La Universidad –y me refiero necesariamente a la universidad pública, pues la privada no deja de ser un puro negocio– ha sido siempre, y debería seguir siéndolo, un reducto irreductible de independencia intelectual y, por supuesto, moral. El poder político siempre ha respetado la autonomía universitaria, incluso si ese respeto ha sido concedido a regañadientes. Únicamente las dictaduras, sabedoras de la fuerza incontenible de las ideas, se han atrevido a entrar a saco en ese reducto para convertirlo en un centro docente obediente y desideologizado. Pero incluso las dictaduras han chocado a menudo con la dificultad que implica tratar de domeñar la inteligencia y la rectitud moral. Ahí tenemos el ejemplo de los profesores López Aranguren, García Calvo y Tierno Galván, de los que el poder absoluto de Franco solo pudo librarse expulsándolos de sus puestos, pero cuyo magisterio intelectual no pudo acallar, mucho menos aniquilar. Nombrar a estos profesores no equivale a afirmar que fuesen los únicos, pues la enseña de la independencia intelectual y la integridad moral fue portada por muchos otros docentes igualmente ejemplares.
Viene todo lo anterior a cuento del lamentable espectáculo que hemos vivido estos días con el asunto del famoso máster nunca estudiado u obtenido por la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes. Quiero hacer abstracción de toda la capa de caspa y mugre con que se ha revestido este nuevo capítulo de corrupción que inunda nuestra vida pública. Voy un paso más allá. Escuchaba el otro día un comentario que puede parecer oportuno pero que procede de un planteamiento erróneo. Venía a decir lo siguiente, palabra de más o de menos: “Con la cantidad de casos de corrupción de todos conocidos, con los cientos de millones robados, los jueces y fiscales comprados, los dineros públicos despilfarrados, la miseria impuesta a cientos de miles de ciudadanos, ¿por qué se le da tanta importancia al hecho insignificante de que se haya falsificado un título universitario?” Pero no es ese el problema. Lo realmente alarmante, lo verdaderamente indignante es que los ladrones de la caverna no se hayan limitado a robar, que es lo suyo, lo que llevan en los genes. Lo que me produce a un tiempo irritación y espanto es que se hayan atrevido a poner sus sucias manos en la Universidad (y no añado pública porque se sobreentiende). Ya habían manchado, sin que la sociedad pareciera alarmarse en exceso, la judicatura, la fiscalía, los medios de comunicación pública, pero uno quería pensar que no se atreverían a embarrar con sus pezuñas el suelo universitario. Pero sí se han atrevido. Han ido tan lejos como van los dictadores. Porque lo de menos es que una mindundi trepadora haya querido presumir de lo que no es; eso es un mal menor en un político de derechas. Lo malo es que hayamos descubierto que han convertido una universidad pública en su pequeño cortijo, donde colocan a sus amiguetes como si se tratara de un negocio de compraventa de títulos. La lección de todo lo que hemos vivido –aún estamos viviendo– es que el atrevimiento de esta gente del PP no tiene límites, que no reconocen ningún terreno como sagrado –como no sea el de sus respectivas iglesias parroquiales–, que no hay barrera que no estén dispuestos a saltar por la fuerza; ni puerta que no se osen derribar; ni norma, ley, derecho que no se atrevan a saltarse, incumplir o despreciar. |
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