Vivo estos días sumido en un profundo sentimiento de zozobra con las, primero, alarmantes y, ahora, trágicas noticias que llegan de Australia, que vive las más espeluznantes inundaciones de su historia reciente, sólo comparables a las que se produjeron en el año 1917. No quiero entrar en el juego de los negacionistas, que aprovecharían la ocurrencia de aquellas inundaciones para minimizar la importancia del calentamiento global. Por otra parte, aunque los datos de que disponemos respecto a lo que aconteció en 1917 carecen de la objetividad y exactitud a las que estamos acostumbrados en estos tiempos de enormes avances tecnológicos, sí que es cierto que, a principios del siglo XX, las ciudades y pueblos de esta zona de Queensland eran mucho más pequeños, la densidad de población, mucho menor y, en consecuencia, los daños sufridos, debieron de ser también muy inferiores a los que se han producido y, al parecer, se pueden seguir produciendo en los próximos días. El fenómeno atmosférico que ha propiciado el tremendo desastre que sufre Australia lleva el nombre de La Niña. No descubro nada nuevo si digo que consiste en un enfriamiento de las aguas del Pacífico con una alteración de las condiciones climáticas, que se manifiestan mediante un notable aumento de las precipitaciones monzónicas especialmente en el Nordeste de Australia y la zona del Sudeste de Asia. Todo lo contrario de lo que sucede con El Niño, que es un calentamiento de las mismas aguas y cuyos efectos en el clima son la sequía y el ascenso anormal de las temperaturas. Como mero dato pedante, añado que el nombre El Niño se dio a este fenómeno por coincidir su inicio (finales de diciembre o principio de enero) con la Navidad. La razón para el nombre de La Niña no es otro que subrayar que su comportamiento es el contrario al de El Niño. Ya sé que todo esto es de general conocimiento. Si lo comento, es a título introductorio, como argumento de paso a lo que realmente motiva mi preocupación por lo que ocurre en Australia y por lo que va a seguir ocurriendo a escala global si, como me temo que va a pasar, los dirigentes de los distintos gobiernos del mundo no entran en razón y toman medidas para detener la espiral de locura aniquiladora en que se han (y nos han) metido. He dicho dirigentes, como podía haber dicho líderes, gobernantes o responsables políticos; es una forma de hacerse entender porque ni dirigen ni lideran ni gobiernan ni manifiestan el menor sentido de la responsabilidad. Cualquiera que sea el nombre que les asignemos (“mandamases” o “capos” serían quizás términos más adecuados), ¿alguien tiene la menor confianza en ellos? Por supuesto, hablo en términos generales. Es posible que, a título individual, haya alguno que sea una persona preocupada, concienciada y dispuesta a hacer lo que sea necesario para encauzar la situación. A título colectivo, no obstante, los señores que se reúnen para hablar de la “lucha contra el calentamiento global” en Nueva York o en Davos me causan miedo, que no confianza. Si, además, los menos interesados en corregir las desquiciadas políticas energéticas son Estados Unidos, China o India, con los miles de millones de personas cuyos “intereses” dicen defender, ¡apaga y vámonos! Volviendo a lo que está sucediendo en Australia, es peligroso dar demasiada entidad en los medios a la “normalidad” científica de las causas puramente climáticas de los desastres de los que somos testigos. Es muy cierto que El Niño y La Niña son fenómenos naturales que siempre han existido, y que es imposible luchar contra la Naturaleza, que lo mismo es capaz de ofrecernos un esplendoroso ocaso y una mañana de suave brisa frente a un mar en calma, que nos agasaja con una tremenda erupción volcánica o con un terremoto devastador. Pero la aceptación de esa verdad no debe obnubilar nuestra inteligencia hasta el punto de aceptar el punto de vista de los negacionistas, que únicamente ven tras cada desastre la mano imprevisible de la Naturaleza. Se están produciendo demasiados hechos inhabituales que no son sino la respuesta de esa misma Naturaleza –aparentemente caprichosa, pero, en el fondo, perfectamente lógica– a la que estamos sometiendo a unas alteraciones brutales con unas actuaciones derivadas de la estupidez, la avaricia, la ambición desmedida