Son numerosas las páginas escritas y los cuadros pintados a lo largo de los siglos teniendo como personaje central una monja. La razón del interés que estas mujeres, entregadas a la vida religiosa (hospitalaria, educativa, misional o contemplativa), han suscitado en poetas, pintores, dramaturgos y cineastas queda abierta a toda clase de sugerentes interpretaciones, aunque no me cabe duda de que, en el interés que despiertan, desempeña un papel fundamental la donación que, siendo aún tiernas novicias, hacen de su virginidad y su vida entera para celebrar celestiales nupcias con el hijo de un dios (sólo el hijo de un dios podría disfrutar, siglo tras siglo, de semejante harén de esposas, imagino que en su inmensa mayoría virginales). El abanico de personajes abarca los más variopintos ejemplos y las más contrapuestas personalidades, no todas ellas representativas de la incólume pureza normalmente atribuida a estas siervas y esposas de dios. ![]() Por hacer un somero repaso a las monjas más conocidas de nuestro entorno cultural, comenzaré por la más célebre de todas ellas, al menos en España: Teresa de Cepeda y Ahumada, más conocida como Teresa de Jesús o Teresa de Ávila, actualmente residente en la corte celestial. Los méritos que apoyan su indudable fama radican tanto en sus escritos (Esta divina prisión / del amor con que yo vivo / ha hecho a Dios mi cautivo / y libre mi corazón), como en sus andanzas y tribulaciones por la España del siglo XVI. Ciertamente, además de persona de armas tomar con más que probados redaños, fue Teresa de Jesús una mujer (una monja) de hondos sentimientos religiosos, aunque siempre se ha pensado que sus vehementes y arrebatados impulsos amorosos sobrepasaban con creces lo que aparentaban ser puras ansias de acercamiento a su esposo y señor (Cristo) y se convertían en ardientes y apasionados espasmos orgásmicos que para sí hubieran querido muchas cortesanas de antaño y de hogaño. Es grande lástima pensar que tan apasionadas capacidades amatorias quedasen hueras por falta de varón (claro que esto es un suponer carente de otro fundamento que dar por hecho que Teresa de Jesús acatase fielmente su voto de castidad). No hay más que contemplar la escultura que de ella hizo Bernini (quien no pudo verse influido por las modernas teorías sobre la sexualidad, pues nació apenas 20 años después de morir Teresa de Jesús) y observar esa cabeza convulsa vuelta hacia el hombro en pleno arrebato amoroso, esa mano llevada con vehemencia al pecho, esos ojos entornados en dulce extravío, esa boca entreabierta…, y no sigo, pues no es mi propósito, a través de este post, provocar un subidón a mis amables lectores. ![]() Frente a la imagen en muchos aspectos admirable de Teresa de Jesús, nos encontraríamos, siquiera sólo sea como continuación cronológica, con un personaje que constituye el ejemplo menos representativo –de hecho, el más alejado– del hipotético retrato de fémina entregada a la oración y el recogimiento: Catalina de Erauso, la "Monja Alférez", nacida en Donosti hacia las mismas fechas en que moría Teresa de Ávila. Era Catalina una tarasca fea, agresiva y hombruna, si se me permite usar, por mor de exhaustividad tres adjetivos que ya encierra la propia palabra tarasca. No sé si al tomar los hábitos, quiso esta vasca engañar a dios –su su futuro esposo– pues, viendo su retrato y leyendo sus andanzas, más bien imagina uno que, al tomar los hábitos, buscaba, libidinosa, la proximidad y contacto con otras novicias, que sin duda constituían el oscuro objeto de su deseo. La imagen de la monja alférez, con el rosario en la mano y el fusil al hombro, siempre me ha hecho pensar en las falangistas de la sección femenina de Pilar Primo de Rivera, aquellas que obligaban a las mozuelas de mi época escolar a hacer gimnasia y jugar a baloncesto con pololos (pantalones bombachos) debajo de las faldas, para irrisión de las pobres afectadas y constante frustración de sus coetáneos varones. ![]() No podían faltar en esta lista dos