EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Enfoques y opiniones

de un homo civicus

No nos olvidemos de recordar...

28/5/2011

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Anteayer leía en El País la columna de mi admirada Maruja Torres. Y su remembranza de otros tiempos –por pasados no mejores, ni mucho menos– me ha hecho meditar.
Es sobrecogedor observar con qué facilidad olvidamos nuestro pasado. Es todavía más inquietante la facilidad con que mistificamos y edulcoramos ese mismo pasado; a mí al menos, eso me causa más desazón y temor. 
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¿Hay alguna diferencia con los grises?
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¡No, ninguna!
Aparte de las muy oportunas reflexiones de Maruja Torres, vi ayer en televisión dos noticias que me llevaron a acordarme (con horror) de mi (no tan lejano) pasado como ciudadano de la España de Franco y a reafirmarme en mi inquietud por el olvido o por la deformación de nuestra realidad histórica.  La primera fue la noticia del desalojo de la plataforma de “ciudadanos indignados” de la Plaza de Cataluña por los Mossos; la segunda, la inexplicable decisión del recién elegido alcalde de Sevilla de quitar de la capital andaluza el nombre Pilar Bardem que llevaba una de sus calles. (Recapacito y creo que tal decisión no es inexplicable; todo lo contrario, es tristemente explicable. Es, más bien, una decisión casposa.) Decía una incalificable e inclasificable mujer, entrevistada por la Sexta, a propósito de esta “sublime decisión” de su nuevo alcalde: “¿Y esa Pilar Bardem, qué pinta en Sevilla? Que se vaya por ahí…” Y con esa sencilla frase estaba resumiendo el enunciado del apolillado pensamiento de la derecha española.
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Vuelve el militar: ¡Atención! ¡Firmes!
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Hoy, leo en Público otra noticia, también profundamente inquietante, relacionada con la Academia de la Historia, una institución cuyo nombre debería ser anuncio de independencia, rigor científico, honestidad y veracidad. Pero algo debe de fallar en su mecanismo interno cuando en dicha noticia surgen dos datos que a mí, personalmente, me producen gran contrariedad y desazón. El primero es que el cardenal Cañizares ha ingresado en dicha academia como académico de número. (http://www.publico.es/culturas/52345/canizares-la-cultura-dominante-relega-la-historia-al-olvido) No voy a hacer ninguna valoración del clérigo en cuestión. Quien tenga un mínimo conocimiento de España y sus personajes públicos no necesitará ayuda ninguna para saber lo que implica mi silencio.

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Los ilustres académicos
El otro dato, aún más grave pues ahí queda impreso para la posteridad, es la definición que la Academia de la Historia hace de Franco en su correspondiente entrada del Diccionario. (http://www.publico.es/culturas/378862/autoritario-no-totalitario) Esta entrada, redactada por Luis Suárez, tras sostener que Franco fue un “general valeroso y católico”, afirma que, tras una larga guerra, en la que logró derrotar a un enemigo que en principio contaba con fuerzas superiores, “montó un régimen autoritario, pero no totalitario”, además de pasar por completo de largo de la brutal represión que siguió a la guerra, que, según los más respetables historiadores (Julián Casanova, Preston…) alcanzó una cifra aproximada de 150.000 personas.

Pasaré por alto el vomitivo sesgo de simpatía con que se redacta la entrada del diccionario correspondiente a Aznar, aunque recomiendo su lectura para que quede constancia de quiénes calientan con su culo orondo los asientos de la Academia de la Historia y qué sentido tiene para ellos la otrora digna profesión de historiador.

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Tenerlos bajo la bota
Paralelamente a todo lo anterior, los resultados del 22-M han comenzado ya a producir ciertos movimientos de “ajuste” ideológico (también conocido entre las derechas como ajuste de cuentas), que, como los de naturaleza telúrica, van a producir sacudidas de efecto devastador. Hay demasiados españoles que no han perdido el pelo de la dehesa montaraz. Demasiados ciudadanos montados con renovado placer en el machito, a quienes, aun siendo sobre el papel nacionalistas catalanes (como el conseller de Interior de la nueva Generalitat), les sigue gustando saber que cuando dicen “¡ar!”, el personal se cuadra con un taconazo seco y obediente. Hay en la España del siglo XXI demasiada retranca tardofranquista, demasiados vicios ocultos, mamados y heredados.  Hay mucho sargento chusquero reconvertido y reciclado.

