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Enfoques y opiniones

de un homo civicus

La monarquía, pura arqueología política

17/7/2020

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      Los reyes, en general, y el actual espécimen residual de nuestra dinastía borbónica, en particular, necesitan justificar de algún modo su existencia, la cual, si se queda desnuda de ornamentos, ceremoniales y demás fruslerías protocolarias, resulta difícilmente entendible y a todas luces injustificable, incongruente y anacrónica. No voy a tratar de hacer una exposición argumentada de lo extemporáneo de una monarquía (cualquiera) en el siglo XXI, pues caería en el absurdo de intentar demostrar algo que en su esencia lleva implícita su propia demostración. Lo inconcebible es que esa institución arcaica –o, para ser más exactos, arqueológica– se mantenga activa entre nosotros y, aunque moribunda, trate de aferrarse a su bien provisto y cómodo pesebre, revistiéndose de una aparente oportunidad a través de una falsa modernidad.
      Surgen cada día en España nuevas voces que reclaman el derecho ciudadano a manifestar su rechazo de la monarquía y su preferencia por una República. Los monárquicos, especímenes conservadores e inmovilistas (o sea, retrógrados), aducen como argumento contra tal “desafuero”, entre otros desatinos, que el presidente de la República podría acabar convirtiéndose en un personaje indigno, nefasto, corrupto... Imagino que, cuando lo dicen, se les enciende una lucecita interior de alarma que les recuerda que la corrupción, el latrocinio y la obscenidad es precisamente lo que ha caracterizado a sus más recientes e idolatradas testas coronadas. Curiosamente, alguna vez he escuchado de boca de socialistas de carnet –y, por tanto, teóricos republicanos– aducir como argumento para no insistir en la abolición de la monarquía, que el Rey es, en primer lugar, un excelente “aglutinador” social, una especie de argamasa capaz de unir en un bloque compacto a tirios y troyanos, y, en segundo lugar, que es un personaje inocuo, sin poder real, y que podía ser peor tener a un Aznar (por poner un ejemplo nefasto) como presidente de la República. La respuesta a semejante idiotez cae por su propio peso, ya que: 1. en caso de producirse esa insinuada catástrofe y que pudiera llegar a ser presidente de la República, el susodicho y lamentable personaje permanecería en el cargo el tiempo que durase su mandato, o sea, cuatro años, mientras que un rey (y toda su familia parasitaria) se quedan de por vida; 2. a ese señor que dios confunda ya lo tuvimos de Presidente de Gobierno, que es un cargo que conlleva más peligro para el país, puesto que está dotado de mucho mayor poder ejecutivo que el cargo de presidente de la República; 3. y lo mejor de todo es que, a diferencia de lo que ocurre con la Monarquía, en caso de cometer algún delito durante el tiempo en que estuviera al frente de la jefatura del Estado, un presidente podría ser acusado, investigado, procesado y condenado, como cualquier otro ciudadano.
     Llegados a este punto, vienen a mi mente tres ideas que, aunque están íntimamente ligadas, exigen ser analizadas de forma separada
       El primero es la inviolabilidad del rey mientras está en el ejercicio de su cargo. Que un Jefe de Estado, por el hecho de llevar puesta una corona sobre las sienes y sentarse en un “trono”, sea legal y jurídicamente inviolable me parece un dislate tremebundo, una perversión repugnante, pues convierte al titular de una proclamada “monarquía parlamentaria y constitucional” en un monarca absolutista, elegido por “derecho divino” y con capacidad para cometer cualquier delito o tropelía sin que la Justicia pueda intervenir para castigarlo. Es esta una figura oscuramente medieval y divinizada en un mundo difícilmente entendible en el mundo actual. Es una incoherencia, un disparate y, digámoslo sin tapujos, un oprobio.
    Más de un jurista merecedor de respeto considera una aberración interpretar que la “inviolabilidad” del Rey plasmada en la Constitución equivale a “impunidad”, pues si nos atenemos al texto del artículo 62 de la Constitución, parece evidente que esa inviolabilidad solo sería aplicable a los actos realizados en el ejercicio de su cargo. He aquí lo que dice el texto constitucional: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo”. He subrayado la frase que expresa la necesidad de refrendo (por parte del Parlamento o del Ejecutivo), para que un acto realizado por el monarca sea considerado un acto “en el ejercicio de sus funciones”. Si no es así, debe entenderse que el rey no actúa como tal, sino como ciudadano normal y corriente. Entre otros juristas, el juez Castro Aragón, por ejemplo, considera que no sería necesaria una modificación de la Constitución para retirar el término “inviolable” y de este modo eliminar ambigüedades. El artículo 62 quedaría de este modo: “La persona del Rey no está sujeta a responsabilidad y sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo”. Son muchos los juristas que así lo entienden. No obstante, algo tan aparentemente sencillo se complica al constatar que la doctrina de la inviolabilidad ha sido torticeramente fijada por parte del pleno del Tribunal Constitucional para evitar que algún juez radical y bolivariano quiera meterle un gol a la monarquía por esa escuadra.
       El segundo escollo, todavía más escabroso y preocupante, es la dificultad –quizás debiera decir la casi absoluta imposibilidad real– para modificar la Constitución. Dicha dificultad desaparece como por encanto en el caso de que la modificación en cuestión sea del agrado de esa mayoría social que abarca a toda la derecha y a una parte de esa izquierda de color levemente rosado que vive alojada en el PSOE. Todos tenemos el triste recuerdo de la oprobiosa modificación constitucional del Artículo 135 que, a espaldas de la ciudadanía, tramitaron sin el menor pudor PP y PSOE para defender “el principio de estabilidad presupuestaria”, como les exigió la UE y ambos partidos obedientemente acataron.
