La religión se basa, pienso, principal y primariamente en el miedo. El miedo es el padre de la crueldad, y por tanto no es sorprendente que crueldad y religión han ido tomadas de la mano. Bertrand Russell ¿Por qué no soy cristiano? ![]() Desde que empecé a ser capaz de analizar los datos que la sociedad, en general, y mis educadores, en particular, hacían llegar a mi mente –lo que hoy, de forma un tanto pretenciosa, se denomina con el anglicismo inputs–, me fui dando cuenta, con una claridad meridiana, de la inmensa diferencia que hay entre teoría y praxis. Esta diferencia abarca a casi todos los ámbitos de la actividad humana en los que la experiencia vivida es (o debiera ser) la culminación real de unos planteamientos teóricos meramente intelectuales. Pero es en el marco de la religión, donde teoría y praxis sufren un mayor alejamiento, hasta el punto en que ambas se hacen mutuamente irreconocibles. ¿Qué tiene que ver el concepto de cristianismo con la vida real de los que se autodenominan cristianos y especialmente católicos? La propia obviedad que surge de la pregunta convierte en innecesaria la respuesta: nada. Ciertamente, el propio cristianismo tendría que ser entendido en dos vertientes: una, la que surge del testimonio directo –y sin la mediación de ningún tipo de explicación teológica– del Evangelio y de las enseñanzas de aquel tipo entre dulce e iracundo, entre estricto y bondadoso, entre idealista y revolucionario que se llamó Cristo; otra, la que se fue inventando a partir de la conversión del cristianismo en religión oficial del Imperio, creando dogmas, adquiriendo poder, estableciendo clientelismos, matando enemigos e infieles, quemando herejes, codeándose con reyes y emperadores, elevando santos a los altares, inventando rituales mágicos y ceremonias fastuosas, construyendo con el dinero de sus fieles impresionantes monasterios y catedrales, cobrando diezmos y primicias, o sea, haciéndose cada vez más rica y poderosa. Entre ambas visiones del concepto de cristianismo hay un abismo tal, que, salvo el nombre, nada las asemeja. Puede afirmarse que hay dos términos “cristianismo” en nuestra lengua, dos términos que son homónimos. Y todo el mundo sabe lo que, según la RAE es un homónimo: “Dicho de una palabra: que, siendo igual que otra en la forma, tiene distinta significación”. No pretendo hacer un análisis profundo del cristianismo (aunque quiero insistir en que me interesa sobre todo la vertiente católica del movimiento) y de su evolución histórica. Ni es este el lugar ni un post de mi blog daría para semejante hazaña. Además, reconozco que no soy ni filósofo ni teólogo, sino simple y llanamente un ciudadano que nacido y se criado en una España en que vida social, vida política y vida religiosa se unían y entrelazaban en una especie de tela de araña asfixiante, y que, a partir de mis propias experiencias –y, por supuesto, de múltiples lecturas– logré librarme de los agobiantes lazos que me mantuvieron durante demasiados años atado a creencias hoy felizmente olvidadas. Pero esas creencias, y sus innumerables manifestaciones, siguen acosándome (a mí y a todo español ateo, agnóstico o religiosamente indiferente) desde todas las esquinas de una sociedad que sigue pensando que ser y reconocerse cristiana le proporciona un signo inequívoco de bondad, cuando la realidad es bien otra. Todas estas consideraciones han venido a mi mente al conocer por la prensa las acusaciones –todavía probadas judicialmente aunque no me cabe duda de que son bastante plausibles y probables– que un vocal del CGPJ ha hecho contra su presidente, Carlos Dívar, en el sentido de que éste ha abusado de su posición para pagarse lujosos fines de semana en Marbella. O sea, malversación de fondos públicos. Hasta aquí, todo suena tremenda y vulgarmente habitual. En los tiempos que corren, la utilización de lo público como si fuera patrimonio privado es algo tan corriente, que ni asombra y que, a muchos, ni siquiera indigna. Lo que llama la atención de la noticia es la personalidad del sujeto que la protagoniza. Siempre se ha caracterizado Carlos Dívar por ser un católico no ya ferviente, sino intransigente. Un ortodoxo. Un puro. Hago un inciso para decir que siempre consideré que su nombramiento fue uno de los errores más escandalosamente absurdos de Zapatero. Alguien que se autodefine como hondamente religioso –cualquiera que sea su confesión– no podrá ser nunca, y subrayo nunca