Un tema escasamente debatido por los ciudadanos y que, sin embargo, reviste enorme importancia es el de los secretos oficiales, ese oscuro baúl en el que todos los gobiernos (unos más y otros un poco menos) detraen del escrutinio público asuntos muy diversos, pero casi siempre sucios, enojosos, turbios, peligrosos o difíciles de explicar. La justificación recurrente para todos ellos es la necesidad de garantizar “la seguridad del Estado”. En los países democráticos, los secretos de Estado están regulados por una ley, aunque dicha ley casi nunca hace otra cosa que refrendar el derecho de los gobiernos a decidir qué asuntos deben permanecer ocultos al público y durante cuántos años. Es evidente que, en las dictaduras, no hace falta una ley para ello. No obstante, la Ley de Secretos Oficiales española data de 1968, siete años antes de la muerte de Franco, cuando el régimen quería dar una cierta imagen de apertura. Pero para tener idea de la ambigüedad y falta de precisión interpretativa, no hay más que leer los dos primeros artículos de la ley: Artículo 1. Tendrán carácter secreto, sin necesidad de previa clasificación, las materias así declaradas por Ley. Artículo 2. A los efectos de esta Ley podrán ser declaradas "materias clasificadas" los asuntos, actos, documentos, informaciones, datos y objetos cuyo conocimiento por personas no autorizadas pueda dañar o poner en riesgo la seguridad y defensa del Estado.* Sin más aclaraciones. O sea, lo que al gobierno de turno le dé la gana. Conviene recordar que han pasado 53 años de la promulgación de esta ley y que ningún gobierno ha dado hasta ahora la mínima muestra de querer modificarla para hacerla menos sospechosamente hermética. De hecho, este mes de febrero, se produjo una petición ciudadana solicitando al Ejecutivo que publicase el listado completo de materias clasificadas como secretas entre 1976 y 2019. Ni que decir tiene que Moncloa se negó a hacerlo.
Todos conocemos la inflexibilidad y el rigor con que los Estados (es decir, sus correspondientes gobiernos) aplican la ley cuando se trata de salvaguardar sus oscuros secretos. No hay más que recordar con qué saña se han empleado Estados Unidos y todos sus aliados para tratar de silenciar y para castigar el “insolente atrevimiento” de Julian Assange, un periodista que tuvo el atrevimiento de hacer públicas las numerosas fechorías y vulneraciones de los derechos humanos cometidos por los llamados “Estados democráticos”. Julian Assange y sus colaboradores no estaban poniendo en peligro la seguridad de esos Estados, sino solo a los gobiernos que llevaron a cabo esos desafueros. No se puede pasar por alto que España no apoyaría nunca abiertamente a Julian Assange, pues, entre los papeles que hizo públicos, salió a la luz la colaboración de Aznar con el gobierno de Estados Unidos, permitiendo la escala en aeropuertos españoles de los aviones que llevaban prisioneros ilegales al campo de Guántanamo, donde eran terriblemente torturados. Muchos de estos prisioneros tuvieron que ser liberados sin cargo alguno tras años de durísimo encierro. No quiero que se me tache de extremista. Tendré que admitir que, sin duda alguna, hay situaciones en las que puede estar legitimado el secreto de determinadas actuaciones (negociaciones, encuentros, compromisos, intercambios de información, etc.). Pero, hecha esta salvedad, habría que delimitar escrupulosa y minuciosamente qué tipos de actuaciones podrían acogerse a esta ley de silencio, durante cuánto tiempo podría mantenerse el secreto antes de darlas a conocer públicamente y quién(es) debería(n) controlar la aplicación de esta excepcionalidad. Por supuesto, si se filtrase el contenido de uno de estos secretos a la prensa, nunca se debería penalizar al periodista que lo hiciera público, si se trataba de un asunto de interés público. No voy a dar una lista de posibles situaciones en las que podría considerarse justificada la aplicación de la ley de secretos oficiales. Probablemente sean muy pocas. Creo que la ciudadanía no tiene por qué estar tutelada por el gobierno de turno. Lo que sí tengo muy claro son las situaciones en que nunca se debería ocultar ninguna actuación gubernamental, bajo la falsa justificación de la defensa de la seguridad nacional. A título de ejemplo: - ¿Es normal que los ciudadanos no superan nada sobre la venta de material armamentístico a dictaduras militares, como el