EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Enfoques y opiniones

de un homo civicus

Decisiones infamantes

5/5/2012

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     Hay noticias que aparecen en las páginas interiores de El País con suficiente relevancia como para que nadie pueda acusar al periódico de no informar, pero con la discreción necesaria para evitar que tenga más eco del debido.
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Me refiero a la noticia que, hace dos días, llevaba el título siguiente: “El Supremo anula la expulsión aun juez que asesoró a un narco” Un lector algo distraído o apurado de tiempo dedicaría a este titular una mirada de soslayo y proseguiría la búsqueda de noticias más interesantes o de mayor entidad informativa.  Al fin y al cabo, podría pensar como de pasada, es un asunto entre jueces.  Incluso si leyera el subtítulo de la noticia –“el alto tribunal considera que el Poder Judicial superó el plazo de seis meses para investigarlo” –, es muy probable que no le prestase a aquella la debida atención. Después de todo, podría seguir pensando, el Supremo está tomando decisiones de carácter administrativo y normativo que nada tienen que ver con el común ciudadano. 
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     Sin embargo –y no sé en qué medida mi desprecio y aversión por la clase judicial española con las debidas y honrosas excepciones, que las hay, nublan mi criterio–, creo que es una noticia espeluznante y de una tremenda gravedad, que me afianza en mi firme convicción de que la judicatura es probablemente el más corrupto, abusivo  y antidemocrático de los tres estamentos que conforman el Estado. Después de todo, el legislativo es un estamento de ida y vuelta. Puede ganar y puede perder. El ciudadano, en alguna medida, le puede castigar negándole el voto. Otro tanto ocurre con el poder ejecutivo, que, al formarse en función de la propia composición del legislativo, sabe que su permanencia en el poder o su exclusión del mismo queda en manos del ciudadano, el cual, como bien sabemos por desgracia, puede equivocarse, y de hecho lo hace de forma frecuente y desquiciante, pero solo al ciudadano que elige mal cabe achacarle la responsabilidad de la elección de un ejecutivo indeseable. 

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     Pero no es ese el caso del poder judicial. Los jueces constituyen un estamento elitista, cuya existencia y la elección de cuyos miembros nada tienen que ver con ningún sistema democrático. Los jueces acceden a la carrera tras un sistema de oposiciones que no sanciona en absoluto la idoneidad ni la adecuación de los que consiguen aprobar y convertirse en jueces de por vida. Es un sistema que fue inventado por el poder absoluto para tener una judicatura obediente, sumisa y respetuosa con dicho poder, y que solo satisface a los jueces. Es un sistema intocable, cerrado. Si alguien trata de cambiarlo o introducir la mínima modificación en su estructura, es sometido a los más furibundos ataques, que pueden acabar incluso con su prestigio y su buen nombre (recuérdese cómo terminó la carrera política del ministro Bermejo, que fue el único que planteó modificar el sistema de acceso a la carrera judicial).

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     Una vez dentro de la carrera, los jueces van ascendiendo en función no solo de su valía (como debería ser), sino, sobre todo, de acuerdo con el grado de aquiescencia que obtienen de sus superiores naturales, los cuales, conforme se va subiendo por la escala jerárquica tienen unos planteamientos menos democráticos  y una ideología más cercana al franquismo.
       Pero no es su elitismo y su alejamiento de la realidad social –con ser éstas características execrables– lo peor ni lo más condenable de una gran mayoría de las conductas de los jueces y de sus actuaciones profesionales. Lo peor es que los jueces disfrutan de la presunción de honestidad y rectitud, y exigen que así se les vea y juzgue.  Lo repugnante es que se erigen en símbolos intocables, en seres supuestamente perfectos a los que no puede alcanzar la crítica y sobre los que no puede cernerse la sombra de la duda. Nadie los ha elegido. Pero ahí están, observándonos con mirada grave y severa dispuestos a taladrar nuestra alma, nuestros pensamientos, dispuestos a condenarnos.

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     Tradicional e históricamente, la figura del juez ha sido y sigue siendo (junto con la del sacerdote para los creyentes) una figura sin mácula. Y sin embargo, al igual que los sacerdotes, los jueces (algunos, muchos jueces) incumplen su misión, manchan su imagen, tuercen la recta senda de su profesión, ensucian el nombre de la justicia (humana los unos; divina los otros), en suma, se muestran como lo que son: seres humanos corruptibles, falibles y débiles. Pero no podemos cambiarlos. No podemos castigarlos. No podemos echarlos. Como mucho, pueden echarse entre sí. Sólo pueden ser castigados –como ocurría con los nobles en la Antigüedad– por sus pares, pero no por el pueblo llano, no por los plebeyos.  Llegado el caso, cuando alguno de ellos es condenado por sus pares erigidos en altísimo e inapelable tribunal, no lo es por haber cometido graves pecados o por haber sido injusto o por haber manchado la imagen de la Justicia, sino por haber actuado de forma independiente, por no haber dado su brazo a torcer, por no haberse dejado comprar, por haber tomado el camino equivocado, o sea, el camino de la rectitud sin adjetivos. Hubo en este país uno de estos jueces, de nombre Baltasar, que sufrió los inclementes rigores de sus pares. Todos lo sabemos. Él perdió su carrera; ellos siguen sentados en el Tribunal Supremo.

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     Pero cuando se trata de un juez que, de verdad, ha torcido su camino y se ha convertido en un miserable, un corrupto, un indeseable, los máximos jerarcas togados tienden a ablandarse y a ser compasivos. No importa que otros tribunales de menor categoría hayan condenado al juez delincuente. Siempre encontrarán una excusa, un recoveco jurídico, un malabarismo lingüístico para anular la condena. Con los sacerdotes pasa otro tanto. Son dos categorías (profesionales) que están cubiertas de un cierto halo de divinidad. Hay que preservar la dignidad del portador de la toga o de la sotana. ¿Que el juez ha favorecido a un narcotraficante? ¡Pelillos a la mar! Y si encima la policía lo descubrió mediante escuchas telefónicas, la cosa está clara: a un juez no se le puede condenar por unas escuchas de más o de menos. ¿Qué el sacerdote ha violado a varios monaguillos? Seguro que eran adolescentes pecaminosos y atrevidos que le buscaron al cura las cosquillas (por debajo de la sotana) y provocaron la lascivia del pobre siervo de dios.
       En mi opinión,   que una noticia como la que ha provocado mi comentario pase desapercibida es un síntoma de la debilidad de nuestra democracia. Creo que es de suma gravedad que el Tribunal Supremo actúa con la desvergüenza que lo ha hecho. No porque este juez miserable haya sido perdonado. Ha cumplido ya 70 años y no podrá volver a ensuciar la Justicia. Lo malo es que la Justicia haya sido ensuciada por los representantes de la máxima autoridad judicial, por aquellos que deberían ser espejo en que todo ciudadano pudiera mirarse para tomar ejemplo. Si el Tribunal Supremo está en manos de hombres que condenan a Garzón y personan a un chorizo con toga, quiere decir que a la Justicia española no la salva ni dios.

      Sé que me repito, pero lo hago con plena conciencia. Mientras en España no se cambie el sistema judicial, se modifique la Ley  Electoral, se haga un referéndum sobre la monarquía y se denuncie el Concordato con el Vaticano, no seremos un país digno de ser tenido en cuenta. Seremos una broma de mal gusto.

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Una luz libre,
una luz laica,
una luz republicana,
o sea, la luz
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