EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Enfoques y opiniones

de un homo civicus

De proxenetas y otras realidades sociales

13/3/2012

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Anoche vi una película sueca, cuya trama se desarrolla en un lugar sin concretar de la antigua Unión Soviética, que me dejó profundamente impactado: Liljia 4-ever. Es un filme desgarrador, brutal, sin concesiones. 
Picture
Liljia
     El guión, excelente, cuenta una historia tan sencilla como impactante: una chica de 16 años, Liljia, es abandonada a su suerte por su madre, que escapa a Estados Unidos con su último novio. Liljia queda totalmente desamparada, sin dinero, sin protección, sin nada. Su tía, hermana de su madre, le quita la casa y la obliga a vivir en una sucia habitación de un edificio mugriento; su mejor amiga la traiciona; sus amigos de la calle solo esperan una oportunidad para acosarla sexualmente; su profesora la desprecia y humilla; los servicios sociales la ignoran; dios, a quien todavía reza esperanzada, también la abandona. Solo tiene un amigo, un chaval de 14 años que es otro perdedor, otro ser sin ninguna esperanza de futuro, ni siquiera de presente, al que su padre echa de casa. El entorno social que pinta la película no puede ser más demoledor: desesperanza,pobreza extrema, maldad gratuita, odio generalizado, desolación, tedio, indiferencia, deshumanización... Un entorno social en el que un mileurista europeo sería una especie de rey Midas.

