EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Enfoques y opiniones

de un homo civicus

Las vovces de la crispación

26/6/2020

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Suenan estos días muchas voces, probablemente bienintencionadas quejándose del nivel de crispación que vivimos en España. Y es cierto que hay crispación, mucha. Lo que ya no resulta tan cierto son las causas y la propia descripción que de esa crispación hacen algunos predicadores de la paz social cualquiera que sea el precio.
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                                                             Voces de la crispación
      No hay peor análisis social que el que se limita a hacer simplificaciones, y el campo de la política es caldo de cultivo ideal para que en él florezca la simplificación. Si en política se producen ruido, voces discordantes, descalificaciones, insultos, mentiras, amenazas, forzosamente tiene que ser producto del enfrentamiento entre posiciones radicalmente opuestas. Ya no se va más allá. Es la culpa de los radicales de uno y otro extremo. Porque la virtud, la bondad, están en el centro.
      Hoy mismo, leía un artículo de Esther Palomeras, comentarista política con cuyas opiniones acostumbro a coincidir, en el que se felicitaba del aplauso de la Cámara al ministro Illa, cuya previa intervención –ovacionada por buena parte del Congreso–  había sido un dechado de diplomacia y mano izquierda, y había tenido palabras de agradecimiento para algunos de sus adversarios. (Aclaro entre paréntesis que los mencionados aplausos no fueron secundados ni por Vox ni por el PP.) Comentaba Palomeras su satisfacción por ver un momento de distensión en un escenario tenso, crispado y bronco, y defendía la tesis de que no debe verse al adversario político como un enemigo. Ojalá eso no fuera un deseo utópico. Pero es evidente que a los ciudadanos nunca se les podrá exigir que tengan una actitud amistosa o de generosidad, por ejemplo, con los miembros de la mafia, los narcotraficantes, los que ejercen la violencia contra las mujeres, los racistas, los homófobos, los fanáticos de cualquier religión. Este tipo de seres serán siempre “enemigos sociales”. Y trasladados a la política, esos seres difícilmente podrán ser considerados adversarios, sino enemigos.
      La política es –o debería ser– el terreno en el que se produce un enriquecedor debate de ideas, con sus correspondientes propuestas de actuación, para que los ciudadanos puedan decidir que opción prefieren que dirija la nación durante los siguientes años, sean estos 4 o 5, en función de lo que determine la Constitución de cada país.
      Dice en una entrevista periodística el filósofo Javier Gomá: “España no está dividida entre izquierda y derecha; está dividida entre populistas y quienes creen en la democracia liberal”. Considero que esta afirmación, además de precipitada y muy discutible, constituye una simplificación impropia de un respetado filósofo. Entiendo, no obstante, que una entrevista –que exige respuestas rápidas y, a ser posible, agudas– no es el medio más adecuado para explicar ideas profundas con el debido aplomo y hondura
     Yo estoy convencido de que España está básicamente dividida entre izquierda y derecha. Entre ambas, hay una masa amorfa de gente indiferente, apática, inculta, ramplona, generalmente de ideas sociales conservadoras, que, además, es objetivo perfecto para la labor manipuladora de ciertos medios de comunicación. Y diré más. No solo España, sino el mundo entero está dividido entre izquierda y derecha. Y para clarificar mi postura, me apresuro a  clarificar algo importante: considero izquierda todos aquellos movimientos que a lo largo de la Historia han puesto al Hombre (y a la Mujer), y la lucha por el logro de sus derechos, en el centro de su preocupación; y considero derecha todos aquellos movimientos que a tales derechos humanos han antepuesto los intereses de los poderosos (del dinero y su propiedad), los imperativos legales por encima de la justicia (las leyes las escriben siempre los poderosos) o los dictados de alguna divinidad. Haced la prueba: elegid cualquier punto programático de cualquier movimiento político y veréis que encaja sin dificultad en uno de los dos grandes grupos que acabo de expresar.
