Me siento incapaz de hilvanar un buen discurso –coherente, ampliamente documentado, correctamente estructurado, sosegado, razonablemente carente de contradicciones y discordancias– sobre el tema del independentismo en general y sobre el independentismo catalán en particular. Son demasiados los factores que me perturban tan solo de pensar en intentarlo: ruido –mejor dicho, estrépito– mediático, sentimientos encontrados, vivencias personales, son algunos de esos factores. Si a todo lo anterior añado que soy enemigo de las convicciones inamovibles y que tengo una irremediable tendencia a poner en tela de juicio una y otra vez mis propias creencias, entenderéis lo mucho que me cuesta acometer la tarea de escribir esta crónica.
Para hacer más fácil lo que de otro modo se me antoja un cometido arduo, he ideado un método –casi estratagema– que me permita decir todo lo que pienso (y, sobre todo, lo que siento) respecto al tema en cuestión, sin necesidad de tener que andar hilvanando conceptos y argumentos que se entrecruzan y solapan, y que dificultan en exceso la elaboración de un discurso coherente. Consiste ese método en presentar mis ideas desdoblándome en entrevistador y entrevistado, de modo que lo esencial de mi pensamiento al respecto pueda presentarlo en forma de respuestas a las preguntas que yo mismo me hago a menudo y que, quizás, a alguno de quienes me leáis os gustaría hacerme. ¡Allá voy! Una primera pregunta doble. ¿Cuál es tu visión de Cataluña? Y, en segundo lugar, ¿ha variado mucho, algo, poco o nada esa visión tras los últimos sucesos del “procès”? Mi visión de Cataluña ha sido siempre de admiración y cariño. Como aragonés, viví geográficamente muy cerca de Cataluña. Y en lo personal, siempre sentí admiración por su cultura y su forma de ser, esto último entendido como una generalización, por supuesto, que en todas partes cuecen habas. He recorrido Cataluña de norte a sur y de este a oeste. Conozco bien su Pirineo, hermano del aragonés, su arte románico gerundense e ilerdense, sus viñedos y sus vinos (en especial sus cavas), su hermosa costa mediterránea de Figueres a Tortosa, su volcánica Garrotxa…; he leído con sumo placer a algunos de sus mejores escritores (Espriu, Sagarra, Pla, Rodoreda, Villalonga, los Goytisolo, Montalbán, Tusquets, Ferrater, Gil de Biedma, por nombrar los que ahora me vienen a la mente)…; y me bañé por primera vez en el mar en las playas Barcelona siendo muy niño...; más tarde compartí dos veranos de mi juventud, en armónica y amistosa convivencia con estudiantes catalanes que cumplían, junto con aragoneses, la absurda e inevitable obligación del servicio militar universitario en la provincia de Tarragona, en las Montañas de Prades, sin que los intercambios lingüísticos, indistintamente en castellano y en catalán, supusieran nunca motivo de fricción. Allí, en aquel campamento en el que dos veranos antes había estado también haciendo las milicias Joan Manuel Serrat, aprendí (aprendimos, aunque no sé si algunos ya lo han olvidado) lo que podía ser una respetuosa y saludable cohabitación, en la que los aragoneses acabábamos usando de la forma más natural toda clase de términos catalanes, y, por ejemplo, no decíamos dormir, sino clapar, y se afirmaba que nos ponían bromuro en el agua para que nadie “trempase” (o sea, que a ningún soldadito se le pusiera dura con los inevitables pensamientos eróticos suscitados por las largas abstinencias). El idioma une y hermana mucho, aunque parece que actualmente lo que hace es separar, enemistar, encabronar. En otras palabras, mi visión de Cataluña ha sido siempre de una franca proximidad, de cariño, de cercanía. Pasando a la segunda parte de la pregunta, puedo afirmar que mi visión y mi sentimiento no han variado en absoluto. En todo caso, me produce una inmensa tristeza comprobar el distanciamiento y el estéril enfrentamiento que se ha ido produciendo entre amplias capas de la población de ambos lados. Estoy convencido de que a uno y otro lado de la línea divisoria (geográfica, quiero decir), ha habido una torcida y espuria intención de fomentar ese enfrentamiento para satisfacer sucios e inconfesables intereses políticos (tanto partidistas como personales). Pero todo lo anterior es puro sentimiento. Hay muy poco pensamiento político. ¿Y qué? ¿Acaso no hay sentimiento en la política? ¿Por qué no había de haber política