EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Enfoques y opiniones

de un homo civicus

Pensamientos desde el altiplano

3/4/2012

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Pensamiento primero
      Ya llegó. Como cada año, imparable, inevitable, insufrible, la llamada semana santa hace acto de presencia en nuestras vidas y, sobre todo, en nuestras cadenas de televisión. Así llamada –semana  “santa”– por creyentes, no creyentes e indiferentes. Y yo me pregunto, ¿por qué caemos los no creyentes (los indiferentes ni se lo plantean, aunque a menudo vayan a ver procesiones por aquello de la tradición) en la trampa de llamarla así? ¿Por qué no nos inventamos un término sustitutorio que nos aleje, al menos en nuestra expresión verbal, de la eclosión de tristezas (aparentes y teatrales), procesiones, hábitos morados, capirotes y demás cirios eclesiásticos?  Este asunto del lenguaje es un fenómeno curioso digno de análisis.

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      Consideremos nuestra realidad social. Se empeñan los puristas de la corrección política –y del radicalismo feminista (que nada tiene que ver con el igualitarismo de género)– en que nos inventemos un  nuevo plural que englobe los dos géneros para así evitar que las mujeres se vean incorporadas contra su voluntad en un injusto masculino plural. Se empeñan asimismo en que soportemos de buen grado el insufrible sonsonete del “compañeros y compañeras”, “españoles y españolas”, “trabajadores y trabajadoras”, “vascos y bascas” (la última “b” es licencia libre aunque no inocente del que suscribe). No se dan cuenta los defensores de la reforma del lenguaje de que, efectivamente, éste es sexista porque la sociedad es sexista desde hace docenas de miles de años y, por tanto, el lenguaje se ha amoldado al pensamiento y el comportamiento sociales. No quieren aceptar que el lenguaje es fruto y reflejo del pensamiento, y no al revés. 
       Pero no es mi intención entrar a debatir sobre este tema. Doctores tienen la academia, y las universidades, y la literatura…, iba a decir también el periodismo, pero me contengo y lo pongo en sana cuarentena, por aquello de que apenas cuenta en sus filas, tan hermosa y respetable  profesión, sino con un escaso puñado de auténticos maestros del lenguaje, mientras que debe sufrir la diaria acción de acoso y derribo de una caterva de indocumentados, que piensan que ciento cincuenta gramos de supuesta imagen moderna y juvenil, otros tantos de osadía, medio kilo de clichés y lugares comunes y otros doscientos de faltas de ortografía y gramática, pasadas por el leve tamiz del diccionario de Microsoft Office, constituyen los ingredientes suficientes para cocinar un periodista como es debido (he estado a punto, yo que soy ateo, de escribir: “como dios manda”).
      A eso iba, a lo de las expresiones de origen religioso –en mi caso, cristiano– que, en cuanto nos descuidamos, aderezan nuestra habla (y nuestra escritura).  Usar tales expresiones de una forma espontánea no hace sino atestiguar una (involuntaria y no buscada) herencia cultural, a la que casi nadie escapa.  No hay que escandalizarse por ello. Uno las utiliza, ¡y santas pascuas! Y de la misma forma que, cuando veo y escucho a los miembros del gobierno decir idioteces y hacer barbaridades, exclamo con gesto compungido: “¡señor, señor, qué cruz!”, sin por ello tener la menor intención de invocar al supremo creador de los creyentes ni la cruz en que fue inmolado su salvador,  si digo que “ya hemos llegado todos” refiriéndome a un grupo de amigos de ambos sexos, no quiere decir que yo sea un machista recalcitrante que niega el derecho de la mujer a gozar de su propia e individualizada presencia gramatical. 
      Lo que ocurrirá con el tiempo, sin la menor duda, es que conforme nuestro pensamiento se vaya liberando de cargas hereditarias –en ocasiones, indeseables–, nuestro lenguaje irá desembarazándose de ciertas expresiones de las que hoy comenzamos a abominar. No me refiero necesariamente al plural masculino que engloba ambos géneros, pues ése tiene difícil solución, salvo que seamos capaces de crear un sonido nuevo para pronunciar el socorrido recurso escrito de “querid@s amig@s”. Pero sí que sería saludable  que comencemos a acordarnos del “cabronazo del padre” y olvidemos a “la puta madre” de alguien cuya presencia nos cabrea; o que cuando una obra de teatro nos parece deleznable, afirmemos que tal obra es un “inmenso pene flácido”, y no “un coñazo”;  y que cuando queramos ensalzar la calidad de una película, una comida o una cerveza, digamos que es “supercoñuda”, descabalgando de este modo del panteón de los órganos ilustres a los viriles cojones. Y así sucesivamente.
       Ah, y cuando alguien proponga, con moderna inspiración ministerial, que las mujeres que integran un colectivo cualquiera deben ser llamadas “miembras”, yo propondré, aunque solo sea “por dar el pollazo”, que, a partir de ahora, a los representantes masculinos de ciertas profesiones que terminan con la femenina letra “a”, se les pase a llamar con el muy masculino “letro o”, así, por ejemplo, los llamaremos ciclistos, dentistos, oculistos, malabaristos… o incluso adinerados rentistos. 
      Aquí, o jugamos tod@s, o rompemos la baraja…, ¡como dios manda!

