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de un homo civicus

¿Reyes y reinas? ¡Ni en los cuentos infantiles!

30/8/2020

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     Leía hace unos días un artículo de la periodista Elisa Beni, con cuyos planteamientos muy a menudo coincido, y he querido dejar reposar durante unos cuantos días lo en él leído antes de hacer mi propia reflexión a propósito de nuestra malhadada monarquía, pues, si bien algunos de los conceptos vertidos en dicho artículo me parecían razonables, constaté que otros me exasperaban, pues conducían a una trampa en la que a menudo caen muchas personas que se autodefinen como progresistas o, incluso, republicanas.
     Planteaba la periodista en su artículo que “el debate [no debe plantearse como] un partido de fútbol entre monarquía o república, sino una reflexión sobre los valores y controles que queremos exigir a quien ostente la jefatura del Estado”. Esto, siendo cierto, no deja de ser obvio. Apenas hemos tenido tiempo de admitir esta básica coincidencia, cuando nos percatamos de que la autora ha estado a punto de colarnos una verdad de Perogrullo. ¿Cómo podría no exigirse el más alto grado de integridad moral y las más altas virtudes públicas a quien ostenta la principal magistratura del Estado y representa ante el mundo a todos los ciudadanos del país? Pues bien, esta obviedad se da de bruces con la realidad, pues en España, con la actual Constitución en la mano, el Jefe del Estado (el rey) es inviolable, intocable, inmune, lo que ha permitido que quien ocupó dicho cargo durante casi cuarenta años, haya demostrado ser un sinvergüenza redomado, un delincuente y un putero, cuyas acciones nos han abochornado ante el mundo a todos los españoles (al menos a los españoles decentes). ¿Dónde quedan esos valores exigibles “a quien ostenta la jefatura del Estado?” Y esto es así por mucho que se empeñen los más respetados expertos constitucionalistas en tratar de demostrar que esa inviolabilidad es solo relativa y muy discutible. La realidad es mucho más tozuda que sus valiosos razonamientos.
      Sigue más adelante Elisa Beni aportando un argumento que se ha convertido desde hace años en un clásico entre quienes defienden que monarquía o república son dos formas de Estado que pueden ser igual e indistintamente buenas o malas, dependiendo de quién esté sentado en el trono o en el sillón presidencial. Lo dice con estas palabras: “Como dijo Montesquieu, el régimen británico es el de una nación en el que la república se esconde bajo la forma monárquica y, como bien le completó Revel, a la inversa, Francia es una nación en la que la monarquía se esconde bajo la forma de la república”. ¿No os suena muy parecido al famoso ejemplo de cinismo expresado en su día por Felipe González cuando afirmó aquello de “gato blanco o gato negro, lo que importa es que cace ratones”? Y continúa la articulista con una frase que encierra un total desmentido de lo que anteriormente pretendía demostrar. Dice: “La moraleja de todo ello es que lo realmente importante es que la forma de constituirse que el Estado adopte sea respetuosa de lo que se han dado en llamar las virtudes republicanas”. He subrayado la frase anterior, pues tiene miga. ¿Por qué a las que generalmente se consideran virtudes públicas por excelencia (moralidad, ética, decencia, moderación, austeridad, honradez, integridad…) se las denomina “virtudes republicanas” y no “virtudes monárquicas”? ¿No será acaso porque esto último constituiría un despropósito?
       Termino con el último párrafo del artículo de Elisa Beni que he elegido por ser aquel en el que me siento más distanciado de su postura, que, no obstante, respeto. “No es real ni interesante establecer un debate entre monarquía y república, como si lo hiciéramos entre el absolutismo y la forma política en la que los ciudadanos son libres, iguales y fraternos. Eso es un anacronismo visceral español. Aquí la clave está en el adjetivo 'constitucional', porque esos principios republicanos están perfectamente recogidos en nuestra Carta Magna.” De nuevo, la normalmente excelente periodista nos tiende una trampa, pues nos obliga a reconocer que no todas las monarquías son absolutistas y algunas repúblicas son deleznables, por lo que la bondad o maldad de ciertos sistemas no dependen de que sean una monarquía o una república. Esta falsa conclusión, en muchos casos, da por finiquitado el debate.
