Leía hace unas semanas un breve pero interesante artículo sobre el tema de la Cultura, escrito por la periodista gallega Sandra Faginas. Me llamó la atención por varias razones. Además de que estaba bien escrito, hacía una serie de consideraciones que me tomo la libertad de citar a continuación. Decía que no le gustaba la palabra Cultura porque le sonaba a una cosa “lejana, sesuda, oscura, vieja, pesada”, y le hacía pensar en unos señores repelentes que organizan actos insulsos carentes de sentido. Es evidente que este sentimiento es compartido por mucha gente que, o bien desconoce los diversos significados de la palabra cultura, o es que, en el capítulo cultural, siempre le han suministrado insoportables dosis de vacua y estéril erudición; de ahí esa sensación de lejanía, vetustez y aburrimiento. Creo que la gran dificultad que plantea el intento de discernir, delimitar y afinar la significación que la palabra Cultura tiene para cada persona procede del hecho de que el término cultura es aplicable a conceptos muy distintos y diferenciados. Es sabido que la palabra proviene del latín cultura - collere, términos que, en un principio, hacían referencia tan solo al cuidado de los campos y del ganado. En ese sentido, mantenemos en todas las lenguas latinas palabras que así lo atestiguan: cultivo, agricultura, apicultura, piscicultura, floricultura, silvicultura… No fue sino al cabo de unos siglos cuando el gran pensador y orador Cicerón aplicó por primera vez este término al ámbito intelectual y filosófico, al hablar metafóricamente de la cultura animi o cultivo del alma. A partir de ese momento, la noción de la palabra “cultura” iría evolucionando y creando muy diversos y diferenciados significantes. Desde los primeros siglos de Historia, al menos la que conocemos a partir de documentos escritos, surgió en la sociedad la conciencia de que el saber y los conocimientos (aritméticos, agrícolas, técnicos) eran esenciales para conquistar y mantener el poder. Los pueblos primitivos, como todavía ocurre en algunos de los actuales, no creían en el mutuo respeto y la defensa de los derechos humanos. Creían en la fuerza de la conquista armada. Y se esforzaban por adquirir conocimientos como una forma de favorecer la posibilidad de conquistar por la fuerza y conservar lo conquistado. Pero es evidente que esa cultura animi de Cicerón hizo que, paulatinamente, paralelamente a los conocimientos de carácter “útil”, fueran surgiendo otras destrezas, otros saberes que, aparte de dar apoyo al poder, enriquecieron la vida de las personas y les proporcionaron placer, entretenimiento, diversión. Surgieron las distintas formas de arte y la escritura. Y con la escritura nacieron los primeros libros y, con ellos, algo que habría resultado insólito unos siglos antes: la literatura, la poesía, la filosofía, o sea, la “cultura del pensamiento” puesta por escrito. Y es esta expresión, “cultura del pensamiento o del intelecto”, la que mejor recoge el ámbito, el alcance y el contenido de eso que venimos en llamar la Cultura. Es muy frecuente ver la palabra “cultura” acompañada de algún tipo de adjetivo. La misión gramatical de los adjetivos es “identificar y diferenciar” un sustantivo de otro idéntico (p.ej., “idioma fácil” - “idioma difícil”), por lo que parece evidente que cuando se usa la palabra cultura acompañada de un adjetivo, quiere decir que no estamos hablando de la Cultura, escrita así, con mayúsculas. Todos los que tenemos cierta edad, hemos conocido un tipo de estudios que se ofrecían en los colegios hace años a quienes no iban a proseguir con una enseñanza superior. Se llamaba cultura general, y consistía en un conjunto de conocimientos básicos y muy generales para que las personas que seguían estos estudios adquiriesen una pátina social medianamente aceptable en tres campos esenciales: lenguaje, aritmética y geografía-historia, por supuesto, sin entrar en profundidades. Pero lo más frecuente es ver la palabra cultura acompañada de otros adjetivos de naturaleza geográfica, étnica, nacional o regional. Y hablamos de cultura occidental, oriental, africana, judía, árabe, china, europea, española o catalana, por dar solo unos pocos ejemplos. Y en esa singularización tratamos de encerrar todos aquellos elementos que trazan los principales hechos históricos, las costumbres, los rituales, los amores, los odios, las tradiciones, las creencias, la creación artística, los triunfos, los fracasos, las aspiraciones nunca satisfechas, que caracterizan a cada uno de esos grupos y, sobre todo, que lo diferencian de los otros grupos geográficos o étnicos. De ahí que, en este sentido la palabra cultura utilizada en este sentido habla de contenidos concretos, pero no constituye lo que tratamos de definir como Cultura, aunque