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de un homo civicus

Cuando se acerca el 14 de abril

10/4/2017

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Cuando se acerca el 14 de abril
Entramos en el mes de abril. Y siempre, desde el primer día de este mes tradicionalmente conocido como el mes lluvioso, me asalta el recuerdo (ensueño, más bien) de la República. No sé si tendré la suerte de poder celebrar su reimplantación en nuestro país. Lo dudo. Hay demasiada mente conformista y atrofiada en nuestro país como para imaginar que puedan darse, con un mínimo de posibilidades, todos los hechos que serían necesarios para desmontar un sistema político que Franco dejó atado y bien atado para que los hijos y nietos de sus incondicionales ideológicos pudieran disfrutar del poder sin sobresaltos durante varios decenios. Ya llevamos cuarenta…, y los que te rondaré, morena.
Monarquía un realidad obsoleta
Es incuestionable que, desde que existe registro histórico del hombre como ser social, las tribus, los pueblos, buscaban agruparse en torno a la figura de un líder que les proporcionara seguridad a través de una identidad común, basada en la unión, la disciplina, el acatamiento a unas normas y la promesa de mutua protección. Así nacieron las monarquías, instituciones que, con múltiples variantes, estuvieron siempre ligadas a la fuerza de las armas y a la naturaleza divina de sus representantes. Una espada y un Dios misterioso pero omnipotente y omnipresente eran las realidades que daban sustento a los monarcas, realidades que pendían sobre las cabezas de los súbditos para imponer su acatamiento. No importaba si un rey era destronado por un rival de otra nación o de su propia familia. Siempre había un ser poderoso que, por la gracia divina, venía a ocupar el trono por el bien de la nación. Esta era una verdad indiscutible e indiscutida.
Ciertamente, hubo un momento histórico absolutamente atípico en el que un pueblo culto del Mediterráneo logró que floreciera el pensamiento filosófico por encima de la ignorancia y la barbarie, y que la figura de los filósofos prevaleciera por encima de la figura de los guerreros. Fue la luminosa etapa del siglo V a.C. en que los atenienses alcanzaron un momento único, aislado, como un faro de la Historia, en que se rigieron por los principios de la democracia (δημοκρατία, gobierno del pueblo) de acuerdo con las decisiones adoptadas por la asamblea ciudadana, la ekklesia (nombre que sería posteriormente usurpado por los distintos credos religiosos para atribuirlos a sus “asambleas”, o iglesias). Pero aquello fue un fogonazo, deslumbrante por su intensidad, pero de muy corta duración. Fue sofocado, cómo no, por la barbarie de las armas, cuando Atenas fue vencida por su enemiga secular, Esparta, pueblo ferozmente guerrero y, por supuesto, liderado por un rey poderoso y lleno de ambición.
Hemos de llegar a la segunda mitad del siglo XIX para ver cómo las ideas de la Ilustración dan cuerpo a nuevas formas de pensamiento que se alejan de los esquemas monárquicos (y, en especial, de las monarquías absolutistas) para promover formas de gobierno basadas en la elección del Jefe del Estado por parte del pueblo: la República. Hubo, sin duda, algunos atisbos de formas republicanas en tiempos anteriores, como, por ejemplo, las repúblicas de Venecia y Génova, en el periodo del Renacimiento, aunque en ambos casos la figura del rey era en realidad sustituida por el cabeza de familia de un poderoso clan generalmente de banqueros, lo que al final no era sino una monarquía disfrazada.
En cualquier caso lo que es a todas luces evidente es que el sistema monárquico fue, a lo largo y ancho de Europa y Asia, la forma de gobierno más extendida. No fueron todas las monarquías iguales. Las hubo de muy distinta catadura, con estilos, formas, leyes y grados de dureza muy variados. Hubo monarcas guerreros, reyes paternalistas, tiranos sangrientos, seres idiotizados, fanáticos religiosos, reyes-dioses, obispos coronados, la lista podría ser casi interminable. Pero  si algo puede decirse de toda esas distintas formas de monarquía es que, a partir de la Ilustración, hechos y realidades como la industrialización, el mayor porcentaje de población alfabetizada, la intensificación de las comunicaciones y el comercio condujeron a buscar nuevas fórmulas de organización política basadas en la voluntad de los ciudadanos y no en la voluntad divina. En pleno siglo XIX, la revolución americana y su independencia de la antigua metrópoli, con la presencia y la ayuda de revolucionarios europeos, sobre todo franceses, condujo a la instauración de la primera república con una Constitución que comenzaba con una frase en aquellos tiempos inaudita: “Nosotros, el Pueblo, ordenamos y establecemos esta Constitución…” ¡Toda una bomba ideológica! No era el rey. No era el Ministro ni Consejo del Reino. Era el Pueblo quien otorgaba la Constitución. Para dar más fuerza a un nuevo concepto que venía a instalarse, no solo en los salones del Congreso, sino en la mente de la gente, el Preámbulo de dicha Constitución rezaba: “Todos los Hombres son creados iguales y su Creador los ha dotado de ciertos Derechos inalienables, que entre ellos se encuentran la Vida, la Libertad y la Búsqueda de la Felicidad. Que para asegurar estos Derechos se instituyen Gobiernos entre los Hombres, los cuales derivan sus Poderes legítimos del Consentimiento de los Gobernados”. Dejando de lado el hecho de que la Constitución americana se apoyara (lo sigue haciendo hoy día) en la creencia indiscutida de la existencia de un Dios creador del mundo, lo destacable es que su texto dejase meridianamente claro que el poder de los gobiernos derivaba del “consentimiento de los gobernados”. Y, por supuesto, esto se conseguía dejando a un lado una forma de gobierno considerada, a partir de ese momento, obsoleta y carente de legitimidad: la Monarquía.
