Leía ayer dos noticias que me empujaron a hacer reflexiones atípicamente positivas en estos difíciles tiempos que nos han tocado en suerte. Copio estas noticias (casi) literalmente y las comento siguiendo el hilo de los pensamientos que provocaron en mí. Voy con la primera, que era del siguiente tenor: “La Junta de Andalucía rinde homenaje a Saramago en Sevilla” ![]() En una primera lectura, este titular podría pasar desapercibido, pues que a un escritor de la talla de José Saramago se le rinda un homenaje es de todo punto normal; lo que es menos habitual es que dicho homenaje se realice a los siete meses de su muerte. Somos en nuestro país especialistas en llorosas apologías tan pronto se produce el fallecimiento de algún personaje que ha gozado de cierta popularidad. Nadie quiere quedarse atrás en la elaboración de elogiosas necrológicas. En ocasiones, las alabanzas son tan exageradas, que llegan a causar el efecto contrario al buscado, pues contribuyen a dejar al aire vicios opuestos a las virtudes destacadas. Estaría de acuerdo en aceptar que una necrológica no es lugar para hacer una exposición de los defectos e imperfecciones de la persona fallecida; pero tampoco acepto que si, por ejemplo, muere un artista que logró premios y honores por sus indudables valores creativos, se le adorne también con supuestas virtudes personales y familiares, si es de público conocimiento que fue, pongamos por caso, un mentiroso patológico y que traicionó sus ideales políticos por medrar a cualquier precio (es un ejemplo que me acabo de inventar pero que bien podría ser cierto). Otra característica muy propia de nuestra actitud inadecuadamente apologética ante el fenómeno de la muerte es encajar los elogios –y su desmesura– en un periodo relativamente corto de tiempo. Tras su muerte, nuestro recuerdo de los personajes célebres se mantiene vivo, como mucho, ocho o diez días, y siempre dentro de una escala progresivamente decreciente. Por ello, el homenaje a Saramago a los siete meses de su fallecimiento me produjo, al leer ayer la noticia, una agradable sensación de hecho atípicamente positivo. Luego, me puse a recordar al escritor. Mejor dicho, me puse a recordar al hombre, aunque, en el caso de Saramago, ambas facetas eran difícilmente disociables. Vivimos tiempos en los que la renuncia a los propios ideales es, lamentablemente, moneda común. Esa renuncia se produce ya, en unos casos, a una edad temprana y casi siempre como método de intercambio para obtener reconocimientos, favores, prebendas, contratos, acceso a ciertos círculos de poder, y toda clase de canonjías más o menos confesables. En otros casos, esa renuncia suele ser paulatina y paralela al progresivo e inevitable envejecimiento. Conforme vamos envejeciendo, nuestros principios se ven volviendo pesados como losas; y, en vez de reconocer muestra debilidad para soportar esa carga, vamos buscando teóricas justificaciones de carácter supuestamente racional para apoyar nuestra mudanza ideológica. ![]() Pero ha habido personajes (los sigue habiendo, pues alguno todavía vive, afortunadamente) que han sido capaces de mantenerse fieles a sus principios a lo largo de su muy larga vida; personajes que han sido consecuentes con sus ideas hasta las últimas consecuencias, sin importarles que éstas pudieran ser nefastas y acarrearles incluso la pérdida de la libertad. Recuerdo todavía la veneración que sentí en mis años universitarios por un personaje que encarnó estos valores: Bertrand Russell. Y lo recuerdo, anciano ya, manifestándose en la calle codo con codo con estudiantes universitarios en contra de la proliferación de armas nucleares. Corrían los años 60. A causa de su posicionamiento, fue encarcelado por segunda vez en su vida; la primera fue por oponerse a la guerra durante el primer conflicto mundial en 1914. También recuerdo el impacto que causó en mi mente de joven estudiante criado y “educado” en el franquismo, la lectura de su libro “Por qué no soy cristiano y otros ensayos”, al que seguiría la lectura de otros (comprados en el sótano de una librería de Zaragoza que importaba títulos prohibidos), que fueron dando forma y encauzando mi pensamiento y mis inquietudes políticas: “El valor del libre pensamiento”, “Pesadillas de personas eminentes”, “Sentido común y guerra nuclear” “Crímenes de guerra en Vietnam”…. ![]() Por razones de economía de tiempo y espacio, sólo voy a nombrar a un tercer intelectual –hay otros, aunque ciertamente no muchos– que pertenece a este grupo de personas de una integridad y un compromiso ideológico “a prueba de edad” y a quien admiro y respeto profundamente: José Luis Sampedro, un español que, surgido en las filas de los universitarios franquistas, supo evolucionar hacia posiciones netamente democráticas y antifranquistas. Además de haberme deleitado con unas excelentes novelas, me ha inspirado siempre por su actitud firmemente comprometida con los problemas de su tiempo. Sampedro, a sus casi 94 años, es un auténtico referente nacional por sus planteamientos éticos e intelectuales sobre aspectos tan importantes como el medio ambiente, la paz, los derechos humanos o la economía sostenible. Es José Saramago el tercer componente de este trío universal que ha venido a mi mente como consecuencia de la lectura del titular de una noticia apenas destacada en los diarios. Fue José Saramago –el más español de todos los portugueses (o el más portugués de todos los españoles) – un hombre bueno, recto, íntegro y consecuente… ¡y serio! (he elegido una de las pocas fotos en que aparece con una amplia sonrisa). Creo que su seriedad –en nada reñida con la amabilidad– venía de su timidez y de su