EL BLOG DE MIGUEL VALIENTE
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Enfoques y opiniones

de un homo civicus

Picapleitos

1/7/2013

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       Muchas veces, viendo en televisión las declaraciones de algún abogado encargado de la defensa de los intereses de ciertos personajes, me he preguntado cuál tiene que ser la resistencia de su estómago ante determinados casos o cuál es su capacidad para aceptar la vergüenza ajena y el vilipendio público por su trabajo.
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          Cuando estudiaba Preu, recuerdo que me encantaba pasear y charlar con un compañero de curso, que luego estudió Derecho, José Cros Garrido. De vez en cuando, mientras recorríamos el centro de la ciudad, manteníamos durante una o dos horas un animado debate sobre cualquier tema que nos pareciera interesante. Podía tratarse de la pena de muerte, la reducción de la edad legal a los 18 años (entonces era a los 21) o la eutanasia. Cualquier cosa valía. Uno debía adoptar la postura “a favor” y el otro, “en contra”, por supuesto por sorteo. También echábamos a cara o cruz la decisión de quién debía comenzar el debate. Luego nos dábamos turnos de palabra de cuatro o cinco minutos –que respetábamos escrupulosamente–, pasados los cuales debíamos ceder la palabra al otro. Era nuestra forma, más o menos romántica y escasamente realista, de entender la libertad de expresión. También lo veíamos como un entrenamiento intelectual. Estábamos convencidos de que, desprovistas de contenidos apasionados y emocionales, todas las ideas –como si tuviesen vida y entidad propias– podían defenderse intelectualmente, aunque resultasen moral o emocionalmente rechazables.
           Viene esto a cuento del pensamiento con que abro el primer párrafo de este post. Como vivimos una realidad televisada –que cuela en nuestros hogares y en nuestras vidas las opiniones de toda clase de personas, personajes y personajillos– y como tenemos una vida social profundamente judicializada –dada la gran abundancia de estafadores, chorizos, mangantes, asesinos y delincuentes de toda laña–,  es frecuente escuchar en las noticias de la tele las declaraciones de ciertos abogados encargados de la defensa de estas joyas que adornan nuestras vidas. Y las cosas que dicen sobre su trabajo y acerca de las virtudes de sus defendidos son casi siempre sonrojantes y, en muchos casos, francamente irritantes.
          Quiero dividir a estos profesionales, cuya imagen (casi) me veo obligado a ver en la pequeña pantalla un día sí y otro también, en dos tipos. El primero es el de los trajeados (y supongo que bienolientes) miembros de distinguidos bufetes de ámbito nacional, que están haciendo su agosto defendiendo al variopinto surtido de viles ladrones, granujas, haraganes, bribones, estafadores, maleantes, buscones, colectiva y genéricamente denominados “chorizos” (con injusto menosprecio por el sabroso y nunca bastante alabado embutido ibérico, que no hace ningún daño a quien no abuse de él). Forman el otro grupo los que, por (mucho) dinero o por afán de (discutible) notoriedad, aceptan la defensa (no hablo de los que, por turno, reciben ese nada apetecible encargo) de personajes de un submundo que, mal que nos pese, existe: violadores en serie, asesinos de niños, ricachos que conducen borrachos –porque les sale de las gónadas y a ellos, como a Aznar, nadie les dice cómo, cuándo y cuánto pueden beber– y se llevan por delante la vida de algún inocente e incauto ciudadano que se cruza en su camino, por poner ejemplos de casos recientes que vienen a mi mente sin ningún esfuerzo.
          Veamos, yo no discuto –entre otras cosas porque no serviría de nada– que toda persona acusada de un delito tiene derecho a recibir una defensa. En principio, así es. Suena incluso humano. Pero debo admitir que, en algunos casos, mi sentimiento de humanidad se viene abajo como un castillo de naipes viejos y sobados. En otras palabras, que estoy convencido de que, con muchos de los delincuentes que hace un momento he mencionado, el sistema procesal –con su parafernalia de trucos abogadiles, retrasos, recursos, garantías procesales mal entendidas, etc.– no sirve tanto para el esclarecimiento y aplicación de la justicia como a la salvación del culo (¿debería decir nalgas, que suena más fino?) de unos delincuentes para quienes la sociedad es su puta.
