EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Enfoques y opiniones

de un homo civicus

En boca cerrada...

7/14/2013

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         A toda acción deleznable le sigue, de forma a menudo explícita, una justificación por lo general no solicitada. Con ella, el protagonista de la afrenta, la ruindad o el hecho deshonroso –siempre después de saberse pillado in fraganti–  trata de limpiar la mugre de su imagen y recuperar algo de la reputación dañada o perdida, sin caer en la cuenta de lo que dice la vieja sentencia latina: excusatio non petita, accusatio manifesta.
          Las justificaciones son de muy variada naturaleza, y cada una de ellas refleja la personalidad de quien la aduce con el fin de aliviar el peso de la culpa. Hay justificaciones infantiloides, que son aquellas que delatan a un infractor inmaduro, que se escuda en la maldad o falta de ética de un tercero sobre el que tratan de cargar el peso de su propia culpa, independientemente de que dicho tercero pueda además ser también culpable. Es la justificación característica del niño que, al verse descubierto por un profesor en flagrante quebrantamiento de las normas, echa la culpa del desaguisado a un compañero. Sería este el tipo de justificación de una persona poco inteligente e inmadura, como la señora que tiene instaladas sus posaderas en el sillón del Ministerio de Sanidad, de apellido Mato (“esas son cosas de mi exmarido; yo no sabía nada; yo soy una buena chica inocente y estúpida”).
          Podríamos hacer una sesuda taxonomía de las justificaciones y sus protagonistas más representativos. Nuestra vida política nos brinda abundantes ejemplos, a cual más vil y rastrero, desde las repugnantes  mentiras acerca de las armas de destrucción masiva usadas por Aznar para respaldar nuestra inasumible participación en la guerra de Irak, a las excusas infumables de ciertos políticos corruptos (cualquiera que sea su color ideológico) que nos quieren hacer comulgar con ruedas de molino y que aceptemos que “lo suyo no es nada comparado con las aberrantes prácticas de saqueo público de los otros, o sea, los del partido contrario”.
          La vida está llena de excusas condenadas a ser ignoradas o a recibir pública condena: “me obligaron”; “no fui consciente de lo que estaba haciendo”; “actué mal como consecuencia de las circunstancias”; “lo hice impulsado por un miedo incontrolable”; “en el fondo, todo el mundo hace lo mismo”…, frases todas que deberían encontrar como respuesta el silencio desdeñoso, la sonrisa irónica, cuando no el desprecio más profundo.
          Pero creo que la justificación más despreciable y ofensiva es aquella que va acompañada de un indisimulado cinismo. La justificación, en tal caso, pasa a convertirse en una abierta exhibición de desvergüenza e impudicia. Viene todo lo dicho hasta aquí por una nota de prensa leída hace dos días acerca de uno de los personajes más rastreros y despreciables que se han movido por el paisaje político de este país, y hay que reconocer que el listón está muy, pero que muy alto. Me refiero a Ricardo García Damborenea , quien fuera secretario general del Partido Socialista del País Vasco.
          No creo necesario hacer un relato pormenorizado de la trayectoria de este indigno personaje y de cómo, tras haber sido señalado como uno de los promotores de las acciones criminales de los GAL (de hecho estuvo en la cárcel por aquellos hechos) y sintiéndose escasamente arropado por su partido, arremetió contra sus excompañeros y acabó convirtiéndose en “la estrella” de la campaña de Aznar, para las elecciones europeas, participando con él en más de un acto electoral y afirmando que el PP era la única respuesta válida y con sentido común que tenía España.
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           No hay personaje más repulsivo que el que está dispuesto a traicionar sus ideas, salvo que lo haga por un auténtico convencimiento de que aquellas eran erróneas. En el caso de Damborenea, podría entenderse –aunque su actitud no dejaría de ser condenable–  que hubiera tratado de justificar su traición por un deseo de venganza; sería un sentimiento rastrero y lamentable… ¡pero humano! Lo peor es que, en la entrevista que da cuerpo a la mencionada nota de prensa, Damborenea dice, con un cinismo rayano en la procacidad, que solo lo hizo por dinero, y añade una frase que no tiene desperdicio: “Es que yo tenía la mala costumbre de comer tres veces al día.” Es muy evidente que Damborenea y los miembros de su familia no necesitaban ingresos económicos de origen tan indecoroso para vivir de forma más que holgada. Esa frase, pronunciada por alguien que vivía en una situación financiera más que privilegiada, es un insulto gratuito para quienes realmente sufren una situación de indigencia, y también para aquellas personas –y hay muchas más de las que se piensa– que preferirían pasar hambre y calamidades antes que vender su dignidad.
          Vivimos inmersos en una sociedad muchos de cuyos miembros aceptan a los traidores, comprenden a los ladrones, toleran a los corruptos y aplauden a los indeseables, y, además, escuchan impasibles sus lamentables justificaciones. Vivimos en una sociedad que se ha hecho mayoritariamente inmune a las golferías públicas. Una sociedad que ha olvidado exigir lo que plantea una de las más firmes e inapelables sentencias latinas: fiat iustitia et pereat mundus (hágase justicia aunque el mundo perezca). Por estas tierras no se hace justicia, y es precisamente para evitar que puedan perecer unas docenas de miserables.
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