      No estoy para nada de acuerdo con esta forma de argumentar, que parte de una absoluta falsedad en su base conceptual. Por supuesto que no se trata de enfrentar Monarquía y República. Es un conflicto falso, adulterado y tramposo enfrentar ambos conceptos. Y ello es así porque, en pleno siglo XXI, estos dos conceptos políticos no constituyen sistemas contrastables, confrontables, equiparables. La razón es muy sencilla. A nada que usemos unos mínimos criterios de sentido común, tendremos que aceptar que las monarquías no pueden tener cabida en nuestro tiempo, no al menos en países modernos con una cultura que se considera avanzada. Que una monarquía no signifique absolutismo no justifica su existencia. Las monarquías son instituciones retrógradas, y deberían desaparecer. Todas ellas. Por sentido de la historia; por respeto a la dignidad personal de los ciudadanos; por higiene política; por decencia social.
      Las monarquías ejemplifican los aspectos más indignos y mezquinos de las relaciones humanas, en tanto que vínculo de dependencia entre los ciudadanos y aquellas personas encargadas de gobernarlos. Cuando comienza la tercera década del siglo XXI, no es aceptable:
  • que la jefatura del Estado (por mucho que esté sancionado por la Constitución), en lugar de ser ocupada por una persona libremente elegida por los ciudadanos, sea hereditaria y, por consiguiente, se implante "para siempre" una familia real (dinastía), como se hacía en la Edad Media, demostrando que en su día perdimos el tren de la “Ilustración”;
  • que se mantengan conceptos y expresiones del más despreciable servilismo (monarca[1], corona, corte, aristocracia, rey, reina, príncipe, princesa, infanta, majestad, alteza, besamanos), conceptos y expresiones que ya suenan mal incluso en los cuentos infantiles;
  • que los ciudadanos sufran la indignidad de seguir siendo súbditos;
  • que unos ciudadanos, por el mero hecho de pertenecer a la familia que ocupa el trono, estén por encima del bien y del mal y, por supuesto, como es evidente en el caso de Juan Carlos de Borbón, por encima de la Ley (en el caso de Urdangarín, cabe puntualizar que: 1. no es un miembro perteneciente al núcleo de la familia, sino que lo es por matrimonio; 2. que echarlo a los leones era una forma de limpiar la cara a la familia; 3. que, en todo caso, el tratamiento que ha recibido, tanto en lo judicial como en lo penal, ha sido de evidente agravio comparativo respecto a otros reclusos;
  • que, sin haberlo buscado y sin tener la menor culpa, los miembros de una familia (la real) queden convertidos en una especie de caballos de lujo para ser exhibidos en anacrónicos ceremoniales. Los que nacen en el seno de una familia reinante sin que les quepa la menor culpa por ello tienen derecho a que se les trate con la dignidad que merecen como personas, lo que implica el derecho a decidir sobre su vida y su futuro.
       Viene esto último a cuento de la anécdota vivida hace unos días por la hija de Felipe VI, la heredera, cuando fue ingenuamente preguntada en la calle por una niña mallorquina “qué quería ser de mayor”, y la inmediata respuesta de Letizia, que atajó la situación diciendo: “No es lo que quiere ser, sino lo que tiene que ser”. ¿Alguien se ha planteado dónde queda la dignidad y la libertad individual de esa niña a la que le ha cabido el dudoso honor de ser princesa heredera? ¿Se han preguntado sus padres alguna vez si Leonor quiere llegar a ser un día reina, o si preferiría ser cantante, periodista, profesora, librera o actriz de teatro?
      No quiero entrar en otros aspectos que todavía aportan más elementos adversos en el caso de la monarquía española, como, por ejemplo, que la actual dinastía fuera instaurada por un dictador genocida, y que el anterior rey (el emérito) jurase fidelidad a Franco y acatamiento a los principios del Movimiento, además de haber hecho, en diversas ocasiones, pública y encendida defensa del dictador. Pero no dedicaré una línea más a concretar los numerosos motivos que los ciudadanos españoles tienen para despreciar a este lamentable ejemplar de la dinastía Borbón.