Monarquías y monarquías
No creo que en la actualidad haya ninguna monarquía que sea intrínsecamente justificable. El mero concepto de sistema hereditario suena execrable, pues, además de hundir sus raíces en el argumento de la divinidad, plantea per se todo un rosario de conflictos, entre los que no es de menor entidad el hecho de que ser “hijo de alguien” no nos hace idóneos para realizar dignamente y con éxito una determinada misión en la vida, del mismo modo que no nos convierte en buenos abogados, maestros, médicos, ni siquiera en buenos albañiles o carniceros. Imaginemos incluso que resultase aceptable que una persona concreta pudiese ocupar adecuadamente el puesto de rey o reina de un país en un momento y unas circunstancias muy concretos. Eso no impediría que sus hijos o sus hijas pudiesen ser unos perfectos zotes, o reuniesen características personales que les hicieran ser ineptos y rechazables para ocupar el trono. Pero si todo lo anterior no tuviera ya suficiente valor argumental, habría que convenir que en pleno siglo XXI, cuando la sociedad ha alcanzado sus mayores avances tecnológicos y su mayor grado de culturización, cuando caminamos hacia un sistema social igualitario carente de barreras artificiales, cuando parece que nos hayamos librado de la tiranía de los falsos ídolos, la propia imagen de la monarquía exhala un aroma rancio, desfasado y arcaico. Está fuera de lugar. Desde los trasnochados ceremoniales, entre los que cabe destacar aunque solo sea por su nombre el “besamanos”, a los protocolos impuestos y al lenguaje y tratamientos utilizados, no hay nada que resulte aceptable ni creíble. Producen auténtico rubor expresiones como majestad o alteza real. Resulta ignominioso aceptar que unos seres salidos por idéntico conducto uterino-vaginal que todos los demás mortales adquieran por herencia formidables privilegios desde su nacimiento. Y más ignominioso es el hecho de que eso suceda aquí y ahora.
La incomprensible atracción de la realeza
Curiosamente, en pleno siglo XXI hay gente que defiende la continuidad de la monarquía como una solución cómoda para cubrir la jefatura del Estado. Pero hay también gente, y no es poca, que sigue sintiendo una especial atracción hacia el boato y los ceremoniales y protocolos a los que hacía referencia en el párrafo anterior. Hay personas que adoran todo lo que rodea a la monarquía. Me consta que hay quienes, por supuesto a distancia y desde su oscura insignificancia, viven con idéntica intensidad como si fueran suyas las alegrías y las penas de las familias reales, y conocen al dedillo todos los chismes relativos a sus natalicios, bodas, enfermedades, adulterios, noviazgos, defunciones, herencias, viajes y hasta penurias judiciales. Me gustaría, desde un punto de vista meramente intelectual, entender qué hay en sus mentes para albergar ese sentimiento de arrobo y admiración por unos seres cuyos rasgos diferenciadores son, todos ellos, exógenos, artificiales y arbitrarios. ¿Lo asocian a la divinidad? ¿Establecen en sus mentes una relación entre la monarquía y la idea de Dios? ¿Ven en los integrantes de la familia real una especie de modelos ideales de seres humanos a los que imitar en su fabulado camino de perfección?¿Se acaban convenciendo de que, estando al día de sus artificiales vidas, participan siquiera un poco de sus privilegios? La respuesta –si la hay–a estos interrogantes constituye para mí algo así como un oscuro rincón del alma humana que me desconcierta y perturba profundamente.
