Suenan estos días muchas voces, probablemente bienintencionadas quejándose del nivel de crispación que vivimos en España. Y es cierto que hay crispación, mucha. Lo que ya no resulta tan cierto son las causas y la propia descripción que de esa crispación hacen algunos predicadores de la paz social cualquiera que sea el precio. Voces de la crispación No hay peor análisis social que el que se limita a hacer simplificaciones, y el campo de la política es caldo de cultivo ideal para que en él florezca la simplificación. Si en política se producen ruido, voces discordantes, descalificaciones, insultos, mentiras, amenazas, forzosamente tiene que ser producto del enfrentamiento entre posiciones radicalmente opuestas. Ya no se va más allá. Es la culpa de los radicales de uno y otro extremo. Porque la virtud, la bondad, están en el centro.
Hoy mismo, leía un artículo de Esther Palomeras, comentarista política con cuyas opiniones acostumbro a coincidir, en el que se felicitaba del aplauso de la Cámara al ministro Illa, cuya previa intervención –ovacionada por buena parte del Congreso– había sido un dechado de diplomacia y mano izquierda, y había tenido palabras de agradecimiento para algunos de sus adversarios. (Aclaro entre paréntesis que los mencionados aplausos no fueron secundados ni por Vox ni por el PP.) Comentaba Palomeras su satisfacción por ver un momento de distensión en un escenario tenso, crispado y bronco, y defendía la tesis de que no debe verse al adversario político como un enemigo. Ojalá eso no fuera un deseo utópico. Pero es evidente que a los ciudadanos nunca se les podrá exigir que tengan una actitud amistosa o de generosidad, por ejemplo, con los miembros de la mafia, los narcotraficantes, los que ejercen la violencia contra las mujeres, los racistas, los homófobos, los fanáticos de cualquier religión. Este tipo de seres serán siempre “enemigos sociales”. Y trasladados a la política, esos seres difícilmente podrán ser considerados adversarios, sino enemigos. La política es –o debería ser– el terreno en el que se produce un enriquecedor debate de ideas, con sus correspondientes propuestas de actuación, para que los ciudadanos puedan decidir que opción prefieren que dirija la nación durante los siguientes años, sean estos 4 o 5, en función de lo que determine la Constitución de cada país. Dice en una entrevista periodística el filósofo Javier Gomá: “España no está dividida entre izquierda y derecha; está dividida entre populistas y quienes creen en la democracia liberal”. Considero que esta afirmación, además de precipitada y muy discutible, constituye una simplificación impropia de un respetado filósofo. Entiendo, no obstante, que una entrevista –que exige respuestas rápidas y, a ser posible, agudas– no es el medio más adecuado para explicar ideas profundas con el debido aplomo y hondura Yo estoy convencido de que España está básicamente dividida entre izquierda y derecha. Entre ambas, hay una masa amorfa de gente indiferente, apática, inculta, ramplona, generalmente de ideas sociales conservadoras, que, además, es objetivo perfecto para la labor manipuladora de ciertos medios de comunicación. Y diré más. No solo España, sino el mundo entero está dividido entre izquierda y derecha. Y para clarificar mi postura, me apresuro a clarificar algo importante: considero izquierda todos aquellos movimientos que a lo largo de la Historia han puesto al Hombre (y a la Mujer), y la lucha por el logro de sus derechos, en el centro de su preocupación; y considero derecha todos aquellos movimientos que a tales derechos humanos han antepuesto los intereses de los poderosos (del dinero y su propiedad), los imperativos legales por encima de la justicia (las leyes las escriben siempre los poderosos) o los dictados de alguna divinidad. Haced la prueba: elegid cualquier punto programático de cualquier movimiento político y veréis que encaja sin dificultad en uno de los dos grandes grupos que acabo de expresar. Lógicamente, en una sociedad avanzada que ha ido accediendo a distintos grados de educación y cultura, los anteriores planteamientos se han ido articulando en una gran variedad de creencias, posturas, preferencias y matices. Pero, en lo fundamental, la gente –y, por consiguiente, los partidos políticos– solo son –solo pueden ser– de izquierdas o de derechas. Los partidos que se proclaman de centro suelen tener programas mayoritariamente de derechas salpicados con alguna pequeña concesión a asuntos de tipo social en favor de libertades individuales (derecho al aborto, al matrimonio homosexual, etc.). Cuando un partido que se proclama de izquierdas acepta sin reparo, por obtener ventajas electorales, concesiones que repugnan a sus ideas (lo que mucha gente considera una muestra de pragmatismo), acaba cayendo en contradicciones autodestructivas, como le ha venido pasando en las últimas décadas al PSOE, o al Partido Laborista en el Reino Unido, por poner un ejemplo de allende nuestras fronteras. Es muy difícil, por el contrario, ver a un partido de derechas aceptando planteamientos de izquierdas, y si por casualidad se ve obligado a hacerlo, siempre es a regañadientes y con la firme intención de dar marcha atrás a la menor oportunidad. Esto significa que la vida política que se articula en lo que hemos dado en