EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Enfoques y opiniones

de un homo civicus

Mis compatriotas

1/11/2019

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      Me topé ayer en Twitter con el siguiente mensaje, que es un ejemplo del pensamiento más absurdo e irracional, aunque no infrecuente, que se puede tener en la vida, considerando la vida como el escenario general en que se desenvuelve la política.
      “Fem net a tots els partits. Només 1 objectiu: INDEPENDÈNCIA. No som d’esquerres, no som de dretes, no som de centre: SOM CATALANS i volem l’independència de Catalunya. Un cop Catalunya assoleixi l’objectiu primordial i original ja redefinirem la política de país.”
      El autor, o los autores, pues parece que se trata de un usuario colectivo (compacto y muy homogéneo), deja(n) muy claras, en su breve autopresentación, sus ideas e intenciones, pues para que no quede duda de que se trata de un grupo catalán, muy catalán (y mucho catalán, como diría una Rajoy cualquiera) y, por consiguiente, abiertamente antiespañol –que parece ser la condición sine qua non para ser un buen catalán independentista– debajo de su nombre (EconomiaCAT) definen su identidad en mayúsculas tanto en catalán como en las principales lenguas europeas (inglés, alemán y francés) pero no en castellano, puesto esto podría contaminar y ensuciar su parcela identitaria. Así, escriben: CATALUNYA, CATALONIA, KATALONIEN, CATALOGNE. ¿Os queda claro, lectores?
      En la frase que constituye su tuitero mensaje bullen básicamente dos ideas. Comienzo por la segunda idea, esa que dice “una vez que se alcance el objetivo primordial y original, ya redefiniremos la política de país”. Esta frase es todo un ejemplo de idiotez, incluso de bellaquería.
      ¿Por qué es una idiotez? Porque ninguna empresa, ningún proyecto político de alcance puede acometerse sin un ideario, sin un programa, sin unos planteamientos socio-políticos. La independencia, que en sí misma es perfectamente defendible, constituye un objetivo a medio-largo plazo que puede llegar a alcanzarse con muy distintas ópticas y muy diferentes planteamientos. Porque conseguir la independencia equivale a conseguir la formación de una nueva nación, un nuevo Estado. Y una nación y un Estado pueden ser muy distintos, incluso opuestos, en función de la estructura política sobre la que se asienten y las leyes por las que se vaya a regir.
    ¿Por qué es una bellaquería? Porque plantear la independencia de un modo tan falso y aparentemente ingenuo tiene incluso un algo de tufillo eclesiástico, el aroma de un sermón que nos dice algo de este tenor: “No os planteéis duda alguna. Creed firmemente todo lo que os digo. Seguidme. Al final os espera la Vida Eterna”. Porque, en efecto, esa “vida eterna” sería alcanzar y poder vivir en una nación independiente, sí. Pero ¿qué clase de nación?, ¿regida por quién?, ¿con qué clase de Constitución?, ¿quién redactaría dicha Constitución?, ¿financiada por quién y a cambio de qué?, ¿quién organizaría y controlaría la banca, y bajo qué criterios?, ¿qué grado de intervención tendría el nuevo Estado en la economía?, ¿participaría mediante empresas públicas o dejaría todo al albur del libre mercado?, ¿cuál sería la futura relación del nuevo Estado con sus vecinos europeos, en especial España?, ¿qué haría el nuevo Estado si no fuera aceptado como miembro de la UE?, ¿dejaría España de existir y desaparecería de nuestras vidas?, ¿se establecería un sistema de doble nacionalidad?, ¿qué políticas implantaría el nuevo Estado en lo que se refiere a las migraciones?, ¿tendría el nuevo Estado no solo una policía, sino un Ejército?, ¿de ser así, quién lo crearía y con qué criterios?, etcétera, etcétera. Debemos tener la respuesta a todas esas preguntas antes de entregar nuestros votos (y nuestra alma) a esa causa única y suprema: la independencia.
       Estoy seguro de que no todos los que abogan por una Cataluña independiente darían las mismas respuestas a este brevísimo catálogo de preguntas. Cometen, además, los integrantes de este grupo lo que no sé si es un error gramatical o una descarada felonía. Dicen: “una vez que se alcance el objetivo primordial, ya redefiniremos la política de país”. ¡Absurdo! Para redefinir es preciso haber definido antes. Redefinir significa revisar, reescribir, modificar… Ellos no plantean nada que pueda ser revisado, reescrito o modificado.
    Paso ahora a comentar la primera idea del mensaje. Este grupo catalán afirma que el independentismo debe ser no ya lo primero, sino, de momento, lo único que ha de tener cabida en la mente de un buen catalán. Cualquier otra idea no sería sino un estorbo, un apéndice indeseable, que podría entorpecer la tarea a desarrollar y la meta a alcanzar. Su declaración es inequívoca: “no somos de izquierdas, no somos de derechas, no somos de centro”. Se siente uno tentado de añadir un escueto. “No somos”.  Es curioso, pero he podido comprobar que, cada vez que alguien dice eso de “no soy de derechas ni de izquierdas ni de centro”, añadiendo luego algo tan socorrido como, por ejemplo, “soy español” (o, en este caso, “sóc català”), acabo descubriendo que quien lo dice es. de forma invariable. de derechas de toda la vida.
