La iglesia española (no añado lo de católica porque me parece innecesario) ha dado otro paso en su empeño por pasar con nota muy alta a la “historia de la infamia”. El motivo de este comentario es la iniciativa de un grupo ultrafranquista y ultracatólico para solicitar que se inicie el proceso de canonización de Franco. Dicha iniciativa está encabezada al parecer por una tal Pilar Gutiérrez, hija de un exministro de Franco, frecuente invitada a tertulias televisivas destinadas a estómagos fuertes para poner el aderezo más retro y cutre a unos alimentos informativos que ya de por sí llevan un inconfundible aroma fascista. Alguien me podrá decir, “Oye, que no se puede decir que esa señora representa a toda la iglesia española”, y quien lo diga tendrá razón. Realmente, resultaría casi inconcebible que en un país europeo –con todas los comentarios irónicos y sarcásticos que cada uno desee añadir– hubiera un número tal elevado de seres tan brutalmente descerebrados, disparatados e irracionales como para llegar a imaginar a Franco en los altares. Digo esto obviando el hecho de que más de un personaje vil y aborrecible (al menos en mi opinión) ha logrado entrar en la nómina de los elegidos de dios para sentarse a su diestra con licencia para hacer milagros, por ejemplo, san Josemaría Escrivá de Balaguer. Por mucho que haya llegado a degradarse una institución, y no cabe duda alguna que la degradación moral de la iglesia católica a lo largo de los siglos ha sido espectacular, parece a todas luces inimaginable que llegase a hacer un hueco en sus altares para honrar la memoria de un asesino sanguinario. Del mismo modo que a algunos representantes del santoral se les añade algún atributo que da cuenta de su vida, como san Simeón el Estilita (porque era anacoreta), san Juan Evangelista (porque escribió un evangelio), o santa Pelagia, virgen y mártir (porque la mataron sin llegar a catarlo), a San Francisco Franco habría que añadirle, “el genocida”, y eso no quedaría ni medio bien. Además, hacer santo a Franco podría convertirse en eso tan actual que se define como “efecto llamada”, y no sería extraño que comenzasen a surgir peticiones de procesos de canonización para san José Stalin, san Adolfo Hitler, o san Vlad el Empalador, que hay gente para todo. Pero volvamos a los inicios, que se nos va el santo al cielo, nunca mejor dicho. Cuando acuso a la iglesia española de haber dado un paso adelante en la historia de la infamia no lo hago a humo de pajas. Y no lo digo porque la petición de canonización haya sido firmada, además de por la citada Pilar Gutiérrez, por más de cinco mil momias del franquismo conservadas en formol ideológico, sino porque, presentada la petición a todos los obispos españoles, estos hayan respondido a tan descabellada propuesta con un atronador silencio. ¡Muy bien!, dirán algunos. Han hecho lo que debían. Y yo digo: ¡Pues no, señor! Si los obispos españoles tuvieran en sus mentes y en sus corazones el menor atisbo de dignidad y vergüenza, deberían haber reaccionado y, armados de iracunda indignación, haber condenado públicamente semejante petición por considerarla un insulto a su dios, una blasfemia intolerable. Pero los obispos españoles prefirieron guardar silencio. A los obispos, en general, y a los españoles, en particular, no les gusta agitar la calma de las aguas, pues si las aguas se agitan, podría zozobrar la nave en la que tan cómoda y relajadamente navegan. Después de todo, hay cientos de miles de ciudadanos sociológicamente franquistas a quienes probablemente no se les ocurriría pedir la canonización de Franco, pero que llevarían muy mal que los señores obispos, a quienes tantos favores otorgó su líder ideológico, pusieran su nombre (y su obra) en tela de juicio. Bastante sufrieron ya teniendo que tragar la amarga píldora de su “ignominiosa” exhumación del valle de los caídos. Por último, a modo de reflexivo epílogo, adjunto la foto de la promotora de tan descabellado propósito santificador: Pilar Rodríguez. Azafata, psicóloga, hippie, viajera, madre soltera luego casada y divorciada, franquista hasta la médula desde el día que conoció a Franco en persona y, al igual que Saulo, vio la luz de la verdad que la envolvía y cayó de su caballo (o de su yegua) convertida para siempre en ardiente y fanática seguidora. "Tenía un carisma que me estremeció. Era muy viejecito y delgadito, pero tenía un aura. Es un poco como lo que se sentía la gente con Juan Pablo II" Viéndola en la foto tan relajada, con cara de abuela bonachona y rodeada de gatos, nadie diría que su mente alberga tan disparatados propósitos. Nadie diría que vive extasiada con el recuerdo de un asesino. No tiene cuernos ni rabo, y parece una señora normal, como tantas que podemos cruzarnos por la calle sin que nos produzcan el menor sobresalto.