     Lógicamente, en una sociedad avanzada que ha ido accediendo a distintos grados de educación y cultura, los anteriores planteamientos se han ido articulando en una gran variedad de creencias, posturas, preferencias y matices. Pero, en lo fundamental, la gente –y, por consiguiente, los partidos políticos– solo son –solo pueden ser– de izquierdas o de derechas. Los partidos que se proclaman de centro suelen tener programas mayoritariamente de derechas salpicados con alguna pequeña concesión a asuntos de tipo social en favor de libertades individuales (derecho al aborto, al matrimonio homosexual, etc.).  Cuando un partido que se proclama de izquierdas acepta sin reparo, por obtener ventajas electorales, concesiones que repugnan a sus ideas (lo que mucha gente considera una muestra de pragmatismo), acaba cayendo en contradicciones autodestructivas, como le ha venido pasando en las últimas décadas al PSOE, o al Partido Laborista en el Reino Unido, por poner un ejemplo de allende nuestras fronteras. Es muy difícil, por el contrario, ver a un partido de derechas aceptando planteamientos de izquierdas, y si por casualidad se ve obligado a hacerlo, siempre es a regañadientes y con la firme intención de dar marcha atrás a la menor oportunidad.
      Esto significa que la vida política que se articula en lo que hemos dado en denominar democracia parlamentaria (dejaremos fuera las dictaduras de todo orden) sufre siempre la tensión que se produce entre los dos grandes movimientos mencionados: izquierda y derecha.
Curiosamente, cada vez es más frecuente definir los movimientos más extremos de las mencionadas posturas izquierda-derecha como “populismos”, otorgando a ambos extremos el mismo grado de reprobación. 
      No hay una definición clara y unívoca del concepto “populismo”. En principio, y habida cuenta de su etimología, parece evidente que se trata de un movimiento que centra su atención en el “pueblo” (del latín populus), diferenciando al pueblo llano de las élites económicas e intelectuales. No obstante, no hay una definición generalmente aceptada. Habría una forma positiva de ser populista, y consistiría en defender, por encima de cualquier otra consideración, los intereses de los más desfavorecidos económica y culturalmente. Habría, en el otro extremo, una forma viciada de ser populista, consistente en simplificar los mensajes (hablar a tontos) o en el predominio de los planteamientos y mensajes emocionales sobre los racionales, apelando a sentimientos toscos y primarios (desprecio por el desfavorecido, xenofobia, envidia, venganza, odio, falso orgullo, pseudopatriotismo desaforado…).
      Hay una empachosa tendencia a calificar de populismo la propuesta de medidas que simplemente son inequívocamente de izquierdas. Pongamos un ejemplo. Alguien juzga como populista la propuesta de que ningún ciudadano deba quedarse sin ingresos que le permitan sobrevivir con un mínimo de dignidad, y me refiero al “ingreso mínimo vital”. ¿No es loable intentar por todos los medios que ningún ciudadano se vea obligado a vivir en la indigencia? ¿No es digno de apoyo desear y luchar para que todos los españoles tengan asegurado su derecho a una vivienda digna, trabajo, sanidad y educación para sus hijos? ¿Es descerebrado pensar que un país como España puede –y debe– dedicar dinero público a conseguir esa mínima exigencia de dignidad para todos, cuando ese mismo país ha dedicado miles de millones para salvar del hundimiento a una banca corrupta y mal gestionada, y lo ha hecho con el dinero de todos los ciudadanos?
      El populismo de izquierdas, si aceptamos que una auténtica ideología radical de izquierdas va a ser siempre catalogada como populista –en mi opinión, indebidamente–, siempre propugna acciones políticas que buscan alcanzar una justicia social también radical, es decir, que nadie quede abandonado a su suerte ni en el terreno material (casa, comida), ni en el sanitario ni en el educativo. Esto, que es una aspiración digna, humanitaria, loable, es siempre respondido por el populismo de derechas con la inmediata descalificación del más necesitado (vagos que no quieren trabajar); con la amenaza xenófoba y ultranacionalista (puerta de entrada a inmigrantes a los que se regala lo que se les quita a los españoles); y con un argumento ultraneoliberal (el país no dispone de los medios para sostener semejante gasto), obviando el hecho de que la riqueza del país, simplemente, está mal e injustamente repartida y en manos de unos pocos. Este populismo de derechas, además, se reviste de unos elementos reduccionistas de contenido emocional, pero que considera que son dignificantes: la patria, la bandera, la (supuesta) grandeza histórica, la tradición (incluida la religiosa), todo ello formando una especie de infumable potpourri  ideológico.
