EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Enfoques y opiniones

de un homo civicus

Utopía frente a sugestión-manipulación

31/7/2020

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     La Humanidad realizó una dura travesía de 22 siglos, desde la edad dorada de la democracia ateniense, época que vino a durar dos centurias, hasta la llegada de las nuevas democracias liberales en el siglo XIX. Para el común de los mortales, fueron 22 siglos dominados, en mayor o menor grado, por oscurantismo, ausencia de libertades, fanatismo, persecuciones, sometimiento a la voluntad tiránica de reyes, nobles y prelados, amén de guerras, hambrunas y enfermedades. En algunos lugares y en algunos momentos pudo producirse algún asomo de suavización de esas condiciones de vida, pero siempre fueron rayos de luz pasajeros. Añadiré que, a pesar de tan nefastas condiciones, hombres y mujeres de distintas épocas – estas últimas en la medida en que el imperante y brutal dominio machista se lo permitió–  fueron siempre capaces de dar muestra de su inmensa riqueza creadora, dejando para la posteridad maravillosas obras literarias, musicales, pictóricas, arquitectónicas, y ofreciendo destellos de una grandeza que no eran don divino, sino fruto de su capacidad creativa, que ni el oscurantismo religioso ni el despotismo político fueron capaces de anular.
   La implantación de democracias liberales en Europa y América fue, sin duda, un gran paso adelante en la conquista de derechos, pero ni de lejos significó que la auténtica democracia –repito, sin adjetivos ni ornamentos– se hubiera hecho realidad. Lo que en suma vino a instalarse en nuestras vidas fue la democracia parlamentaria (adobada con el adjetivo de “representativa”), la cual, siendo básicamente buena y significando mucho en comparación con la absoluta carencia de libertades y derechos que había anteriormente, ni de lejos logró satisfacer a la gran mayoría, e incluso deslumbró a personas de más que respetable entendimiento, o sea, las cegó, privándoles de una visión certera de la realidad sociopolítica en que estaban inmersas. Algunos –muchos–  siguen viviendo, incluso felices, en ese engaño.
    He tenido frecuentes debates –incluso acaloradas diatribas– acerca de la conveniencia y pertinencia de perseguir la perfección democrática. Y esto no solo aplicado a la realidad española, sino de forma general a toda la sociedad. Parece como si exigir o, al menos, perseguir esa perfección fuera una meta insensata que pudiera acarrearnos el castigo de los dioses por aspirar de forma indebida a algo inalcanzable. Me han dicho más de una vez que esa aspiración es utópica, y que los planteamientos utópicos solo consiguen alejarnos de los logros posibles y alcanzables. Disiento. Estoy convencido de que renunciar a la utopía constituye un camino que conduce de forma inexorable a la distopía.
     Si aceptamos que las democracias parlamentarias liberales más representativas constituyen aceptables modelos de partida en el camino hacia la perfección democrática, sería útil identificar todos aquellos escollos que impiden o, al menos, dificultan avanzar hacia una democracia plena, auténtica.
  - El mantenimiento de instituciones obsoletas, arcaicas, ancladas en principios “sacrosantos” de origen medieval, la más representativa de las cuales serían las monarquías. Nada hay tan retrógrado como la aceptación del derecho hereditario del poder.
   -   Las “santas Constituciones” (no hablo solo de la española), que, habiendo sido concebidas para garantizar el imperio de la Ley y los derechos de todos los ciudadanos, se acaban convirtiendo en el escudo para el mantenimiento de privilegios de clase y en arma de defensa de la partitocracia.
   -  La pervivencia de las religiones como organismos sociales siempre unidas al poder político, que imponen formas de vida y comportamientos, a menudo rechazables e incluso ignominiosos, basados en la supuesta “palabra de un dios” (cada religión tiene el suyo propio único y verdadero), dioses cuya existencia es contraria a todo principio lógico o científico. Las religiones: a) crean mentalidades conformistas, sumisas, irreflexivas; b) son causa de graves conflictos entre posturas y dogmas irreconciliables; c) promueven posturas personales dominadas por el fanatismo y la intolerancia; d) han sido causa de numerosas y cruentas guerras. No se logrará la utopía de una democracia auténtica hasta que el teísmo, si lo hay, sea producto de la reflexión personal y nunca la doctrina expuesta e impuesta por un grupo religioso.
