EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Enfoques y opiniones

de un homo civicus

De la engañosa santidad del trabajo

6/4/2011

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La lectura de un artículo que me hace llegar de Australia mi amigo Peter Gerrand ha despertado mi curiosidad y, ahora, mi deseo de desgranar mis reflexiones al respecto de uno de los temas que propone el artículo, aunque lo haga de pasada y más como excusa de introducción que como asunto al que el autor meta el diente a fondo: se trata del valor intrínseco del trabajo, es decir aquello que el trabajo nos aporta independientemente de consideraciones externas, como la obtención de una remuneración, el reconocimiento social o, simplemente, el temor a pasar hambre o dejar desamparada a la familia.
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Ciertamente, no ofrecía el artículo un análisis del concepto filosófico del trabajo, sino que, apenas esbozado, se volcaba en otras consideraciones acerca del ciudadano como votante (me pregunto si, salvo el valor como votante potencial, el ciudadano reviste algún otro interés para quienes gobiernan, para quienes buscan gobernar y, si se me apura, para quienes participan en la vida política a sabiendas de que nunca van a poder gobernar, y todos sabemos de quiénes hablamos en cada caso). Pero a mí, el artículo me ha servido para meditar sobre un asunto que siempre me ha interesado muy especialmente: el trabajo. Es más, me interesa ese tema especialmente en estos tiempos en que el trabajo –o, mejor dicho, su carencia– parece ser el eje sobre el que gira toda la actual argumentación socio-política (cuando tal argumentación existe; no me refiero a aquellos casos en que sirve de excusa para el insulto o la descalificación gratuitos).

Habla el artículo del elogio que del trabajo duro hace la Primera Ministra australiana. Compruebo con interés que ese elogio lo esgrime también como arma política Nick Clegg, el líder de los liberales británicos que gobierna en coalición con los conservadores. Esta coincidencia me recuerda que, en otro momento histórico, también lo utilizó abundantemente la gran admiradora de Pinochet que fue Margaret Thatcher.
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Vemos, pues, un mismo encantamiento con la idea del trabajo duro por parte de tres políticos –coincidentes en su condición de políticos anglosajones–, de la escala cromática que va del encarnado con vocación de rojo-rojo, de Julia Gillard, al azul de la derecha-derecha, de Margaret Thatcher, pasando por el amarillo juvenil “de ni a la izquierda ni a la derecha sino todo lo contrario”, de Nick Clegg. Los tres políticos hacen una encendida defensa de los ciudadanos que se esfuerzan y madrugan cada día para trabajar, y los definen como “los ciudadanos del reloj despertador”. ¡Qué horror! Y digo yo que algo habrá de antinatural en eso de levantarse cuando aún no han puesto las calles, puesto que las personas normales tienen que utilizar un horroroso artilugio (universalmente odiado) para conseguirlo.

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Cuando se quiere destacar las virtudes de cualquier persona, siempre se suele recurrir al tópico manido de afirmar que es (o era) una “persona muy trabajadora” o “un trabajador incansable” (afirmación esta última absurdamente contradictoria, salvo que se tratara de un robot). En el extremo opuesto de la escala de valores, suele (o solía) decirse que “la ociosidad es la madre de todos los vicios”. El elogio del trabajo y la condena de la ociosidad son dos actitudes muy arraigadas en los valores religiosos, en especial los cristianos, aunque los orientales no le van a la zaga, por aquello de que “dios los cría y ellos se juntan”. De hecho, todo el concepto del trabajo parte de una maldición bíblica (“ganarás el pan con el sudor de tu frente”). En la sociedad cristiana, el trabajo era una orden divina, por tanto una orden buena y de obligado cumplimiento. Pero lo cierto es que los encargados de impartir y extender la palabra de dios (curas, predicadores, obispos) inculcaban el amor al trabajo, pero ellos tendían a abrazar la ociosidad del paraíso terrenal, poniendo una mano abierta hacia el cielo para recoger los bienes que iban cayendo mientras llevaban una vida regalada a costa del prójimo.