      Si hiciéramos un listado (no exhaustivo) de aspiraciones de un partido de izquierdas, o sea, los objetivos que constituirían la base de su programa de gobierno, nos encontraríamos inevitablemente con los siguientes:
  • una nueva Constitución (o una profunda modificación de la actual) elaborada por un Consejo Constitutivo elegido mediante votación universal de toda la población de entre un conjunto de candidatos con probados conocimientos y experiencia (esto llevaría a la previsible e inevitable modificación de la Jefatura del Estado y del modelo de nación;
  • reparto equitativo de la riqueza y, por tanto, reparto asimismo de las cargas impositivas en función de la capacidad económica real de cada uno;
  • aseguramiento de que ningún ciudadano ni su familia quedan abandonados a una vida de indigencia y que todo el mundo dispone de vivienda digna;
  • respeto exquisito por las libertades individuales (expresión, creencias, sexualidad…)
  • absoluta igualdad entre hombres y mujeres, favoreciendo las medidas para compensar injustas desigualdades históricas;
  • defensa de unas políticas industriales, comerciales que favorezcan un respeto integral del medio ambiente y un cambio radical en el actual sistema basado en el consumismo exacerbado;
  • defensa estricta y firmemente vigilada de los derechos laborales (y nótese que no hablo de la “dictadura del proletariado);
  • absoluta separación de poderes, con unos órganos de dirección de la justicia elegidos democráticamente y nunca dependientes de partidos políticos;
  • un laicismo auténtico, en el que cualquier creencia religiosa sea respetada pero mantenida siempre en ámbitos privados (evidentemente, esto implicaría la denuncia del Concordato con la Santa Sede y la eliminación de todo tipo de ayudas y subvenciones a la Iglesia);
  • un sistema público, gratuito y universal de educación (esto no significa negar el derecho a la educación privada que nunca debería estar subvencionada por el Estado);
  • un sistema público, gratuito y universal de sanidad (esto no significa negar el derecho a la sanidad privada que nunca debería estar subvencionada por el Estado);
  • una red de medios de comunicación públicos, independientes de cualquier interferencia partidista, con un consejo de vigilancia elegido por los ciudadanos;
  • una Comisión independiente y elegida democráticamente de vigilancia de los medios privados de comunicación para que, dentro del más absoluto respeto a la libertad de expresión, se impidiera la publicación y difusión de mentiras, falsas noticias, bulos malintencionados, tendentes a influir de forma espuria y partidista en le opinión pública;
  • fomento y aumento de la financiación en el campo de la investigación científica;
  • fomento y aumento de la financiación en el campo de la cultura;
  • persecución implacable de la corrupción a todos los niveles de la vida pública;
  • mejora integral del sistema de justicia, lo que incluye dos cosas: 1. aceleración de los procesos judiciales, con la necesaria modernización de todos sus procesos, y 2. modificación radical a) del sistema de acceso a la carrera judicial y b) de la elección y composición del CGPJ.
      Es evidente que la anterior enumeración es incompleta, provisional y falta de desarrollo. Pero hago una pregunta.  ¿Alguien con un sentido ponderado, sensato, proporcionado y humanitario de la vida (en el sentido de que mira o se preocupa por el bien del género humano y, por extensión, de sus conciudadanos) podría honestamente rechazar alguno de los principios arriba expuestos?  Es evidente que pueden defenderse matizaciones diversas a los puntos mencionados. Y ahí debería radicar el debate no solo parlamentario, sino social. Lo que no puede hacerse es lo que la derecha española en su conjunto lleva meses haciendo, y que consiste en demonizar la ideología que propugna estos principios y acusar a sus defensores de populismo radical, comunismo bolivariano, amenaza para la unidad de España y otras lindezas aún más vitriólicas y demoledoras.