        Liljia, pese a su rebeldía y aparente fuerza de carácter, es una víctima absoluta. Es víctima de todos y en todos los aspectos de la vida. Al final, acaba cayendo en las redes de una gente que representa lo peor del ser humano, la maldad máxima: una mafia detrata de blancas. Un supuesto novio –un joven aparentemente bueno, generoso, simpático, enamorado–, la vende a la mafia sueca, que, tras secuestrarla y amedrentarla, la obliga a prostituirse y la somete a toda clase de vejaciones, lo que la conducirá inevitablemente a la muerte.
      No me he convertido en crítico de cine. Si comienzo hablando de Liljia 4-ever, es porque esta película, que muestra una triste y repugnante realidad ni mucho menos desconocida en nuestro país, podría considerarse una parábola de nuestra realidad social. Desde ayer, no he dejado de pensar en la protagonista de la película y de hallar que existe un escalofriante paralelismo entre Liljia y la sociedad, quizás europea, pero, sobre todo, española actual. Naturalmente, cuando hablo de sociedad –por evitar el término pueblo, que, a fuerza de haber sido manoseado por unos y por otros, parece estar un tanto desprestigiado y desfasado– me refiero a las capas más desprotegidas y desfavorecidas del conjunto social.
      Estableceré, punto por punto, cómo y dónde veo tales paralelismos.
       Liljia es abandonada precisamente por la persona que estaría obligada a darle amor y protección. Su madre, a la hora de elegir, se decanta por el camino más fácil, egoísta y depravado: escapar a América sin ataduras, sin obligaciones, sin hija, tal como le impone su novio para llevársela con él y escapar a la miseria. No solo la abandona; además le hace ver que ella, la hija, es en cierto modo culpable de la situación porque, cuando nació de una relación pasajera, vino a representar para la madre una carga no deseada de la que ahora quiere desembarazarse. ¿Quién debería preocuparse de proteger a la sociedad? ¿Quién es el responsable de su bienestar? ¿Quién se ha comprometido a hacer todo lo humanamente posible por hacerla feliz y por que nada le falte? (Quiero recordar que sigo usando el término sociedad para referirme al sector más desprotegido de la misma: los jóvenes, los mayores, los enfermos, los parados...) Naturalmente, el gobierno. Ahora bien, ¿qué hace el gobierno cuando “el novio de Bruselas” le exige librarse de cargas? Abandonar la carga. La sociedad se ha convertido en una hija no deseada que no hace más que reclamar derechos, exigir ayudas, representar gastos superfluos. Hay que recortar gastos. Hay que dejar a la hija abandonada. ¡Ahí te pudras!
     Liljia se siente impotente, atemorizada, abandonada... Durante algún tiempo espera una carta de su madre, que nunca llega. Ya solo aspira a tener un lugar donde dormir y algo que comer. La sociedad tiene miedo y se siente impotente para dar solución a la crisis de la que es la única víctima sin comerlo ni beberlo. La sociedad, o sea, la hija, no echó el polvo que trajo estos lodos. Lo echó la madre. Y ahora quiere desembarazarse del paquete. Incluso trata de echarle la culpa. Le dice: Eres un pozo sin fondo. Me cuestas una pasta. Vas a ser  “mi ruina”. La sociedad es tan ingenua que sigue creyendo en la madre. No sabe si de verdad cree o si tan solo quiere creer en su afán por no perder totalmente la esperanza
     Pese a que Liljia desconfía de su maestra, va a clase. No quiere convertirse en un ser marginal. Quiere esforzarse. Pero su maestra la humilla innecesariamente ante sus compañeros. La culpa de su situación. La sociedad, a pesar de saberse manipulada, maltratada, ignorada, desea hacer lo posible por no quedar rezagada, por ganar su sustento, por pagar sus deudas y sus hipotecas. Se esfuerza en el trabajo. O simplemente busca trabajo sin desmayo, aunque es una tarea inútil. Y, en medio de ese sinvivir que provoca la falta de medios y la insuficiencia de los ingresos en las familias, llega alguien “con autoridad” (la maestra), o sea, llega la señora Cospedal y dice: Lo que tienen que hacer los españoles es trabajar más. Así, con palabras literales. En el tono más injusta e innecesariamente humillante posible. Más o menos, la maestra Cospedal culpa de la situación a la alumna-sociedad. Nadie habla de la culpa del sistema, de la responsabilidad de los políticos que dejaron esta ruina, de los especuladores financieros (del sistema soviético en el caso de Liljiana). La culpa es de la hija-alumna-sociedad.
     Liljia se defiende y, ocasionalmente, se revuelve. Tiene que sobrevivir. Hace una fiesta con los amigos, donde esnifan pegamento, beben algo de vodka barato, hablan mal de los padres y meten mucho ruido. La vecina llama a la policía. La sociedad también hace lo que puede por “narcotizarse” para aguantar el tirón de la miseria. Dentro de lo que permiten los escasos medios económicos. Unas cañas en el bar más barato, unas risas contando unos chistes en los que se hace mofa de la autoridad y echando pestes de Urdangarín o de cualquiera de los muchos políticos corruptos (hay abundancia donde elegir), algún partido de fútbol por la tele a modo de pegamento esnifado... Los más aguerridos, cuando ya se sienten muy indignados, salen a la calle con una pancarta y gritan eslóganes. Y también la vecina llama a la policía.
