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Enfoques y opiniones

de un homo civicus

Monólogos de dios (1)

26/1/2012

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   Hoy necesitaría hablar con alguien. Esto de ser dios es una lata, un aburrimiento secular (¡qué digo, es un aburrimiento infinito!), una insensatez que parece que yo mismo me inventé, ya que, después de todo, fui el creador de esta cosa que llaman universo y que va tan de mal en peor.
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    Porque dicen que yo me he inventado todo. Bueno, yo ya no recuerdo qué cosas inventé y qué cosas me han ido achacando, porque entre mi memoria, que ya no es lo que era , y las tonterías que los hombres se inventan acerca de mí, tengo un lío de mucho cuidado. Lo que sí tengo claro es que con la creación de los seres vivos en la Tierra, hubo algo –alguna mezcla, algún ingrediente, algún tiempo de cocción– en lo que se me fue la mano y me salió fatal. Se me fue la mano en la capacidad evolutiva que les conferí. Debería haber puesto un límite, una línea de demarcación que hubiera indicado: ¡hasta aquí hemos llegado! Porque ciertamente la fase inicial del homo erectus habría sido un tope bastante aceptable. Quizás se habrían peleado entre ellos a palos por la comida, o por conseguir y proteger a las hembras, pero no habrían pasado de ahí. Luego, habrían aprendido a convivir, a respetar sus territorios, sus demarcaciones, y santas pascuas (no sé de dónde habré sacado esta expresión tan tonta que ni siquiera sé lo que significa, “santas pascuas”, tendré que preguntar a alguno de los obispos o cardenales que tengo purgando por sus numerosos pecados, a ver si a ellos les suena a algo o si tiene que ver con alguna tontería de las que ellos se inventaron). Si hubiera puesto límite a su evolución, los seres esos que se autodenominan humanos no se habrían destrozado mutuamente con guerras absurdas, de esas que causan mi furia infinita porque, poniéndome nombres y atributos ridículos, me utilizan como excusa para descalabrarse, destriparse, acribillarse, quemarse y machacarse unos a otros sin piedad. Y no es eso solo lo malo. Lo malo es que, simultáneamente, se ponen cursis y sublimes haciéndome toda clase de alabanzas odiosamente desmedidas, y me echan incienso (como si yo oliera mal, aunque no huelo a nada), y me elevan cánticos insufribles con voces agrias y desentonadas (si no fuera porque no me gusta abusar de mis poderes, los dejaba a todos afónicos de por vida). Y, en el fondo, todo lo hacen para usurpar mi representación y dar un viso de verosimilitud a las incontables sandeces que se inventan sobre mí: me ponen de niño con pañales en una cuna junto a un buey y un pollino y dicen que soy yo y que me llamo Jesús –o sea, Niño Jesús–; me ponen un turbante en la cabeza y una cimitarra en la mano y dicen que soy yo y que me llamo Alá, y que a los que repiten mi nombre incansablemente y dan limosna, les voy a premiar con un paraíso de ríos de leche y miel, y cientos de vírgenes para saciar sus instintos lúbricos; ah, y a los anteriores, si mueren y matan en mi nombre, también les regalo un paraíso eterno (¡serán imbéciles!); otras veces me representan como a uno de sus ancianos con largas barbas blancas, cuando es evidente que soy incorpóreo; en ocasiones, me representan con un ojo metido en un triángulo y llevo siglos (de los de ellos) preguntándome por qué hacen esa cosa tan absurda; me cuelgan en una cruz, así, a lo bruto, me cubren con un ridículo taparrabos y dicen que soy el Cristo redentor de los pecados; me buscan una madre que sea virgen, como si el sexo que di a los animales para su procreación fuera un error mío, pues lo convierten en objeto pecaminoso los muy zoquetes…  Casi prefiero a los que de vez en cuando me injurian y vacían sus tripas sobre mi cabeza. Después de todo, esos son sinceros y no les importan las consecuencias de sus palabras. Además, teniendo