      Surgen entonces los “buenos de la película”, sosteniendo opiniones que hablan de populismos enfrentados, de radicalismos feroces “de uno y otro lado del espectro político”, de crispación generalizada, poniendo a los defensores de un izquierdismo radical pero democrático en un mismo plano de igualdad que la ultraderecha neofascista. ¡Y por ahí sí que no paso! ¡Me niego a aceptar esa falaz equidistancia “entre dos males”! ¡Me subleva esa idiotez de que todos podemos ser amigos y llevarnos bien! ¡No! ¡Yo no puedo ni quiero llevarme bien con cierta gente! ¡A algunos ni siquiera puedo ni quiero respetarlos! Solo aspiro a que me dejen en paz. Si dijera otra cosa sería un perfecto hipócrita. Yo no puedo ser amigo de un fascista, ni respetarlo. Yo no puedo tolerar la presencia en política de corruptos, ladrones, esquilmadores de lo público. Puedo respetar a una persona de derechas con la que no comparta ideas, creencias ni expectativas de futuro. Y combatiré sus ideas en todos los terrenos, pero dentro del respeto a la persona.
     Para terminar, añadiré que responder al insulto con el desprecio, desmontar las mentiras y llamar mentiroso a quien las propala, desnudar la verdad de los que quieren traer de nuevo el fascismo y la violencia a la escena pública, esas cosas no me convierten en un extremista ni en un crispador.  La tolerancia es buena. Es más; es necesaria. Pero jamás debe hacerse este regalo a los intolerantes. Aunque parezca una perogrullada o un trabalenguas, me gusta insistir en esta magnífica máxima de Karl Popper: ¡¡¡con los intolerantes, tolerancia cero!!!
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La carcunda nacional

5/6/2020

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    La carcunda –aunque también se acepta la palabra carcundia– es un término que surgió en Portugal a principios del siglo XIX y que, más tarde, pasó a enriquecer el repertorio semántico del español. En Portugal se aplicaba a los absolutistas que se oponían a la revolución hacia 1820.  En España, en el siglo XIX, se empezó a utilizar para denominar a carlistas, ultramontanos y neocatólicos; luego, en el siglo XX, pasó a definir a los sucesores ideológicos de aquéllos, englobando indistintamente a fascistas, ultraconservadores, meapilas, santurrones de toda laya, reaccionarios y retrógrados. Por supuesto, caen dentro de esta categoría todos los titulares de grandes fortunas y patrimonios, siempre temerosos de que los avances sociales les vengan a arrebatar sus bienes (y quién sabe, dicen ellos, si sus vidas). Irónicamente, les acompañan gustosos en ese viaje ideológico unos cuantos miles (¿centenares de miles?) de ciudadanos de tercera a los que apenas les llega para vivir con cierta decencia.
      Viene todo esto a cuento del comentario indignado que un amigo ha hecho tras la lectura de la carta que el periodista Ignacio Trillo ha escrito a la infausta jueza del 8M, cuyo nombre callaré para no darle la cancha que no merece. Decía mi amigo en su comentario que la carcunda se ha extendido por todas las estructuras del Estado con el apoyo y beneplácito de una parte demasiado importante de la sociedad civil.
      Tiene razón mi amigo. Pero yo abundo en su idea y la amplío, y afirmo que la carcunda no ha dejado de estar en todo momento presente en todas las estructuras del Estado. Gracias a una Transición fallida (en realidad, fue un absoluto fraude), ha estado presente –en algunos momentos de forma más o menos solapada; en otros, de forma abierta y agresiva– en todos los estamentos que sustentan la estructura del Estado: el Ejército, la banca y el sistema financiero, el poder judicial (es el más peligroso y dañino), el empresariado en su conjunto y los medios de comunicación (a la Iglesia, ni me molesto en mencionarla). En estos momentos, nos encontramos en una fase de abierta y brutal agresividad.