Los habituales pros y contras
Los monárquicos que se muestran convencidos de las bondades del sistema pero que son conscientes de lo anacrónico o impopular de su postura, suelen aducir invariablemente los mismos argumentos para justificar su opción. 1. Aducen razones económicas, argumentando que la elección de un presidente de la República implica añadir unos costes electorales que, con la Monarquía, son innecesarios. Esto es absolutamente absurdo. En primer lugar, siempre se puede hacer coincidir la elección de Presidente con las elecciones generales. En segundo lugar, no es comparable el coste de una Presidencia con el de una Casa Real, que a los gastos administrativos normales de la Jefatura del Estado añade los sueldos y gastos de representación de toda la familia real, incluidos los reyes eméritos. Todo ello sin olvidar el mantenimiento de unas residencias mucho más costosas que la de un Presidente (no solo en Madrid, sino también en Mallorca, con el palacio de Marivent y Son Vent), además de otros gastos ocultos dentro del presupuesto de otros ministerios, como el de Defensa, que tiene asignados, por ejemplo, 600.000 euros anuales para el mantenimiento de los caballos de la guardia real, cuerpo militar innecesario, absurdo y obsoleto; o los seis millones que dedica el Ministerio de la Presidencia para pagar a los 135 funcionarios que administran los gastos de la Casa Real y que confeccionan y pagan las nóminas y dietas de todos sus empleados, amén de otra partida de 300.000 euros para la Fundación Príncipe de Asturias. 2. Plantean hipotéticas comparaciones absurdas.  Suelen establecer, sobre todo esos monárquicos que se declaran “de izquierdas” y que se saben conscientes de lo incongruente de su postura, la siguiente consideración. ¿Te imaginas que Aznar fuese nombrado Presidente de la República? ¿No es preferible tener al Rey, que, al menos, no se mete en fregados de índole política?  A esa disparatada suposición, respondo, en primer lugar, que a Aznar ya lo tuvimos como presidente del Gobierno, lo cual, en principio, es mucho peor que haberlo tenido como Presidente de la República, pues en el primer caso su poder era mucho mayor que en el segundo. Yo, en contrapartida, podría mencionar una docena de personas de alta calidad humana e intelectual, que podrían ser excelentes presidentes de una hipotética III República, pues no olvidemos que este puesto no tiene por qué ser ocupado por un profesional de la política, sino por alguien de méritos distinguidos en la vida pública, con una tendencia ideológica concreta o ninguna conocida (incluyo alguna personalidad ya fallecida pues la intención de esta lista no es ofrecer propuestas reales sino ejemplos del tipo de personas en las que estoy pensando): Federico Mayor Zaragoza, Iñaki Gabilondo, Manuela Carmena, Baltasar Garzón, José  Luis Sampedro (†), María Moliner (†), Vicenç Navarro, Soledad Gallego, Rafael Argullol, Margarita Salas, Manuel Alcántara, Daniel Innerarity, Carmen Iglesias, Carmen Caffarel, María Emilia Casas… Evidentemente, se trata de una lista elaborada a bote pronto pero en la que he tratado de incluir personas de las más variadas actividades: judicatura, docencia universitaria, ciencia e investigación, periodismo-comunicación, filosofía y literatura. Con ella solo trato de demostrar que no sería ni mucho menos imposible encontrar personas idóneas para ocupar el más alto cargo de la nación sin tener que recurrir al bochornoso y anacrónico método hereditario. Y que nadie quiera decirme que las personas que acabo de mencionar no están (o no habrían estado, en el caso de las fallecidas) en condiciones de ocupar la Jefatura del Estado con mucha más inteligencia, dignidad, capacidad intelectual y, sin duda, honestidad con que lo hizo el rey emérito (el actual actúa buscando una zona de sombras propicia para quien ha visto las orejas al lobo). 3. Un príncipe se prepara específicamente para ser rey.  Esta es una frase que en su verdad esconde su propia idiocia. ¿Para qué otra cosa si no podría prepararse alguien cuyo objetivo en la vida, desde su nacimiento, consiste en convertirse en rey? Faltaría más. No iba a prepararse para ser camionero, jardinero o abogado de oficio. Pero aceptando lo cierto de una afirmación de Perogrullo, quedaría por explicar en qué consiste lo elogiable de esa preparación. ¿En saber comer y beber con elegancia? Cualquier persona bien educada sabe hacerlo son ir a una academia. ¿En hablar dos o más idiomas aparte del propio? Cualquiera de las personas que he incluido en mi lista estaría en condiciones de hacerlo sin problema. ¿En haber recibido una especial formación en relaciones internacionales?  Podría repetir mi respuesta anterior. Es más, cualquier de esas personas podría competir con ventaja con cualquier miembro de la realeza europea a la hora de mantener una conversación inteligente con cualquier dignatario extranjero. Si he cometido un aparente machismo en el título de este apartado es porque, para colmo, nuestra Constitución sigue manteniendo la afrentosa prevalencia del varón sobre la mujer. 