un juez objetivo e imparcial. Añadiré, aunque esto sea un inciso muy subjetivo que no añade valor a mi comentario, que su aspecto siempre me produjo cierta aversión: pelo ondulado, sonrisa untuosa, tono dulzarrón, puñetas casi sacerdotales de la toga…, solo le falta la aureola de santo. Y añadiré asimismo que el susodicho magistrado hizo un comentario lastimoso, cuando, al referirse a la cantidad supuestamente malversada, dijo que se trataba de una pequeñez. Independientemente de que lo importante no es la cantidad sino el hecho en sí, ¿le parece a la honda conciencia cristiana de Dívar que gastarse más de 12.000 euros en fastuosos lujos en unos pocos fines de semana es una pequeñez? ¿Tendría el pío don Carlos la valentía de decirle eso a la cara a un desempleado con hijos que mantener, a un joven de 25 años que busca su primer empleo o a un jubilado con una pensión de 600 euros al mes? Me temo que esa boba sonrisa beata que adorna su fax se borraría instantáneamente sin necesidad de Photoshop. ![]() Dogmas Y aquí es donde mi pensamiento enlaza con el comienzo de mi razonamiento. ¿Qué demonios significa cristianismo para esos personajes públicos que se autoproclaman católicos fervientes, firmes creyentes, pero cuyas actuaciones públicas están en las antípodas de lo que defienden y, en ocasiones, hasta exigen de los demás? Si nos atenemos exclusivamente a sus actos, a sus palabras, a sus manifestaciones públicas (lo que haya realmente en sus conciencias sólo lo saben ellos), parece evidente que el cristianismo para ellos significa algo de lo que sigue: adhesión a unos ritos que les proporcionan tranquilidad espiritual; aceptación de una serie de dogmas aunque no los entiendan (la trinidad, la transustanciación, la inmaculada virginidad de María, la divinidad de Jesucristo, la infalibilidad del papa de Roma…); alineación con las tesis sociales más conservadoras de la iglesia, convertida en auténtico poder terrenal; condena absoluta de toda libertad en materia sexual; abdicación de la búsqueda intelectual de respuestas a los múltiples interrogantes que nos provoca el mundo en que vivimos; exaltación de las tradiciones sociales de raíz religiosa, heredadas pero nunca cuestionadas (procesiones penitenciales; pertenencia a hermandades y cofradías por tradición familiar; rezo repetitivo de oraciones, letanías y jaculatorias sin el menor sentido; participación en romerías en las que se “asalta a una virgen y se le dicen absurdos piropos”); defensa a ultranza de la vida cuando se trata del nasciturus, pero no si se trata de los cientos de miles de niños que mueren de hambre o de los soldados que son enviados a morir en guerras absurdas o de los condenados a muerte por docenas de países, incluido Estados Unidos; defensa numantina de la enseñanza privada religiosa, naturalmente subvencionada con fondos públicos. Pero, ¿qué hay de auténticamente cristiano en sus acciones, si tomamos el término cristiano, no según la interpretación oficialista, sino de acuerdo con la esencia del Evangelio? Absolutamente nada. ¿Es cristiano, en el caso de Dívar, haber permitido que la cúpula judicial hundiese la carrera del juez Garzón, sabiendo que se estaba actuando contra él de forma sucia y torticera, con manifiesta manipulación de la ley y la justicia? ¿Es cristiano malversar dinero público (dicho brutalmente, robar) para pagarse viajes, hoteles y cenas de lujo? ¿Es cristiano mentir? Si hiciéramos un repaso de la nómina de políticos españoles que más se caracterizan por su pública manifestación de hondo catolicismo, podemos encontrarnos con interesantes contradicciones. (Haré un inciso para aclarar que hay algún que otro miembro del PSOE en esa lista, aunque, curiosamente, se trata de los más carcas y que de socialistas tienen el recuerdo de haberse afiliado en su juventud: Francisco Vázquez o José Bono, como ejemplos más destacados y públicamente conocidos.) ¿Son cristianas las posiciones y actitudes públicas de algunos personajes políticos que son miembros de los principales movimientos ultracatólicos, como Opus Dei, Legionarios de Cristo o Neocatecumenales (Kikos)? ¿Es cristiano defender con uñas y dientes los movimientos “pro-vida”, contrarios al aborto, pero estar dispuestos a mandar soldados a morir y a matar, como hizo Aznar con la guerra de Irak con el apoyo y beneplácito de su ultracatólica esposa? ¿Es cristiano dar dinero de todos los contribuyentes para salvar a los