   -  El sistema capitalista, basado en el burdo infundio de la sacrosanta libertad de mercado. Esta libertad solo podría alcanzarse en una inexistente arcadia en que el comercio se basara en el puro sistema de intercambio personal de bienes y servicios.  La libertad de mercado desde siempre ha favorecido exclusivamente a los más poderosos, a los grandes latifundistas, a los banqueros, a los dueños de grandes empresas. En esa ciénaga de ambición y avaricia se desarrollaron males como el colonialismo racista, el esclavismo. El capitalismo moderno ha tenido la habilidad de convencer a una importante masa de población de clase media –sea aspirante, incipiente, conformista, ilusa o incluso acomodada– de las innegables ventajas del sistema. Les ha hecho creer que “forman parte” del “club de los selectos”. Naturalmente, tienen buen cuidado de mantener ocultos todos los vicios y males imprescindibles para su pervivencia: miseria generalizada en buena parte del mundo; explotación inmisericorde de amplísimos sectores de población, incluidos niños; instigación y financiación de golpes de Estado para garantizar la continuidad de obtención de valiosas materias primas (Chile, Bolivia, Brasil…); destrozo del medio ambiente y progresiva e imparable aniquilación del Planeta.
    Pero nada de lo anterior sería posible –o al menos no sería tan fácilmente alcanzable– sin la ayuda del elemento que considero esencial para que los que manejan el sistema capitalista (léase el sistema de poder mundial) puedan campar por sus fueros sin temor a que se produzca una “revolución” que aniquile sus privilegios: la tecnología en general y, en particular, la de la comunicación.
    No quiero que se entienda que estoy en contra de los avances tecnológicos. Sería absurdo, puesto que nos han aportado enormes beneficios y grandes posibilidades no solo de esparcimiento, sino también de información y conocimiento. No sería fácil imaginar los tiempos actuales sin las aportaciones, por ejemplo, del cine y la televisión. Y sería absurdo no reconocer los enormes y beneficios avances que la tecnología ha traído al campo de la investigación científica y, concretamente, de la medicina.
     Pero el capitalismo no podía dejar pasar la oportunidad que estos avances tecnológicos le brindan para ampliar y afianzar más aún su poder sobre el conjunto de la sociedad. Véasen los siguientes ejemplos:
    -  La televisión aporta información y entretenimiento, pero, al mismo tiempo, se ha convertido en una droga y un arma de seducción que mantiene abducida (¿aborregada?) a muchísima gente. ¿Hay un ejemplo más claro (y triste a la vez) que ver un televisor a color funcionando en el interior de una chabola, ofreciendo a sus miserables ocupantes imágenes de un mundo deseado, pero que jamás estará a su alcance?
    -  Los avances tecnológicos en el campo de la telefonía nos permiten estar inmediata e instantáneamente comunicados con las personas a las que queremos, cualquiera que sea el lugar en que nos encontremos. Pero esa misma tecnología hace que estemos en todo momento controlados por el Gran Hermano.
     Todos los avances mencionados se conjugan alevosamente contra nosotros y contra nuestras posibilidades de avanzar hacia una democracia real mediante la espuria utilización que hace el poder de los más avanzados medios tecnológicos de comunicación. Nunca antes los poderosos habían sido tan poderosos, valga la redundancia. Los medios de comunicación, que teóricamente podrían (deberían) ayudarnos a emanciparnos de cualquier tipo de yugo gracias precisamente a la información que nos ofrecen, nos convierten en esclavos voluntarios y nos manipulan de forma abierta y descarada. En ese estado casi alucinógeno de autoconvencimiento en que llegamos a caer, hace tiempo se acuñó una expresión que, siendo cierta, lo es en sentido contrario al que muchos suelen entenderla: “Información es poder”. Cierto. Pero esa información no nos proporciona poder a los mortales comunes y corrientes, sino que se lo proporciona al sistema, al establishment, a los poderosos, a los que ya lo detentan.
     La capacidad de manipulación de la mente y las opiniones de la población es terrorífica. Lógicamente, este poder está en manos muy concretas, y, no por conocidas, menos peligrosas. La masa social, como la masa del pan, es muy maleable. Aterra pensar hasta qué punto los modernos medios de comunicación, apoyándose en las modernas tecnologías y en el profundo conocimiento de las teorías del comportamiento humano, son capaces de conducir a grandes masas de población a pensar y actuar de la forma más conveniente a sus intereses. Quiero decir de los intereses de los que detentan el poder político y, sobre todo, económico.