Pero, ojo, no hay que fiarse de su aspecto. Con los nostálgicos del fascismo ocurre como los zombies de las películas de terror. Que cuando te quieres dar cuenta, ya es demasiado tarde. Cuando utilizamos un adjetivo para calificar a una persona o a un grupo de personas, no solo buscamos situar a la persona en cuestión dentro de una categoría determinada, bien sea simplemente para describirla, o bien para elogiarla o vituperarla, sino que, sin darnos cuenta, podemos estar haciendo una muy elocuente semblanza de nuestra propia personalidad. Las palabras que usamos para calificar a los demás nunca salen gratis ni son inofensivas. Al igual que pasa con las pistolas, las palabras también las carga el diablo.
En los últimos días –no puedo precisar con exactitud porque cuando la veo aparecer, cambio de canal o quito la voz, aunque me consta que es verídico– la innombrable todavía presidenta en funciones de la Comunidad de Madrid, calificó a las personas que se ven obligadas a hacer cola para conseguir comida de “mantenidas”. Descalificar a quienes pasan hambre desde un puesto de responsabilidad gubernamental es de una bajeza inmoral intolerable, sobre todo en los actuales momentos de crisis que vivimos. Debería ser misión de cualquier gobierno evitar a toda costa las situaciones de indignidad producidas por la pobreza. Y, si esta, por desgracia, se produce, es su obligación conseguir que nadie quede sin lo imprescindible para vivir (casa, alimentos, calefacción). Es evidente que, desde la perspectiva del más descarnado y abyecto neoliberalismo, la pobreza, el desamparo –salvo contadísimas ocasiones– son achacables a quienes los sufren: ausencia de esfuerzo y estímulo, desidia, vagancia, improductividad (a los inútiles e improductivos, ya se sabe, hay que eliminarlos, como predicaba Hitler), inconformismo (por exigir un sueldo legal y no aceptar ofertas abusivas). Pero la señora Ayuso no se conforma con ser una voraz neoliberal y, siguiendo uno de sus frecuentes impulsos pizpiretos y saliéndose del guión que su asesor áulico (M.A.R.) le recomienda, calificó a estas personas de “mantenidas”. Lo hizo, como hace tantas cosas, sin pararse a pensar lo que realmente estaba diciendo. Pero no de forma gratuita, no de forma ingenua. No. Lo hizo retratándose, dejando salir de su halitoso hocico la maldad de colmillo retorcido del fariseísmo religioso. Ne se conformó con tacharlos de “vagos”, no. Eso sería poco. Había que añadir un estigma. ¿Y qué estigma podía tener más a mano que acusarles de renunciar a su dignidad a cambio de una soldada? Porque, ¿para qué usan los biempensantes la palabra “mantenida” (y obsérvese que lo pongo en forma femenina, pues en masculino no tendría el mismo sentido y la misma fuerza acusatoria)? Para describir a la mujer que se entrega sexualmente a un hombre a cambio de que este la “mantenga”, o sea, lo que vulgarmente se define como una puta. Para la señora Ayuso, esas personas, de todas las edades y géneros, que se ven obligadas a hacer una cola ignominiosa para recibir una ayuda que les permita dar de comer a sus familias, no solo son seres vagos, perezosos, inútiles… Además de todo eso, son “putas mantenidas”. Y lo peor de todo es que habrá personas que se consideran buenas, generosas, tolerantes, justas, incluso cristianas, que el día 4 votarán a esta escoria humana. Veía hace un par de días en TV1 un reportaje sobre el grupo de vándalos detenidos en Barcelona tras una noche de incendios y destrozos en escaparates, cajeros, contenedores y mobiliario urbano. Al parecer, y según la incompleta información dada en el reportaje, buena parte de esta docena de bestias furibundas procedía de algún país centroeuropeo y ya había dejado su huella en otros lugares, como Francia o Italia. Vamos, que son algo así como la marca internacional de la violencia callejera. Pero hubo algo que me llamó especialmente la atención en los comentarios que acompañaban a las imágenes. En varias ocasiones, al referirse a estos energúmenos (y que conste que no englobo en este adjetivo a cientos de personas que, con mayor o menor razón, se manifestaron pacíficamente por las calles de la Ciudad Condal), se los definía como “radicales”, pertenecientes a “movimientos antisistema” o “grupos anarquistas”. Al escuchar estos calificativos, sentí una creciente incomodidad o, para ser más exacto, una profunda indignación. Y me explico.