monjas, también célebres, que representan, respectivamente, la versión político-cortesana y la intelectual-aristocrática de las mujeres consagradas a dios: la primera, Sor María Jesús de Ágreda, que tuvo otrora fama de santa por sus penitencias y mortificaciones, que llegó a ser procesada y absuelta por la Inquisición (aunque esta experiencia también le cupo sufrirla a Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, entre otros religiosos) y que mantuvo una larga correspondencia con Felipe IV, de quien fue consejera áulica; la segunda, Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, más conocida como Sor Juana Inés de la Cruz, poetisa y dramaturga hispano-mexicana de tal exquisitez que recibió el sobrenombre de Fénix de América. Sus versos más conocidos constituyen la voz más feminista del Siglo de Oro: ![]() Hombres necios que acusáis a la mujer, sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis; si con ansia sin igual solicitáis su desdén, ¿por qué queréis que obren bien si las incitáis al mal? ![]() ¿Y qué decir del prototipo de deseable novicia en estado puro: Doña Inés? Es verdad que hablamos de un personaje teatral, pero ¿no merecería acaso haber sido real? Probablemente lo fue, materializándose docenas de veces en novicias de carne y hueso que infundieron idéntico amor y experimentaron el mismo acoso ardiente de sus respectivos donjuanes. Dejando aparte la supuesta –y poco más que literaria– capacidad y potencia amatoria de los varones hispanos, ¿no hay un profundo trasfondo de morbosidad sensual en el hecho de tratar de obtener el favor sexual nada menos que de una novia de dios? ¿No nos ha legado la lengua la expresión “teta de novicia” para describir aquello que es sublimemente deseable, puro y morboso a un tiempo? ![]() Y, por supuesto, sería imposible –e injusto– dejarse en el tintero a una de las monjas más célebres de la historia de nuestro país, una mujer que tuvo una profunda y denostada influencia en la corte española, en la reina Isabel II y, sobre todo, en su marido, Francisco de Asís (dejando claro que, con éste, la influencia era viciada pero de ámbito espiritual, pues las apetencias del consorte de la reina iban por otros derroteros). Me refiero a Sor Patrocinio, la Monja de las Llagas. La razón de su sobrenombre, dado el gusto de la cultura mediterránea por los aspectos más truculentos de la religión (reliquias, estigmas, llagas, cilicios, penitencias…), es fácil de adivinar: en su costado se produjo una llaga sangrante, como la que le hicieron a Cristo en la cruz con una lanza. Y ya se sabe, en la España cutre y casposa del siglo XIX (y en Italia también), toda carne llagada y purulenta otorgaba reputación de santidad. Pero debió de ser sor Patrocinio un personaje de mucho cuidado, pues no se explicaría de otro modo que dos escritores y dibujantes satíricos de su época –concretamente los hermanos Bécquer (Gustavo Adolfo y Valeriano) – osaran representarla del modo en que aparece en el dibujo adjunto: medio desnuda, en pleno refocilamiento orgiástico con diversos personajes de la corte, entre otros la propia reina. ![]() Y llegamos a nuestra época, y nos encontramos con una mujer universal que obtuvo general reconocimiento por su abnegada labor con los más desfavorecidos, sobre todo, los niños: la madre Teresa de Calcuta, que ofrece un tremendo y brutal contraste con algunas otras esposas de dios mucho menos ejemplares, concretamente españolas, que, según nos cuenta la prensa estos días, participaron durante años, por acción, omisión o complicidad culpable, con médicos, enfermeras y funcionarios diversos en el repugnante negocio del robo y venta de niños recién nacidos. Como puede verse, la de monja es una forma de vida (no hablo de una profesión porque para desempeñar una profesión cualquiera hay que saber hacer algo, aunque sea mínimo) que da para mucho en múltiples aspectos y campos del humano acontecer: abnegación, oración, literatura, amor, sexo, misticismo, masoquismo, entrega, delincuencia… ![]() Pero