     Todo lo anterior no es fruto de mi imaginación calenturienta. Es simple y llanamente ciencia. Leía hace poco que Ramón y Cajal se sintió fuertemente atraído por la psicoterapia hipnótica y sugestiva, materia de gran actualidad a nivel internacional a finales del siglo XIX, pese a que los defensores del hipnotismo como disciplina científica tuvieron que enfrentarse a muchos detractores, incluida, cómo no, la Iglesia Católica, que asociaba estas prácticas con fenómenos del ámbito del ocultismo y la demonología. No así Ramón y Cajal, que la estudió con auténtico interés científico. Traigo esto a colación porque hay un párrafo de Cajal, enormemente esclarecedor sobre el tema de la sugestión a nivel colectivo y la opinión que éste provocó en nuestro célebre investigador.
  "Los experimentos de sugestión causáronme un doble sentimiento de estupor y desilusión: estupor al reconocer la realidad de fenómenos de automatismo cerebral estimados hasta entonces como farsas y trampantojos de magnetizadores de circo; y decepción dolorosa al considerar que el tan decantado cerebro humano, la obra maestra de la creación, adolece del enorme defecto de la sugestibilidad; defecto en cuya virtud, hasta la más excelsa inteligencia puede, en ocasiones, convertirse por ministerio de hábiles sugestionadores, conscientes o inconscientes (oradores, políticos, guerreros, apóstoles, etc.), en humilde y pasivo instrumento de delirios, ambiciones o codicias".
     Diríase que Ramón y Cajal estaba haciendo una descripción de algunos comportamientos sociales de la más rabiosa actualidad bajo el efecto de la sugestión, de la manipulación provocada por los medios de comunicación.


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La monarquía, pura arqueología política

17/7/2020

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      Los reyes, en general, y el actual espécimen residual de nuestra dinastía borbónica, en particular, necesitan justificar de algún modo su existencia, la cual, si se queda desnuda de ornamentos, ceremoniales y demás fruslerías protocolarias, resulta difícilmente entendible y a todas luces injustificable, incongruente y anacrónica. No voy a tratar de hacer una exposición argumentada de lo extemporáneo de una monarquía (cualquiera) en el siglo XXI, pues caería en el absurdo de intentar demostrar algo que en su esencia lleva implícita su propia demostración. Lo inconcebible es que esa institución arcaica –o, para ser más exactos, arqueológica– se mantenga activa entre nosotros y, aunque moribunda, trate de aferrarse a su bien provisto y cómodo pesebre, revistiéndose de una aparente oportunidad a través de una falsa modernidad.
      Surgen cada día en España nuevas voces que reclaman el derecho ciudadano a manifestar su rechazo de la monarquía y su preferencia por una República. Los monárquicos, especímenes conservadores e inmovilistas (o sea, retrógrados), aducen como argumento contra tal “desafuero”, entre otros desatinos, que el presidente de la República podría acabar convirtiéndose en un personaje indigno, nefasto, corrupto... Imagino que, cuando lo dicen, se les enciende una lucecita interior de alarma que les recuerda que la corrupción, el latrocinio y la obscenidad es precisamente lo que ha caracterizado a sus más recientes e idolatradas testas coronadas. Curiosamente, alguna vez he escuchado de boca de socialistas de carnet –y, por tanto, teóricos republicanos– aducir como argumento para no insistir en la abolición de la monarquía, que el Rey es, en primer lugar, un excelente “aglutinador” social, una especie de argamasa capaz de unir en un bloque compacto a tirios y troyanos, y, en segundo lugar, que es un personaje inocuo, sin poder real, y que podía ser peor tener a un Aznar (por poner un ejemplo nefasto) como presidente de la República. La respuesta a semejante idiotez cae por su propio peso, ya que: 1. en caso de producirse esa insinuada catástrofe y que pudiera llegar a ser presidente de la República, el susodicho y lamentable personaje permanecería en el cargo el tiempo que durase su mandato, o sea, cuatro años, mientras que un rey (y toda su familia parasitaria) se quedan de por vida; 2. a ese señor que dios confunda ya lo tuvimos de Presidente de Gobierno, que es un cargo que conlleva más peligro para el país, puesto que está dotado de mucho mayor poder ejecutivo que el cargo de presidente de la República; 3. y lo mejor de todo es que, a diferencia de lo que ocurre con la Monarquía, en caso de cometer algún delito durante el tiempo en que estuviera al frente de la jefatura del Estado, un presidente podría ser acusado, investigado, procesado y condenado, como cualquier otro ciudadano.