Analicemos estos términos en su significado real. El adjetivo “radical”, que procede de la palabra “raíz”, define personas, ideas, actitudes, que buscan manifestar (y en última instancia, hacer realidad) sus pensamientos políticos de la forma más rigurosa y profunda (de raíz), o sea, en su integridad. Al radicalismo, como actitud política surgida en las postrimerías del siglo XIX, sus oponentes podrían achacarle, si acaso, un cierto grado de intransigencia, pero nunca actitudes violentas o antisociales. Lo que sí tuvo siempre el movimiento radical fueron unas inconfundibles señas de identidad liberales (racionalismo, laicismo, anticlericalismo) y una permanente lucha por lograr el sufragio universal y la República parlamentaria. O sea, unos valores poco gratos al conservadurismo de derechas. Pasemos al segundo término: “antisistema”. Salvo que yo no haya aprendido nada acerca del lenguaje, cuando se habla de antisistema, se quiere significar una persona (o un grupo de personas) que, por su ideología, está disconforme con el orden social, político y/o económico establecido y que, en la medida de sus posibilidades, va a tratar de cambiarlo. Si trasladamos esto al caso de España, hay muchas cosas que yo, personalmente, detesto y que me gustaría cambiarlas: sistema judicial anclado en el pasado y carente de transparencia y equidad, monarquía hereditaria impuesta por el franquismo, sistemas de información controlados por el poder económico, maridaje (concubinato) de los partidos tradicionales con las grandes empresas, presencia agobiante de la iglesia en todas las esferas sociales, sistema policial corrupto, mayoría social machista añorante del viejo régimen dictatorial. En resumen, yo soy una persona decididamente antisistema, pero profundamente democrática y dialogante. Ser antisistema no me convierte en una persona violenta. Llegamos por fin al tercer término: “anarquista”. El anarquismo, que ha sido odiado y temido a partes iguales por el conservadurismo de derechas, es esencialmente un movimiento filosófico y político que, como indica su etimología (del griego, ausencia de poder), se opone a la autoridad política impuesta por la fuerza del Estado. De hecho, el anarquismo es uno de los movimientos de pensamiento político más ricos en matices, yendo del anarquismo individualista, al mutualismo, pasando por el anarquismo mutualista, el anarcocomunismo o el anarcosindicalismo. Y entre quienes lo han defendido, hay nombres muy ilustres del pensamiento filosófico (Proudhon, Bakunin, Malatesta, Koprotkin…). Y si bien es cierto que hubo ciertos grupos que se decantaron por una acción política violenta, también es cierto que el anarquismo dejó ejemplos maravillosos en España de un colectivismo rural, en el que predominaron la solidaridad, el apoyo comunitario a los más desfavorecidos, el reparto equitativo de tierras y tareas, el respeto a la mujer y el impulso a la educación. Por ello considero que no es una casualidad que se usen estos tres conceptos cada vez que se menciona a personas que llevan a cabo actos de violencia vandálica. La derecha, que controla la información, que es una forma de moldear y controlar el pensamiento de la sociedad, ha logrado introducir en el subconsciente de la mayoría de los ciudadanos la percepción de que estos términos, que, en cualquier caso, son definidores de posiciones ideológicas de izquierdas, describen realmente a personas que rompen escaparates, incendian contenedores, agreden a la policía, lanzan adoquines, rompen mobiliario urbano y cometen toda clase de desmanes. No se trata de desconocimiento del idioma, sino de pura manipulación del mismo. Seamos serios. Los grupos que fueron detenidos hace unos días en Barcelona tras toda una semana de desmanes vandálicos no eran radicales, ni antisistema ni anarquistas. Su capacidad intelectual no les da para pensar tanto. Son, simple y llanamente, delincuentes. Y yo añadiría, delincuentes de baja estofa. Y en algunos casos, agentes infiltrados para crear mayor caos y miedo en la población. A mí, la gente radical, la gente antisistema, los anarquistas que saben lo que defienden, me merecen un profundo