¡Ay, Pepe! Érase un fumador al que la nueva Ley Antitabaco tenía soliviantado. Tan soliviantado que andaba por la calle echando pestes de todo el mundo: del Gobierno en primer lugar; de su familia, que estaba de acuerdo con el Gobierno en eso del tabaco; de sus amigos no fumadores, que le miraban con cierta sorna y condescendencia porque había dejado de fumar unas decenas de veces durante varias horas cada vez, y una vez durante dos días; de su médico, que le había dicho que dejase de fumar o se atuviese a las funestas consecuencias; de sus vecinos, uno o una de los cuales –no estaba seguro de quién, aunque lo sospechaba– le había pegado un cartelito sobre la puerta de casa que decía: “¡Tío guarro, fuma hasta que revientes, pero no lo hagas en el ascensor!”........ En su fuero interno, pensaba que sí, que estaba de acuerdo en que la mayoría de los fumadores eran una lata para sus conciudadanos, pero sus conciudadanos se estaban pasando un poco. “¿Qué importancia tiene, en todo caso, aspirar un poquito de humo ajeno”?, se preguntaba. “¿Acaso no lo hemos hecho toda la vida? Y no se ha hundido el mundo por ello…" En efecto. Venían a su memoria cientos de situaciones vividas por él, situaciones no tan lejanas en el tiempo (¿qué significan veinte o treinta años en toda una vida?), en las que se fumaba con total libertad y desparpajo. Recordaba a sus profesores del colegio de frailes fumando como carreteros en clase; venían a su recuerdo imágenes de presentadores de programas de televisión, y de sus invitados, echando humo como locomotoras frente a las cámaras; hace dos días, sin ir más lejos, dieron en la tele un reportaje con escenas del mismísimo Parlamento, en las que se veía a sus señorías (la mayoría de las cuales no eran merecedoras semejante tratamiento) fumando incluso puros, sentados en sus escaños; hace poco él mismo, siendo fumador, se escandalizaba al recordar cómo el pediatra de sus hijos los recibía en su consulta mientras un cigarrillo se consumía humeante en un cenicero lleno de colillas que dejaba un olor picante en el aire del despacho cerrado. - Pero es que los tiempos han cambiado, Pepe- le espeta su mujer, que parece que se complace con su sufrimiento. - ¿Cómo sabes lo que estaba pensando?-, exclama asombrado - Pepe, por Dios, te veo muy mal…., pero si estabas hablando solo en voz alta… Eso ya era grave. ¡Hablar solo! ¡¡Y delante de su mujer, que no le pasaba una…!! Al día siguiente tenía que ir a ver a su amigo Hugo, el psicólogo. ¿Sería posible que el mero pensamiento de una abstinencia (relativa) le hiciera desvariar hasta tal punto? Quizás su amigo le pudiera ayudar a controlar su mente (y su lengua) y, de paso, a dejar de fumar, esta vez “en serio”. La sola idea de no tener sus preciosos cigarrillos a mano –y ya para siempre– casi hizo que se le saltaran las lágrimas… - Vamos a ver, Pepe, ¿qué es lo que te hace estar tan tenso y cabreado? - Joder, Hugo, ¿hace falta que te lo explique? - Bueno, si lo intentas, podré entenderte mejor y, quizás ayudarte… - ¡Es que me revienta que no me dejen fumar! - ¿Quién no te deja? ¿Tu mujer? - ¡Qué coño! ¡¡El Gobierno!! ¡¡Zapatero!! - Pero, ¿tú no eras simpatizante socialista? - Sí, pero esta Ley es un ataque a la libertad… - ¿Por qué? Nadie te prohíbe fumar. - Ah, ¿no? - No, sólo te dicen dónde puedes y dónde no puedes hacerlo. - ¿Y te parece poco? - Te pondré un ejemplo. ¿Alguien te prohíbe mear? - ¡¡Faltaría más…!! - Pero está prohibido mear en la calle, ¿no? - Hombre, claro… - ¿Está prohibido tirarse pedos? - Hombre, no jodas… ¡qué chorradas dices! ¿Cómo podrían prohibir tirarse pedos? Hugo, por