A nadie con dos dedos de frente se le ocurriría, para apagar un incendio, contratar a un equipo de pirómanos convictos y condenados. Podríamos seguir planteando otros ejemplos igualmente válidos. Por ejemplo, ¿no sería absurdo que, para alcanzar un acuerdo justo sobre el aborto, invitásemos a la mesa de debates a Rouco Varela? ¿Pondríamos la administración de nuestros bienes en manos de alguien con la rectitud moral de Carlos Fabra o Francisco Correa? ¿Encargaríamos la educación sexual de una hija adolescente a Silvio Berlusconi? ¿Se nos ocurriría proponer a Juan Carlos I como presidente de la comisión encargada de debatir la implantación de la República? En todos estos casos, podríamos afirmar que a la persona que apoyase tan absurdos comportamientos o propuestas habría que recomendarle una visita al psiquiatra. O bien tendríamos que indagar la existencia de oscuras e insondables razones. Hay cosas cuya lógica es tan manifiesta, que caen por su propio peso, no requieren explicación.
A toda acción deleznable le sigue, de forma a menudo explícita, una justificación por lo general no solicitada. Con ella, el protagonista de la afrenta, la ruindad o el hecho deshonroso –siempre después de saberse pillado in fraganti– trata de limpiar la mugre de su imagen y recuperar algo de la reputación dañada o perdida, sin caer en la cuenta de lo que dice la vieja sentencia latina: excusatio non petita, accusatio manifesta.
Muchas veces, viendo en televisión las declaraciones de algún abogado encargado de la defensa de los intereses de ciertos personajes, me he preguntado cuál tiene que ser la resistencia de su estómago ante determinados casos o cuál es su capacidad para aceptar la vergüenza ajena y el vilipendio público por su trabajo.
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