respeto. Un tema escasamente debatido por los ciudadanos y que, sin embargo, reviste enorme importancia es el de los secretos oficiales, ese oscuro baúl en el que todos los gobiernos (unos más y otros un poco menos) detraen del escrutinio público asuntos muy diversos, pero casi siempre sucios, enojosos, turbios, peligrosos o difíciles de explicar. La justificación recurrente para todos ellos es la necesidad de garantizar “la seguridad del Estado”. En los países democráticos, los secretos de Estado están regulados por una ley, aunque dicha ley casi nunca hace otra cosa que refrendar el derecho de los gobiernos a decidir qué asuntos deben permanecer ocultos al público y durante cuántos años. Es evidente que, en las dictaduras, no hace falta una ley para ello. No obstante, la Ley de Secretos Oficiales española data de 1968, siete años antes de la muerte de Franco, cuando el régimen quería dar una cierta imagen de apertura. Pero para tener idea de la ambigüedad y falta de precisión interpretativa, no hay más que leer los dos primeros artículos de la ley: Artículo 1. Tendrán carácter secreto, sin necesidad de previa clasificación, las materias así declaradas por Ley. Artículo 2. A los efectos de esta Ley podrán ser declaradas "materias clasificadas" los asuntos, actos, documentos, informaciones, datos y objetos cuyo conocimiento por personas no autorizadas pueda dañar o poner en riesgo la seguridad y defensa del Estado.* Sin más aclaraciones. O sea, lo que al gobierno de turno le dé la gana. Conviene recordar que han pasado 53 años de la promulgación de esta ley y que ningún gobierno ha dado hasta ahora la mínima muestra de querer modificarla para hacerla menos sospechosamente hermética. De hecho, este mes de febrero, se produjo una petición ciudadana solicitando al Ejecutivo que publicase el listado completo de materias clasificadas como secretas entre 1976 y 2019. Ni que decir tiene que Moncloa se negó a hacerlo.
Todos conocemos la inflexibilidad y el rigor con que los Estados (es decir, sus correspondientes gobiernos) aplican la ley cuando se trata de salvaguardar sus oscuros secretos. No hay más que recordar con qué saña se han empleado Estados Unidos y todos sus aliados para tratar de silenciar y para castigar el “insolente atrevimiento” de Julian Assange, un periodista que tuvo el atrevimiento de hacer públicas las numerosas fechorías y vulneraciones de los derechos humanos cometidos por los llamados “Estados democráticos”. Julian Assange y sus colaboradores no estaban poniendo en peligro la seguridad de esos Estados, sino solo a los gobiernos que llevaron a cabo esos desafueros. No se puede pasar por alto que España no apoyaría nunca abiertamente a Julian Assange, pues, entre los papeles que hizo públicos, salió a la luz la colaboración de Aznar con el gobierno de Estados Unidos, permitiendo la escala en aeropuertos españoles de los aviones que llevaban prisioneros ilegales al campo de Guántanamo, donde eran terriblemente torturados. Muchos de estos prisioneros tuvieron que ser liberados sin cargo alguno tras años de durísimo encierro. No quiero que se me tache de extremista. Tendré que admitir que, sin duda alguna, hay situaciones en las que puede estar legitimado el secreto de determinadas actuaciones (negociaciones, encuentros, compromisos, intercambios de información, etc.). Pero, hecha esta salvedad, habría que delimitar escrupulosa y minuciosamente qué tipos de actuaciones podrían acogerse a esta ley de silencio, durante cuánto tiempo podría mantenerse el secreto antes de darlas a conocer públicamente y quién(es) debería(n) controlar la aplicación de esta excepcionalidad. Por supuesto, si se filtrase el contenido de uno de estos secretos a la prensa, nunca se debería penalizar al periodista que lo hiciera público, si se trataba de un asunto de interés público. No voy a dar una lista de posibles situaciones en las que podría considerarse justificada la aplicación de la ley de secretos oficiales. Probablemente sean muy pocas. Creo que la ciudadanía no tiene por qué estar tutelada por el gobierno de turno. Lo que sí tengo muy claro son las situaciones en que nunca se debería ocultar ninguna actuación gubernamental, bajo la falsa justificación de la defensa de la seguridad nacional. A título de ejemplo: - ¿Es normal que los ciudadanos no superan nada sobre la venta de material armamentístico a dictaduras militares, como el Chile de Pinochet o el Paraguay de Alfredo