Chile de Pinochet o el Paraguay de Alfredo Stroessner? ¿Y que los ciudadanos sigan sin saber nada de la venta de armas a países como Arabia Saudí? En general, ¿es normal que estén vetadas al conocimiento público todas las cuestiones relacionadas con la exportación de armas fabricadas en España? - ¿Fue normal que en 1996 el gobierno socialista blindase todas las informaciones relativas a las actuaciones de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado en la lucha antiterrorista? Ciertamente, en 1997, con Aznar en el gobierno, se desclasificaron algunos documentos (los “papeles del CESID”) por exigencia del Tribunal Supremo. Pero aquel mismo Gobierno del PP denegó la desclasificación del resto de documentos relacionados con la guerra sucia, con el habitual recurso a la reserva debida a las actividades relativas a la lucha contra el terrorismo. Más recientemente, Rajoy clasificó como secretos los documentos relativos a la lucha contra el crimen organizado en lo que, a todas luces, parece una forma de autoprotegerse por las actuaciones de su propio partido en connivencia con las cloacas del ministerio del Interior. Este es el texto con el que se llevó a cabo dicha clasificación: "Se otorga, con carácter genérico, la clasificación de secreto a la estructura, organización, medios y técnicas operativas utilizados en la lucha contra la delincuencia organizada por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, así como sus fuentes y cuantas informaciones o datos puedan revelarlas". - ¿Es normal que sean secretos todos los preparativos de los viajes del rey, del presidente del Gobierno y de los ministros “siempre que las circunstancias así lo aconsejen”? ¿Cuáles son esas circunstancias? ¿Quién las determina? ¿Bajo el control de quién? - ¿Es normal que, pasados ocho años, sigan siendo secretas las negociaciones que condujeron a la liberación de los cooperantes españoles secuestrados en Mali y Somalia en 2012? ¿Qué impide la desclasificación de esos documentos? Seguramente, aquellas negociaciones implicaron el pago de fuertes sumas de dinero a grupos terroristas. Pero, si fue así, ¿acaso no tienen derecho los ciudadanos a saberlo y juzgar por sí mismos? - ¿Es normal que el gobierno de Rajoy clasificara como secreta la documentación relativa al nombramiento de Federico Trillo como embajador en el Reino Unido, cuando el mismo ministro de Exteriores, García Margallo, se había comprometido a que las embajadas se dieran a personal del cuerpo diplomático? ¿Qué oscuros secretos se trató mantener fuera del escrutinio público para dar una embajada de ese calibre a un personaje tenebroso, recién salido del escándalo del accidente del Yak-42, y que ni siquiera hablaba inglés? - ¿Es normal que estén vedadas al público las informaciones sobre las decisiones del gobierno de turno en asuntos relativos a “asilo y refugio”? ¿No es esto una forma de dar carta blanca al gobierno para que haga lo que le dé la gana sin tener en cuenta lo que opinan los ciudadanos? ¿No es normal que esto provoque las más lógicas sospechas de que el asilo y el refugio no se conceden por motivos humanitarios, sino por razones puramente políticas? - ¿Es normal que sean secretos de Estado todos los asuntos relacionados con graves crímenes de alcance internacional? Normalmente estaríamos hablando de casos de genocidio crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. ¿No sería lógico pensar que el gobierno de turno puede estar contribuyendo a “condenar a un inocente” o a “salvar a un criminal” por razones diplomáticas o meramente económicas? - Por último. ¿es normal que todavía sigan siendo secretos multitud de documentos inéditos del intento de golpe de Estado del 23-F? Aseguran muchos historiadores que aún desconocemos aspectos fundamentales de cómo se preparó, alentó, apoyó y participó en aquel intento fallido. Sobre todo, parece haber dudas más que razonables acerca de la verdadera implicación del entonces rey Juan Carlos. En cualquier caso, personalmente opino que la mejor Ley de Secretos Oficiales sería lo que no existiera. Y, de existir, debería establecer con claridad meridiana un sistema de control para su aplicación. Y todos los secretos deberían tener una fecha de caducidad, nunca superior a 25 años. *Los subrayados son míos. |
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April 2022
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