Por eso es importante recordar, recordar, recordar... Por eso es imprescindible no permitir que la inercia de los acontecimientos nos deforme la memoria. Por eso hay que evitar que la aparente modernidad indumentaria de algunos viejos fascistas –que han sustituido el yugo y las fechas bordados en el bolsillo izquierdo de la camisa azul por el símbolo de ralph loren sobre un polo fucsia– nos haga caer en el error de creer que han desistido de su rancio pensamiento. Y de su rencor. Y de su mala leche. Y de su prepotencia. Y de su manía de manifestar en público con voz altisonante sus supuestas ideas, dando por hecho que en su entorno nadie puede pensar de forma distinta.

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Libro de los recuerdos
Y hoy me he puesto a hacer un ejercicio de memoria, de la mía personal, no de la teórica, no de la histórica, no de la que se habla en los libros. Esa también es importante. Pero uno debe regresar a sus vivencias para sentir que no vive engañado, que no le están dando gato por liebre. Porque los de mi generación –los  que somos de izquierdas, se entiende– tendemos a pensar que nuestra infancia no fue del todo mala. Y puede que así fuera en el ámbito familiar, si uno había tenido la suerte de crecer en un hogar estructurado donde no había faltado el amor y el pan. Y también tendemos a creer que, dentro de lo que cabe, nuestra juventud no fue tan tremendamente desastrosa y desoladora como, en efecto, lo fue. Lo que ocurre es que las vivencias de la juventud aportan, pese a todo, tantas satisfacciones, que tienden a mistificar y deformar algunos recuerdos. Hay una cierta y comprensible propensión a seleccionar, a cribar los recuerdos, y nos acabamos quedando con los mejores, porque para vivir hay que tener el consuelo de que uno no ha tirado una buena parte de lo mejor de su vida a la mierda.
Así que hoy me he puesto a recordar, y me han venido –enredadas, revueltas, confusas– cosas como esta, todas vividas, no contadas por otros:

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•  En el colegio de monjas “francesas” del Paseo Sagasta (entonces, General Mola), entraban por un portalón grande y elegante las niñas bien de Zaragoza, con sus uniformes pulcramente planchados, de la mano de sus mamás o de las “chachas” (era el nombre que se les daba sin ningún recato). Por una puerta estrecha situada a una treintena de metros, entraban las niñas de familias humildes, admitidas al colegio por caridad. Llevaban un uniforme diferente, de color gris, creo recordar. Daban clase en aulas separadas. Tenían patio de juegos separado. ¡Eran niñas pobres!

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Un hogar
•  Unas Navidades, creo que de 1955 o 1956, los frailes de La Salle, donde mi padre se esforzó por llevarme a hacer el Bachillerato, nos llevaron a visitar las chabolas de Valdefierro. Íbamos los niños buenos y cristianos a llevarles unos regalitos a las familias de chabolistas: unos turrones, algún juguete desechado, algún cuento piadoso. Recuerdo el rostro de la miseria; el hedor de la pobreza extrema; una estufa de leña donde se cocían unas verduras y unas patatas (la cena de Nochebuena); la mirada huidiza de los pobladores de las infraviviendas; los “gracias, hermanos”, que hoy aún me duelen, como diría Miguel Hernández, en los cojones del alma…

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Otro hogar
• Cerca del taller de encuadernador de mi padre, vivía un buen amigo suyo (creo recordar que se llamaba Pascual). Había sido simpatizante –no sé si estuvo afiliado, aunque eso sería secundario– del Partido Comunista. Después de la guerra,  varios años de cárceles, hambre y privaciones, lo habían convertido en una piltrafa física con un gran corazón y siempre una ancha sonrisa. Trabajaba de cobrador en Tranvías de Zaragoza. Cada vez que había alguna denuncia de movimientos de izquierdas en la ciudad (o cuando Franco iba a visitar su academia general militar), dos secretas pasaban a detener a Pascual, que desaparecía de su casa tres o cuatro días. Luego regresaba aún más demacrado y con signos inequívocos de golpes por todo su cuerpo. Habían tratado de sacarle alguna información que él, por supuesto, no tenía. Tras una de esas “visitas”, murió en el hospital provincial a causa de una hemorragia interna.

