Si hacemos un recorrido histórico, aunque sea a grandes rasgos, y analizamos las actuaciones e interacciones del ser humano a lo largo de los siglos, podremos constatar que, con pequeñas variantes y con las lógicas diferencias impuestas por los distintos grados de refinamiento intelectual y de desarrollo social, cultural, científico y tecnológico, son muy concretos (y no demasiado numerosos) los fenómenos que han provocado esas actuaciones.
Los hay de dos tipos: aquellos fenómenos que responden a un impulso de supervivencia y son, por tanto, de naturaleza más instintiva que racional, aunque los actos desarrollados requieran el uso de la razón; y los fenómenos que entrarían en una esfera más espiritual (miedo me da la palabra), y que requieren un posterior e intenso desarrollo intelectual. Tomemos los primeros. Los seres humanos, tanto de forma individual o como integrantes de un grupo social, han luchado desde siempre por sobrevivir, y para ello han tenido que obtener primero, y producir después, alimentos para saciar el hambre, fabricar vestidos y construir habitáculos para protegerse de las inclemencias del tiempo, organizarse para superar el miedo de posibles enemigos (depredadores y/o competidores) y defenderse de ellos. En este terreno, el máximo logro del ser humano ha sido la formación de grupos afines para compartir seguridad, fuerza, apoyo mutuo. Estos grupos comenzaron por ser meras tribus, con unas normas de convivencia muy simples, hasta llegar a alcanzar la categoría de pueblos, ciudades y naciones. El aspecto negativo de esta evolución han sido los enfrentamientos, las guerras, al menos cierto tipo de guerras, pues otras –las más– han sido provocadas por los fenómenos de origen supuestamente “intelectual”. Pasemos al segundo tipo de fenómenos. Si tuviera que nombrar los tres que considero fundamentales en la evolución del ser humano y ordenarlos no solo por su importancia, sino también por su orden de aparición en la conciencia individual y colectiva, diría estos: en primer lugar, la curiosidad (no exenta al principio de cierta perplejidad) ante el todo lo que le rodea, curiosidad que le va a llevar a hacer descubrimientos cada vez más avanzados, investigar todo lo que hay a su alrededor y, lo que es más importante, crear todo un mundo abstracto, como el lenguaje, las normas de convivencia (moral), el arte, el comportamiento del universo; en segundo lugar, yo pondría el miedo a lo desconocido, incluidas en un primer momento la oscuridad de la noche y ciertos fenómenos atmosféricos, pero, sobre todo, la muerte; y, por último, la ambición de poder, que le va a impulsar a ser más fuerte que los otros, a ocupar más territorio, a acaparar más alimentos, a fabricar armas cada vez más sofisticadas, en suma, a dominar a otros seres humanos. Lo que es evidente, salvados los primeros brochazos anteriores, es que el asentamiento de los distintos grupos humanos en el Planeta fue dando paso al crecimiento de sentimientos como el respeto (temor) al más fuerte, la ocasional, aunque creciente piedad por el más débil, la admiración por la belleza y, por supuesto, otros menos loables, como la envidia, el rechazo al diferente, el odio al competidor. Y ese enriquecimiento del pensamiento traerá consigo algo inevitable en absolutamente todas las culturas: la preocupación por la trascendencia. ¿Qué ocurre tras la muerte? ¿Qué hago aquí? ¿Quién me ha puesto aquí, por qué y para qué? Y lo que tendría que conducir a un pensamiento puramente filosófico da paso al sentimiento religioso, pues la respuesta (en caso de haberla) va a venir dada, no por una meditación sino por la fuerza de la jerarquía, por la autoridad del líder, que, en un primer momento, va a ser líder político y religioso. No solo eso: el líder político se va a convertir en portavoz y representante directo de la deidad creadora, cuando no directamente en el mismo dios. La sincronía de estos dos ámbitos, el político y el religioso, no solo va a perdurar, sino que se irá fortaleciendo cada vez más con el paso del tiempo. Solo pasado mucho tiempo —siglos— comenzarán a surgir individuos con la fuerza y la capacidad intelectual para cuestionar las creencias que los seres humanos han venido aceptando y acatando desde tiempos remotos. Serán pensadores aislados, excepcionales. Y serán, además, censurados, incomprendidos, cuando no castigados por constituir un ejemplo pernicioso para los demás ciudadanos. Ante el fenómenos religioso, siempre planteo las siguientes consideraciones cuyo cumplimiento considero esencial. 