4. La Monarquía se mantiene alejada de posibles tentaciones políticas indeseables.  Esta es una afirmación gratuita que solo se sostiene si por tentaciones políticas nos referimos a la participación directa en la acción de gobierno. Es evidente que esto es así, del modo que también lo sería para un Presidente de la República si sus competencias y las condiciones de su mandato estuvieran claramente definidas en la Constitución. Si, por el contrario, se hace una amplia interpretación del concepto “alejamiento de las tentaciones políticas”, es patente que nuestra monarquía juancarliana borbónica ha caído con estrépito en tales tentaciones. No debe confundirse la total imparcialidad política que debe mantener todo Jefe de Estado con esa espontánea y bien aprendida campechanía, típicamente borbónica, con que Juan Carlos daba palmadas en la espalda, reía a carcajadas y hasta contaba chistes cuando se reunía con políticos de izquierdas y teóricamente republicanos. Algunos –estoy pensando en Santiago Carrillo, por ejemplo– pese a tener más cochas que un galápago, sucumbieron al supuesto encanto del Borbón. El rey emérito, cuando ocupaba la Jefatura del Estado, claudicó ante la atracción de las tentaciones del poder político. Un botón de muestra sería la grosera y rechazable influencia que para muchos políticos tenía la mera mención del monarca para aceptar la concesión de subsidios, prebendas y corruptelas de todo tipo a miembros de su familia. No creo preciso recordar que sus conocidas hazañas sexuales –que no juzgo desde un punto de vista moral–  se llevaron a cabo con ayuda de ingentes cantidades de dinero público y con la participación de los servicios de espionaje españoles, sin ir más lejos en el caso de Bárbara Rey o el de Corinna, aunque no únicamente. Es evidente que tamaña falta de discreción (con uso de dinero público) no le hubiera sido perdonada a un Presidente de la República, mientras que todo el mundo en España debía aceptar como un axioma incuestionable que el Rey era intocable. Añadamos a lo anterior las más que peligrosas e íntimas amistades del rey Juan Carlos con personajes de la más baja estofa moral, algunos de ellos incluso condenados con prisión por delitos de corrupción: los hermanos Fanjul en la República Dominicana; Alberto Alcocer y Alberto Cortina, condenados ambos por estafa; Arturo Fernández, imputado en el caso de las tarjetas black y deudor de las arcas públicas en unos 20 millones de euros; Manuel Prado y Colón de Carvajal, administrador de las finanzas del rey y condenado a cárcel por fraude millonario; el emir de Dubai, de más que dudosa vocación democrática, que, entre otros obsequios, regaló a Juan Carlos dos coches Ferrari; l rey de Arabía Saudí, Fahd bin Abdelaziz al-Saud, uno de los países que financia el terrorismo islamista y que no respeta los derechos humanos (y mucho menos los derechos de las mujeres), que en 1976 le regaló dos yates a Juan Carlos; el empresario sirio Mohamed Eyad Kayali, oscuro personaje con más de 15 empresas off-shore a su nombre, y que tuvo el privilegio de pagarle a Juan Carlos el famoso safari de Botsuana con elefante abatido y rotura de cadera incluidos. Una lista que habría hecho caer al más sólido Presidente republicano pero que al monarca español no le ha pasado más factura que el saberse escasamente querido y mucho menos respetado por los españoles.
República, pero ¿qué República?
Hablar del vestido y la tarta nupcial antes de que haya un noviazgo es un ejercicio estéril. Pero no cabe duda de que este asunto deberá abordarse antes o después. Y la pregunta que tendremos que hacernos será: “¿Qué tipo de República queremos para España?” Porque República es solo una palabra que puede encerrar numerosas formas, con muy distintos planteamientos políticos. Puede haber una República presidencialista, en la que coincide la jefatura del Estado con el puesto de Primer Ministro; puede darse un sistema semipresidencialista, con clara separación de poderes entre el Jefe del Estado y el Ejecutivo, como en Francia; puede elegirse un sistema como el alemán, en el que el Presidente se mantiene en una posición de estricta independencia de la dinámica gobierno-oposición; existen incluso casos como el de Suiza, donde la presidencia de la República no la ejerce una persona, sino que lo hace un Consejo y la cabeza visible del Estado va rotando entre los miembros del Consejo. Además, hay otros temas igualmente importantes que tendrían que ser abordados en una nueva Constitución: sistema de presentación de candidaturas y elección del Presidente o la Presidenta; periodo de duración de la presidencia.
Cualquier que sea la forma que, en un futuro espero que próximo, decidan los españoles que sea su sistema republicano, éste ha de llegar. Y ello por una simple cuestión de lógica, sensatez y adecuación a los tiempos. Porque en el siglo XXI no puede seguir habiendo majestades, reyes, reinas, príncipes o infantas. Porque estos conceptos producen sonrojo en cualquier persona medianamente inteligente. Porque la monarquía es un atentado contra el sentido común y el buen juicio.

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