EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Enfoques y opiniones

de un homo civicus

¡Por favor, que no abra la boca!

28/6/2012

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     En todo grupo social –ya se trate de una familia, una peña de amigos o una comunidad de vecinos–, existe ese personaje que, en las reuniones, estamos deseando que mantenga la boca cerrada. Cuanto más cercana es la relación que nos une a esa persona torpe y metepatas, más intenso es nuestro deseo de que tenga un día discreto y hable poco, aunque es un deseo que no suele verse satisfecho, pues este tipo de persona, inconsciente de su escasez de recursos intelectuales y ajena a cualquier sentimiento de autocrítica o al desaliento, suele lanzar sus atrevidos comentarios en el momento más inoportuno, cuando se ha hecho un profundo silencio, lo que convierte su temida metedura de pata en motivo de general regocijo para los extraños y de vergüenza y escarnio para sus más allegados. En fin, estoy convencido de que ya sabéis de qué tipo de personaje estoy hablando.

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Rostros, palabras, mentiras

22/6/2012

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     Llevo tanto tiempo sumido en el desaliento y agobiado por la desesperanza –ambos fruto de la fría observación de la realidad sociopolítica–, que he querido mantenerme en silencio para no contribuir con mis escritos a fomentar el desánimo de quienes me leen habitualmente.
     Pero hay un momento en que mi pasión por la palabra puede más que mi sensatez (si es que se acepta la premisa de que mi silencio equivale a prudencia y buen juicio).
     Estos últimos días, más que noticias concretas –de las que procuro huir por una cuestión de pura terapia moral e incluso física, se han ido grabando en mi mente frases, actitudes, poses, gestos que retratan unos personajes, un momento histórico, una época.
     Sirvan de ejemplo los rostros alterados por el nerviosismo y la inseguridad del presidente y su vicepresidenta (dispuesta antes ella mohines de ironía, en otros tiempos tan firmes y contundentes en sus declaraciones de crítica (no digo que inmerecida) del anterior gobierno. Se nota, en la expresión de pánico que en ciertos momentos aflora a sus rostros, que no es lo mismo vocear denuestos que ofrecer respuestas y explicar actuaciones; que no es igual derribar árboles a hachazos que plantar bosques; que hay una gran diferencia entre predicar y dar trigo. El rostro de Rajoy, sobre todo, es una imagen recurrente en mis pesadillas diurnas (debo asegurar que ni en los peores momentos de mi iracundo reconcomio tiene cabida Rajoy en mi descanso nocturno). Lo veo tembloroso, pálido, titubeante, con un cada vez  más acusado estrabismo, tratando de decir algo que tenga sentido, que suene a razonable, que pueda interpretarse como creíble. Pero no lo consigue. Y eso debe de ser demoledor. Pero no me da ninguna pena. Espero que un día se lo lleve consigo una racha de viento fuerte que sople desde Bruselas.
      No ha sido menos elocuente como imagen e ilustración de nuestras miserias la expresión compungida –que no arrepentida– del meapilas del Supremo, el beato don Carlos, abandonando la sede judicial tras su forzada dimisión afirmando: “No tengo conciencia de haber hecho nada malo”. Mire usted por dónde este exigente exégeta del cumplimiento sacramental y del cilicio tiene para sí mismo una conciencia laxa, si no profundamente dormida. Me recuerda su actitud la de algunos curas de mi época colegial –y juro que no invento nada– que bramaban para imponer el cumplimiento del sexto mandamiento mientras luego se masturbaban bajo la grasienta sotana al tiempo que escuchaban la confesión de los chicos o las chicas, según sus preferencias. Ayer Dívar abandonaba la sede del Supremo y lo hacía desprestigiado, despreciado y, lo que es peor, dejando el sistema judicial un poco  más sucio de lo que ya estaba cuando accedió al poder, algo que no debió suceder nunca si el entonces presidente hubiera tenido algo más de sentido común y de visión política.