banqueros ladrones, al tiempo que se recortan (e incluso eliminan) derechos sociales en educación y sanidad para los más desprotegidos? ¿Es cristiano haber llevado, por propia incompetencia y desidia, a más de 60 españoles a la muerte y luego haber mentido una y otra vez a la nación, culpando de los errores propios a sus subordinados? ¿Es cristiano urdir una trama de políticos y jueces para hundir profesional y civilmente a un juez honrado al que se considera oponente ideológico? ¿Es cristiano pagar sueldos e indemnizaciones millonaria a un puñado de ineptos, simplemente porque son de los nuestros, tomando ese dinero de los fondos públicos de todos los españoles? ¿Es cristiano levantar falso testimonio y mentir, con pública difusión de tales falsedades y mentiras, humillando y despreciando el dolor de las víctimas de una masacre como fue la del 14M, solo para tratar de conseguir algún mísero rédito político? ¿Es cristiano aprovechar las ventajas de ocupar un cargo público –que implica que se ha recibido la confianza de los electores–, para amañar contratos públicos, cobrar comisiones ilegales y robar dinero de los ciudadanos en confabulación con una cuadrilla de mafiosos, crápulas y sinvergüenzas? ¿Es cristiano mandar que la policía cargue brutalmente contra manifestantes desarmados y pacíficos y amañar luego las pruebas para poder acusar a las víctimas de esa brutalidad policial de ser ellas las provocadoras de la violencia? ¿Es cristiano dejar sin protección sanitaria a las personas más desfavorecidas y desprotegidas de la sociedad, solo por no poseer papeles oficiales? ¿Es cristiano colocar a los más desfavorecidos –los inmigrantes– como diana para que los otros desfavorecidos lancen sobre ella los dardos de su odio? ¿Es cristiano crear una atmósfera corrosiva y corrompida de menosprecio por el contrincante político a base de fomentar, extender y aplaudir el insulto gratuito, la burla despiadada, la difamación grosera? ¿Es cristiano –desde la seguridad y la impunidad que proporciona ocupar un alto cargo con un sueldo espléndido, una casa cómoda, una vida regalada y un futuro asegurado– recortar los derechos de los ancianos que perciben unas pensionistas de miseria? No, nada de lo anterior es cristiano. Sin embargo, todo lo anterior ha sido y sigue siendo puesto en práctica a diario por políticos a los que todos conocemos muy bien (Federico Trillo, Cristóbal Montoro, José Ignacio Wert, Pedro Morenés, Esperanza Aguirre, Ignacio González, Rita Barberá, Francisco Camps, Carlos Fabra, Ana Mato, Mayor Oreja, Juan Cotino, José María Michavila, Ángel Acebes, Martínez Pujalte, Ana Botella, el propio Rajoy, entre otros, todos ellos autoproclamados profundamente creyentes e incluso miembros, simpatizantes o espiritualmente próximos al Opus Dei o a los Legionarios de Cristo). Estos políticos se definen como católicos convencidos, dicen vivir de acuerdo con las enseñanzas de Jesucristo, se confiesan, comulgan, van a misa con frecuencia, se persignan, se santiguan, se conmueven con un villancico navideño y lloran ante la imagen de un cristo crucificado. No son cristianos. Son activistas del cristianismo en su segunda acepción, ese homónimo que equivale simplemente a pertenecer a una secta. Una secta muy numerosa, muy amplia, muy rica, muy respetada, muy temida, pero en absoluto cristiana en el primer sentido que yo planteaba al principio. Lo peor de todo lo que antecede es que ese cristianismo politizado (o esa política cristianizada) sataniza toda oposición laica, que actúe de acuerdo con planteamientos intelectuales, serenos y respetuosos pero exigentes. Es la derecha que estuvo durante siglos instalada en el poder, que lo perdió temporalmente durante la 2ª República y que lo recuperó de la mano de Franco. Hoy, pese a una Transición en la que muchos pusieron toda su fe pero que fue totalmente fallida, esa derecha está de nuevo instalada en el poder con todas las características negativas que ha tenido la derecha católica española durante décadas; mejor dicho, durante siglos. Es la derecha casposa, santurrona, hipócrita, curil. Es la derecha dispuesta a cualquier cosa con tal de mantener sus privilegios y los privilegios de sus camadas. Es el concepto de “civilización cristiana” a la española y ocupando el poder político. ¡Que el dios que, en mi opinión, no existe nos coja confesados! (¡Gracias, Forges, eres grande!)
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