          Llama la atención el fervor y entusiasmo profesional con que unos cuantos jovenzuelos provistos de micrófonos inalámbricos se lanzan en pos de una respuesta-justificación-explicación plausible de boca de algún abogado dispuesto a hacer el ridículo en público tratando de explicar lo inexplicable y de vestir de seda a la mona (su cliente). Cuando hablo de hacer el ridículo, viene de inmediato a mi mente la imagen de uno de los más inauditos payasos de la abogacía española, Mario Pascual Vives, defensor de Urdangarín, quien, día tras día, se asomaba a los medios con una sonrisa digna del rey pasmado y soltaba una frase idiota que, seguramente, esperaba que denotase tranquilidad y confianza. Cada vez que lo escuchaba, me preguntaba cómo se las había apañado este señor para terminar la carrera de abogado.
          Hay otros abogados con más conchas que un galápago, que llevan muchos años practicando el disimulo y la mentira (quería decir la abogacía y la política) y son capaces de mantener el tipo y la sonrisa sin decir esta boca es mía. Este sería el caso de Miquel Roca, encargado de la defensa de la infanta Cristina, cuyos altos emolumentos pagaremos entre todos los ciudadanos a través de algún incremento especial del presupuesto de la casa real.
          Luego están los abogados que lanzan bravatas y amenazas contra todo aquel que ose expresar una opinión que ponga en entredicho a su defendido, como el de Ortega Cano, que amenaza con llevar a los tribunales a quien diga que el extorero estaba borracho. Se atreve a sacar pecho porque la juez ha estimado parcialmente su alegato contra la prueba de alcoholemia que determinó que Ortega conducía con una tasa tres veces superior a la permitida. El letrado Trebolle, al hacer públicamente esta amenaza asegurando que “la sangre analizada no era la sangre de Ortega Cano”, estaba acusando implícitamente a la guardia civil y a los responsables médicos de haber manipulado maliciosamente una prueba. ¿Es lícito poder difamar impunemente con la justificación del derecho a la defensa?
          Los hay también impávidos, capaces de mentir sin que se les mueva la peluca y soltar cualquier brutalidad quedándose tan frescos. Así, por ejemplo, el abogado de Bárcenas, el señor Trallero (¿no debería llamarse Trilero?), aseguraba jactancioso ante cámaras y micrófonos que el hecho de tener 30 o 40 millones de euros en una cuenta en Suiza no constituye ningún delito. (Como últimamente no dispongo de esos millones, me faltan datos para opinar jurídicamente, pero, así, a bote pronto, me parece una golfada.) Otros, más sinuosos y resbaladizos, aprovechan sucios recovecos del propio sistema judicial para socavar el interés de la justicia, utilizando las arteras y espurias tretas de su enemigo natural –la fiscalía– para atacar a un juez cuando éste les resulta incómodo o peligroso. Es el caso de Carlos Aguilar, defensor del íntimo amigo de Aznar y uno de los muñidores del hundimiento de Caja Madrid, Miguel Blesa.
          Están, por fin, los abogados que, plenamente conscientes de la aberrante maldad de sus defendidos, siguen adelante en su trabajo de defensa, tratando de usar cualquier argucia legal con tal de rebajar la pena que debería caer sobre ellos. Es el caso de Sánchez Puerta, teóricamente un abogado andaluz de prestigio probado, defensor de José Bretón, el repugnante asesino de sus propios hijos, sobre cuya culpabilidad no hay –no puede haber– el menor asomo de duda, ya que las pruebas, todas ellas abrumadoras, le señalan de forma indefectible. Alguien me preguntará: ¿debería quedarse sin abogado defensor? Desde mi libre (y muy humana) interpretación de este derecho jurisdiccional, que intelectualmente no niego, estaría dispuesto a afirmar que quien ha sido capaz de hacer determinadas cosas sin ayuda de nadie, debería ser capaz de defenderse también sin ayuda de nadie. Pueden obligarme a acatar la legalidad, pero nadie puede obligarme a sentir lástima ni comprensión por determinados seres, sobre todo en un sistema como el español, que es profundamente garantista (excepto cuando se trata de aplicar aunque sea de forma injusta y espuria todo el peso de la ley a alguien que ha tenido el valor de enfrentarse a los poderes imperantes en defensa de la Justicia –me estoy refiriendo, por supuesto, al caso Garzón–; en tal caso, las garantías procesales se las pasan los señores magistrados por debajo de la pernera del pantalón).
          En suma, creo que, de algún modo, intuí cuando era estudiante de Preu el destino a que podía condenarme el hecho de seguir estudios de Derecho. Y me decanté por la Filología. Una cosa era defender, por ejemplo, la bondad de la pena de muerte, como hacía con mi amigo Cros, como mero supuesto intelectual, y otra muy distinta acabar defendiendo, como forma de ganarme la vida, a determinada escoria de la sociedad. Claro que siempre podía haber hecho oposiciones a Registrador de la Propiedad. Pero eso me habría conducido a la posibilidad horripilante de convertirme en un Mariano Rajoy. ¡¡¡Y eso sí que no!!!
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