      Pero no quiero desviarme. Voy al grano. Esta frase denota un nacionalismo en estado puro, rampante, asfixiante y excluyente (implica que los que no comparten ese sentimiento, si son catalanes, dejan de serlo). Pero, mucho cuidado, que este tipo de sentimiento –a no confundir con ideología– se da en todas partes en mayor o menor medida, no solo en la actual Cataluña, aunque aquí, por las muy especiales circunstancias que concurren, los magos de la manipulación han sabido llevar ese sentimiento a un estado de absoluto paroxismo. Los que venden patria –lo mismo que los que venden la Vida Eterna– son muy astutos, muy hábiles, y saben que no pueden entrar en el terreno de la argumentación, porque no manejan ideas que puedan ser debatidas, razonadas o refutadas; manejan sentimientos, y se apoyan en símbolos simples pero eficaces, capaces de llegar al corazón (bandera, identidad del terruño, historia común, ya sea inventada o parcialmente adulterada, atavismos, costumbres, folclore) y, sobre todo, en agravios compartidos, que son sentimientos que unen mucho contra un enemigo común. En los últimos meses, ese mismo nacionalismo de signo contrario ha ido creciendo en muy amplias capas de población del resto del Estado español, con el resultado de resucitar viejos y enmohecidos clichés y de convertir injustamente a los catalanes en el enemigo común de la “patria”. Son los peligros que conlleva el hecho de jugar con este tipo de cartas.
      He dicho intencionadamente –y lo mantengo– que no se debe confundir el sentimiento con la ideología. Se puede argumentar a favor o en contra de cosas muy diversas, y que son las que conforman una determinada ideología. Por ejemplo, puede discutirse la conveniencia o no de que el Estado intervenga directamente en la política económica del país; o hablar de los beneficios y desventajas de tener una sanidad y una educación públicas, frente a que sean de naturaleza privada; o defender que el Estado tenga un sistema monárquico frente a un sistema republicano; o mantener posturas divergentes acerca de la política fiscal y las normas impositivas que deben aplicarse en el país; opinar acerca del sistema judicial y la forma en que se debería elegir a los jueces que compongan el Tribunal Supremo y el Consejo del Poder Judicial; mantener posturas muy diversas e incluso enfrentadas sobre aspectos de la política internacional, o el alineamiento del país con organismos internacionales, etcétera… Podríamos seguir durante horas dando ejemplos de lo que constituye el concepto de “ideología”. Porque todos los casos que hemos presentado aquí son discutibles, debatibles, opinables. Sin duda, del tipo de postura que defendamos dependerá que se pueda decir de nosotros que somos personas de izquierdas o de derechas, progresistas o conservadores (o incluso mitad y mitad). Pero todo lo que atañe a los nacionalismos es puro sentimiento. Y ese es el terreno en el que yo me niego a jugar.
      En algunos de los escritos anteriores de mi blog, he dejado clara mi postura en temas como la patria o la bandera. Lo haré una vez más, a riesgo de que quienes me leen me consideren un pelmazo irredento. Para mí significa mucho más ser socialista (ojo, que no he dicho del partido socialista), ser progresista, que ser español. Lo primero es lo que mis vivencias, mis lecturas, mis experiencias, han hecho de mí y lo que yo he decidido ser. Lo otro, ser español es un mero accidente que ocurrió en mi vida y que yo no elegí. Ni me enorgullezco ni abomino de ello. Evidentemente, hay cosas que me hacen sentirme “próximo” de otros españoles –desde luego, no de todos, ni mucho menos– como consecuencia de haber compartido experiencias, recuerdos, paisajes, sabores, músicas. Pero ahí termina mi nacionalismo. Lo que me hace sentir profundos lazos de identidad no es la geografía (tengo amigos en la lejana Australia a los que siento más cerca de mi corazón que a la mayoría de españoles), ni la Historia (que yo no hice y que en muchos casos detesto), ni siquiera la lengua (me entiendo mucho mejor con personas que comparten mis ideas, aunque deba comunicarme con ellas en inglés).
      Sería interminable la lista de españoles –coetáneos o no– a los que repudio y de los que no me siento en absoluto conciudadano. ¿Cómo podría sentir la más mínima conexión con personajes tan nefandos como Fernando VII y todos sus descendientes, o con gente como Escrivá de Balaguer, Vallejo-Nájera, Rouco Varela, José María Aznar, Villarejo, Eduardo Inda, Jorge Fernández Díaz, sin necesidad por supuesto de mencionar a toda la plana mayor del franquismo con el genocida ferrolano a la cabeza? Solo me cabe el involuntario baldón de haber nacido en el mismo país. (Debo aclarar que me ha llevado mucho tiempo y larga meditación elegir unos pocos nombres para completar una pequeña lista meramente indicativa, aunque ni de lejos exhaustiva, que ejemplarizase el tipo de españoles que desprecio y de cuyas ideas y comportamientos abomino.) En cambio, podría hacer igualmente un larguísimo listado de personas de cuyas ideas me siento muy cercano y a las que siento como “compatriotas” sin serlo en sentido estricto. Y no me refiero solamente a los amigos que tengo en otros países. Me refiero a personas, de esta u otras épocas, a las que admiro o he admirado por sus ideas, sus escritos y sus acciones. De nuevo, a título de mero ejemplo, podría citar, entre otros, a Clara Campoamor, Salvador Allende, Nelson Mandela, Simone de Beauvoir, Leonard Cohen, Malala Yousafzai, o José Mujica.
      Ese es mi sentimiento de patria. Esas personas con las que comparto ideología y forma de ver el mundo conforman la patria a la que siento pertenecer. El resto: banderas, himnos, lenguas, tradiciones, son pura farfolla emocional, mera hojarasca.
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