1. El pensamiento religioso, cuando lo hay, debe producirse siempre en forma de meditación interior. Lo normal es que dicha meditación sea fruto de la curiosidad, el asombro, la fascinación ante el universo y por la búsqueda de respuestas que traten de explicar la presencia del ser humano en dicho universo. Una presencia finita en un universo que parece ser de duración infinita. 2. La manifestación externa del pensamiento religioso, en caso de ser bidireccional, solo debería producirse en el ámbito del diálogo entre dos seres inteligentes, que han meditado y desean intercambiar las ideas a las que han llegado en su observación del universo y del ser humano que lo habita. Nunca debe ser una comunicación unidireccional, pues, por lo general, ese tipo de comunicación esconde propósito adoctrinador. 3. Si el pensamiento religioso se manifiesta en forma escrita, solo debe buscar aportar ideas que puedan ser compartidas o rebatidas en el marco de un debate intelectual. Cuando las ideas pasan de un terreno de especulación filosófica a otro religioso (teísta), constituyen meras conjeturas personales sin posibilidad de demostración científica, por lo que solo tienen valor y “utilidad” para quien las ha concebido. 4. La meditación personal sobre el fenómeno religioso y la trascendencia del ser humano solo puede tener tres resultados: alguna clase de teísmo, es decir, la aceptación –siempre en el terreno de la hipótesis– de la existencia de algún ser superior, sobre el que podemos conjeturar las características que nuestra imaginación sea capaz de concebir; aceptación de la imposibilidad de alcanzar ninguna respuesta concluyente y plenamente satisfactoria, ni en un sentido ni en otro, es decir, el agnosticismo; el convencimiento de que no hay ningún ser superior y que el universo es el resultado de una cadena de fenómenos físicos, cuyo origen y evolución escapa a la comprensión de la mayoría de los mortales, es decir, el ateísmo. 5. El mero hecho de desarrollar un pensamiento sobre todos estos temas no implica ninguna valoración moral para nuestras vidas. La existencia de unos valores morales que rijan la convivencia social es ajena por completo a la hipotética existencia de un ser superior. Un ateo –o un agnóstico– pueden mostrar comportamientos morales tan elevados e incluso muy superiores a los de un creyente de una religión cualquiera, y ello sin que tenga que mediar el temor a un castigo divino. Por el contrario, las religiones, todas ellas, están en las antípodas de las consideraciones anteriores.
Como añadido de cierre, me gustaría hacer una última consideración. Todas las religiones se han esforzado por explicar de alguna forma quién y cómo es dios, dónde está, a qué dedica su tiempo (aparte de observarnos, tarea por demás aburrida parecida a ver una especie de mala telenovela plagada de personajes bastante deleznables). Para colmo, las distintas sectas cristianas tuvieron la osadía de dar a su dios forma humana y le hicieron bajar a la Tierra como hijo de sí mismo (pues teóricamente dios solo hay uno) adoptando la forma de hombre mortal, con el fin de salvarnos. En resumen, dios fue enviado por dios (o sea, se envió a sí mismo) con forma de hombre mortal, pero es evidente que, en tanto que dios, no podía nacer como fruto de un vulgar coito, por lo que fue engendrado en una virgen por el espíritu santo (en forma de paloma), o sea, por él mismo, puesto que solo hay un dios, con lo que tenemos que el mismo dios hizo concebir un hijo a su propia madre, con lo que dicho dios fue a un tiempo su propio padre y su propio hijo, todo ello en un revoltijo incestuoso mayúsculo. Y todo por el empeño de justificar el principio cristiano de que dios hizo al hombre (no dice nada de la mujer puesto que la englobaba dentro del concepto de hombre) a su imagen y semejanza, cuando parece evidente que fue al revés: que el hombre hizo a dios a su imagen y semejanza. Dejaremos para otro día tratar de responder a una sospecha inquietante. Si Jesucristo era dios, y dicen que lo era, y sabemos que, aun siendo dios, comía y bebía, y pasaba frío y hambre, podemos preguntarnos algo que estoy convencido de que muchos os habréis preguntado alguna vez: ¿también se excitaba sexualmente, tenía gases, orinaba y defecaba Jesucristo, o sea, dios? ¿O quizás es que no era dios? ¡Menudo lío! Dejo la respuesta a vuestra imaginación. |
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April 2022
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