     Llegados a este punto, vienen a mi mente tres ideas que, aunque están íntimamente ligadas, exigen ser analizadas de forma separada
       El primero es la inviolabilidad del rey mientras está en el ejercicio de su cargo. Que un Jefe de Estado, por el hecho de llevar puesta una corona sobre las sienes y sentarse en un “trono”, sea legal y jurídicamente inviolable me parece un dislate tremebundo, una perversión repugnante, pues convierte al titular de una proclamada “monarquía parlamentaria y constitucional” en un monarca absolutista, elegido por “derecho divino” y con capacidad para cometer cualquier delito o tropelía sin que la Justicia pueda intervenir para castigarlo. Es esta una figura oscuramente medieval y divinizada en un mundo difícilmente entendible en el mundo actual. Es una incoherencia, un disparate y, digámoslo sin tapujos, un oprobio.
    Más de un jurista merecedor de respeto considera una aberración interpretar que la “inviolabilidad” del Rey plasmada en la Constitución equivale a “impunidad”, pues si nos atenemos al texto del artículo 62 de la Constitución, parece evidente que esa inviolabilidad solo sería aplicable a los actos realizados en el ejercicio de su cargo. He aquí lo que dice el texto constitucional: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo”. He subrayado la frase que expresa la necesidad de refrendo (por parte del Parlamento o del Ejecutivo), para que un acto realizado por el monarca sea considerado un acto “en el ejercicio de sus funciones”. Si no es así, debe entenderse que el rey no actúa como tal, sino como ciudadano normal y corriente. Entre otros juristas, el juez Castro Aragón, por ejemplo, considera que no sería necesaria una modificación de la Constitución para retirar el término “inviolable” y de este modo eliminar ambigüedades. El artículo 62 quedaría de este modo: “La persona del Rey no está sujeta a responsabilidad y sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo”. Son muchos los juristas que así lo entienden. No obstante, algo tan aparentemente sencillo se complica al constatar que la doctrina de la inviolabilidad ha sido torticeramente fijada por parte del pleno del Tribunal Constitucional para evitar que algún juez radical y bolivariano quiera meterle un gol a la monarquía por esa escuadra.
       El segundo escollo, todavía más escabroso y preocupante, es la dificultad –quizás debiera decir la casi absoluta imposibilidad real– para modificar la Constitución. Dicha dificultad desaparece como por encanto en el caso de que la modificación en cuestión sea del agrado de esa mayoría social que abarca a toda la derecha y a una parte de esa izquierda de color levemente rosado que vive alojada en el PSOE. Todos tenemos el triste recuerdo de la oprobiosa modificación constitucional del Artículo 135 que, a espaldas de la ciudadanía, tramitaron sin el menor pudor PP y PSOE para defender “el principio de estabilidad presupuestaria”, como les exigió la UE y ambos partidos obedientemente acataron.
       No cabe duda que una buena Constitución constituye uno de los pilares para un funcionamiento ordenado de las distintas instituciones de cualquier país. La Constitución así entendida es el principal pilar legislativo de un país, pero de ahí a convertirla en un texto sacrosanto va un abismo. Nada de lo que ha sido hecho por el ser humano (de forma individual o colectiva) es sagrado e inmutable. Y menos en el caso de la Constitución española, habida cuenta de que los constituyentes (los denominados “padres” de la Constitución), aun poniendo su mejor voluntad y sus mejores deseos, debieron redactarla en un momento en el que 1. aún resonaban las voces autoritarias de la dictadura incluso entre muchos de los propios constituyentes; 2. los partidos de izquierdas estaban dispuestos a renunciar a muchas de sus aspiraciones para hacerse “perdonar y aceptar”; 3. todos, pero en especial los “rojos”, sentían en el cogote la respiración de los generales en estado de permanente vigilancia; 4. la definición de la Jefatura del Estado había sido sellada por el dictador con el nombramiento de Juan Carlos de Borbón como rey “y sucesor” suyo. En otras palabras, la Constitución española nació lastrada, contaminada, cojitranca.