en el sentimiento? El animal político que es el hombre no se despoja de sus sentimientos –ni de sus incertidumbres, sus miedos y sus prejuicios– al pensar y actuar en el terreno político. De hecho, en los últimos tiempos, los gurús de la cosa política, los que se revisten los hábitos del poder y la verdad absoluta, los que tejen y destejen el manto sociopolítico a su antojo, los grandes manipuladores, ésos, han traspasado todas las líneas trojas y han potenciado hasta la náusea la preeminencia del sentimiento en la vida política, en particular el más peligroso, el más aborrecible, el sentimiento supuestamente patriótico (al menos, así llamado), el que crea más enemigos, más odios, más barreras… Y la gente, con una asombrosa ingenuidad, ha entrado al trapo…, ¡nunca mejor dicho!, al trapo de las banderas, las banderitas, las banderolas, los estandartes, los colores (como en las ferias) y las musiquillas (los himnos). En cualquier caso, yo no puedo, ni quiero, separar mis sentimientos de mis pensamientos, pero, por supuesto, me refiero a mis sentimientos en positivo, a los que se han ido arraigando dentro de mí a lo largo de los años, y no de los que me quieran inculcar una panda de subdesarrollados intelectuales a través de los medios, con mucho ruido… ¡y pocas nueces! Bien, pues ahí va una pregunta concreta, ¿estás a favor, o al menos no rechazas frontalmente, la idea del independentismo catalán? No estoy en absoluto a favor. En cuanto a rechazarlo frontalmente, quiero aclarar: rechazo absolutamente la idea, pero no a las personas que la defienden. Eso es un poco complicado de entender En absoluto. Cada persona es libre de pensar como quiera. Y de defender sus ideas. Es más. No solo de defenderlas, sino de intentar transmitirlas a otros, siempre que sea mediante el diálogo, el debate, el contraste de opiniones. Yo soy contrario a los nacionalismos, todos ellos. Fundamentalmente porque son excluyentes, y en sus razones para excluir vamos a encontrar inevitablemente móviles espurios (xenofobia, arrogancia, complejo de superioridad, aporofobia…) Yo nunca tendría inconveniente en mantener un sereno y respetuoso debate con una persona nacionalista, aunque probablemente nunca llegaríamos a un acuerdo, pero lo importante es que todo quedase en debate, en discusión. Lo que no soporto es que me den gato por liebre, que no me digan la verdad, que oculten esos móviles espurios bajo discursos pseudopatrióticos, ondeando banderas. Y aquí englobo a los mentirosos de uno y otro lado de esa línea divisoria que parece separar ahora a poblaciones aparentemente irreconciliables. Ni los líderes de lo que era Convergència se han creído nunca lo del soberanismo, y en su momento se unieron gustosos al carro de la independencia como cortina de humo para tapar sus vergüenzas, que eran muchas, ni al Partido Popular le importa un higo lo de la patria unida; los políticos de Convergència y del PP solo tienen un dios y una patria: el dinero, a ser posible en un paraíso fiscal, y si no que se lo digan, por ejemplo a la familia Pujol, o a la familia Aznar, que ha regalado el patrimonio inmobiliario de los madrileños a un fondo buitre en cuyo consejo de administración se sienta su hijo. Todos, una cuadrilla de ladrones envueltos en banderas: unos, la estelada; los otros, la de la monarquía instaurada por Franco. ¿Estás de acuerdo con el derecho a decidir de los catalanes? Estoy de acuerdo con que los ciudadanos puedan expresarse libremente. Si eso requiere un referéndum, bienvenido sea ese referéndum. Ya sé que muchos se me echarán encima y me hablarán de la Constitución, y bla bla bla. Por supuesto, la actual Constitución –que en su día nos metieron con calzador porque, entre otras cosas, había dos opciones: o la Constitución cocinada a gusto de la clase dirigente del momento (y aceptada de mala gana por la izquierda real) o el caos– no contempla la posibilidad de un referéndum de autodeterminación. Pero ahí quiero aclarar dos o tres puntos. El primero es que la Constitución se redactó de forma que fuera muy difícil modificarla, pero no es inamovible, ni mucho menos. El segundo es que la Constitución no deja de ser una ley, la principal, de acuerdo, pero una ley. Y no es la ley de dios; es una ley hecha por los hombres (por un grupo reducido de hombres a los que los cursis paniaguados les encanta denominar “padres de la