declaración de buenas intenciones (que no otra cosa es el hermoso contenido de este artículo constitucional) cabe oponer una frase que leía hoy mismo: “Todos somos iguales ante la ley, pero no ante quienes son responsables de aplicarla”.
Yo creo que me buscan, que se proponen (y consiguen) calentarme los cascos. Sé muy bien –mi egocentrismo no llega tan lejos como para imaginar otra cosa– que cuando un obispo o arzobispo o cardenal abre su boca y suelta un rebuzno, no es que me esté buscando las cosquillas a mí personalmente, pero yo no puedo evitar, como dice Juan Luis Guerra en su canción con ese gracioso pero plástico despropósito médico, que “me suba la bilirrubina” hasta límites insospechados. En el fondo, debería darme igual, puesto que no soy socio de la cofradía que preside ninguno de esos purpurados. Pero ocurre que yo soy ciudadano y estos señores no hablan de forma exclusiva y discreta para sus feligreses, sino que lo hacen a bombo y platillo para toda la sociedad. Y, en ese momento, cuando se dirigen a creyentes y no creyentes, cuando convierten el púlpito en plataforma política, yo no puedo dejar de exclamar, al igual que el párroco de un pueblo al exhortar a los varones de su grey, para que no fueran con prostitutas, puesto que, además del pecado capital consiguiente, corrían el riesgo de coger enfermedades venéreas y de trasmitírselas a sus esposas: “¡Entonces sí que estamos todos jodidos!”
Pensamiento primero
Ya llegó. Como cada año, imparable, inevitable, insufrible, la llamada semana santa hace acto de presencia en nuestras vidas y, sobre todo, en nuestras cadenas de televisión. Así llamada –semana “santa”– por creyentes, no creyentes e indiferentes. Y yo me pregunto, ¿por qué caemos los no creyentes (los indiferentes ni se lo plantean, aunque a menudo vayan a ver procesiones por aquello de la tradición) en la trampa de llamarla así? ¿Por qué no nos inventamos un término sustitutorio que nos aleje, al menos en nuestra expresión verbal, de la eclosión de tristezas (aparentes y teatrales), procesiones, hábitos morados, capirotes y demás cirios eclesiásticos? Este asunto del lenguaje es un fenómeno curioso digno de análisis. |
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