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¿Sexo? ¿Amor?
• Recuerdo haber visto una vez, en el cine, cómo sacaban con insultos y empujones a una pareja de novios para escarnio público. Debieron de darse un beso más prolongado de lo permisible y quién sabe si la mano del novio se aventuró fugazmente bajo la blusa de la chica. La “autoridad” que los sacó del cine era… ¡el acomodador! (eso sí, llevaba gorra).

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•  Tuve un excelente profesor de literatura. Me enseñó todo lo que sé sobre métrica. Pero sólo lo hizo (quizás sólo le dejaron hacerlo, era un fraile obediente) estudiando romances o poemas de Santa Teresa o San Juan de la Cruz (cuidadosamente elegidos, no fueran a mostrar el lado exaltado y sexual del amor divino), Pemán, Gabriel y Galán, Rubén Darío (sólo los poemas A Margarita Debaile y Los Motivos del lobo) y, como gran concesión, Machado (Manuel; no Antonio, por supuesto), Anoche cuando dormía, soñé, bendita ilusión….

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Así era la agüelica Pilar
•  A la puerta del colegio montaba su tenderete de regalices, pipas, cacahuetes y otras escasas chucherías (una cesta con patas de madera y una sillita baja) la señora Pilar. Para nosotros era, simplemente, la “agüelica”. Debía rondar los ochenta años. Su cara era un pergamino curtido y oscuro surcado de arrugas y envuelto en un pañuelo negro anudado bajo la barbilla. Así se ganaba el sustento. No tenía pensión ni ayudas del Estado “protector”. Era viuda de un rojo. Su hijo había muerto en la guerra. Eso lo sabría más tarde; en aquella época no se mencionaban ciertas cosas. Allí estaba la agüelica todas las tardes, hiciera frío o calor, a sacarse unas perras para comer. Nadie sabía dónde vivía, dónde dormía. Los frailes, en un gesto de generosidad, le permitieron que instalara su tenderete dentro del patio de recreo, bajo un porche, los días de lluvia. Eso sí, le cobraban una pequeña cantidad por ocupar aquel espacio. Un día, la agüelica desapareció de la puerta de nuestro colegio.

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Los tres poderosos
•  Todas las aulas del colegio estaban presididas por un crucifijo. A ambos lados de éste, los retratos de Franco y José Antonio, como los dos ladrones del calvario. Para nosotros, los tres tenían idéntica entidad e importancia: Cristo, el hijo de dios; otro, el mártir de la cruzada; y el tercero, el generalísimo. Este último es el que más respeto nos imponía, aunque aún no sé por qué.

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•  Del día del funeral y entierro de mi abuelo sólo guardo un recuerdo: don Emeterio, el cura párroco de San Braulio, la parroquia que correspondía a nuestra casa, salió de la iglesia con todos sus ropajes ceremoniales –sotana, roquete, alba, casulla morada–, recorrió la acera con una libretita en la mano y regresó a rezarle a mi abuelo unos cuantos latines salvadores. Luego me enteré de la misión de aquella excursión fuera de la iglesia: ver el tipo de coche funerario y contar el número de coronas y de coches y taxis que iban a acompañar al cortejo fúnebre para determinar la categoría del entierro y cobrar la tarifa correspondiente (de primera, de segunda o de tercera, como los trenes).

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•  Fui testigo de la paliza que le propinaron un grupo de “valientes” a un homosexual junto a la plaza de San Francisco. Era ya un hombre de cierta edad que parece ser que iba por allí a echar alguna “ojeada” o a ligar o quién sabe a qué… Yo lo tenía visto, pero a mí nunca me molestó ni me dijo nada. Al tiempo que le pegaban, se contaban un chiste homófobo entre risotadas: “¿Sabéis cuantas clases de maricones hay? Tres: dantes, tomantes e hidráulico-contemplativos” y seguían arreándole patadas.
 