todo en la vida tiene su inicio, su crecimiento, su clímax, su decadencia y hasta su desaparición. Superado el periodo de nacionalcatolicismo impuesto por el franquismo, en el que la actividad monjil tuvo su punto álgido en colegios de primaria y secundaria, residencias femeninas, hospicios, asilos de ancianos, manicomios, hospitales, clínicas privadas (hasta en misiones para salvar el alma de los niños negritos y chinitos, dicho sea con el debido respeto que merecen algunos casos muy puntuales de desinteresada entrega en favor del prójimo), últimamente la figura de las monjas había perdido una buena parte de su protagonismo legendario. Desaparecida la miseria que impulsaba a muchos hijos de familias pobres a abrazar la vida religiosa como medio de segura subsistencia, las “vocaciones” decayeron; los hábitos talares desaparecieron de las calles; las monjas que aún se mantienen en la enseñanza visten “de civil” con permiso de la jerarquía; en los hospitales y clínicas, han sido casi totalmente sustituidas por ayudantes técnicos sanitarios debidamente formados en la universidad… Las monjas han pasado hoy a un segundo plano, y de las que siguen en sus monasterios de clausura ha subsistido una fama popular entre literaria y gastronómica, por aquello de que en muchas ciudades siguen siendo excelsas fabricantes de dulces exquisitos (rosquillas, cañas, yemas de san Leandro, rosquillas de santa Beatriz y de santa Clara, pestiños a la naranja, huesos de san Froilán, orejuelas de san Carlos, rosco de san Antonio Abad…). ![]() Pero hete aquí que en Zaragoza (¡había de ser en mi ciudad!) surge una historia que viene a ser como un grosero contrapunto a esta imagen última de la que hablaba, la del monasterio de clausura hecho de silencio, oración y repostería: un robo, pero un robo como el que puede producirse en un chalet de una zona residencial de clase media alta de cualquier ciudad de España. Un robo en el que los supuestos cacos entran y se llevan… ¡¡¡más de un millón de euros!!! ¡¡¡Coño, repámpanos, leches y otras aún más escatológicas expresiones de asombro!!! ¿Pero es esto un cenobio de clausura o una sucursal del banco de Santander? (y que me perdone el señor Botín por traer a mi blog el nombre de su sacrosanto banco). Las monjitas (mejor dicho, las monjicas) de Zaragoza se dedican a la encuadernación lujosa de libros antiguos, y una de ellas es una pintora de (reconocida) fama, que vende sus cuadros como rosquillas –aunque a precio de angulas de Aguinaga–, y tiene incluso galerías (marchantes) en Madrid que venden sus pinturas por no menos de 40.000 o 50.000 euros la unidad. ¡Recontracarajo, insisto!!! Vaya con las monjicas de clausura, y con la pobreza, y con la entrega a la oración, y con la humildad cristiana, y con la meditación… Me recuerdan estas monjas zaragozanas aquel chiste que no me resisto a contar acerca de dos monjas de clausura que, haciendo autostop en la carretera, son recogidas por una prostituta de lujo (como tantas de las que salen a vender la basura de su vida en televisión), y que en el recorrido aprenden muchas e interesantes cosas de la vida. Les asombran a las monjas los lujos con que se adorna la meretriz (pendientes de oro, abrigo de visón, anillo de diamantes…) y aún les asombra más enterarse de que cada uno de estos carísimos objetos haya sido conseguido tan sólo “a cambio de una noche de amor con un señor”. Al bajarse del coche, le espeta una de las monjas a su compañera: “¡¡Vas a ver tú cuando venga el próximo día Mosén Rosendo con la consabida bolsita de caramelos…!!” Las monjas del convento de Zaragoza han aprendido lo que es “la vida”, y ya no se conforman con vivir de las limosnas o con la venta de rosquillas. El problema es que, el otro día, aprendieron otra cosa de la vida, algo que se le olvidó mencionar a la prostituta del chiste: que lo mismo que te lo dan, te lo pueden quitar. O sea, que en el “mundo” –como suelen decir los religiosos para hablar de lo que queda extramuros