y la más grosera falta de sentido común y visión de futuro (cuando nosotros hayamos desaparecido, nuestros nietos estarán sufriendo las consecuencias de nuestros actos). Las actuaciones a las que me refiero son de dos tipos: unas, las que no tienen en cuenta la lógica de la Naturaleza; otras, las que directamente la agreden. De las primeras estamos teniendo en estos días un ejemplo palpable en Brasil, con la destrucción de miles de hogares y la muerte de cientos de personas causadas por los corrimientos de tierra, a causa de las lluvias torrenciales. Viendo cómo y dónde estaban construidas esas casas, a nadie le sorprende lo que ha pasado. Situaciones parecidas a las de Brasil han tenido lugar anteriormente en otros países: Colombia, El Salvador, Honduras, Ecuador, México, Italia… En España, este mismo mes de enero, hemos sufrido inundaciones devastadoras en Andalucía, pero ha habido desastres parecidos de manera constante en otras ciudades en los últimos años. La causa: haber construido de forma irracional en torrenteras o en zonas de normal desbordamiento de algún río, cortando el paso natural de las aguas de lluvia; por supuesto, la Naturaleza no pide autorización para pasar. Luego están el segundo tipo de actuaciones: las que directamente atentan contra la Naturaleza, que da su justa respuesta en forma de desastres, intensos y puntuales en unos casos; silenciosos, paulatinos y a largo plazo en otros. Por ejemplo, la erosión del terreno causada por el hombre cuando construye carreteras, canales o urbanizaciones en zonas con riesgo de erosión, lo que conlleva el trazo de pendientes inestables que hace que unas laderas frágiles, expuestas a la lluvia o filtración de agua, al final cedan, provocando deslizamientos o derrumbes; o cuando construye embalses artificiales; o cuando tala árboles de forma indiscriminada para crear pastizales o terrenos de cultivo. Podríamos seguir mencionando otras actuaciones que reflejan la necedad miope del hombre como ente social: la contaminación ambiental (doméstica, agrícola e industrial); los desastres químicos, en unos casos, puntuales (fugas accidentales, barcos petroleros), en otros, constantes (vertido de basura química a los ríos); los incendios forestales que destruyen miles de hectáreas de arbolado esencial para la vida del planeta… Y, por fin, ¡¡¡la contaminación del aire por nuestras constantes emisiones de CO2…!!! He comenzado este post de hoy como un lamento íntimo, personal. No he podido evitar que, escribiendo, escribiendo, haya terminado por redactar uno más de los miles de artículos que se escriben sobre este tema en un absurdo tono pedagógico y de una absoluta ineficacia. Soy perfectamente consciente de que sólo lo leeréis personas que ya sabéis de qué va el tema y que, estoy seguro, secundáis cada uno de mis planteamientos. Para quienes podrían hacer algo al respecto, este post (o lo que yo piense) no existe, significa menos que una coma en un diccionario enciclopédico. Pero uno no siempre puede evitar caer en el vicio cuasi onanista de predicar en desierto (es un vicio onanista porque en el desierto uno está siempre absolutamente solo). Además, ha sido una forma de desahogo. Estoy muy lejos de un país que amo profundamente, y estoy lejos de mis amigos australianos a los que sé que lo que está ocurriendo les puede afectar de forma más o menos directa y mucho, desde luego, anímicamente. Y sólo puedo enviarles mi recuerdo. Uno de estos amigos, mi entrañable Peter Gerrand me ha mandado unas fotos impresionantes, dos de las cuales acompañan este post. Quiero cerrar mi post con una reflexión que me ha inspirado la última de ellas. En sí misma, la foto no deja de ser una mera curiosidad: una rana va montada sobre el lomo de una serpiente que está surcando las aguas devastadoras; la rana probablemente sería incapaz de superar la fuerza de la corriente y acabaría muerta. Mi reflexión sería ésta: desde el punto de vista de la Naturaleza, en situación de riesgo, un animal puede significar la salvación de otro que, normalmente, sería su alimento; desde una perspectiva humana, el hombre que ocupara el puesto de la serpiente iría pensando: “¡Qué bien, en cuanto llegue a la orilla, ya tengo asegurada la merienda!” |
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