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A lo largo de la historia, los creadores de ideologías y opiniones (sobre todo los que establecían cómo debían pensar y actuar los demás, o sea, sus súbditos) fueron creando imágenes que arraigaron profundamente en la conciencia colectiva. El objetivo de ese adoctrinamiento era doble: por un lado, lograr el sometimiento del súbdito (llámesele como se quiera: hijo, pupilo, subordinado, feligrés, deudo, vasallo, pueblo…; por otro, vivir a costa de los adoctrinados. Así, se elaboraron cuentos, leyendas, fábulas y hasta obras literarias, en las que se exaltaban las virtudes del trabajo. 

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Servían hasta los animales para lograrlo, incluso empleando artimañas y sofismas, como la de la cigarra y la hormiga. Creo que es por eso por lo que siempre me ha encantado el sonido deliciosamente mediterráneo que hacen las cigarras en el campo y por lo que nunca he soportado la vida absurdamente esclavizada de las hormigas, bichos absolutamente inútiles que se pasan la vida haciendo el mismo recorrido en sentido directo o inverso para llenar sus graneros y no pasar nunca de ser unas lamentables esclavas…, ah, y, encima, unas cabronas de mucho cuidado, que cuando la pobre cigarra pide un poco de comida al llegar el frío, se lo niegan y la dejan morir de hambre sin agradecerle haber alegrado la vida del campo con sus canciones… ¡Vivan las cigarras!

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El lenguaje transmite a la perfección todo lo que trato de decir, pues no en balde la palabra es la materialización sonora de nuestro pensamiento. Todo lo que rodea el concepto de trabajo suena de forma positiva: labor, laboriosidad, producción, obra, obrero (cuidado, esta última palabra, por supuesto, debe ir desprovista de matices políticos, por si acaso): todo lo contrario sucede con la ausencia de trabajo: pereza, ociosidad, vagancia (Ley de Vagos y Maleantes, ¿recordáis?), inutilidad, pérdida de tiempo, vicio (incluso el solitario, el que acaba dejando ciegos a los adolescentes ociosos).

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Lo que nunca supieron (quisieron) explicar los apologetas del trabajo es por qué precisamente sus mayores defensores fueron siempre los que se quedaron a este lado de la valla. Me explico: el trabajo se desarrolla, por así decirlo extramuros de la sociedad. Los trabajadores deben levantarse temprano cada mañana y abandonar las murallas de la cómoda ciudadela para ir a laborar a fin de que todos los que se quedan dentro de la ciudad fortificada puedan vivir. Los que se quedan dentro se dedican, sobre todo, a analizar lo importante que es trabajar; también cuentan el dinero que ganan con el producto del trabajo de los que van a currar, y lo administran sabia y prudentemente; además, comen, beben, descansan, huelgan (en todos los sentidos). En la ciudad quedan también unos pocos que han asumido el papel de cigarras. Son los receptores del desprecio social, los vagos, los inútiles: en este sentido, ellos tienen también una misión que cumplir: la de servir de ejemplo de lo que nadie debe ser.

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No podemos olvidar que, en el extremo más descarnado del cinismo, a la hora de hacer la apología del trabajo, está la desvergüenza e ignominia con que empleaban este término los nazis, quienes, a la entrada de los campos de exterminio, colocaban un gran cartel en hierro forjado que decía “El trabajo te hace libre”.

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Analizándolo históricamente, el asunto es sencillo de entender. Los poderosos (en un primer momento de la historia no sé si fueron los genéticamente mejor dotados o los que encontraron en su camino la estaca más gorda) tenían que lograr la sumisión de los demás de la tribu (las hormigas). La cosa tenía su dificultad porque, después de todo, aunque los seres humanos primitivos no habían desarrollado aún todas sus capacidades de raciocinio, no eran absolutamente idiotas. Y encontraron la respuesta en lo esotérico. Se inventaron un dios que, al tiempo que protegiera, también intimidara, ordenara, prescribiera y, sobre todo, castigara. Una vez aceptado el principio divino por toda la tribu, el resto era cosa de coser y cantar.

