¿Conformismo? ¿Pasividad? Mucho se está hablando en los últimos tiempos acerca de la posible involución sociopolítica que parece estar produciéndose en nuestro país. No es éste asunto banal y, por consiguiente, debe tratarse con la debida cautela y suficiente rigor. Se define el término involución en el diccionario de la RAE como la “detención y retroceso de una evolución biológica, política, cultural o económica”. Parece evidente que toda situación que implique una detención o un retroceso lleva implícito un contenido negativo, un retroceso, una pérdida. La Humanidad ha avanzado –léase evolucionado–, de forma lenta pero constante, desde los oscuros momentos de la Prehistoria hasta nuestros días. Se han producido situaciones de momentánea marcha atrás, pero el movimiento hacia adelante, aunque con tropiezos propios del humano caminar, ha sido constante. Los hombres (y las mujeres) salieron de la tenebrosidad de las cuevas y aprendieron a cultivar; percibieron su propia humanidad y vieron que eran seres pensantes; descubrieron los secretos de la Naturaleza y, dentro de los límites que ella misma impone, llegaron a dominarla; avanzaron por el camino de la razón y la inteligencia, descubriendo cosas sublimes como la belleza de la música y la palabra; también descubrieron cosas prácticas como el valor de “pi” o la ley de la gravedad; se dieron cuenta de que el corazón bombea la sangre, que recorre el cuerpo dándole vida, y de que la tierra es redonda y gira alrededor del sol, y que el Universo es infinito, y aunque esto les costó sufrir duros castigos impuestos por las fuerzas del oscurantismo religioso, convirtieron sus saberes en riquezas para el resto de hombres y mujeres; construyeron edificios portentosos que desafiaban la ley de la gravedad; aprendieron a volar con sus cuerpos y con sus mentes, y llegaron a inventar términos tan excelsos como filosofía, eternidad, solidaridad, igualdad, justicia, amor o perdón, y conceptos tan extraordinarios como derechos humanos o justicia social… Y ciertamente, de vez en cuando –siempre en demasía– cometieron errores brutales y desanduvieron el camino dolorosamente recorrido: emprendiendo guerras feroces y sometiendo a otras criaturas, que eran sus semejantes, a padecimientos y torturas intolerables; explotaron y esclavizaron inicuamente a sus semejantes por el simple hecho de tener éstos un color distinto de piel, enriqueciéndose con su dolor y su trabajo; aprovecharon sus conocimientos y avances tecnológicos para curar enfermedades pero también para matar con mayor eficacia y crueldad; ya en tiempos modernos y avanzados, impusieron –como hacían sus antepasados medievales– sus ideas y sus leyes por la fuerza de las armas… El avance de la Humanidad ha tenido siempre un movimiento de vaivén continuo, pero siempre, inexorablemente, ha prevalecido la dirección adelante. Y así debe seguir siendo. Y así lo será, pese a los más que posibles –seguros– retrocesos que se seguirán produciendo. No obstante, a pequeña escala, que es la que más nos afecta, hay momentos de retroceso, momentos de involución. Y creo que en nuestro país estamos viviendo uno de esos lamentables procesos. Hay mucha gente que no lo ve. O no quiere verlo. Hay mucha gente que prefiere seguir mirando lo que le ponen en la pantalla. Porque los acontecimientos cotidianos nos los muestran, previamente manipulados –cocinados dicen ahora– para que nos mantengan distraídos y no nos demos cuenta de lo que se trama entre bastidores. Uso el término “distraídos” plenamente consciente de sus múltiples significados: por un lado, “entretenidos y divertidos”, y, por otro, “con la mente puesta en otra cosa, alejada de la realidad”, que es la forma ideal para que nos “distraigan” (nos roben) lo que nos pertenece. Son muchos los aspectos en que se manifiesta la involución que estamos viviendo. No son circunstancias, situaciones o sucesos que escapen a nuestra percepción. En absoluto. Están ahí, a la vista de todos. Pero acontecen con la rapidez vertiginosa