del convento–, existen los ladrones, y también que quien se acostumbra a los lujos y riquezas puede ansiarlos más allá de lo que puede resultar razonable en una esposa de dios. Digo esto porque hay algunas cosas evidentes en esta divertida historia: la primera, que si se han desmentido respecto a la cantidad inicialmente denunciada como robada es porque se han dado cuenta (se lo ha comentado, sotto voce, su abogado) de que el pájaro negro de Hacienda estaba ya sobrevolando su monasterio; la segunda, que las monjicas no declaraban sus ingresos al fisco (consideraban que ese dinero no era del César, sino de Dios); tercero, que la persona que lo robó fue “directa al grano”, o sea, que tenía fidedigna y detallada información sobre el dinero que había y el lugar donde estaba depositado. ¿Cómo lo supo? ¿Quién se lo dijo? No voy a entrar en sesudos análisis sociológicos sobre el afán desordenado de adquisición y posesión de riquezas de unas monjas de clausura. Allá ellas, y allá se las entiendan con la Agencia Tributaria. Si con su anhelo dinerario causan escándalo, será a algunos de sus correligionarios, no a mí. Pero, puesto que la figura de la monja ha perdido valor literario, nos encontramos aquí con una ocasión impagable para que pueda recuperarlo. La historia se las trae. ¿No os habéis parado a pensar en la cantidad de posibilidades de desarrollo dramático o novelesco que ofrece este acontecimiento? ¿No veis las distintas y variadas tramas que, siempre de forma ficcional, podrían ir surgiendo de lo que en apariencia no es sino una noticia llamativa? ¿No intuís la rica gama de situaciones, enredos, malentendidos, engaños, subterfugios, amenazas, miedos, silencios que podrían sucederse y entrecruzarse en la ficción (e incluso, por supuesto, en la realidad)? ¿No os sugiere este hecho noticioso un trasfondo en el que puede haber absolutamente de todo, desde miserias y ruindades hasta grandes pasiones aderezadas de sexo prohibido? ![]() Voy a sugerir algunas posibilidades. Quizás a alguno de los que me leéis, os apetezca hincarle el diente narrativo. (Insisto en que todo, absolutamente todo, lo que propongo es pura ficción, hasta los nombres que asigno a los distintos personajes. Que nadie busque cinco pies al gato ni estos nombres en Internet.) 1ª situación Sor Angustias, la madre superiora, que todavía se ve y se siente joven a sus 58 años, en alguno de los viajes que ha realizado a Madrid, en ocasiones ella sola, para negociar los contratos con las galerías de arte, ha entrado en contacto con muchas personas del mundillo artístico, entre otras, con un pintor algo excéntrico, un sesentón de personalidad abierta y extrovertida. El pintor ha visto en la monja una mujer aún deseable y, por encima de todo, una mujer poseedora de la clave para hacerse con un montón de dinero, pues en el ámbito de la galería todo el mundo está al tanto de los precios que se pagan por los lienzos de sor Sorpresa, la pintora conventual. A partir de este hecho, ya se sabe: una confidencia por aquí; un “es usted demasiado joven y atractiva para ser superiora de un monasterio” por allá; un roce involuntario pero algo más prolongado de lo que sería razonable; un “la acompaño a la estación si no tiene inconveniente”, “qué va, al contrario, si a usted no le causa molestia…”, “a mí, ¡por supuesto que no!, encantado de estar un rato más con usted”; un “la he echado de menos en estos 15 días que no ha venido por Madrid”… Y, claro, unas cosas traen las otras: frases que ya suenan comprometidas y comprometedoras; planteamiento de dudas teológicas; manifestación sin ambages de sentimientos y anhelos; planes de futuro fuera de la orden; tentación de hacerse con un dinero que “al fin y al cabo eres tú quien más se lo ha trabajado”, “sí, en eso tienes toda la razón”… El resto, es ya algo de cajón: elaboración del plano del convento, indicación del lugar del botín y la hora adecuada para entrar; “tú espera unos meses antes de dar la campanada abandonando los hábitos, mientras