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Hoy día, los miembros de la tribu ya no son las hormigas del pleistoceno. Han evolucionado y aprendido. Pero lo que se grabó a fuego (lento) en la mente colectiva no se elimina así como así. El trabajo ha seguido manteniendo su buen cartel, y la ociosidad, su mala fama. Para colmo, con la abolición de la esclavitud, el ser humano llegó al falso convencimiento de que se había logrado instaurar el sistema de trabajo voluntario y enriquecedor. Incluso se le permitió a la hormiga la posibilidad de decidir qué quería hacer con el producto dinerario residual de su labor: y le mostraron (convencieron) de la virtud del ahorro, con lo que el administrador de los bienes globales de la sociedad (bancos, inversores, gobiernos) obtenía un segundo y saneado beneficio del trabajo ajeno. Y así, poco a poco, fueron surgiendo nuevos conceptos dentro de esta vorágine ideológico-religiosa-económica-política que engloba el concepto del trabajo: moderación salarial, despido libre, desempleo, sindicalistas liberados (algunos; también los hay honrados), contratos basura, becarios, salario mínimo, trabajador autónomo (aquel que no dependen de un jefe sino de una pléyade de ellos), convenio (lo que acuerdan otros por nuestro bien), trabajo en negro, trabajo precario… Hay que reconocer que, al menos, desde un punto de vista lingüístico, las posibilidades de estar sometido son ahora mucho más ricas y variopintas.

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A cambio, esa misma sociedad ha permitido que se abrieran nuevas avenidas que han permitido que unos pocos representantes de lo que constituía la mugre social de la holgazanería hayan pasado hoy día a ocupar un nuevo estrato social: son los vagos, los mentalmente tarados, los inútiles de antes, de ahora y de siempre que, para vivir con las comodidades y los caprichos de los amos sin ser los amos, han entregado a la sociedad su trasero moral (y, a veces, también el físico). Algunos, incluso, son corporalmente atractivos (si no abren la boca y se quedan callados, aunque esto es difícil e inusual). Viven dedicados a satisfacer la necesidad de la sociedad de tener bufones. Los amos los desprecian y los utilizan, del mismo modo que se usa y desprecia el papel higiénico; las hormigas los contemplan, los insultan, dicen que son una escoria, pero los envidian y querrían ser como ellos.

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Finalmente, están algunos (más de los que se piensa, pero muchos menos de lo que sería deseable) que han llegado a comprender que el trabajo es un mal del que resulta difícil, cuando no imposible, escapar. (El mero hecho de entenderlo dignifica el aparente sometimiento a su tiranía.) Son personas que, en la medida de lo posible, tratan de hacer compatible lo inevitable (el trabajo remunerado) con lo deseable (interés o gusto personal) y tienen perfecta conciencia de que el trabajo per se no dignifica a nadie; como mucho, constituye un medio honorable e inevitable de ganar lo necesario para vivir. Son, además, personas que valoran la ociosidad, entendiendo la ociosidad como forma de enriquecimiento personal a base de hacer (o, a veces, no hacer) lo que a uno le da la gana y cuando uno quiere: escuchar música, charlar largo y tendido con unos buenos amigos, pasear por el campo, hacer fotografías, pintar, tocar la flauta, cantar a grito pelado corridos mexicanos, jugar a las cartas, pescar, aprender a bailar, montar a caballo, rellenar crucigramas, ir al cine, masturbarse, tomar unas cañas, escribir un blog…

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Hace ya muchos años –no tantos que no podamos acordarnos–, un anciano filósofo al que siempre he admirado profundamente, escribió un libro titulado “Elogio de la ociosidad”. Se trata de Bertrand Russell. Os recomiendo su lectura. Aunque algunos de sus pensamientos pueden hoy día chocar o haber quedado algo desfasados (en su momento fueron tremendamente provocadores), sigue rezumando humanidad y un positivo sentido del humor. Pese a que Bertrand Russell fue, él también, un impenitente pesimista (en un sentido filosófico), no dejó de ser, ante todo, un utópico. ¿Y podríais decirme, voto a bríos, qué haríamos sin utopías?

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