todos esos contenidos deben formar parte de ella. Ni que decir tiene que no podemos olvidar otras culturas como la gastronómica o la cultura del vino, la del ocio, la del trabajo, o incluso dos muy actuales e igualmente aberrantes, como son la cultura del éxito (que crea seres más competitivos, y menos cooperativos y empáticos) o la del dinero (que convierte todo, incluidos el arte, la literatura y las personas, en meros productos de mercado). Por supuesto, también se habla de cultura religiosa y, llevando el adjetivo a puntualizaciones más concretas, de cultura cristiana, musulmana o budista, aunque nunca he oído hablar de cultura atea, y creo que eso es una buena señal, pues indica que el ateísmo, a diferencia de las creencias teístas, no ha tratado nunca de ser proselitista. En general, ha habido siempre una tendencia a confundir cultura con erudición. Quién no ha oído decir de alguien, con tono admirativo: “Es una persona muy culta”, para indicar que se trataba de alguien con muy amplios conocimientos de campos y disciplinas muy variados. En este sentido, poseer cultura es algo bueno y encomiable, siempre y cuando no se persiga alcanzar un conocimiento meramente enciclopédico, algo que, además, en los tiempos que vivimos ha perdido parte del sentido que tuvo en otras épocas, gracias a la facilidad para acceder en cuestión de segundos a toda clase de información. Eso hace que leer una buena novela, incluso una novela de aventuras, o un bello poema, o ver una buena película o disfrutar viendo una exposición de arte sea mucho más enriquecedor que atragantarse de conocimientos para almacenar en nuestro disco duro mental. Lo importante hoy ya no es el almacenamiento de datos, sino la adquisición de una clara y diáfana comprensión de nosotros mismos y del mundo que nos rodea, de los retos y problemas a los que se enfrenta, y que aprendamos a valorar y disfrutar de su variedad y riqueza de paisajes, etnias, lenguas, arte y, por qué no, gastronomía… ¿Y qué es entonces la Cultura? ¿Qué debe abarcar? ¿En qué debe centrar su empeño, sus esfuerzos y su inversión un Ministerio de Cultura? Decía Sandra Faginas en el artículo al que me he referido al comienzo de estas líneas que “no hay vida sin libros, sin música, sin series, sin tele, sin cine, sin conciertos, sin teatro, sin baile, sin magia, sin sueños al fin que nos hagan sentir, entendernos y evolucionar”. Y es gran verdad lo que dice la periodista. Todas las cosas a las que apunta constituyen, en efecto, el mundo de la Cultura, aunque un cierto sentido de la proporción y una necesaria cautela nos lleven, si no a poner en solfa, sí a categorizar y discernir, pues no todo lo que ofrece la tele, ni todo lo que se presenta sobre un escenario, ni lo que se proyecta en una sala de cine, ni lo que se imprime en forma de libro, ni lo que se cuelga en las paredes de las galerías de arte merece necesariamente ser catalogado como parte integrante de la Cultura. Hay mucho bodrio, mucha estafa, mucha basura, mucha mona vestida de seda. Por poner un ejemplo, aunque admito que los graffiti pueden considerarse una nueva expresión cultural, a nadie se le ocurriría comparar las pinturas murales de la norirlandesa Derry o las que embellecen las tapias de la Tabacalera, maravillosos ejemplos de arte perecedero, con las pintadas que ensucian las paredes de nuestras ciudades, gritos lastimeros de adolescentes que tratan de dejar huella indeleble de su su inquietud hormonal y su limitado cociente intelectual, convencidos de que es una muestra de valerosa rebeldía. La Cultura, una necesidad visceral
Leer un libro, escuchar un concierto, ver una obra de teatro, recorrer una exposición de pintura además de ser actividades gustosas, de las que podemos derivar placer, deberían servir para abrir nuestras mentes a experiencias nuevas, para iluminarnos, enriquecernos, darnos un mejor conocimiento de la vida. El problema es que, con excesiva frecuencia, la sociedad consumista en la que nos encontramos inmersos ha convertido esas actividades en meras formas de escapismo, en excusas para huir de la realidad y, en última instancia, en meros intercambios mercantiles. La sociedad capitalista ha buscado convertir el arte, la literatura, la música, el teatro —y no digamos ya el cine— en meros “productos”, y los enmarca en un territorio mercantil, en el que dominan, por encima de cualquier otra consideración, las más descarnadas técnicas de marketing y publicidad. Pero hay algo que nos permite saber cuándo nos encontramos viviendo una experiencia cultural auténtica: cuando leer un libro, contemplar una obra de arte, ver una película o una obra de teatro, escuchar un gran concierto o una sencilla canción, leer un poema… nos provoca una emoción especial, abre nuestras mentes (y nuestros