carácter pesimista. Hoy lo que parece estar de moda es ser incombustiblemente optimista: “todo tiene solución; el mundo es maravilloso; no hay nada que no se soluciones con una amplia sonrisa; todos los problemas se acabarán solucionando…” El pesimismo tiene mala prensa. Pero la mayoría de los pensadores de izquierdas han sido siempre pesimistas. Buscaban, casi siempre con escaso éxito, cambiar y mejorar un mundo injusto, cruel, duro, egoísta. Saramago lo explicaba con gran claridad: Los únicos interesados en cambiar el mundo son los pesimistas, porque los optimistas están encantados con lo que hay. Y triunfó pese a todo. Pese a las dificultades que le impusieron una infancia más que humilde, unos comienzos profesionales durísimos como periodista y como escritor después, una dura censura y una encarnizada persecución política. Pero, para quien le escuchase hablar, nunca dio la sensación de que fuera un hombre que había triunfado, que había alcanzado las más altas cotas de la gloria literaria: el premio Nobel de Literatura. Decía Saramago: No he sentido jamás la necesidad de un triunfo, la necesidad de tener una carrera, la necesidad de ser reconocido, la necesidad de ser aplaudido, no lo he sentido jamás en mi vida. No he hecho en cada momento nada más que lo que tenía que hacer y las consecuencias han sido éstas, podrían haber sido otras. Aún recuerdo la impresión tan honda que me produjo allá por los principios de los 90 la lectura de “El Evangelio según Jesucristo”. Era un grito literario lleno de amor por un personaje singular de la historia, Jesucristo, lanzado por un ateo convencido (“Dios es el silencio del universo, y el ser humano, el grito que da sentido a ese silencio”). Hoy, a mis 66 años, cuando podría sentir la tentación de ceder, de ablandarme, de dejarme ir por la senda cómoda del abandonismo y la renuncia, cuando me acusan de obsesionarme en exceso con los temas de la injusticia, la mentira, la lenta destrucción maliciosa y culpable de la Naturaleza, la corrupción política (y que quede claro que no creo eso de que todos los políticos son corruptos, ni tampoco que todos los políticos, cualquiera que sea su signo ideológico son iguales), cuando siento la tentación, si no de dar marcha atrás, sí de suavizar mis posturas, busco el ejemplo de hombres como los que acabo de mencionar en busca de inspiración. No trato de asemejarme a ellos –soy consciente de mis limitaciones–; sólo querría actuar, dentro de mis capacidades, con su misma integridad y rectitud. Voy con la segunda noticia: “La actuación de la primera ministra de Australia y de la Premier del Estado de Queensland reciben el elogio unánime de la población” Hace unos días narraba en otro post de este blog mi angustia por la situación que vive Australia, azotada por las peores inundaciones de que se tiene memoria, al menos memoria gráfica. Buena parte del país, la zona central de Queensland ha quedado devastada, y ahora parece que las inundaciones amenazan también a los Estados más septentrionales de Nueva Gales del Sur y de Victoria. Ciertamente, una catástrofe de idénticas características habría sido (mucho más) mortífera de haberse producido en un país subdesarrollado. A la vista de las imágenes que nos han ido llegando, cuesta creer que semejante desastre natural se haya saldado con sólo una veintena de víctimas mortales.
Lo que destaca la noticia arriba reseñada es que todos los estamentos sociales, medios de comunicación, asociaciones ciudadanas, sindicatos, grupos políticos, etc., coinciden en señalar que para este logro (en medio de la tragedia) ha sido vital la decidida actuación –se supone que coordinada– de las dos políticas que lideran el gobierno federal de Australia y el del Estado de Queensland: Julia Gillard y Ann Bligh, respectivamente, ambas pertenecientes al Partido Laborista australiano. ¿Y cuáles han sido los resortes usados para semejante éxito? No olvidemos que, en situación de tragedia, crisis, fracaso, desastre o cualquier otra calamidad, lo normal es que la culpa se le eche al gobierno de turno (aunque es cierto que el gobierno de turno puede gestionar bien, regular, mal, o simplemente no gestionar una tal situación). De forma resumida, lo que se destaca de la actuación de estas dos mujeres es lo siguiente: han puesto en marcha un correcto sistema de comunicación a través de todos los medios, informando con claridad y de forma constante a la población de lo que estaba ocurriendo; han establecido un claro protocolo de actuación coordinada de las fuerzas del orden y de los servicios asistenciales del Estado y del gobierno Federal (algo parecido a lo que aquí sería una coordinación Moncloa-Comunidad Autónoma); se han trasladado puntualmente (y se han mantenido constantemente) al pie del cañón, manchándose de barro, recorriendo las zonas destruidas, hablando con la gente, prestando su apoyo y, lo que es más importante, escuchando a los afectados; han puesto en marcha un sistema para la prestación inmediata de ayudas y el pago anticipado de indemnizaciones; en suma, han actuado como debe actuar un líder, es decir, la persona que se pone al frente de un grupo social para dirigir sus vidas y defender sus intereses. Dicho todo lo cual, dos cosas vienen a mi mente (probablemente habrán llegado a las vuestras también) con meridiana claridad. La primera es que, si hay talento y sensibilidad en un líder, la diferencia entre un partido de izquierdas y uno de derechas es manifiesta, a favor del primero, claro. La segunda es: ¡¡¡Mujeres al poder!!! ¡¡¡Ya!!! |
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April 2022
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