A nadie con dos dedos de frente se le ocurriría, para apagar un incendio, contratar a un equipo de pirómanos convictos y condenados. Podríamos seguir planteando otros ejemplos igualmente válidos. Por ejemplo, ¿no sería absurdo que, para alcanzar un acuerdo justo sobre el aborto, invitásemos a la mesa de debates a Rouco Varela? ¿Pondríamos la administración de nuestros bienes en manos de alguien con la rectitud moral de Carlos Fabra o Francisco Correa? ¿Encargaríamos la educación sexual de una hija adolescente a Silvio Berlusconi? ¿Se nos ocurriría proponer a Juan Carlos I como presidente de la comisión encargada de debatir la implantación de la República? En todos estos casos, podríamos afirmar que a la persona que apoyase tan absurdos comportamientos o propuestas habría que recomendarle una visita al psiquiatra. O bien tendríamos que indagar la existencia de oscuras e insondables razones. Hay cosas cuya lógica es tan manifiesta, que caen por su propio peso, no requieren explicación. Todos estos símiles han venido a mi mente a raíz de las noticias publicadas estos últimos días a propósito de la Ley de Transparencia y de los acuerdos a los que trataban de llegar los partidos políticos para consensuar una ley que no dejase a nadie mostrando impúdicamente sus vergüenzas ni tampoco obligase a asumir, de forma generalizada, un grado de honestidad y rectitud para los que no están preparados nuestros ímprobos representantes (quiero decir faltos de probidad). Es indudable que nuestro país requiere urgentemente una profunda operación de saneamiento y limpieza. El hecho de que quienes han enlodado la vida política hayan llegado a la conclusión de que hace falta una Ley de Transparencia es muestra inequívoca de la espantosa situación en que se encuentra sumida nuestra vida pública. Demuestra, además, otro hecho incontrovertible: las normas por las que se rige nuestro mal llamado “sistema democrático” (ley electoral, ley de partidos, sistema de subvenciones a partidos y sindicatos, ley del Poder Judicial, funcionamiento del Tribunal de Cuentas y muchos etcétera) están corrompidas ya en su propia raíz. Si dichas leyes y normas hubieran sido creadas pensando en el bien del país y no en el beneficio bastardo de los partidos (en especial de los dos grandes, aunque no se libran de tan torcidas asechanzas los grandes bloques nacionalistas), no sería necesaria una Ley de Transparencia; bastarían dos cosas: que se aplicaran oportunamente los derechos civil, administrativo y penal y que se agilizara la administración de justicia. Por ello, la llamada de los dos grandes partidos para lograr un gran pacto parlamentario me causó, en primer lugar, un sentimiento de absoluta desconfianza y provocó que me plantease el siguiente interrogante: ¿van PP y PSOE (sin olvidar a CiU) a fabricar la cuerda con la que puedan ahorcarles? Seguro que no. Ese pacto no pasaría de una estudiada puesta en escena para salir del actual atolladero. Pero, en un primer momento, todos los partidos parecían dispuestos a participar en unas conversaciones orientadas a lograr un pacto, aunque fuera de mínimos. No hacerlo podría ser interpretado como una renuncia a la transparencia, actitud altamente peligrosa en estos momentos. Pero hay situaciones que hacen inviable cualquier maniobra de aproximación. Eso es lo que ocurrió cuando el PP bloqueó todo intento de hacer comparecer a Rajoy ante el Parlamento para dar explicaciones al resto de los diputados –o, al menos, responder a sus preguntas con su habitual desparpajo y franqueza (“la segunda, ya tal”)– en relación con la vergüenza nacional (e internacional) en que se ha convertido el mal llamado “asunto Bárcenas”, que es, en realidad, “el asunto corrupción del Partido Popular”. Como era de esperar, todos los partidos se retiraron de las reuniones encaminadas a lograr una ponencia conjunta para la Ley de Transparencia. Incluso el PSOE, que en estos momentos estaba encantado de pactar con el PP (o con el diablo) una ley que transmitiera a la opinión pública la sensación de que los socialistas buscaban introducir algún grado de regeneración en la vida pública, lo que es más que dudoso, dio un portazo y abandonó la ponencia. Pero, cuidado, que aquí viene la parte que justifica mi planteamiento inicial. Hubo un partido que decidió no retirarse, sino seguir adelante con la farsa de la limpieza y la transparencia: UPyD, el partido de la ínclita, incombustible, inefable y opaca Rosa Díez. Su argumento, publicado en su cuenta Twitter, era una más de sus múltiples falacias con que esta política que ha cambiado su rumbo, de la falsa izquierda a la nada más absoluta: “Obviamente, nos quedaremos y votaremos. Por y para ello se nos eligió, para trabajar, no para ausentarnos”. Y pese a lo burdo del engaño, Rosa Díez, aunque ha entrado en el club de los políticos “suspendidos” por la ciudadanía, sigue siendo la política más valorada. Con qué poco se conforman los españoles… En resumen, que, como decía al comienzo, el partido que preside esta exsocialista despechada, ha decidido ir a apagar un incendio con un equipo de pirómanos. Rosa Díez ha decidido “trabajar” elaborando una ponencia para la Ley de Transparencia de la mano del mayor embustero del reino, con un presidente que habla a los ciudadanos desde una pantalla de plasma, con unos diputados que han mentido una y otra vez acerca de sus cuentas,sus ingresos, sus comisiones ilegales y su relación con su extesorero, presunto delincuente y defraudador. No iré tan lejos como para pensar que UPyD no quiere que exista transparencia y decencia en la vida política. Simplemente, a su actitud la defino con una palabra: oportunismo, de acuerdo con la segunda acepción del diccionario de la RAE.
RAE Oportunismo 2 - Actitud que consiste en aprovechar al máximo las circunstancias para obtener el mayor beneficio posible, sin tener en cuenta principios ni convicciones. |
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Junio 2017
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