Stroessner? ¿Y que los ciudadanos sigan sin saber nada de la venta de armas a países como Arabia Saudí? En general, ¿es normal que estén vetadas al conocimiento público todas las cuestiones relacionadas con la exportación de armas fabricadas en España? - ¿Fue normal que en 1996 el gobierno socialista blindase todas las informaciones relativas a las actuaciones de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado en la lucha antiterrorista? Ciertamente, en 1997, con Aznar en el gobierno, se desclasificaron algunos documentos (los “papeles del CESID”) por exigencia del Tribunal Supremo. Pero aquel mismo Gobierno del PP denegó la desclasificación del resto de documentos relacionados con la guerra sucia, con el habitual recurso a la reserva debida a las actividades relativas a la lucha contra el terrorismo. Más recientemente, Rajoy clasificó como secretos los documentos relativos a la lucha contra el crimen organizado en lo que, a todas luces, parece una forma de autoprotegerse por las actuaciones de su propio partido en connivencia con las cloacas del ministerio del Interior. Este es el texto con el que se llevó a cabo dicha clasificación: "Se otorga, con carácter genérico, la clasificación de secreto a la estructura, organización, medios y técnicas operativas utilizados en la lucha contra la delincuencia organizada por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, así como sus fuentes y cuantas informaciones o datos puedan revelarlas". - ¿Es normal que sean secretos todos los preparativos de los viajes del rey, del presidente del Gobierno y de los ministros “siempre que las circunstancias así lo aconsejen”? ¿Cuáles son esas circunstancias? ¿Quién las determina? ¿Bajo el control de quién? - ¿Es normal que, pasados ocho años, sigan siendo secretas las negociaciones que condujeron a la liberación de los cooperantes españoles secuestrados en Mali y Somalia en 2012? ¿Qué impide la desclasificación de esos documentos? Seguramente, aquellas negociaciones implicaron el pago de fuertes sumas de dinero a grupos terroristas. Pero, si fue así, ¿acaso no tienen derecho los ciudadanos a saberlo y juzgar por sí mismos? - ¿Es normal que el gobierno de Rajoy clasificara como secreta la documentación relativa al nombramiento de Federico Trillo como embajador en el Reino Unido, cuando el mismo ministro de Exteriores, García Margallo, se había comprometido a que las embajadas se dieran a personal del cuerpo diplomático? ¿Qué oscuros secretos se trató mantener fuera del escrutinio público para dar una embajada de ese calibre a un personaje tenebroso, recién salido del escándalo del accidente del Yak-42, y que ni siquiera hablaba inglés? - ¿Es normal que estén vedadas al público las informaciones sobre las decisiones del gobierno de turno en asuntos relativos a “asilo y refugio”? ¿No es esto una forma de dar carta blanca al gobierno para que haga lo que le dé la gana sin tener en cuenta lo que opinan los ciudadanos? ¿No es normal que esto provoque las más lógicas sospechas de que el asilo y el refugio no se conceden por motivos humanitarios, sino por razones puramente políticas? - ¿Es normal que sean secretos de Estado todos los asuntos relacionados con graves crímenes de alcance internacional? Normalmente estaríamos hablando de casos de genocidio crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. ¿No sería lógico pensar que el gobierno de turno puede estar contribuyendo a “condenar a un inocente” o a “salvar a un criminal” por razones diplomáticas o meramente económicas? - Por último. ¿es normal que todavía sigan siendo secretos multitud de documentos inéditos del intento de golpe de Estado del 23-F? Aseguran muchos historiadores que aún desconocemos aspectos fundamentales de cómo se preparó, alentó, apoyó y participó en aquel intento fallido. Sobre todo, parece haber dudas más que razonables acerca de la verdadera implicación del entonces rey Juan Carlos. En cualquier caso, personalmente opino que la mejor Ley de Secretos Oficiales sería lo que no existiera. Y, de existir, debería establecer con claridad meridiana un sistema de control para su aplicación. Y todos los secretos deberían tener una fecha de caducidad, nunca superior a 25 años. *Los subrayados son míos. Hay mucho revuelo estos días con el asunto de la famosa “normalidad democrática” cuya no existencia en España denuncia Pablo Iglesias amén de descolocar y sacar de quicio a todos los “españoles de orden”, a quienes no les gusta que les remuevan las tranquilas aguas en que navegan y a los que cualquier comentario subido de tono –sin llegar a ser vitriólico– les parece un desatino, sobre todo si sale de la boca de todo un vicepresidente de gobierno, quien, por el hecho de serlo, debe abandonar toda locura especulativa y limitarse a hacer declaraciones moderadas y “sensatas”. Me refiero a ese tipo de ciudadanos que piensan que la principal labor del gobierno es ofrecer un paisaje de aguas tranquilas, seguras, sin oleaje ni marejadas, aunque todo el mundo sepa que ese paisaje no existe, que se trata de un decorado, de un trampantojo.
