La carcunda –aunque también se acepta la palabra carcundia– es un término que surgió en Portugal a principios del siglo XIX y que, más tarde, pasó a enriquecer el repertorio semántico del español. En Portugal se aplicaba a los absolutistas que se oponían a la revolución hacia 1820. En España, en el siglo XIX, se empezó a utilizar para denominar a carlistas, ultramontanos y neocatólicos; luego, en el siglo XX, pasó a definir a los sucesores ideológicos de aquéllos, englobando indistintamente a fascistas, ultraconservadores, meapilas, santurrones de toda laya, reaccionarios y retrógrados. Por supuesto, caen dentro de esta categoría todos los titulares de grandes fortunas y patrimonios, siempre temerosos de que los avances sociales les vengan a arrebatar sus bienes (y quién sabe, dicen ellos, si sus vidas). Irónicamente, les acompañan gustosos en ese viaje ideológico unos cuantos miles (¿centenares de miles?) de ciudadanos de tercera a los que apenas les llega para vivir con cierta decencia.
Viene todo esto a cuento del comentario indignado que un amigo ha hecho tras la lectura de la carta que el periodista Ignacio Trillo ha escrito a la infausta jueza del 8M, cuyo nombre callaré para no darle la cancha que no merece. Decía mi amigo en su comentario que la carcunda se ha extendido por todas las estructuras del Estado con el apoyo y beneplácito de una parte demasiado importante de la sociedad civil. Tiene razón mi amigo. Pero yo abundo en su idea y la amplío, y afirmo que la carcunda no ha dejado de estar en todo momento presente en todas las estructuras del Estado. Gracias a una Transición fallida (en realidad, fue un absoluto fraude), ha estado presente –en algunos momentos de forma más o menos solapada; en otros, de forma abierta y agresiva– en todos los estamentos que sustentan la estructura del Estado: el Ejército, la banca y el sistema financiero, el poder judicial (es el más peligroso y dañino), el empresariado en su conjunto y los medios de comunicación (a la Iglesia, ni me molesto en mencionarla). En estos momentos, nos encontramos en una fase de abierta y brutal agresividad. Desde que prosperó la última moción de censura de 2018 y la izquierda logró ocupar el poder tras las elecciones generales de 2019, la gente del PP –toda la derecha sociológica– se sintió herida, agraviada, insultada, como si al arrebatarle el poder en las urnas les hubieran robado algo que, por derecho divino, les pertenece a ellos, y solo a ellos. Los políticos del PP (y muchos ciudadanos conservadores de los que conforman la carcunda que viven en el piso o el chalet de enfrente, se preguntaban “¿Cómo es posible que unos piojosos comunistas, que deberían estar agradecidos por permitirles participar en política en vez de meterlos en la cárcel, formen parte del Gobierno de la sacrosanta nación española? La rabia, la indignación y una ira incontenible inundaron sus corazones, y de su boca comenzaron a salir los más espantosos epítetos acompañados de espumarajos infectos. Ahora, cuando hablan, cuando escriben, ya no se molestan en dar argumentos, ya no proponen programas, ya no articulan ideas. Se limitan a verter todo el veneno acumulado, a la espera de contagiar a todo el país con su santo odio. Para colmo, paralelamente a todo lo anterior, en las últimas elecciones saltó con éxito a la palestra política un nuevo grupo: Vox, para convertirse en portavoz de la grandeza franquista española. Llegaron a la vida pública unos energúmenos (y unas energúmenas) que se atrevían a proclamar abiertamente que eran no solo franquistas convencidos, sino decididamente racistas, machistas, homófobos, xenófobos, anticomunistas, o sea, auténticos neonazis. (Quizás podría añadirse que la mayoría de ellos no habían pegado nunca un palo al agua y habían vivido subvencionados por la asquerosa democracia, pero eso es tema para otro capítulo.) Y lo que ha ocurrido es que esas gentes que conforman la carcunda nacional, a la vista de los logros y, sobre todo, comprobando que las bravuconadas, amenazas, desafíos, insultos y demás perlas democráticas de la camada franquista no recibía ningún tipo de advertencia o amonestación por parte de las autoridades policiales o judiciales, han acabado por perder totalmente el pudor, se han dado cuenta de que pueden levantar la voz y sacar pecho (bien arropado por la bandera, por supuesto) y que hacerlo no solo no trae consecuencias negativas, sino que les va proporcionando réditos políticos. Los de Vox son el franquismo descarado (y descarnado), sin careta. Los del PP, hasta ahora representantes del franquismo más tímido y ruboroso (una especie de vino del país rebajado con un poquito de gaseosa), se han quitado la máscara de falsa democracia para evitar que sus votantes se escapen a la carrera más a la derecha. Y la forma de lograr sus propósitos --como ha sido tradicional en la derecha desde tiempos inmemoriales-- es el escándalo vocinglero, el griterío cínico, la injuria sin complejos, la mentira desvergonzada. Porque hay un sector de la sociedad --instalado para su desgracia en la categoría de la más absoluta insignificancia socio-económica-- que asume, acepta y traga con aquello que tiene más resonancia en los medios más cutres: desvergüenza, bulos, mentira, morbo, cutrerío…, y muchos decibelios. No en balde los amos de este estercolero en que vivimos, y que es el que alimenta al neocapitalismo, han sabido adoctrinar a ese lastimoso sector social a través de la inmundicia de sus radios y televisiones. Nos guste o no, vivimos inmersos en la “carcundocracia”. |
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