Querida amiga: Recordarás que en mi última carta ya te anunciaba que iba a dirigirme a ti en femenino, aunque tú, concretamente, seas varón, por aquello de distribuir el tratamiento de los géneros (siquiera gramaticales) con ese mínimo sentido de la equidad que con tantas dificultades y lentitud va incorporándose (pese a la reticencia de muchos) a la realidad social. ![]() Suelo echar mano del recurso epistolar cuando me encuentro en situación de zozobra, que, como bien sabes, es ese sentimiento de inquietud y congoja de ánimo que nos acomete en ciertos momentos (cada vez más frecuentes) según se desarrollan los acontecimientos, tanto nacionales como mundiales. ¡Y todo por la manía de pensar! Si uno fuera capaz de abstraerse, de meterse en su caparazón y no ver más allá de sus pequeños asuntos personales y cotidianos, amparado además por una fe –jamás cuestionada– en un dios protector, y limitara su campo de interés y acción –si es que se puede hablar de “acción”– a sus personas más próximas, sus series de televisión, sus compras, el parte meteorológico, la realización de algún crucigrama y la cháchara intrascendente sobre cotilleos vecinales, nuestra vida sería, qué duda cabe, una absoluta porquería, pero, desde luego, carecería de la mínima sensación de zozobra. ¡Pero no es mi caso ni, con toda seguridad, el tuyo! Así que, estos últimos días, vivo sometido a la angustiosa sensación de ser tan inútil e impotente como un barquito de papel en medio de una tempestad. ¿Qué puede hacer uno ante tanta catástrofe, aparte de decir que hemos cabreado tanto a la Naturaleza, que ésta está diciendo “basta ya”? El mero reconocimiento de esa verdad no aporta ninguna solución ni nos proporciona ninguna tranquilidad cara al futuro. ¿Qué puede uno hacer ante tanto despropósito, tanta brutalidad y tanta muerte inútil, junto a tanta ineficiencia por parte de TODOS los países occidentales, cuyos representantes se limitan a reunirse, hacer declaraciones hueras, redactar borradores de propuestas, debatir éstas durante horas, días y semanas interminables, y al final no llegar a ninguna conclusión práctica? Es evidente que me estoy refiriendo, por un lado, a la catástrofe de Japón y, por otro, a la situación de Libia y, en general, de los países árabes y musulmanes. ![]() Escucho en la radio a los “expertos” en energía nuclear y me sorprende y sobrecoge la serenidad que tratan de transmitir: lo ocurrido en Japón –dicen– no es un problema directa e intrínsecamente achacable a las centrales nucleares, sino el resultado de un fenómeno natural catastrófico e imprevisible. ¡Vaya con los expertos! ¡Pues claro! Eso lo sabemos hasta tú y yo, que somos profanos en la materia, ¿no? Pero el problema es que los fenómenos naturales de carácter catastrófico están cada vez más a la orden del día. Y ya sea por fallos internos, por accidentes externos o por “actos de Dios” (como dicen los anglosajones), el caso es que hemos tenido ya un montón de accidentes –o incidentes, como prefieren llamarlos los pronucleares–. Ya sé que estás al tanto, pero te los voy a recordar, y estarás de acuerdo conmigo en que son “demasiados”: en 1957, el de Windscale (Gran Bretaña); en 1979, el de Three Mile Island (EE. UU.) de magnitud 5 sobre 7 de la escala internacional de “eventos” nucleares; en 1986, el más famoso, el de Chernóbil (Ucrania) de magnitud 7; en 1987, otro accidente radiológico en Goiania (Brasil) de magnitud 5; en 1999, el de Tokaimura (Japón) de magnitud 4; y ahora el de Fukushima, de nuevo en Japón, de momento de magnitud 6, aunque cabe esperar todavía lo peor, pues siguen produciéndose incendios. De momento, un portavoz de la UE se ha atrevido a hablar de Apocalipsis. ![]() Y yo me pregunto, y te pregunto, ¿qué se puede hacer?, y, sobre todo, ¿qué podemos hacer nosotros, los indefensos e inermes ciudadanos, como tú y como yo, aparte de lamentarnos, comentarlo entre nosotros y controlar nuestros miedos? Me hacen gracia esos que dicen que nuestras vidas están en manos de dios… ¡qué va…! ¡Ojalá existiera ese dios con las características con que sus creyentes lo adornan: sabiduría, bondad, misericordia, amor…! ¡Ahora mismo firmaba yo a favor de su existencia! Nuestras vidas están en manos de no más de las cuatro o cinco docenas de incompetentes, zafios, desaprensivos y desalmados que rigen los destinos del universo, a quienes el futuro de la humanidad les importa varios kilos de rábanos. De ahí mi zozobra inicial. ¿Qué podemos hacer? No te preocupes, sé que tampoco tú vas a poder darme –darte– una respuesta satisfactoria (ni te la exijo), aparte de los habituales recursos que ya venimos utilizando desde hace décadas quienes dedicamos algún momento de nuestra vida a pensar (razonar, meditar, analizar): centrar nuestra mente en ámbitos purificadores como la música o la poesía; disfrutar de las pequeñas cosas que, sin ser comercialmente banales, rodean nuestra realidad; recurrir, como yo hago ahora, a compartir la mencionada zozobra con la gente a quien uno quiere, en quien uno confía y con quien uno se siente a gusto; pasear por el campo y desear profunda y escépticamente que se mantenga (más o menos) incólume mucho tiempo para ver si lo disfrutan nuestros nietos (estoy siendo inhabitualmente optimista)… Bien, todo eso ya lo hago, y tú lo sabes. Pero, inevitablemente, vuelvo, al menos hoy, a plantearme las preguntas sin respuesta de siempre. Tú me comprendes. ![]() Esta noche me he sentido impotentemente