     Me ha irritado profundamente otra imagen: la del sucesor de Dívar, el magistrado de Rosa, aposentando ya con satisfacción evidente su culo orondo (no es exageración, sino desagradable realidad visual) en el sillón de la presidencia del Consejo. Y me ha irritado porque este señor parecía querer convencernos de su prístina rectitud, transparencia y honestidad y de la del resto de consejeros. Parecía decir: “Apartado ya el apestado, el Consejo es un modelo de comportamiento público”. Pero hay algunas cosas que a mí me inquietan y que el juez de Rosa parece ocultar bajo su inmensa papada: una es su trayectoria política y judicial, estrechamente ligada a la de su amigo Francisco Camps, de quien, a la vista de los acontecimientos, ha ido separándose, como un moderno san Pedro; la otra, que hace unos días fue uno de los que en el Consejo votó en contra de exigir responsabilidades a Dívar y, solo cuando ha ido viendo el profundo deterioro público del forofo marbellí, decidió animarle a tomar las de Villadiego; por último, recuerdo que este juez fue uno de los que Baltasar Garzón recusó por su enemistad manifiesta y falta de ecuanimidad. Me gustaría tener una respuesta válida y creíble para los tres puntos que acabo de plantear y que quedan en el aire.
     Me vienen muchas otras imágenes a la mente, imágenes que confirman o contradicen la realidad que quieren representar: pienso en  el prolongado silencio de la en otras circunstancias locuaz y deslenguada Aguirre (son tiempos malos para sacar la lengua a pasear); pese a ello, ayer tuvo tiempo para calificar de vergüenza la sentencia del Constitucional acerca de Sortu.  Es evidente que tal sentencia irrita a la marquesa (nunca sé si es marquesa o condesa porque lo que, de verdad, le pega es ser una especie de Lina Morgan, y no me refiero a la actriz en su vida personal sino a los personajes a los que  da vida); la sentencia le irrita porque es profunda y burdamente españolista (¡y olé!) pero agitar ahora los fantasmones del antivasquismo es una forma descarada de tapar sus vergüenzas recortadoras y sus privatizaciones descaradas.
     Y veo la cara, con expresión de simpleza profunda, de un señor canario que se parece preocupantemente a Aznar y que dice ser ministro de no sé qué, pues lo mismo habla de impulsar el turismo hasta lograr, como un nuevo Fraga, que vuelva a ser el gran milagro económico de España (léase ¡¡¡Es-pa-ña!!! siguiendo el ritmo del bombo de ese ser cavernícola con boina llamado Manolo) como de recortar las subvenciones al carbón. Cuando saca este tema, mira invariablemente hacia el infinito, como hacen todos los que mienten o los que no tienen nada coherente que decir, y además porque le da vergüenza mirar hacia abajo, que es donde están las galerías oscuras y húmedas donde unos mineros siguen encerrados para tratar de doblegar aun gobierno que sigue culpando de todo al gobierno anterior. Como lo hizo el otro día con absoluta desfachatez y sin que se le moviera una pestaña la ministra Fátima Báñez, quien, poniendo cara de acelga (verdura de rico sabor pero francamente inexpresiva y que enseguida se queda lacia), afirmó que lo que hacía su gobierno era cumplir con la ley, aplicando una resolución tomada por el gobierno socialista; naturalmente, no aclaró que esa resolución, pactada con los mineros, contemplaba una reducción de aquí a 2018.
      En suma, la política de los últimos tiempos viene siendo para mí un rosario de gestos nerviosos, miradas huidizas, rostros atemorizados (salvo el del ministro de Windows, que debe tener el secreto de la felicidad boba o un profundo y preocupante grado de inconsciencia, pues siempre se le ve riendo a carcajadas cuando habla de las miserias del país con sus colegas europeos), frases sin sentido, palabras inconexas, mentiras mal contadas, salidas precipitadas huyendo de los periodistas y silencios ominosos.
       Y, como telón de fondo, sobre una plataforma, un señor gallego con plaza de registrador de la propiedad en Alicante, se coloca frente a un micrófono para decir muy serio: “El gobierno  sabe lo que tiene que hacer y hará todo aquello que sea preciso”, aunque nunca sabemos de qué se trata. Y, al día siguiente, repite la misma frase aun cuando haya hecho todo lo contrario de lo que decía que iba a hacer.
     ¡Que el dios en el que no creo nos coja confesados! Porque este país se nos va irremisiblemente a la mierda (y no es una metáfora).

     Nota
     Hoy mi post va sin ilustraciones. Tendría que “sacarlos” a "ellos", y el solo pensamiento me pone enfermo.

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