denominar democracia parlamentaria (dejaremos fuera las dictaduras de todo orden) sufre siempre la tensión que se produce entre los dos grandes movimientos mencionados: izquierda y derecha. Curiosamente, cada vez es más frecuente definir los movimientos más extremos de las mencionadas posturas izquierda-derecha como “populismos”, otorgando a ambos extremos el mismo grado de reprobación. No hay una definición clara y unívoca del concepto “populismo”. En principio, y habida cuenta de su etimología, parece evidente que se trata de un movimiento que centra su atención en el “pueblo” (del latín populus), diferenciando al pueblo llano de las élites económicas e intelectuales. No obstante, no hay una definición generalmente aceptada. Habría una forma positiva de ser populista, y consistiría en defender, por encima de cualquier otra consideración, los intereses de los más desfavorecidos económica y culturalmente. Habría, en el otro extremo, una forma viciada de ser populista, consistente en simplificar los mensajes (hablar a tontos) o en el predominio de los planteamientos y mensajes emocionales sobre los racionales, apelando a sentimientos toscos y primarios (desprecio por el desfavorecido, xenofobia, envidia, venganza, odio, falso orgullo, pseudopatriotismo desaforado…). Hay una empachosa tendencia a calificar de populismo la propuesta de medidas que simplemente son inequívocamente de izquierdas. Pongamos un ejemplo. Alguien juzga como populista la propuesta de que ningún ciudadano deba quedarse sin ingresos que le permitan sobrevivir con un mínimo de dignidad, y me refiero al “ingreso mínimo vital”. ¿No es loable intentar por todos los medios que ningún ciudadano se vea obligado a vivir en la indigencia? ¿No es digno de apoyo desear y luchar para que todos los españoles tengan asegurado su derecho a una vivienda digna, trabajo, sanidad y educación para sus hijos? ¿Es descerebrado pensar que un país como España puede –y debe– dedicar dinero público a conseguir esa mínima exigencia de dignidad para todos, cuando ese mismo país ha dedicado miles de millones para salvar del hundimiento a una banca corrupta y mal gestionada, y lo ha hecho con el dinero de todos los ciudadanos? El populismo de izquierdas, si aceptamos que una auténtica ideología radical de izquierdas va a ser siempre catalogada como populista –en mi opinión, indebidamente–, siempre propugna acciones políticas que buscan alcanzar una justicia social también radical, es decir, que nadie quede abandonado a su suerte ni en el terreno material (casa, comida), ni en el sanitario ni en el educativo. Esto, que es una aspiración digna, humanitaria, loable, es siempre respondido por el populismo de derechas con la inmediata descalificación del más necesitado (vagos que no quieren trabajar); con la amenaza xenófoba y ultranacionalista (puerta de entrada a inmigrantes a los que se regala lo que se les quita a los españoles); y con un argumento ultraneoliberal (el país no dispone de los medios para sostener semejante gasto), obviando el hecho de que la riqueza del país, simplemente, está mal e injustamente repartida y en manos de unos pocos. Este populismo de derechas, además, se reviste de unos elementos reduccionistas de contenido emocional, pero que considera que son dignificantes: la patria, la bandera, la (supuesta) grandeza histórica, la tradición (incluida la religiosa), todo ello formando una especie de infumable potpourri ideológico. Si hiciéramos un listado (no exhaustivo) de aspiraciones de un partido de izquierdas, o sea, los objetivos que constituirían la base de su programa de gobierno, nos encontraríamos inevitablemente con los siguientes:
Surgen entonces los “buenos de la película”, sosteniendo opiniones que hablan de populismos enfrentados, de radicalismos feroces “de uno y otro lado del espectro político”, de crispación generalizada, poniendo a los defensores de un izquierdismo radical pero democrático en un mismo plano de igualdad que la ultraderecha neofascista. ¡Y por ahí sí que no paso! ¡Me niego a aceptar esa falaz equidistancia “entre dos males”! ¡Me subleva esa idiotez de que todos podemos ser amigos y llevarnos bien! ¡No! ¡Yo no puedo ni quiero llevarme bien con cierta gente! ¡A algunos ni siquiera puedo ni quiero respetarlos! Solo aspiro a que me dejen en paz. Si dijera otra cosa sería un perfecto hipócrita. Yo no puedo ser amigo de un fascista, ni respetarlo. Yo no puedo tolerar la presencia en política de corruptos, ladrones, esquilmadores de lo público. Puedo respetar a una persona de derechas con la que no comparta ideas, creencias ni expectativas de futuro. Y combatiré sus ideas en todos los terrenos, pero dentro del respeto a la persona. Para terminar, añadiré que responder al insulto con el desprecio, desmontar las mentiras y llamar mentiroso a quien las propala, desnudar la verdad de los que quieren traer de nuevo el fascismo y la violencia a la escena pública, esas cosas no me convierten en un extremista ni en un crispador. La tolerancia es buena. Es más; es necesaria. Pero jamás debe hacerse este regalo a los intolerantes. Aunque parezca una perogrullada o un trabalenguas, me gusta insistir en esta magnífica máxima de Karl Popper: ¡¡¡con los intolerantes, tolerancia cero!!! |
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