de lo noticioso y, a las pocas horas –a los pocos días– desaparecen de la pantalla en que vemos pasar la vida y la gente los olvida. Porque uno de los trucos que tienen quienes elaboran y proyectan la película que hacen ver –que obligan a contemplar– a la gente consiste en no permitir que haya tiempo suficiente para deglutir y digerir –analizar– lo que ocurre a nuestro alrededor, y para ello muestran nuevas escenas, nuevas noticias, nuevos sucesos de forma ininterrumpida. No importa que esas noticias y esos sucesos contengan escenas deleznables, repugnantes, incluso obscenas, que, debidamente analizadas, podrían llevar al observador a la crítica y a la condena. Porque no dan tiempo a que ese análisis minucioso se produzca. Pero ahí están. O, mejor dicho, ahí estaban, hace dos, tres días. Unas horas después ya no están. Ya no nos acordamos. Y la película sigue, sin parar, sin descanso. Pero la marcha es involutiva. Vamos hacia atrás. Yo trato de recordar. Y, para ello, dejo de mirar a la pantalla de vez en cuando. Lo justo para tener tiempo de recopilar recuerdos. Y analizarlos. Y recuerdo el entusiasmo que sentí, hace ya 35 años, cuando el socialismo conquistó el poder, logrando un avance que en aquel momento parecía meteórico. Y cuando se comenzaron a construir muchas escuelas y hospitales porque la enseñanza y la sanidad debían ser públicas y gratuitas para todos. Y cuando se instauró la ley del divorcio. Y cuando se instauró un sistema de pensiones digno. Hubo un tiempo en que el movimiento hacia adelante del que hablo se manifestaba en un rechazo rotundo a todo lo que había tenido que ver con la oscuridad de la dictadura franquista. Hubo un tiempo –bastante largo diría yo– en que todo lo que oliera a franquismo-derecha-conservadurismo tenía mala prensa, se escondía, vivía recluido, que no muerto. Y se avanzaba en dirección al logro imparable de libertades civiles. No me olvido de los borrones en las páginas y de los inevitables pecados de corrupción que fue ganando los corazones –y los bolsillos– de los otrora flamantes políticos socialistas, devenidos muchos de ellos futuros hampones. Pero la marcha de la sociedad parecía seguir de manera decidida siempre hacia adelante. Estábamos evolucionando con lentitud, pero sin titubeos. Llegamos incluso a considerarnos un país moderno y avanzado con un más que aceptable nivel de bienestar social. ¡Y de repente, llegó la resaca! No me refiero con lo de la resaca a la crisis financiera, astutamente gestionada desde las esferas del verdadero poder mundial, una crisis que ha hundido a los países –y a los ciudadanos– más débiles para cebar y engordar con más lustre a los amos gordos y grasientos del mundo. No me refiero a ella porque esa crisis no fue sino una coyuntura perfectamente orquestada y controlada por el mundo financiero. Me refiero a que se nos fueron al garete las cartas con las que habíamos estado levantando falsos castillos de naipes. Los ciudadanos cayeron en un estado catatónico de profunda depresión. Y los avispados croupiers del casino nacional, los que reparten las cartas amañadas y hacen caer la bolita en el número adecuado se aprovecharon para dejarnos en paños menores y, lo que es peor, convencidos y avergonzados de nuestra culpa. Con una consecuencia nefasta. A un colectivo –en este caso nacional– desmoralizado se le maneja con total facilidad. Lentamente, pero de forma inexorable, se fue llevando a cabo un lento pero insidioso lavado de cerebro generalizado. Es malo vivir en un estado de falsa conciencia culpable porque uno se acaba convenciendo de que esa culpabilidad es real. Los malos dejaron de ser malos. De haber sido un recuerdo desechable del pasado ominoso, pasaron a convertirse en “males menores”, o incluso en “gestores serios y con sentido de Estado”. Los que durante 15 o 20 años habían estado llevando antifaz de demócrata no tuvieron ya necesidad de disfrazarse. Pudieron volver a asomar su verdadero rostro, primero con cautela, luego ya sin el menor recato. Sin prisa