corazones), nos divierte, nos emociona, nos estimula, nos hace pensar, provoca en nosotros reacciones encontradas. Todo esto constituye una forma de sabiduría, que está a años luz de la mera erudición. Como cierre, una reflexión: Cuando decimos que una persona es muy "culta" no siempre significa que esa persona "tenga mucha cultura", sino aque ha almacenado muchos conocimientos o, como se dice hoy día, "muchos datos". Este es hoy el triste titular de un periódico libre y no contaminado por la mafia financiera imperante en nuestro país. Sería un titular que no diría nada a un lector ajeno a nuestras desdichas políticas y judiciales, pero que ofrece una tremenda radiografía del mal que nos aqueja, y que tiene un diagnóstico muy preocupante: cáncer judicial en estado de evolución muy avanzado con muy escasas probabilidades de cura. El juez en cuestión se llama Ángel Hurtado, el único juez del tribunal de la Gürtel que se negó a que Mariano Rajoy fuera llamado a declarar como testigo, que emitió un voto particular contra la sentencia que certificó la existencia de una caja B en el PP y que pidió la absolución de este partido. Este señor va a formar parte ahora de la sala del Supremo, o sea, la que examinará en última instancia la mayoría de las causas penales en las que está inmerso “su partido” y distintos militantes del mismo. Mirando la fotografía del interfecto, sería muy fácil hacer un comentario humorístico, o, mejor aún, sarcástico, del tenor siguiente: “Ved su mirada seria, circunspecta, casi altiva. Refleja lo que bulle en su mente, la satisfacción del hombre que ha logrado su propósito y se siente poderoso, importante, dominador, protagonista de una misión reservada a los elegidos. Es evidente que se ama. Sus labios firmemente apretados, su canoso bigote patriarcal, hasta las gafas de limpia montura metálica, le otorgan un aire de magistral severidad, un gesto desconocedor de una sonrisa amable y, por supuesto, incapaz de una sonora y franca carcajada. La mano derecha se apoya sobre los papeles en los que tiene ya redactada, con sabios pero ininteligibles conceptos jurídicos, la sentencia absolutoria para sus amigos y correligionarios, portadores de la verdad y limpieza absoluta de las ideas y valores conservadores de derechas de toda la vida, pues hace muchos siglos que les fueron transmitidos por dios (quiero decir, su Dios). Pero la mano izquierda –¡ay, esa mano izquierda!– le delata (lo que demuestra por qué a la izquierda se la llama también “siniestra”). La mano izquierda acaricia insistentemente su flamante corbata de seda azul (no podía ser roja, por supuesto), mientras su mente se desliza. a niveles que jamás osaría dejar entrever, por pensamientos que, si alguna vez salen de su boca, sería para ir directamente al oído sanador del confesor. Pero esos pensamientos quedan al descubierto cuando, involuntariamente, levanta y acaricia la corbata, y permite adivinar un estómago satisfecho, lleno todavía de la pitanza compartida con los amigos y compañeros de confabulaciones en un restaurante carísimo, eso sí, con previa bendición de la mesa. Recuerda lo prometido solemnemente al iniciar la ingestión de un chuletón de ternera de Kobe de 120 euros el plato: “Tranquilos, amigos, mientras de mí dependa, que nadie dude de que se cumplirá la Ley de forma escrupulosa, o sea, seréis absueltos…, ¡faltaría más!”. Luego han venido los brindis con un reserva de 300 euros la botella, trasegado con gesto elegante, como corresponde a un magistrado del Supremo, aunque ahora, al acariciar la corbata, se esfuerza por contener un indigno eructo que le recuerda que, pese a las puntillas de sus puñetas, él también está hecho de débil carne humana, y quizás le desazona un poco un pensamiento que le ronda contra su voluntad, una sensación de culpabilidad al pensar que ha mezclado en su estómago la divinidad del cuerpo de Cristo, que ha ingerido esta mañana al comulgar en su misa diaria, con la carne de una ternera japonesa. Pero, tras unos segundos, rechaza esta oscura idea y piensa que dios (perdón, su Dios) es muy comprensivo porque, después de todo, su Hijo, es decir, el segundo de la Trinidad divina, también fue hombre y entiende las debilidades humanas”. Y si nos enfrentamos a la fotografía de su amigo y generoso favorecedor, podríamos hacer el siguiente retrato-comentario:
“A Lesmes le han dicho que debe potenciar un activo fundamental de su imagen: el pelo y la barba entrecanos con un corte que inspira credibilidad, sobre todo cuando, con un hábil toque de la mano derecha, como si fuera un descuido inconsciente, despeina ligeramente el tupé para que caigan unas cuantas hebras de cabello sobre la frente. Lo hace mirando a la cámara, sin complejos. También le han aconsejado que luzca en todo momento su collar de san Raimundo de Peñafort, máxima condecoración en el mundo de la judicatura, pero que perdió algo de lustre cuando empezaron a colocársela también Juan Carlos, primero, y, después, su hijo Felipe. Malas lenguas aseguran que solo se lo quita para ir a la cama, salvo para la siesta, que lo mantiene puesto, por si acaso. Pero no hay que fiarse de esas apariencias. Ese cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante no significa un acercamiento, sino un aviso, una amenaza. Enarca las cejas, marcando las severas arrugas de la frente, para afirmar con rotundidad sin necesidad de levantar apenas la voz: “No olviden ustedes que están hablando quizás con el hombre más poderoso del país, pues manejo los hilos de la justicia. Que me sepa mantener discretamente a la sombra no resta ni un ápice de mi poder”. Tiene mucha razón. Sabe lo que dice. Después de todo, los suyos (o sea, los de su cuerda) llevan décadas manejando los hilos. Además, al decirlo, se ampara tras la imagen de un crucifijo, dejando entrever que la Justicia a la que representa, al igual que el alma del calderoniano Pedro Crespo, “solo es de Dios”. Hecha la advertencia, se retira a la tenebrosa quietud y silencio de su despacho, sin quitarse el collar, por supuesto, para seguir otorgando prebendas y despachos, condenando, perdonando, nombrando jueces, o sea, impartiendo la justicia divina de la que es representante plenipotenciario. Ahora bien, ya sabemos que este tipo de comentarios sarcásticos no sirven de nada. Quienes los lean y piensen como yo, sonreirán (o no)…, ¡y se acabó!, y los sujetos aludidos en ellos nunca se enterarán de que alguien los ve bajo ese prisma. Ni les importa. Se saben fuertes, poderosos, intocables. Saben que una parte del país los aborrece. Pero ellos se dicen que “perro ladrador, poco mordedor”. Están afianzados en sus puestos por el poder del dinero, por la mayor parte de los medios de comunicación, por una parte muy amplia de una sociedad ignorante y felizmente sojuzgada y, lo que es peor, por una legislación y una Constitución que los herederos del genocida supieron “colarle” al país, que sonreía embelesado y estúpidamente satisfecho de ver cómo le otorgaban libertad y democracia en una Transición modélica. La corrupción en el ámbito de la política es, sin duda, terrible y afrentosa, y, lo que es peor, hasta cierto punto inevitable. Pero, después de todo, ¿qué son los políticos en su gran mayoría? Meros peones en un tablero de juego en el que desempeñan el papel que el auténtico poder les exige o, si son de izquierdas y tratan de cambiar el sistema, el que ese poder les permite, o sea, casi nada. Ya sabemos quiénes son los que deciden, los que mandan, los que imponen las políticas que se aprueban y también las que se obstruyen y torpedean en el Parlamento. Pero lo tremendo, lo aterrador es que, en un país, cualquiera que sea, la corrupción, la pérdida de valores democráticos, el desprecio por la Justicia esté instalado entre un número muy elevado (no quiero decir la mayoría, porque no sería justo) de los jueces, que son precisamente quienes deberían actuar como modelo de rectitud, ecuanimidad y honestidad. Y estoy plenamente convencido de que hay (y no pocos) jueces que son así: rectos, ecuánimes, honestos. Lo malo es que la podredumbre está instalada en la cúpula institucional de la judicatura, que vive en pecaminosa y repugnante coyunda con los partidos que representan la herencia directa de la dictadura. Ya sé que este mal no es exclusivamente español. Vivimos estos días en paralelo con un caso abominable de manipulación ilegítima del poder judicial en EE UU, donde un personaje peligrosísimo para el mundo entero, yendo contra todas las reglas no escritas, pero inequívocamente establecidas, acaba de nombrar a una nueva jueza conservadora para asegurarse el control del Tribunal Supremo. Pero a mí, personalmente, eso no me consuela. No soy tan tonto como para consolarme con “el mal de muchos”. Una conclusión queda flotando en el aire, y es la siguiente: si la Ley fuera clara e igual para todos (que muy pocas veces lo es), si la Justicia tuviera como misión lograr el cumplimiento de esa Ley, y si los jueces actuasen siempre de acuerdo con los principios de rectitud, ecuanimidad y honestidad, daría lo mismo quién estuviera en el poder, pues la Ley se cumpliría a rajatabla. Pensamiento utópico. Por consiguiente, si el color político y la ideología de los jueces impide que eso se logre, significa que la Justicia es venal, está corrompida y es el mayor impedimento para el logro de la libertad y la democracia. Realidad distópica. Mi vecino Manolo el facha se limitaría a decir con leve sonrisa de suficiencia: "Macho, es lo que hay". |
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