      La derecha (y en este caso, no me refiero solo a los partidos, en aquel entonces de vida incipiente, sino a la oligarquía representada por altos mandos militares, jueces, banqueros, jerarcas eclesiásticos, grandes terratenientes, poderosos industriales, etc.) toleró que la Constitución introdujera conceptos imprescindibles para que aquélla fuera generalmente aceptada, pero pensando que la realidad pondría a cada cual en su lugar. Ahí quedaban frases como estas, llenas de buena voluntad y belleza, pero que todos hemos visto cómo quedaban en agua de borrajas: “Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada” (¿alguien se lo puede creer?) , o “Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo (…) y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo” (¿qué les decimos a los que llevan años en el paro, a los que perciben un salario indigno insuficiente para mantener a sus familias o a las mujeres que sufren una brutal discriminación salarial?), o “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.” (¿No debería el Estado ser laico, en vez de aconfesional? ¿No se debería tener en cuenta las “no creencias” religiosas de cientos de miles de españoles y, por lo tanto, eliminar las subvenciones a las organizaciones religiosas, sobre todo a la iglesia católica, subvenciones que salen de los bolsillos de creyentes y no creyentes?)
      Considero que la lectura de certos artículos de la Constitución, confrontados con la realidad que vivimos en nuestro país, harían sonreír irónicamente a muchos, sonrojarse a otros (si tuvieran la honestidad de reconocer la verdad), fruncir el ceño con cabreo a quienes consideran que esta Constitución no les representa y, además, si tienen menos de 55 años, no la votaron o, como se dice con una expresión ñoña pero muy repetida, no “se la dieron a sí mismos”, y poner gesto de incredulidad a cualquiera que la lea como observador imparcial. Pero el problema es que los constituyentes –en especial aquellos que aportaban una clara impronta franquista (Manuel Fraga, Gabriel Cisneros, Miguel Herrero, Pérez-Llorca)– tuvieron buen cuidado de introducir en el propio texto constitucional, para eliminar de raíz cualquier veleidad modernizadora, unas condiciones para llevar a cabo cualquier modificación que lo hacen prácticamente inviable. Se exige que cualquier modificación reciba la aprobación de 2/3 en el Congreso y en el Senado, que se disuelvan inmediatamente ambas cámaras, que haya nuevas elecciones y que, una vez constituidas ambas cámaras, también lo aprueben, esta vez por mayoría simple, a todo lo cual debe seguir un referéndum nacional obligatorio y vinculante.
     ¿Habría una forma de eludir el insalvable escollo que plantea la aplicación estricta del texto constitucional para que el Parlamento se viera obligado –muy a su pesar– a introducir una enmienda profunda de la Constitución en el escabroso tema de la Jefatura del Estado, entre otros? Sin duda la habría. Bastaría con que el actual titular de la Corona, Felipe de Borbón, tuviera un mínimo de decencia, una dosis no desdeñable de inteligencia, algo de amor (no mucho) a España y gran sentido de la oportunidad histórica, y presentase su abdicación irrevocable, su renuncia al trono en su nombre y en el de sus descendientes. Claro que él nunca lo va a hacer motu proprio. Primero porque carece de todas las exigencias de carácter que acabo de apuntar más arriba, y porque, además, en primer lugar, comparte colchón (y, por tanto, opinión) con una mujer que ha demostrado tener una insaciable ambición y rapacidad, y, en segundo lugar, porque sigue habiendo toda una poderosa oligarquía (económica, judicial, militar y religiosa) que trataría por todos los medios (y digo “todos”) de impedírselo. Quizás debamos ser los propios ciudadanos, a través de todos los medios a nuestro alcance, quienes un día sí y otro también le recordemos que no lo queremos, que rechazamos la anacrónica institución que representa, que el mejor servicio que le puede hacer a España es renunciar y convertirse en un ciudadano más, dispuesto a vivir de su trabajo. O de sus inmensas rentas, que las tiene. Y a mí, llegados a ese punto, no me importaría nada dónde las disfrutaran, con tal que fuese a mucha distancia de nuestras fronteras. A conseguir esto podría contribuir la organización de un largamente debido referéndum sobre la jefatura del Estado, incluso si el mismo no fuera vinculante. Seguro que el resultado iba a dejar a más de uno con las bragas monárquicas en la mano.
      (La tatarabuela de Felipe VI, Isabel II, ya abdicó. Lo hizo en Francia, en el exilio, en 1870, como puede verse en la siguiente ilustración. A ver si por casualidad lee esto y toma buena nota. Total, puestos a pedir…)
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