Leo un mensaje que acaba de recibir mi mujer. Se lo envía una integrante de uno de esos grupos de “amigos” de whatsapp que tanto abundan estos días. En muchos de ellos, alguien nos incluye creyendo hacernos un favor pero, en realidad, solo sirve para que nos machaquen con toda clase de basura: noticias que ni nos van ni nos vienen; falsas advertencias de virus inexistentes; chistes ocasionalmente divertidos pero que, las más de las veces, tan solo divierten a un determinado número de integrantes del grupo en virtud de su muy concretas ideologías y creencias (políticas, religiosas o de cualquier otra especie). El problema que nos plantean estos grupos de amigos con escasas afinidades, si es que hay alguna, es que el denominado “administrador“ del grupo nos incluye en él creyendo hacernos un favor y lo único que consigue es ponernos en el incómodo dilema de actuar de forma grosera y borrarnos del grupo, con el consiguiente e inevitable riesgo de ofender a alguien, o tragarnos toda la bazofia que inunda nuestro sufrido móvil. Son algunas de las servidumbres a que nos someten la moderna tecnología y sus esforzados adeptos.
Se ha puesto de moda hacer una afirmación con la que mucha gente, incluso alguno que se proclama progresista de izquierdas, parece coincidir. Esa afirmación, consistente en asegurar con absoluta convicción que los partidos tradicionales están agotados y que hay que buscar una nueva línea de actuación política, suele hacerse adoptando al manifestarla un tono de suficiencia y seguridad casi insultante. La última vez que escuché esta declaración –esta misma mañana (9 de mayo de 2017) oyendo las noticias de la SER– fue en boca de Manuel Valls, Primer Ministro francés, quien declaraba su intención presentarse a las próximas elecciones legislativas fuera del Partido Socialista y dentro del nuevo partido de Macron. Mi primera reacción fue pensar: “Para eso, amigo Valls, no necesitas realizar ningún desplazamiento ideológico porque hace mucho tiempo que actúas como liberal, no como socialista”.
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