Constitución”) y luego votada por mayoría; pero en ese punto también quiero dejar claro que nuestra Constitución no ha sido votada por ningún español menor de 60 años. Si a nosotros nos la metieron con calzador –yo voté en contra, aclaro– a los españoles entre 18 y 60 años se la han metido con un embudo porque no la pudieron votar. En tercer lugar, sin forzar la Constitución –que eso es algo que habrá que hacer algún día les guste o no a los conservadores de todo signo– se podía haber llegado sin apenas dificultades a establecer una España plurinacional de corte federal, que es algo casi plenamente integrado en nuestro sistema autonómico. Cuando ya se vislumbraba una posibilidad de conseguirlo mediante la promulgación de un Estatuto, vinieron los delincuentes de la política (léase, Partido Popular) y presentaron un recurso de inconstitucionalidad contra 114 de los 223 artículos. Y luego llegó el Tribunal Constitucional, dominado mayoritariamente por magistrados afines a los delincuentes de la política y declararon inconstitucionales 14 artículos, y sujetos a la interpretación del tribunal otros 27. Y fue precisamente en aquel momento cuando la derecha española (españolista) puso la primera piedra del gran movimiento nacionalista, que salió enfurecido a las calles de Barcelona gritando “Som una nació. Nosaltres decidim”. ('Somos una nación. Nosotros decidimos'). Y a Convergència y al PP se les abrió el cielo. Ya tenían emprendida la guerra que deseaban, que ambos necesitaban. En cualquier caso, lo que no acepto de los nacionalistas catalanes es que, aprovechando la lógica indignación que produjo a todas las personas decentes –catalanas o no– la actuación de la policía el 1-O, hayan instigado un sentimiento de rabia y odio hacia todo lo español de forma generalizada e indiscriminada. Y también que estén tratando de convencer al mundo entero de que todos los catalanes son soberanistas. Eso es una falacia. Los catalanes independentistas merecen respeto y ser escuchados; pero los no nacionalistas, también. Y si las cifras no engañan, unos y otros representan más o menos el 50 por ciento de la población catalana. El govern debería ser el gobierno de todos los catalanes, no solo de los que desean la independencia. (Hago aquí un breve inciso con una anotación respecto a ciertas actuaciones policiales. Aquí puede verse una brutal carga de los mossos contra ciudadanos pacíficos que protestaban contra un desahucio. Esto no era obra del malvado ministro de Interior español.) https://twitter.com/i/status/1207960795851755521 ¿Quieres decir que hasta ahora no había habido sentimiento e ideología soberanista en Cataluña? Nunca se me ocurriría decir una idiotez así. Claro que lo ha habido. Desde hace muchas décadas. No llego a hacer mía la teoría catalanista de que con el final de la Guerra de Sucesión, a Cataluña le fuera arrebatada prácticamente su independencia. Eso es una interpretación absurda y gratuita de la Historia. En aquella guerra, que duró más de 12 años, los españoles se dividieron claramente en dos bandos: los borbónicos (que al final ganaron) y los austracistas (que perdieron). Estos últimos se encontraban mayoritariamente en la Corona de Aragón, que prefería un rey austriaco, que probablemente habría mantenido el sistema cuasi federalista existente hasta entonces. Felipe V, en una actitud muy borbónica al llegar a España convocó las cortes del Reino de Aragón y las cortes catalanas, pero sin la menor intención de respetar los pactos alcanzados con ellas. Luego llegó la guerra y, con la victoria de Felipe V de Borbón (a quien el diablo confunda junto con todos sus descendientes), llegó la durísima represión, que afectó a todos los que se habían posicionado a favor del monarca austriaco, de forma mayoritaria en la Corona de Aragón, y, por supuesto, en Barcelona. Esa fue, en unas pocas líneas, la historia sucedida; luego ha venido la historia cocinada. Posteriormente, en el siglo XIX comenzó a surgir un movimiento catalanista, que en sus inicios fue, sobre todo de naturaleza cultural y tradicionalista. A principios del siglo XX, este movimiento adquirió ya tintes marcadamente políticos, aunque los primeros pasos se dieron en una línea regionalista o autonomista. Pero que a nadie se le olvide que el movimiento nacionalista de naturaleza independentista surge de entre las capas burguesas catalanas, no