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Pensamiento segundo
       Los he visto en televisión. No me lo puede negar nadie. Son seres que existen, no me los he inventado. Pueden acusarme de tener una imaginación calenturienta, de fabular, de mentir… ¡Pero no es cierto! Los he visto con mis propios ojos (no podría verlos con otros ojos que no fueran los míos, claro está,  pero evidentemente se trata de una forma de hablar), y yo estaba despierto y plenamente consciente. Nada enturbiaba mi mente. Ni una digestión pesada y lenta, ni cuatro copas de más. Estaba perfectamente sobrio.
        A primera vista, parecen personas normales. Vamos, que uno podría cruzarse con ellos por la calle y no volvería la cabeza para mirarlos una segunda vez. Los he visto de todas las edades y de ambos sexos. Quizás el porcentaje de mujeres sea ligeramente superior al de hombres, pero no creo que eso marque una tendencia estadística. En cuanto a su extracción social y su dedicación, también podría hablarse de un espectro enormemente amplio. Unos tienen aspecto de oficinistas; otros de empleados de banca; algunas mujeres parecen vendedoras de mercado; otras,  peluqueras e, incluso, maestras de primaria; en cuanto a los niños y niñas, tienen la apariencia de alumnos normales de EGB o de la ESO (si es que tales estudios siguen recibiendo esos nombres, nunca se sabe).
       Pues bien, esos seres de apariencia cotidiana y familiar actúan de forma extraña, incomprensible y yo incluso añadiría, alarmante. No, no pueden ser personas normales, aunque lo parezcan. Algo debe de ocurrir en su cerebro que les convierte en seres atípicos, anormales, extraños… Y los seres así, en mi opinión, pueden llegar a ser peligrosos. Todo comportamiento anormal implica la posibilidad de que exista un cierto grado de inseguridad, de derrumbe psicológico, de desequilibrio emocional. Hay miradas que asustan desde la profundidad del dolor que las provocan. Hay sollozos que conmueven y, al mismo tiempo, producen un escalofrío incontenible. Hay gritos que causan pavor. 
       Y eso lo he visto, hoy mismo, y me ha aterrado. No me convencerá nadie de la bondad, de la normalidad inofensiva de esos seres. No puedo creerlo. Tienen que estar dominados por algo o por alguien con tétricos poderes ocultos. Es indudable que respondan a impulsos oscuros, tenebrosos, inconfesables.  Si yo creyera en otros mundos distintos de este en el que vivimos, diría que pertenecen a uno de ellos. Pero creo más bien que se trata de seres dominados por los poderes maléficos de una mente criminal, muy poderosa. Quizás se trate de una mente colectiva, sectaria, radical y malévola.  Es posible que así sea. Pero, en cualquier caso, a mi todo esto me da mucho miedo.  Prefiero no volver a verlo para seguir creyendo en la posibilidad de un género humano normal, libre, alegre, generoso, desenfadado, solidario… Así que, como el servicio meteorológico ha anunciado lluvias generalizadas para el miércoles, el jueves y el viernes, no volveré a ver las noticias esos días.
       Por si alguien se lo está preguntando, los seres a los que me refiero eran personas hombres, mujeres y niños de engañoso aspecto cotidiano –unos disfrazados con hábitos de penitentes, otros vestidos de ropa corriente– que lloraban desconsolados a moco tendido y daban inconsolables y lastimeros ayes  con rostro compungido, y se abrazaban presa de convulsos ataques de histeria, al enterarse de que los pasos de sus cofradías no podían salir a la calle por culpa de la lluvia. Su desconsuelo habría sido comprensible si hubiera sido provocado por la visión de la mortandad infantil en África por falta de alimentos; o por la muerte de un familiar muy próximo; o por la visión horripilante de las consecuencias de una guerra en la población civil; o por un desastre ecológico en su entorno; o por la destrucción de su hogar a causa de un incendio… No sé, algo tremendo, algo horroroso… Pero no. Lloraban porque llovía (con la falta que nos hace la lluvia en el puto país) y sus putas procesiones no podían salir a la calle. Esa gente me da mucho miedo. Volveré a ver la televisión el lunes 9, cuando toda este despropósito de crucifixiones, coronas de espinas y últimas cenas haya pasado y las calles recuperen el pulso normal…, todo lo normal que puede serlo en este país que llamamos España.  

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