       Desde que prosperó la última moción de censura de 2018 y la izquierda logró ocupar el poder tras las elecciones generales de 2019, la gente del PP –toda la derecha sociológica– se sintió herida, agraviada, insultada, como si al arrebatarle el poder en las urnas les hubieran robado algo que, por derecho divino, les pertenece a ellos, y solo a ellos. Los políticos del PP (y muchos ciudadanos conservadores de los que conforman la carcunda que viven en el piso o el chalet de enfrente, se preguntaban “¿Cómo es posible que unos piojosos comunistas, que deberían estar agradecidos por permitirles participar en política en vez de meterlos en la cárcel, formen parte del Gobierno de la sacrosanta nación española? La rabia, la indignación y una ira incontenible inundaron sus corazones, y de su boca comenzaron a salir los más espantosos epítetos acompañados de espumarajos infectos. Ahora, cuando hablan, cuando escriben, ya no se molestan en dar argumentos, ya no proponen programas, ya no articulan ideas. Se limitan a verter todo el veneno acumulado, a la espera de contagiar a todo el país con su santo odio.
      Para colmo, paralelamente a todo lo anterior, en las últimas elecciones saltó con éxito a la palestra política un nuevo grupo: Vox, para convertirse en portavoz de la grandeza franquista española. Llegaron a la vida pública unos energúmenos (y unas energúmenas) que se atrevían a proclamar abiertamente que eran no solo franquistas convencidos, sino decididamente racistas, machistas, homófobos, xenófobos, anticomunistas, o sea, auténticos neonazis.  (Quizás podría añadirse que la mayoría de ellos no habían pegado nunca un palo al agua y habían vivido subvencionados por la asquerosa democracia, pero eso es tema para otro capítulo.)
       Y lo que ha ocurrido es que esas gentes que conforman la carcunda nacional, a la vista de los logros y, sobre todo, comprobando que las bravuconadas, amenazas, desafíos, insultos y demás perlas democráticas de la camada franquista no recibía ningún tipo de advertencia o amonestación por parte de las autoridades policiales o judiciales, han acabado por perder totalmente el pudor, se han dado cuenta de que pueden levantar la voz y sacar pecho (bien arropado por la bandera, por supuesto) y que hacerlo no solo no trae consecuencias negativas, sino que les va proporcionando réditos políticos.
      Los de Vox son el franquismo descarado (y descarnado), sin careta. Los del PP, hasta ahora representantes del franquismo más tímido y ruboroso (una especie de vino del país rebajado con un poquito de gaseosa), se han quitado la máscara de falsa democracia para evitar que sus votantes se escapen a la carrera más a la derecha. Y la forma de lograr sus propósitos --como ha sido tradicional en la derecha desde tiempos inmemoriales-- es el escándalo vocinglero, el griterío cínico, la injuria sin complejos, la mentira desvergonzada. Porque hay un sector de la sociedad --instalado para su desgracia en la categoría de la más absoluta insignificancia socio-económica-- que asume, acepta y traga con aquello que tiene más resonancia en los medios más cutres: desvergüenza, bulos, mentira, morbo, cutrerío…, y muchos decibelios. No en balde los amos de este estercolero en que vivimos, y que es el que alimenta al neocapitalismo, han sabido adoctrinar a ese lastimoso sector social a través de la inmundicia de sus radios y televisiones. 
        Nos guste o no, vivimos inmersos en la “carcundocracia”. 
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Un reportero nunca es tu amigo

3/6/2020

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      Lo hemos visto en infinidad de películas. Un reportero se acerca a un político conocido (o a cualquier otro personaje que sea objeto de especial interés público), se gana su confianza y consigue que le haga algún comentario “comprometido” de forma oficiosa (lo que ya todo el mundo conoce como off the record). El entrecomillado de comprometido indica que se trata de un comentario que solo puede –o debería– hacerse de forma privada, pero nunca en público. Pasado un tiempo –generalmente, corto– lo dicho al “reportero amigo” aparece publicado en grandes titulares y es inmediatamente usado como arma arrojadiza contra el personaje en cuestión, quien habrá pecado de irreflexivo, incauto, cándido o, simplemente, bisoño y carente de experiencia.