•  En el colegio teníamos un fraile homosexual y pederasta al que nunca nadie le dijo una palabra más alta que otra: el hermano Gabriel. Era el tutor de mi curso en 3º de bachillerato. Le gustaban los gorditos. A estos, cuando los tenía que castigar, les hacía apoyarse con la barriga en el primer pupitre y obligaba a los ocupantes de éste a sujetarle por las muñecas. Él, entretanto, con una regla en la mano, daba vueltas en torno al pobre humillado contemplándole las nalgas, que quedaban medio desnudas por la postura, al alcance de la regla y de la mano. Imagino que se iba calentando poco a poco. Luego, cuando íbamos en fila, se acercaba a sus “favoritos” y sin la menor discreción los sobaba a gusto. Supongo que ya hace años que murió. No creo que nadie haya llorado su muerte.

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•  En la Universidad, salvo un par de excepciones, sobre todo en el Departamento de Filología (que, por ser nuevo, hubo de surtirse de profesorado extranjero), sufrimos los casos más vergonzosos y notorios de profesores con una absoluta incapacidad profesional, didáctica y académica. Sobre todo en el departamento de Historia: Corona, Solano... ¡Quién podría olvidarse de su vaciedad e incompetencia?  Habían obtenido su plaza por su pertenencia y lealtad al Movimiento. Fueron incapaces de enseñarnos nada… porque nada sabían. Llevaban años repitiendo las mismas clases con idéntica ausencia de preparación y conocimientos. Eso sí, les encantaba pasar lista con voz tronante y aire amenazante. Nuestra formación, sobre todo en el terreno de la Historia, ha sido el resultado de un formidable esfuerzo autodidacta.

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Manual de FEN
•  Desde el primer curso de bachillerato hasta el último curso de carrera, hubimos de soportar los españoles una asignatura denigrante: “formación del espíritu nacional”. Era una asignatura reglada. Había que asistir a clase y pasar examen. Nadie la tomaba muy en serio, pero, año tras año, había que soportar la tortura de escuchar a un lamentable subproducto del régimen (un viejo falangista o camisa vieja, insuficientemente “conectado” para ocupar un puesto de más relieve) desgranando los principios del movimiento, amén de toda la ranciedad católico-fascista del régimen. Los que nunca se opusieron a semejante lavado de cerebro constituyen el núcleo  familiar de quienes hoy día tratan de torpedear la asignatura de Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos.
•  Del mismo modo, desde el primer curso de bachillerato hasta el último curso de carrera, había que seguir la asignatura de “religión” (católica, por supuesto).
•  Igualmente, desde el primer curso de bachillerato hasta el último curso de carrera, había que hacer la asignatura de Gimnasia (Educación física). Cualquiera que hoy día viera una foto de algunos especímenes del profesorado de esta asignatura se moriría de risa. Las chicas tenían que hacer gimnasia con pololos debajo de las faldas, no fuera a ser que mostrasen un atisbo de sus partes pudendas.

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El filonazi Pío XII
•  En 1954, asistí, como todos los alumnos de todos los colegios religiosos de Zaragoza (o sea, el 95%), vestidito de blanco y portando una vela encendida, a alguna ceremonia (¿la de clausura quizás) del Congreso Mariano Nacional. El papa Pío XII, el que mantuvo una repugnante relación con el nazismo, en su alocución de despedida soltó estas perlas: 
“Y tú —oh Zaragoza— no serás ya insigne por tu privilegiada posición, por tu cielo purísimo o por tu rica vega, «loci amoenitate, deliciis praestantior civitatibus Hispaniae cunctis», como la llama el gran Isidoro de Sevilla; no lo serás por tus magníficos edificios, donde galanamente se salta sin desentonar de los primores mozárabes a las elegancias platerescas; no lo serás por haber oído el paso cadencioso de las legiones romanas o por el aliento indomable que te sostuvo «siempre heroica» en los heroicos sitios; lo serás por tu tradición cristiana, por tus Obispos, (…) por Sta.. Engracia y los Mártires innumerables, a los cuales podemos añadir el santo niño, embellecido también con la púrpura de su sangre, Dominguito del Val; lo serás, sobre todo, por esa columna contra la cual, rodando los siglos, como contra la roca inconmovible que, en el acantilado, desafía y doma las iras del mar, se romperán las oleadas de las herejías en el período gótico, las nuevas persecuciones de la dominación arábiga y la impiedad de los tiempos nuevos, resultando así cimiento inquebrantable, inexpugnable valladar e insuperable ornamento, no sólo de una nación grande, sino también de toda una dilatada y gloriosa estirpe!”  Y se quedó tan tranquilo. Entretanto, en Zaragoza, todavía en 1954, había hambre, estraperlo, persecución política, presos, condenados, calles sucias y tristes…