favor, eres psicólogo, dime cosas más serias si tratas de ayudarme. - Vale, pero, dentro del símil que te planteo, ¿te gustaría que alguien se acercase a la mesa donde estás comiendo en el restaurante y comenzase a ejercer su legítimo derecho a tirarse pedos y a aromatizar tu entorno? - Pues claro que no, pero eso sería una guarrada. Le daría una… - ¡Una buena hostia! - ¡Eso! - Pues a más de uno le habrá apetecido hacer lo mismo contigo alguna vez cuando, sin darte cuenta, le hayas echado el humo del cigarro mientras se comía un croissant a tu lado en la barra del bar. _____________________________________________________ Pepe entró en el bar de la esquina. Estaba excitado, cabreado, tenso. - Ponme una copita de anís, Juanito - Marchando, don José. - ¿Te importa que me fume un cigarrito? - A mí no, don José, si nadie se queja, pero ya sabe…, la nueva normativa… Encendió un Marlboro y la primera bocanada le supo a gloria. El humo le llegó a lo más profundo de sus cavidades bronquiales y se sintió pleno, relajado. La combinación del licor y el tabaco le devolvieron el sosiego y la paz interior. - Oiga, ¿usted no sabe que no se puede fumar en los establecimientos públicos? El vozarrón profundo salía del corpachón de un tipo malcarado de casi dos metros. A Pepe, afortunadamente, se le quedó un “Váyase a la mierda” justo en la punta de la lengua. Con todo, y a pesar del tamaño del inesperado interlocutor, trató de sacar pecho y ponerse un poquito (solamente un poquito) flamenco. - Yo no me meto con lo que haga usted, y además estoy a mucha distancia de su mesa, así que haga el favor de dejarme en paz. Hasta ahí llegaron los buenos modales. El coloso enfurecido alargó una mano del tamaño de una pala, le agarró del cuello de la camisa y levantó al pobre Pepe en vilo. Sus ojos eran dos carbones y parecía que echaba espumarajos al gritarle: “¡¡Estoy hasta las narices de tipos como tú, mamarracho imbécil, que no saben respetar las normas de convivencia. ¡Cabrón! Te vas a comer los cigarrillos del paquete para que aprendas!!” Y diciéndolo, le comenzó a meter al colgante y miserable Pepe un cigarrillo tras otro en la boca, que tenía abierta de par en par en un esfuerzo por seguir respirando. Sentía que se ahogaba sin remedio. Trataba de tocar el suelo con los pies para buscar un punto de apoyo y zafarse así del gigante, pero era inútil. Tenía los pies izados varios centímetros en el aire. Y para evitar ahogarse comenzó a tragar desesperadamente. Sus pulmones comenzaron a quedarse sin oxígeno, y éste comenzó a entrarle mezclado con briznas de tabaco. Los ojos parecían que le iban a explotar. Manoteaba sin sentido y pensó angustiado que iba a morir. - ¿Qué te pasa, Pepe? ¡Por Dios, qué gritos dabas! ¡Me has asustado Estaba sentado en la cama, empapado de sudor y le temblaban las manos. - ¿Qué soñabas? No le explicó su sueño a su mujer. Capaz era de hacer chistes al respecto. Y eso sí que no. Miró el reloj. Eran las 5 de la mañana. Pronto tendría que levantarse para ir a trabajar. Le horrorizaba que comenzase su tercer día sin tabaco. Aunque no sabía qué era peor, si la abstinencia o las terribles pesadillas de las dos últimas noches. Iba a echar mano de los cigarrillos de la mesilla pero se acordó de que ya no había tabaco en casa y que él había prometido solemnemente dejar de fumar. Se encogió en su lado de la cama y pensó que era el hombre más desdichado del mundo. Sólo que esta vez le dio vergüenza interna añadir: "¡Y todo por culpa del hijoputa de Zapatero!" |
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April 2022
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