pero sin pausa (como preconizaba su nunca olvidado mentor político) pusieron en marcha una labor involutiva de desmontaje y derribo de los logros conseguidos a lo largo de los anteriores años de evolución. Metieron la piqueta en el edificio del progreso y la mano en la bolsa común. Los más viejos del lugar –me refiero a los que tenemos el vicio de pensar– nos dimos cuenta de que asomaban por el horizonte nubarrones ya olvidados de tiempos pretéritos. Nosotros, los más viejos, los recordamos muy bien: control gubernamental de la educación; enaltecimiento desaforado y extemporáneo de rancios valores patrios como forma de enfrentamiento a cualesquiera otros valores; abandono de los más débiles y dependientes; resurgimiento de la moralina –a no confundir con moral– religiosa en la vida pública; apropiación de lo público para satisfacción de oscuros intereses de un reducido grupo de privilegiados; resurgimiento del imperio del autoritarismo tras la mentirosa excusa del orden y la seguridad nacionales; reaparición en la vida pública con hipócrita ostentación de poder de los representantes de la antigua sacristía, ahora dotada de medios tecnológicos y hasta de emisoras de radio y televisión; recrudecimiento de las actuaciones judiciales contra los que tienen el atrevimiento de reírse de su sombra y de ser, simplemente, irreverentes, cuando la irreverencia ha acompañado siempre a la inteligencia combativa (NOTA: ¿recordáis las actuaciones del Tribunal de Orden Público? Si es así, contádselo a los más jóvenes y enriqueced su memoria). No cabe duda de que nuestro país, además de estar padeciendo el caso más hediondo de podredumbre moral en la vida pública, está sufriendo una indudable involución socio-política. Estamos retrocediendo hacia tiempos pasados, oscuros, tenebrosos. Nos empujan por ese alevoso proceso unos conductores que son descendientes directos de los mismos personajes que nos llevaron a la sangrienta y repugnante confrontación civil y al posterior periodo de violencia, brutalidad, incultura y mugre moral de la posguerra y el franquismo. Lo preocupante es que hay un importante porcentaje de población que ni se percata de lo que ocurre. No siente que le están moviendo el suelo bajo los pies. Son muchas las gentes que miran la pantalla y se conforman (incluso se entretienen y divierten) con lo que en ella les muestran. Para colmo, este proceso involucionista se ve acompañado de un movimiento paralelo de idéntica dirección a escala global. ¿Cómo podría entenderse, si no, que una sociedad que se consideraba culta, avanzada y desarrollada mire con absoluta y dolorosa indiferencia el horror a que se ven sometidas millones de personas –incluidos cientos de miles de niños– que huyen de la guerra y la destrucción, y que son arrinconadas en tenebrosos campos de refugiados pasando frío, hambre y enfermedades? ¿Cómo podría entenderse, si no, que el país teóricamente “más rico y avanzado del mundo” (lo entrecomillo a propósito) elija para dirigirle a un personaje despreciable, repulsivo, inculto y nauseabundo como Trump? ¿Cómo podría entenderse, si no, que millones de ciudadanos europeos, que conocen perfectamente la historia reciente del continente, estén dando cada vez con más frecuencia su voto y su apoyo a una ultraderecha que estaría dispuesta a traer de nuevo el reino del terror, el racismo desaforado, el odio “al otro”, el holocausto y la aniquilación del diferente? Parece, pues, que no se trata de una mera apariencia, sino que estamos padeciendo una preocupante involución. Solo nos queda, aparte de denunciarlo en cualquier foro en que nos encontremos y de negarnos a aceptarlo en silencio, cruzar los dedos y esperar que vuelva a producirse el movimiento de flujo-reflujo que siempre se ha dado a lo largo de la Historia y podamos regresar, una vez más, a la senda evolutiva. En cualquier caso, será un camino largo y escabroso.
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April 2022
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