yo preparo nuestro nidito de amor en el Caribe”… El final también está abierto a alternativas, desde que todo se viene abajo por la presión psicológica aplicada por la policía hasta que el pintor se larga al Caribe a disfrutar el dinero con una mulata sabrosona y sor Angustias pasa angustiada el resto de sus días, sin saber ya si creer en dios o en el diablo tentador. ![]() 2ª situación Sor Sorpresa, la pintora, es una de las monjas más inteligentes de la orden. Lleva años tratando de mantener en secreto sus dudas sobre la vida conventual que eligió cuando era demasiado joven por un despecho amoroso. No le confía sus inquietudes ni a su confesor. Piensa que, al fin y al cabo, tener dudas no es un pecado. Es una mujer fría y calculadora y no va a tomar ninguna decisión drástica que suponga un cambio convulso y peligroso en su vida. Lleva unos cuantos años depurando su arte y su estilo como pintora. Sabe que si sus cuadros los hubiera pintado siendo una mujer seglar no habrían alcanzado la notoriedad de la que gozan –ni los precios– por ser obra de una monja de clausura. La situación actual le conviene para seguir haciéndose un nombre y un hueco en las galerías. Si un día decide abandonar el convento, como es probable, quiere que eso también actúe como un arma de marketing y contribuya a impulsar aún más el valor de su pintura. Está, además, harta de ver cómo se amontona en el monasterio el dinero procedente de la venta de sus cuadros, dinero negro, por supuesto, guardado en fajos de 500 euros en una sala al lado del despacho de la superiora. ¡Es su dinero! ¡Es el producto de su trabajo, de su arte! Si se marcha, ese dinero debe irse con ella, ¡le pertenece! Y necesitará dinero para establecerse en el mundo seglar, para abrir un estudio y amueblarlo, para comprar ropa… Y un día decide que el momento ha llegado. Pero necesita la ayuda de alguien. Pero no de cualquiera, sino de alguien con una mente muy débil, alguien a quien ella sepa que puede dominar, someter… Alguien que lleve a cabo el trabajo sucio por ella, que entre a “robar” el dinero y lo guarde con total fidelidad, sin el menor asomo de duda sobre la posible tentación de quedarse con él. Y ya sabe quién es esa persona: Julito, el encargado de mantenimiento del convento. Julito es un tipo de unos cuarenta años, bueno, trabajador, obediente, sumiso, un poco fronterizo, la verdad sea dicha. Prácticamente lleva toda la vida en el convento. Entra y sale como Pedro por su casa. Hace de todo: cuida el jardín, arregla las ventanas que no ajustan, cambia grifos, repara averías eléctricas, limpia el corral de las gallinas… No tiene ni días de fiesta ni vacaciones. Y lo que más le gusta a Julito es ver pintar a sor Sorpresa. Se queda embelesado mirando el movimiento de los pinceles, la transformación del lienzo blanco en un rostro, una figura, un paisaje… Y sor Sorpresa sabe también que, aunque sería absolutamente incapaz de hacer nada que pudiera ser ofensivo, Julito es un varón de 40 años. Y sus miradas, en ocasiones, además del lienzo, se quedan en ciertos momentos paradas en el pecho o en los labios de sor Sorpresa. Ella lo sabe y hace como que no se da cuenta. Incluso en alguna ocasión, le ha visto acercarse la mano al sexo en un intento de disimular una incipiente erección. Y cuando esto ocurre, Julito se va a toda prisa de la sala. Ella sabe adónde: al cuarto de baño. Julito será su “ladrón”. Luego, ya se verá lo que hace con él: dejarle que siga con su mansa vida en el convento o llevarlo consigo; después de todo, aunque algo corto de inteligencia, Julito es un varón todavía joven y ella no tiene por qué renunciar, una vez en la vida seglar, a unas alegrías que, dada su edad, difícilmente podría obtener de otro hombre que no fuera su fiel Julito. De nuevo, a partir de aquí, las posibilidades de final son múltiples y variadas. 3ª situación Esta versión os la dejo libre para que apliquéis vuestra propia inventiva. |
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