en cuenta la imagen que de mí han dado sus brujos, generación tras generación, no es de extrañar que los especímenes más inteligentes hayan desarrollado cierto resentimiento contra mi persona. Hoy (en su lenguaje, pues para mí el tiempo no existe), aunque me lo tenía prohibido porque afecta a mi solidez mental y a mi equilibrio emocional, he vuelto a poner mis ojos un ratito sobre un pedazo pequeñito del Universo que ellos llaman Tierra (a su vez una parte infinitesimal de mi creación, aunque ellos se creen que son únicos, lo que demuestra su escasa inteligencia después de todo) y me he escandalizado con la deriva que allí está tomando mi obra. Lo llaman España. No son muy originales pues, al igual que el resto de… bueno, lo llamaré las tribus, pues eso, al igual que el resto de las tribus, los habitantes de ese rinconcito de la Tierra se consideran los mejores del mundo. Y no del mundo Tierra, no. Se consideran únicos. Los más simpáticos. Los más divertidos. Los más valientes. Los más listos. Los más audaces. Aunque he creído percibir entre ellos la existencia de subtribus cuyos miembros, a su vez, se creen únicos, los más simpáticos, los más divertidos, los más valientes, etcétera, etcétera. Y, dentro de todas las subtribus hay un grupo que son lo peor de lo peor. Son los que me ponen a mí de excusa para todo lo que les conviene. Me usan para todo. Me ponen (bueno, ponen la cosa esa de la cruz, que maldita la gracia que me hace verme clavado, aunque sea simbólicamente) encima de una mesa para “jurar” por mí. Y todos…  –bueno, soy dios, o sea que no puedo mentir ni exagerar–,  casi todos juran en vano. Mienten. Y sus brujos, esos que llaman obispos, arzobispos y cardenales, esos que se disfrazan con unos curiosos faldones rojos y morados y se ponen un gorro alto de punta  y se pasean cantando unos detrás de otros, esos son los que más mienten. Es muy enojoso, estar viendo todo eso y no poder hacer nada. O sí. Podría hacer algo, pero luego siempre me quedo con mal cuerpo y digo: “¡Bah, déjales!”, pero me apetecería darles una buena lección. Repito, sería poco deportivo, como se dice ahora, abusar de mi poder. Ese rincón que llaman ellos España me tiene un poco cansado..., aburrido..., ¡harto! Con sus santos y santas, que no caben en mi agenda. Y, además, yo aquí no tengo santos ni ángeles ni arcángeles. Que  se lo han inventado todo. Aquí me aburro como una ostra, aunque ellos piensen otra cosa. Y con sus miles de madres mías. Yo, que no tengo una madre porque para eso soy dios, y resulta que no solo tengo una madre, es que me han buscado cientos, miles de ellas. Y algunas, a cada cual más fea, cargadas de joyas y de ropajes extraños y de coronas... Y últimamente he visto que hay unos cuantos seres, de los que se llaman a sí mismos españoles, que están constantemente poniéndome por testigo de sus verdades (quiero decir de sus mentiras), aleccionando a sus cachorros en doctrinas supuestamente dictadas por mí pero realmente inventadas por ellos, organizando las normas de convivencia de todos los miembros de las tribus sobre la base de esas falsas doctrinas, amenazando con mi castigo (ellos dicen castigo divino) cuando la verdad es que yo no les castigo ni a ellos, que se lo merecen de sobra..., ¡por favor, qué seres! No debería haberme parado a mirar. Siempre me pasa lo mismo. Acabo sintiéndome asqueado con mi propia creación. Por lo menos de esta parte del mundo de la Tierra. Pero no puedo evitarlo. Caigo en la tentación una y otra vez. Es como mirar al abismo de los propios agujeros negros, que ya no sé si fui yo quien los creó… En fin, por hoy he tenido bastante. Creo que voy a tener que descansar un poco. Que, aunque soy dios, hay cosas que me superan incluso a mí, y lo de este rincón de la Tierra que ellos llaman país, y nación, y estado y otras tonterías que no llego a entender, ¡es demasiado!

 

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