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•  Cuando llegaban las fiestas del Pilar, la única distracción para la gente normal (o sea, más bien pobres y clase media baja) eran las procesiones y los cabezudos (gratis) o las ferias y el circo (si disponían de dinero). Otra distracción muy popular (pagando entrada, claro está) era visitar la Feria de Muestras, porque a la gente le encantaba recoger folletos explicativos de cosas que nunca iban a comprar y llevarse alguna que otra muestra gratuita de sopas o detergentes. Mientras tanto, los representantes de las clases altas, los miembros de las familias que habían ganado la guerra, organizaban sus fiestas y cenas de gala en el Gran Hotel y celebraban la fiesta de puesta de largo de sus pedorritas dieciochoañeras en el edificio de la Lonja con fondos de las arcas municipales. Eran los Gómez Laguna, los Pardo de Santayana, los Bolea, los Alierta (sí, Cesáreo Alierta, alcalde de Zaragoza, padre  del actual presidente de Telefónica, ese que se lleva la pasta a manos llenas; tuvieron los cachorros de entonces un buen aprendizaje).

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Sala de tortura y "pajera"
•  Mi adolescencia se desarrolló entre el dolor de testículos y la mala conciencia (temor al infierno e incluso a la ceguera). Pero más miedo me daba en general la reacción de los confesores, auténticos  especialistas en tortura psicológica y en el fomento de situaciones de excitación de su libido a través de las conversaciones con los jóvenes penitentes (de ambos sexos). Hasta que mis amigos y yo descubrimos al padre Marín, un jesuita viejecito y sordo, que no se enteraba de nada y siempre decía: “Tres padrenuestros y tres avemarías, bla, bla, bla…” Delante de su confesionario había siempre una cola sospechosamente larga de adolescentes de rostro apesadumbrado, ojeras profundas y bozo sobre el labio superior.

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La Academia General Militar
•  Mi ciudad estaba llena de militares. Parecía una ciudad tomada. Había soldados rasos que recorrían las calles arrastrando sus botazas y mirando todo con gesto entre desconfiado y huraño. Un gorro con una borla roja colgando por delante ocultaba los trasquilones que los peluqueros del cuartel les hacían al dejarles la cabeza casi al cero. Procedían de todos los pueblos y rincones de España. Los únicos que vivían holgadamente eran los “asistentes”, término que definía a los soldados que eran puestos al servicio (personal y doméstico) de un oficial. Se convertían en auténticos esclavos-mayordomos. Alguno fue más listo que su oficial y se acabó beneficiando a la señora de su jefe como parte complementaria (aunque secreta, claro) del “servicio doméstico”. Luego estaban los oficiales y jefes, con sus cruces, sus sables, su taconeo… Se creían mucho, muchísimo más de lo que eran. Y lo dejaban patente. En su chulería. Para eso su jefe había ganado una guerra. Nadie se atrevía a levantarles la voz. Las colas no existían para ellos.  Algunos no pasaban de sargento primero. Los peores, los tenientes recién salidos de la academia. Las chicas de Zaragoza –algunas–  se volvían locas por sus uniformes…, y las madres de esas chicas, por el sueldo fijo que tenían los oficiales y por el economato, del que se aprovechaba toda la familia.

