Regresar al lugar de nacimiento es hacerlo a la esencia de uno mismo, a la raíz de los recuerdos. Regreso muy a menudo a Zaragoza, de hecho, siempre que puedo. En esta ocasión, y por razones que no soy capaz de desentrañar, lo que redescubro de mi ciudad y de mi pasado me lleva, sin proponérmelo, a recorrer constantemente, como si se tratase de un bucle temporal, un túnel en el que presente y pasado se mezclan confusamente en un ir y venir de ideas, sentimientos e imágenes. Trataré de explicarme. Es indudable que Zaragoza, como numerosas ciudades españolas, ha cambiado –es más, ha mejorado notablemente, pese al característico gesto entre dubitativo, despectivo y cabreado de mis paisanos– en los últimos años. En el caso de mi ciudad, esa mejora, ese avance, se dejan notar en algo esencial: la pérdida de una identidad mediocre y provinciana y la adquisición de una nueva, más moderna y cosmopolita. Las avenidas se han ensanchado y se han revestido de jardines; las fachadas de los edificios malaventuradamente construidos por los años 50 y 60 han perdido la caspa gris que los recubría y se han limpiado y repintado con la alegría un tanto casquivana de una viuda aún de buen ver; han desaparecido los uniformes de los cadetes de la Academia Militar, que daban un tono caqui, repugnantemente castrense, al centro de la ciudad los sábados y domingos; el Ebro se ha quitado el ajado albornoz que tapaba su desnudez ribereña y se muestra tal como es –tal como ha sido siempre aunque no pudiéramos verlo–, como un río generoso, ancho, una miaja descontrolado a días, ornado ahora de jardines, arboledas y nuevos puentes, y liberado de basuras y escombros; el casco antiguo ha dejado de ser un dédalo de callejas con olor a meado de gatos, se ha duchado y aseado, y ha recuperado la dignidad ciudadana que nunca debió perder. Pero estos son los datos obvios, los que surgen de un primer paseo sin preguntas ni respuestas, como una rueda de prensa del PP.
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