de los medios obreros e izquierdistas. En este sentido, a mí, personalmente me cuesta mucho entender a la gente de la CUP, que se autoproclaman de izquierda radical y no tienen empacho en maridarse con la gente de JuntsxCat. Entonces, ¿qué opinas de ERC? Pues que es un partido con una ideología socialdemócrata, que siempre se ha mantenido al margen de la lucha de los partidos de izquierda en los aspectos más importantes (sindicalismo, defensa de la clase trabajadora, enfrentamiento al capitalismo neoliberal). Es un partido de extracción burguesa desde sus inicios, y en sus planteamientos nacionalistas se encuentran algunas de las características negativas de todos los nacionalismos burgueses, y que ya he mencionado anteriormente. Pero si he de decir algo positivo respecto a ERC, no tengo empacho en reconocer que sus políticos han sido los más coherentes y los que han actuado con mayor gallardía. Ahí está el contraste entre Oriol Junqueras, vicepresidente de la Generalitat cuando surgió el conflicto del procès, y su presidente, Puigdemont, a quien solo puedo calificar como un payaso o como un cobarde, que embarcó a toda la gente de su entorno en una aventura que les ha costado la cárcel, y él salió de najas para librarse de la trena. Junqueras, esté o no esté de acuerdo con él, me merece todo mi respeto. Puigdemont me parece un ser bastante despreciable. ¿Estás de acuerdo con el juicio y la sentencia del procès? Para nada. Ha sido un juicio político, y una sentencia injusta y desproporcionada. Me siento abochornado como ciudadano español de que se haya procedido de una forma tan injusta. Un sistema judicial que permite semejante despropósito es un sistema podrido, que requiere ser cambiado de arriba abajo. ¿Quieres decir que se debió aceptar la proclamación unilateral de independencia? No. Claro que no. En ningún lugar del mundo habría ningún Estado que aceptase una cosa así. La independencia, en caso de producirse, solo se puede alcanzar de dos formas: o por negociación y decisión pactada y consensuada, con unas reglas perfectamente establecidas de antemano, previa manifestación inequívoca de la voluntad de la mayoría a través de un referéndum minuciosamente definido y controlado; o mediante un levantamiento armado victorioso. Todo lo demás es un espectáculo esperpéntico, un sinsentido. Pero no un delito que pueda castigarse con tantos años de cárcel. Y lo que es más grave, que los condenados hayan pasado más de dos años en prisión provisional sin que hubiera posibilidad de libertad condicional. Eso ha sido algo vergonzoso, abyecto. Una venganza política digna de una dictadura de república bananera. En especial, en un país en el que los chorizos, los defraudadores, los ladrones, los mafiosos andan sueltos por la calle sacando pecho. O cuando se les da permisos para pasar las vacaciones de Navidad con sus familias. ¿Crees que no se ha producido ningún delito? No digo eso. Digo, y estoy convencido de ello, que no ha habido un delito de sedición ni de rebelión. Y, como yo, lo piensan –y así lo han manifestado a través de numerosos artículos– juristas de indudable prestigio, como Pérez Royo o Martín Pallín. No niego que se hayan podido producir delitos de menor cuantía, como desacato, desobediencia, falsificación de documentos o malversación de dinero público. Y no lo afirmo, sino que acepto la posibilidad. En todo caso, serían delitos que no conllevarían las penas que se han impuesto. Para colmo, ha tenido que venir el Tribunal de Justicia de la Unión Europea a sacarle los colores a nuestro infumable Tribunal Supremo y a decirle que debió permitir que Junqueras saliera de la cárcel para asumir su puesto de eurodiputado, para el que había sido elegido libremente por dos millones de ciudadanos catalanes, que, me imagino, tienen más razón, potestad y fuerza que unos cuantos togados del Supremo, seres humanos teóricamente muy doctos, pero no exentos de poder errar, como a todas luces parecen haber hecho. ¿Alguna conclusión? Un profundo sentimiento de tristeza y una no pequeña preocupación por el futuro que nos aguarda a catalanes y no catalanes. Sembrar un campo de minas tiene consecuencias nefastas: hace que luego sea muy difícil transitar por él sin que haya víctimas inocentes. |
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April 2022
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