En contraste con lo anterior, y para ofrecer un contrapunto tranquilizador de conciencias conservadoras –de izquierdas y de derechas– acudió presta al quite la señora ministra de Defensa, firme puntal de las posiciones más “mesuradas, juiciosas y conservadoras” del vivero socialista (obrero español), y tranquilizó al personal de orden afirmando que España goza de una democracia plena. “Alabado sea el Señor, que no nos desampara”, musitaron miles de bocas hasta entonces inquietas y convulsas, y hasta los votantes de más rancio abolengo del PP le concedieron a doña Margarita un 9 alto en las encuestas de opinión. Antes de pasar a plantearme este asunto haciendo e intentando responder a unas cuantas preguntas que considero pertinentes, quiero dejar claros dos extremos: Uno. La democracia plena, libre de pecado y de impurezas nunca ha existido, ni existe ni existirá, y eso es algo sobre lo que creo que nadie tratará de argumentar en contra. Imagino que a estas alturas todo el mundo sabe que la Arcadia era un lugar idílico donde reinaba la felicidad, la sencillez y la paz, habitado por una pastores que vivían en comunión con la naturaleza, pero que era imaginario, inexistente. Como mucho era una “aspiración de los hombres buenos” (y espero que nadie haya añadido “y tontos”). Dos. Si queremos abordar seriamente el tema del grado de democracia en que vivimos en España, no podemos caer en la fácil tentación de establecer comparaciones. No me sirve que comparemos nuestra situación ni con países sometidos a brutales condiciones de tiranía, ni tampoco con democracias que, sin ser perfectas (ya hemos dicho que no existen), sí disfrutan de unas condiciones que podrían obtener una nota más alta en la escala de valores democráticos. Cada país tiene su pasado, su historia y, mal que nos pese, su idiosincrasia. Aquí habría tema para un extenso artículo que analizase con detenimiento los hechos que se desarrollaron en un país cualquiera y que fueron determinantes para explicar lo que ese país es en la actualidad (religión/es predominante/s, guerras, acuerdos de paz, aventuras coloniales, esclavismo, hambrunas, persecuciones…) Nada sucede gratuitamente. Y cada país tiene su pasado, en algunos casos, como el nuestro, su pasado reciente. Así que, olvidándonos de utopías, Arcadias y comparaciones inútiles, tratemos de analizar la calidad democrática de nuestro país respondiendo honestamente a estas preguntas: 1. ¿Puede considerase plenamente democrático un país que pasó página de una sangrienta guerra civil que causó cientos de miles de muertes y de una dictadura que, dejando de lado los miles de fusilamientos sin juicio o con juicios sumarísimos de los primeros años de franquismo, mantuvo amordazada toda opinión crítica, y encarcelada o exiliada a toda disidencia, sin que se haya producido un reconocimiento público y una condena inequívoca y oficial de todo ese horror? Y no hablo de revanchismo. Hablo de justicia. En Alemania sí hubo una condena del nazismo. Y, además, hubo compensación –moral y económica– a las víctimas del expolio. En España hubo un expolio brutal de toda clase de bienes (raíces, inmuebles, agrícolas, industriales), pero no ha habido ninguna compensación. Los beneficiarios del expolio –y sus hijos y nietos– siguen disfrutando del fruto del robo. Entretanto, y como contrapunto, las cunetas españolas siguen alojando decenas de miles de víctimas de fusilamientos sin juicio. Un país que no es capaz de asumir las culpas de su pasado no puede considerarse plenamente democrático. 