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      Es lo que le ocurrió a Irene Montero cuando, con ocasión de la famosa manifestación del 8M, le comentó a una periodista avispada y con escasos escrúpulos que era normal que hubieran acudido menos personas de las que se esperaba, y que ello era probablemente consecuencia de las noticias que llegaban a España sobre el coronavirus. Como cabía esperar, dado el grado de agresividad, cainismo y desfachatez en que se ha montado la (ultra)derecha, a los representantes de PP y Vox les ha faltado tiempo para abundar en sus absurdas –yo diría grotescas– acusaciones de “homicidio” al Gobierno. El siguiente paso será acusar a Pedro Sánchez y sus ministros de genocidio, y así el esperpento estará plenamente servido.
      En cuanto se supo que en Canarias había un alemán contagiado, antes de que el gobierno impusiera el estado de alarma ya había gente que andaba por la calle con pavor a acercarse a otras personas. Recuerdo en concreto que el día 12 de marzo, cuatro días después de la Manifestación feminista y dos días antes de decretarse la cuarentena, me crucé, en los jardines de nuestra urbanización, con un vecino que me saludó sin detenerse y alejándose más de tres o cuatro metros de mí, para regocijo de las otras personas con las que yo conversaba en ese momento. En aquellas fechas, la gente comentaba lo que estaba ocurriendo en China, en menor medida en Italia y, lo que se sospechaba que podría llegar a ocurrir en nuestro país.
      El periodismo amarillo en general, y muy especialmente el “cloaquero” que ahora impera en España, no se anda con sutilezas. Sabe que la gente, mucha gente, aunque afortunadamente no toda, espera que le sirvan carnaza. Es un público adicto a la casquería, el insulto, los chismes, la comida bazofia. Siempre hay un medio –ya sea prensa escrita, televisada o radiofónica– dispuesto a servírsela. Y nunca faltan reporteros de calle (no los llamo periodistas porque en principio respeto esa profesión) prestos para obtener menudillos sabrosos mediante abuso de confianza, o sea, con falta de deontología (el off the record debe respetarse siempre, del mismo modo que se debe respetar que un periodista mantenga el anonimato de sus fuentes) gracias a la inexperiencia e ingenuidad de un profesional con poca brega en estos terrenos.
      Conste que estoy diferenciando entre la frase –a mita de camino entre desahogo y confidencia– dicha privadamente a alguien en cuya honestidad y discreción se confía y el exabrupto o la salida de tono soltados de forma inoportuna en la proximidad de micrófonos abiertos. En estos últimos casos no hay engaño ni desleal abuso de confianza. Todos recordamos el "¡Vaya coñazo que he soltado!" de Aznar en la UE; o cuando un micrófono captó un comentario José Bono, siendo presidente de Castilla-La Mancha, diciendo que el entonces primer ministro británico, Tony Blair era un "gilipollas".
      Sea como sea, que la prensa de un país centre su atención en un comentario personal filtrado a los medios de forma rastrera dice mucho y alto acerca de esa prensa. Y que ese mismo tema constituya uno de los principales temas de debate planteados a voz en grito en el Congreso de los Diputados por la oposición de derechas deja una imagen bastante lastimosa de la escena política de este país.
      Como resumen y a modo de corolario, recomendaría a los políticos cuya trayectoria no les ha dado la oportunidad de foguearse en estas lides que tuvieran en cuenta estos tres principios fundamentales a la hora de manejarse con “periodistas, reporteros y buscadores de perlas”:
  1. El trabajo de los reporteros de micrófono “oportunista” no es periodismo; es otra cosa. (Un periodista se informa para informar a su vez y, como condición añadida, debe saber escribir de forma precisa y correcta, o bien expresarse oralmente con fluidez y claridad.)
  2. Un periodista que se acerca con un micrófono, una sonrisa y una pregunta lanzada en tono amistoso no desea obtener una información serena y equilibrada; es un buscador de “primicias noticiables”, a ser posible de tono escandaloso.
      Un periodista con un micrófono en la mano nunca es un amigo. Es alguien que nos puede vender por un platillo de lentejas.
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