     En la situación en que vive, Liljia sabe –y todo el mundo sabe– que prostituirse es la única salida para poder comer, para entrar a la tienda de la esquina y que la cajera no la mire como a una delincuente potencial. Tendrá que hacerlo, aunque sea a regañadientes, y aunque al salir del cuartucho de hotel la primera vez, tenga que irse a una esquina a vomitar. La sociedad sabe que aceptar ciertos trabajos indignos en unas condiciones  de explotación y con un sueldo miserable (prostitución laboral) es la única salida para poder comer, para pagar las facturas más apremiantes, para salir adelante provisionalmente. En algún caso, también puede darse la posibilidad de que la solución esté en la prostitución real, no simbólica.
     Liljia es presa fácil para cualquier desaprensivo que quiera engañarla y abusar de ella sin el menor riesgo. Jugará con su ingenuidad, pero, sobre todo, con su hambre, su miseria y su anhelo de seguir viviendo, de salir del pozo, de –por qué no– disfrutar de la vida. Cuando haya caído en la trampa, será ya sin remedio y para siempre. Si trata de huir, le darán una brutal paliza para que se le quiten las ganas de volver a intentarlo. La sociedad es presa fácil para todas las aves carroñeras que pueblan el cielo político, económico y laboral. Además de aceptar sin rechistar trabajos indignos con sueldos de miseria, sentirá tal pánico a levantar la voz, a rebelarse (Liljia encerrada en el apartamento de Estocolmo), que asumirá su miseria en silencio. Le quitarán su piso por impago de una hipoteca ya inalcanzable. Le exigirán el pago de la cantidad que quede sin saldar tras la subasta fraudulenta de su piso. Puede que hasta exista la posibilidad de que lo metan en la cárcel. O al menos eso le dirán para que no levante la voz. Sentirá, la pobre sociedad, que es la escoria de la humanidad. Que ha causado la crisis que ha hundido a Occidente. Tendrá el convencimiento de que todo es culpa suya. Y que no existe escapatoria. Si alguna vez se atreve a sacar los pies del tiesto, la “autoridad” se encargará de ponerla firme.
     Liljia solo ha tenido un amigo (físico), otro pobre desgraciado que ya se quitó la vida para huir del sufrimiento, y un amigo silencioso, más bien mudo, (espiritual), un ángel custodio (que a ella no la custodia mucho) a través del cual reza a dios cuando se siente al límite de su sufrimiento. Cada vez que se traslada de vivienda, lo primero que mete en su equipaje es el cuadro del ángel, cuidadosamente envuelto en un jersey. En el último traslado, en Estocolmo, cuando llega al colmo de sus penas y de su humillación, rompe el cuadro y deserta de dios. La sociedad también tiene sus cuadros de ángeles, también tiene sus dioses a los que reza y en los que confía. Los hay de muy distintas clases y condiciones. Hay dioses religiosos, cómo no. Pero lo sociedad ha ido rompiendo los ídolos que los representaban. Y hay dioses políticos. También la sociedad va rompiendo los cuadros con sus imágenes. Ya no creen en ellos. Se han dado cuenta de que o bien son sordos o simplemente no escuchan las oraciones de la sociedad. Los dioses políticos están a sus cosas. Lo mismo ocurre con los dioses sindicalistas, que van a su rollo. Los únicos dioses que, en algunos casos, mantienen su triste credibilidad son los futbolísticos y los televisivos. No le aportan soluciones a la sociedad pero al menos la mantienen más entretenida. Pero sus imágenes, tarde o temprano, también serán arrojadas al suelo y pisoteadas.
     Hay un momento, cuando Liljia ha sido brutalmente apaleada por tratar de escaparse, en el que debe tomar una decisión. Tiene tres alternativas: ponerse a gritar en la calle, aun a riesgo de que no sirva de nada, y que la ayude la gente o la policía; aprovechar un descuido y darle una patada en los huevos al mafioso que la vigila y, una vez en el suelo, patearlo hasta terminar con él; o escapar corriendo hasta un puente y arrojarse por él buscando la liberación en la muerte. Esta tercera es la opción de Liljia. La sociedad no dispone de demasiadas alternativas, pero sí que tiene algunas. Pueden ser más o menos dolorosas. Más o menos eficaces. Más o menos rápidas. Yo, desde luego, nunca optaría por la tercera. Sin duda, la que más me complace es la segunda, o sea, la patada en los huevos. Pero quizás, combinada con la primera, con la de armar mucho ruido. En muchas culturas, el ruido está considerado como una forma de ahuyentar a los malos espíritus. Y en Occidente, hay sobresaturación de malos espíritus. Pero hay algo que la sociedad tiene que tener muy claro si quiere que su estrategia tenga éxito, Ha de ser la sociedad en pleno la que grite al unísono y la que dé, simultáneamente, la patada en los huevos. De lo contrario, el mafioso volverá a darle una paliza y a someterla.
      ¡Quien quiera entender, que entienda!

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