       No cabe duda que una buena Constitución constituye uno de los pilares para un funcionamiento ordenado de las distintas instituciones de cualquier país. La Constitución así entendida es el principal pilar legislativo de un país, pero de ahí a convertirla en un texto sacrosanto va un abismo. Nada de lo que ha sido hecho por el ser humano (de forma individual o colectiva) es sagrado e inmutable. Y menos en el caso de la Constitución española, habida cuenta de que los constituyentes (los denominados “padres” de la Constitución), aun poniendo su mejor voluntad y sus mejores deseos, debieron redactarla en un momento en el que 1. aún resonaban las voces autoritarias de la dictadura incluso entre muchos de los propios constituyentes; 2. los partidos de izquierdas estaban dispuestos a renunciar a muchas de sus aspiraciones para hacerse “perdonar y aceptar”; 3. todos, pero en especial los “rojos”, sentían en el cogote la respiración de los generales en estado de permanente vigilancia; 4. la definición de la Jefatura del Estado había sido sellada por el dictador con el nombramiento de Juan Carlos de Borbón como rey “y sucesor” suyo. En otras palabras, la Constitución española nació lastrada, contaminada, cojitranca.
      La derecha (y en este caso, no me refiero solo a los partidos, en aquel entonces de vida incipiente, sino a la oligarquía representada por altos mandos militares, jueces, banqueros, jerarcas eclesiásticos, grandes terratenientes, poderosos industriales, etc.) toleró que la Constitución introdujera conceptos imprescindibles para que aquélla fuera generalmente aceptada, pero pensando que la realidad pondría a cada cual en su lugar. Ahí quedaban frases como estas, llenas de buena voluntad y belleza, pero que todos hemos visto cómo quedaban en agua de borrajas: “Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada” (¿alguien se lo puede creer?) , o “Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo (…) y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo” (¿qué les decimos a los que llevan años en el paro, a los que perciben un salario indigno insuficiente para mantener a sus familias o a las mujeres que sufren una brutal discriminación salarial?), o “Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.” (¿No debería el Estado ser laico, en vez de aconfesional? ¿No se debería tener en cuenta las “no creencias” religiosas de cientos de miles de españoles y, por lo tanto, eliminar las subvenciones a las organizaciones religiosas, sobre todo a la iglesia católica, subvenciones que salen de los bolsillos de creyentes y no creyentes?)
      Considero que la lectura de certos artículos de la Constitución, confrontados con la realidad que vivimos en nuestro país, harían sonreír irónicamente a muchos, sonrojarse a otros (si tuvieran la honestidad de reconocer la verdad), fruncir el ceño con cabreo a quienes consideran que esta Constitución no les representa y, además, si tienen menos de 55 años, no la votaron o, como se dice con una expresión ñoña pero muy repetida, no “se la dieron a sí mismos”, y poner gesto de incredulidad a cualquiera que la lea como observador imparcial. Pero el problema es que los constituyentes –en especial aquellos que aportaban una clara impronta franquista (Manuel Fraga, Gabriel Cisneros, Miguel Herrero, Pérez-Llorca)– tuvieron buen cuidado de introducir en el propio texto constitucional, para eliminar de raíz cualquier veleidad modernizadora, unas condiciones para llevar a cabo cualquier modificación que lo hacen prácticamente inviable. Se exige que cualquier modificación reciba la aprobación de 2/3 en el Congreso y en el Senado, que se disuelvan inmediatamente ambas cámaras, que haya nuevas elecciones y que, una vez constituidas ambas cámaras, también lo aprueben, esta vez por mayoría simple, a todo lo cual debe seguir un referéndum nacional obligatorio y vinculante.
     ¿Habría una forma de eludir el insalvable escollo que plantea la aplicación estricta del texto constitucional para que el Parlamento se viera obligado –muy a su pesar– a introducir una enmienda profunda de la Constitución en el escabroso tema de la Jefatura del Estado, entre otros? Sin duda la habría. Bastaría con que el actual titular de la Corona, Felipe de Borbón, tuviera un mínimo de decencia, una dosis no desdeñable de inteligencia, algo de amor (no mucho) a España y gran sentido de la oportunidad histórica, y presentase su abdicación irrevocable, su renuncia al trono en su nombre y en el de sus descendientes. Claro que él nunca lo va a hacer motu proprio. Primero porque carece de todas las exigencias de carácter que acabo de apuntar más arriba, y porque, además, en primer lugar, comparte colchón (y, por tanto, opinión) con una mujer que ha demostrado tener una insaciable ambición y rapacidad, y, en segundo lugar, porque sigue habiendo toda una poderosa oligarquía (económica, judicial, militar y religiosa) que trataría por todos los medios (y digo “todos”) de impedírselo. Quizás debamos ser los propios ciudadanos, a través de todos los medios a nuestro alcance, quienes un día sí y otro también le recordemos que no lo queremos, que rechazamos la anacrónica institución que representa, que el mejor servicio que le puede hacer a España es renunciar y convertirse en un ciudadano más, dispuesto a vivir de su trabajo. O de sus inmensas rentas, que las tiene. Y a mí, llegados a ese punto, no me importaría nada dónde las disfrutaran, con tal que fuese a mucha distancia de nuestras fronteras. A conseguir esto podría contribuir la organización de un largamente debido referéndum sobre la jefatura del Estado, incluso si el mismo no fuera vinculante. Seguro que el resultado iba a dejar a más de uno con las bragas monárquicas en la mano.
      (La tatarabuela de Felipe VI, Isabel II, ya abdicó. Lo hizo en Francia, en el exilio, en 1870, como puede verse en la siguiente ilustración. A ver si por casualidad lee esto y toma buena nota. Total, puestos a pedir…)
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