Cada vez que un micrófono o una cámara caza inadvertidamente a un representante público cometiendo un gazapo, o sea, haciendo o diciendo algo impropio, indecoroso, vil o despreciable, surge en los medios un debate interesado –que no interesante– acerca de la licitud de hacer público ese comportamiento condenable. Se alega que, al desconocer el deslenguado, o la deslenguada, la presencia del imprevisto artefacto grabador, se estaría atentando contra sus inalienables derechos personales, pues el comentario impropio o la acción vergonzosa se habrían llevado a cabo dentro del ámbito de lo privado. Viene esto a cuento del grosero exabrupto de la Secretaria de Estado de Comunicación, Carmen Martínez, cuando, refiriéndose a los pensionistas que, en ejercicio de sus derechos civiles, estaban abucheando a Rajoy, dijo que le apetecía hacerles un corte de mangas de cojones y decirles: “¡Os jodéis!” Cuesta imaginar a toda una Secretaria de Estado con cara de monja seglar y exalumna de las Ursulinas diciendo semejante ordinariez. Cuesta más entender que lo dijera refiriéndose a unos respetables ciudadanos que contribuyen con sus impuestos a pagar su salario. Y aún cuesta más que, a los dos días, añadiera, a modo de descargo, que “lo mejor era pedir disculpas y ¡santas pascuas!” O sea, al insulto previo, la señora Martínez vino a añadir la guinda zafia del desprecio, pues, en español, la expresión santas pascuas equivale a dar por zanjado unilateralmente un asunto enojoso sin tener en cuenta la opinión de la parte ofendida.
Pero analicemos el tema del ámbito privado frente al ámbito público. Y para ello, creo que lo adecuado es definir aquello que entendemos por “ámbito privado de actuación”. Sería difícilmente discutible afirmar que el ámbito privado engloba aquellos aspectos que pertenecen a la vida íntima de las personas, o sea, sus sentimientos, sus relaciones personales y familiares, su salud, sus gustos y preferencias sexuales. Ahora bien, aspectos como sus creencias religiosas o sus comportamientos sociales, al ser de tal naturaleza que pueden afectar a su comportamiento público nunca deberían quedar libres del escrutinio ciudadano. En el caso de una persona pública, todo lo que no pertenezca a los aspectos más íntimos anteriormente definidos es susceptible de poder ser aireado, o sea, ser dado a conocer a los ciudadanos que pagan el salario de la persona en cuestión. Las frases de la señora Martínez que captó un micrófono “indiscreto” pero no invisible nos han dado a conocer aspectos fundamentales acerca de la ideología y de la actitud social, e incluso moral, de la señora Secretaria de Estado. Por ejemplo, que desprecia a los pensionistas, a los que probablemente considera parásitos sociales que tienen una vida demasiado larga y costosa para el Estado; que no tolera la discrepancia y lleva muy mal las críticas que los ciudadanos vierten contra el gobierno del que ella forma parte, es decir, que es de talante autoritario y escasamente democrático; que mantiene actitudes sociales revestidas de hipocresía, pues nunca se le ocurriría hablar públicamente (en público, sí que lo hizo) usando el lenguaje que empleó creyendo que nadie la escuchaba; que es torpe, pues olvidó una máxima fundamental de todo gobernante, y es que siempre puede haber micrófonos y cámaras abiertos en los espacios públicos. Simplificando, por las palabras que se le escaparon la señora Martínez puede ser definida como moralmente reprensible, autoritaria, hipócrita y torpe, defectos que los administrados tienen todo el derecho de conocer. Insisto. Se ha debatido –y me temo que se seguirá haciendo– acerca de la oportunidad, e incluso la legitimidad, de airear públicamente las torpezas, las indiscreciones, los comentarios realizados a destiempo o las exclamaciones extemporáneas de los personajes públicos. Opino que, siempre que se encuentran en público, los personajes que viven del dinero público están –deben estar– permanentemente sometidos al escrutinio ciudadano. Da lo mismo que se trate de reyes, reinas (en activo o jubiladas), primeros ministros o secretarias de Estado. Los ciudadanos que pagan sus salarios –salarios nada exiguos– tienen pleno derecho a saber no solo lo que dicen en sus preparados discursos oficiales, sino lo que realmente piensan, aunque se esfuercen por ocultarlo. Esto es especialmente cierto en estos tiempos que nos han tocado vivir, en que la destreza de los expertos en el fingimiento y la teatralidad se ha adueñado de la escena política gracias a los ardides de la comunicación de masas. Pues muy bien, que sean precisamente esos mismos sistemas de comunicación que con tanta destreza emplean para engañarnos los que sirvan para dejarlos con las vergüenzas al aire. Y no confundamos la esfera de lo privado con los vicios ocultos (o debería decir vicios ocultados). A los deslenguados, a los torpes, a los mentecatos que sueltan burradas al oído sonriente y complaciente de un correligionario sin darse cuenta de que hay micrófonos alrededor (los conocidos como moros en la costa), habría que decirles una frase muy frecuentemente utilizada entre los anglosajones a la hora de despedirse de un amigo: “Sé bueno. Y si no puedes ser bueno, ¡ten cuidado!” |
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