triste y lleno de congoja viendo rostros llorosos, manos temblorosas sosteniendo un teléfono que no les da noticias de sus amigos y familiares, cabezas agachadas en las colas de los refugios para recibir unos alimentos, hombros caídos a causa del desánimo, niños desorientados buscando sus juguetes desaparecidos, ancianos perplejos ante sus casas destruidas con toda su vida aplastada en su interior… Y ni tú ni yo podemos hacer nada. Si la catástrofe nuclear no va a más y no se convierte, como amenazaba el referido político europeo, en algo apocalíptico, se enterrarán a los miles de muertos, se retirarán los escombros, se levantarán nuevas casas y se reconstruirán las carreteras…, y parecerá que la vida ha vuelto a la normalidad. Y las centrales nucleares se mantendrán abiertas, proporcionando energía y siendo una constante amenaza latente y silenciosa. Y los gobiernos se replantearán por enésima vez el tema de la energía nuclear. Ya sé qué estás pensando, te conozco, amiga mía. Estás pensando irónicamente que se pasarán muchos años replanteándoselo, y que no harán nada. Estoy totalmente de acuerdo contigo. Nunca hacen nada. ![]() Mira lo que está ocurriendo con Libia. Si lo recuerdas, algo de esto ya lo hablábamos hace unos días: con qué autoridad moral podía Europa condenar a Gadafi, cuando aún están visibles las huellas dejadas por su presidencial jaima nómada en las capitales de diversos países europeos? ¿Recuerdas que hace escasamente tres años vino a España y montó su jaima nada menos que en El Pardo? Docenas de manos europeas estrecharon las suyas; docenas de labios le besaron; de docenas de bocas salieron palabras elogiosas por su “conversión” democrática. Le odiaban, le despreciaban, pero anhelaban disponer del oscuro objeto de su deseo: el petróleo y el gas… ¡y que Gadafi les comprase armas, muchas armas! Cuando el pueblo libio se plantó en las calles con grave riesgo de sus vidas, los “líderes” (con qué sorna escribo esta palabra) europeos sacaron pecho y se pusieron farrucos. ¿Recuerdas? “¡Gadafi debe irse. Hay que sentar a Gadafi en el Tribunal de Derechos Humanos!”, clamaban, seguros de que el libio iba a seguir el mismo camino que sus homólogos egipcio y tunecino. Los gobernantes europeos adoptaban esa pose de dignos patricios con que suelen adornarse cuando creen jugar con cartas marcadas. Sólo Berlusconi callaba, porque es el más indigno de todos y no le importa aparentar la indignidad que le caracteriza; porque le aterraba la idea de los barcos atestados de refugiados; y porque, en el fondo, es tan miserable, tan payaso y tan carente de escrúpulos como el dictador libio. Pero la jugada les está saliendo mal a los europeos. No supieron calcular los riesgos. Son tan inútiles que no fueron capaces de manejar la información de la que debe disponer toda administración que se precie. Pensaban que Gadafi estaba arrinconado con media docena de mercenarios, y resulta que ahora está recuperando el poder, porque, entre otras cosas, tenía y tiene la aviación. Y nuestros preclaros dirigentes europeos no saben qué hacer. Dudan. Temen. Meditan. Discuten. Proponen. No deciden. ¿Te has dado cuenta? Otra vez se han puesto a hablar. Su vida es un bla, bla, bla triste, anodino y amorfo. Perdóname la expresión, tan poco digna de adornar el género epistolar, pero ¿no ves que están totalmente acojonados? ¿Cómo podrían justificar una intervención militar si Gadafi recupera el territorio? Y si Gadafi se instala de nuevo en el poder, ¿con qué cara se van a presentar a su puerta para volver a comprarle petróleo y venderle armas? ![]() Entre tanto, Europa, o mejor dicho, el mundo occidental, ese mismo que se ha dedicado a hablar, ha ignorado una vez más, como tantas veces en la historia, a las verdaderas víctimas de la situación: el pueblo libio, ese pueblo que se ha echado a la calle con riesgo más que manifiesto para sus vidas, y que, si es vencido, deberá sufrir el rigor de un loco enfurecido (y de eso sabemos bastante en España). No he podido por menos de recordar la situación de los republicanos españoles en la Guerra Civil, que vieron como las potencias occidentales se adornaban con cínicos discursos sobre el respeto a los acuerdos de no intervención, mientras las tropas de Franco los machacaban con ayuda de la aviación alemana. Lo siento, amiga mía, hoy no puedo aliviar mi zozobra. Algo me he desahogado desgranando estas líneas que te hago llegar, pero la mugre sigue ahí fuera. Y, para colmo, dentro de unos días comenzará en España la campaña para las elecciones municipales y autonómicas, y uno vacilará entre unas pocas (muy escasas) opciones: el apagón informativo; el viaje al extranjero; el exilio temporal… Sé que tú prefieres que de momento no hablemos de eso. Eres una optimista impenitente y piensas que, al final, todo acaba teniendo remedio. Y no, no lo tiene, pero por esta vez no vamos a discutir sobre este tema. Lo dejaremos para otro día. Hoy me encuentro demasiado cansado viendo cómo se nos viene abajo el tenderete mundial. Como, además, tengo un pequeño ramalazo masoquista, voy a volver a enchufar el televisor para ver qué dicen de Japón. Cruzaré los dedos, ya que lo de rezar –además de ser absolutamente inútil– no procedería en mi caso, para que la tragedia no supere los limites ya alcanzados hasta el momento.
Recibe un fraternal abrazo de este amigo al que no sé por qué sigues aguantando. |
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