     Tampoco me molestaré en desmontar la falacia de que el mantenimiento del protocolo de un presidente de la República es tan costoso como el mantenimiento de la Casa Real, entre otras cosas porque en una República no existe una extensa y onerosa “familia real” a la que mantener y a la que dar protección, ni Cuarto Militar, ni Guardia Real, ni 300 vehículos adscritos a su servicio, etcétera, etcétera. Todo eso cuenta, pero ahora no viene al caso. Mi argumento no necesita ir por esos derroteros, pues se basa en el convencimiento moral de que las monarquías tienen en su propia naturaleza suficientes motivos para su condena..., y para su necesaria desaparición.
      Otra cosa será definir qué tipo de República, o más sencillamente, qué tipo de Estado queremos o consideramos más conveniente para las características de nuestro país. Supongo que cada país podrá definir su sistema propio ateniéndose a sus aspectos históricos, sociológicos, geográficos o lingüísticos. Puede elegirse un presidente, por votación ciudadana directa, a partir de candidaturas presentadas por partidos políticos; o a partir de candidaturas independientes ajenas a los partidos tradicionales; o entre candidatos de alta valía personal e intelectual propuestos por organismos independientes (profesionales, judiciales, sindicales) o por grupos de ciudadanos en un número mínimo por determinar. Y ese presidente puede tener un único mandato de 4,5 o 6 años. O bien poder ser reelegible para un segundo mandato. Y la Constitución puede determinar de qué poderes disfruta, si los tiene, o si solo ostenta una función representativa. En todo caso, deberá ser elegido por los ciudadanos y estar sometido siempre al mandato de la Justicia, es decir, no ser inviolable, sobre todo en el ámbito de su actividad personal. Es evidente que unos modelos podrían ofrecer un resultado mejor que otros, sobre todo dependiendo de cada país. Y que, en cualquier caso, nunca habrá un modelo de Estado perfecto, pues siempre será el resultado de una decisión y de unos comportamientos políticos humanos.
       Y aquí viene la clave del argumento: un país no tendrá un sistema corrupto por el hecho de ser una República, sino dependiendo de la honradez y los programas de su gobierno de turno, es decir, del poder ejecutivo. Se esfuerzan los defensores de las monarquías por desacreditar el concepto de República, dando para ello ejemplos aberrantes de países donde hay instalados sistemas escasamente respetuosos con los derechos humanos, y suelen poner como ejemplo países como Hungría, Bielorrusia, Polonia, la propia Rusia. Eso es una falacia. Que tales países estén controlados por un dictador o por todo un sistema corrupto, no sucede porque su estructura estatal sea republicana, sino porque están dominados por regímenes podridos, violentos, despóticos, indeseables.
      Una República, lo mismo que una Monarquía, puede albergar un sistema de gobierno bueno o malo. La maldad, la violencia, el despotismo, la corrupción pueden tener cabida en ambos sistemas. Lo que ocurre es que una monarquía siempre será algo anacrónico, carente de sentido y justificación, incluso si está establecida en un país, en principio y sobre el papel, perfectamente democrático. El Reino Unido, Suecia, Holanda o Dinamarca son claros ejemplos de esta situación. Pero si los países que acabo de citar son democráticos, no lo son a causa de la Monarquía, sino “a pesar de ella”.
      En resumen. No caigamos en la trampa de debatir sobre la mayor conveniencia de la monarquía o la república. Las monarquías deben rechazarse por principio, por ser obsoletas, anacrónicas, indignas, injustas, ridículas, absurdas. Solo pueden tener un final digno y aceptable: su desaparición.


[1] No olvidemos la etimología de la palabra monarca, del griego μόναρχος, literalmente, “gobernante único”

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