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•  En mi memoria aparecen, de forma oscura y poco definida, unos seres de cuyos nombres no tengo memoria concreta. Eran personas que habían quedado excluidas de la sociedad. Poca gente mantenía relaciones personales con ellas; sólo las conversaciones mínimas e imprescindibles. En casa, apenas se las mencionaba. Mi familia conocía a algunas de ellas, pero apenas se hacía referencia a su existencia. Eran familiares de rojos que habían sido purgados o incluso ejecutados: sus viudas, sus hijos, sus hermanos… En otras ocasiones eran antiguos republicanos casados civilmente. Eran señalados con el dedo inquisitorial de la sociedad por no asistir nunca a la iglesia. En casa conocían también a un homosexual que acabó en la cárcel denunciado por su mujer: el pobre se había casado para evitar ser descubierto, y fue peor el remedio que la enfermedad (cuidado, el uso del refrán no implica que yo considere la homosexualidad una enfermedad, ni mucho menos). Se llamaba Silvestre y acabó suicidándose. Su casa, un pequeño chalet cerca del parque de la ciudad aún pude verlo, veinte años después de su muerte, vacío y con el jardín invadido de plantas y gatos silvestres, como el nombre del propietario.

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•  Cuando salí al extranjero y me enteré de la existencia de ciertas realidades, de cierto cine, de cierta literatura, de cierta política, comencé a abrir mis ojos a un mundo nuevo, deslumbrante, aún fuera del alcance de mi mano. Y empecé a sentir la estrechez de la celda enrejada en la que había vivido confinado. Entendí por qué cuando pasaba a Francia, veía españoles que miraban con desconfianza a cualquier persona procedente de la España franquista, como yo. Comencé entonces a buscar, a leer, a descubrir. Empezó entonces mi calvario (hasta ese momento fui un perfecto ejemplar de adolescente-joven carente de conciencia de su miseria) pero también comenzó mi nacimiento a la vida. Eran los últimos años 60 y mayo del 68 fue nuestra nueva luz. Fue la época de las visitas a las librerías de Zaragoza (dos en concreto) que ofrecían bajo mano, si eras conocido, libros prohibidos. Fue la época del teatro universitario, de la presentación, en teatro leído, de obras “perniciosas” (La cornada, de Sastre; Madre coraje y sus hijos, de Brecht; Esperando a Godot, de Becket…), con vigilancia y amenazas de los grises.

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•  Estando ya en Australia trabajando en la Universidad, pero con el régimen de Franco todavía vivo y coleando, denuncié públicamente en la radio y la prensa escrita las últimas condenas a muerte firmadas por Franco. Iba a celebrarse en la Universidad la entrega de un premio conseguido con dinero del teatro que mi departamento organizaba. Me negué a asistir si estaba presente el embajador y amenacé con organizarle una manifestación a las puertas del comedor universitario. La fiesta se canceló. Cuando al año siguiente, a punto de regresar a España definitivamente, pedí los pasaportes para mis dos hijos, la Embajada les denegó ponerles mis apellidos porque no les constaba mi matrimonio civil celebrado en Australia. Era la pequeña venganza de un miserable funcionario franquista al que ya no le quedaba casi otro poder que hacer un pequeño daño moral (que, por supuesto, remedié nada más llegar a España).

Son algunas de las cosas que, así, a bote pronto, han venido a mi mente. Ha sido un saludable y higiénico ejercicio de remembranza. ¡Yo sí recuerdo! Yo no he perdido la memoria. Aunque estén agazapados tras sus máscaras de modernidad, sé bien quiénes son y de dónde vienen. Sé qué parcelas de poder consideran suyas por la gracia de dios. Y sé que están dispuestos a conservarlas y defenderlas cueste lo que cueste, caiga quien caiga.

Escribo todo esto por si le sirve a alguien que no puede tener este tipo de recuerdos. Y para animar a quienes sí los tienen a que nos los pierdan. Y también a que los compartan.

Esta mañana he asistido a la asamblea de la sección de Majadahonda de la plataforma 15 de mayo por una democracia real. Y he sentido que me lavaba por dentro. Ha sido como agua fresca. Quizás, dentro del inevitable cinismo que me procura la edad, puedo considerar que algunas de las actitudes de los mayoritariamente jóvenes asambleístas son tan bien intencionadas como ingenuas. Pero no importa que así sea. A nosotros (a mí) nos (me) sobra incredulidad, falta de confianza, cinismo... Esa ingenuidad de la que he sido testigo esta mañana da gusto. Es como una bocanada de aire fresco en nuestra envenenada atmósfera social y política. En todo caso, no nos olvidemos de recordar...
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