2. ¿Puede considerarse plenamente democrático un país que impuso una Constitución elaborada en una situación controlada por los vencedores de la guerra y con el ruido de fondo de sables? Y, en el supuesto de que esa fuera en aquel momento histórico la única forma de elaborar una Constitución a todas luces deficiente y en muchos sentidos antidemocrática, ¿puede considerarse plenamente democrático un país en el que sea prácticamente imposible modificar, renovar, modernizar una Constitución que no fue votada por ningún español que en este momento tenga menos de 60 años. En cualquier caso, podemos afirmar sin temor a parecer extremistas radicales que nuestro déficit y carencias democráticas nacen de la oposición feroz de los vencedores a integrarnos en la cultura democrática europea. 3. ¿Puede considerarse plenamente democrático un país “cuyo Tribunal Supremo decidió gratuitamente criminalizar iniciativas políticas arrogándose competencias que nunca debieron aplicarse para hacer frente al conflicto catalán, que era un conflicto político”? Este conflicto, en el que no hubo violencia (salvo la desplegada por la policía) no debió nunca llegar a los tribunales, sobre todo cuando se sabía de antemano que el referéndum de autodeterminación no podía ni iba a tener jamás ningún efecto en la práctica. Los hechos cometidos por los políticos nacionalistas fueron estúpidos, incluso condenables, pero condenables políticamente, pero nunca causantes de largos encarcelamientos, sobre todo, en prisión provisional. Ni siquiera se han tomado nunca medidas de este calibre con odiosos y repulsivos narcotraficantes. (Hago constar que la frase entrecomillada es una cita literal de uno de los juristas más ecuánimes y respetables de este país: José Antonio Martín Pallín.) 4. ¿Puede considerarse plenamente democrático un país cuyo sistema judicial hace aguas por todas partes, está completamente politizado y alineado de mayoritariamente con las posturas políticas más conservadoras? Esta consideración no abarca ni mucho menos a todos los jueces y fiscales, pero sí a una gran mayoría de ellos. Y esto se refleja en los retrasos premeditados para lograr que las causas que afectan a ciertos sectores del poder acaben prescribiendo; y queda patente en una composición vergonzosamente politizada del Tribunal Supremo, del Tribunal Constitucional y, sobre todo, del Consejo General del Poder Judicial. Este último, en connivencia con el Partido Popular, lleva actuando de forma totalmente ilegítima (que no ilegal, por desgracia) pasados casi dos años de su fecha de “caducidad”. Ni siquiera hace falta recordar sentencias absolutorias dignas de vergüenza nacional, como la del caso Yak-42 o la que hoy mismo ha dictado la Audiencia Provincial de Madrid, absolviendo a la indigna expresidenta de la Comunidad, señora Cifuentes. 5. ¿Puede considerarse plenamente democrático un país que encarcela titiriteros o raperos por expresar opiniones “vejatorias” para la Corona y mantiene en la calle a toda una horda de ladrones, parásitos, corruptos, mentirosos que han cometido delitos contra el patrimonio de todos los españoles, metiendo la mano en las arcas públicas? 6. ¿Puede considerarse plenamente democrático un país que decide salvar a una serie de entidades bancarias con cerca de 60.000 millones de euros de dinero público, o sea, dinero de los ciudadanos, mientras que varios miles de esos mismos ciudadanos, previamente estafados por las entidades bancarias salvadas con su dinero, se veían abocados a la ruina, a dolorosos desahucios y, en algunas ocasiones, al suicidio? 7. ¿Puede considerarse plenamente democrático un país que permite que queden sin castigo inmediato y ejemplar unos altos mandos militares que, desobedeciendo el principio básico que debe regir sus actuaciones públicas –que no es otro que estar al servicio de todos los españoles– se permiten la osadía y la desvergüenza de promover la desobediencia y hacen un encendido elogio del dictador y del franquismo? No entraré a analizar el coste que para la hacienda pública tiene un Ejército con una saturación de altos mandos en la reserva (en torno a 600 millones de euros anuales), es decir, que no están jubilados, pero no tienen que hacer nada más que cobrar su sueldo íntegro, incluidos todos los complementos salariales. 8. ¿Puede considerarse plenamente democrático un país que, declarándose constitucionalmente laico, sigue manteniendo un Concordato especial con la Iglesia Católica, a la que subvenciona con dinero público y le entrega en torno a 11.000 millones de euros al año? 9. ¿Puede considerarse plenamente democrático un país cuyo jefe del Estado no es elegido, sino que accede al poder por el hecho de haber sido concebido (esto siempre es de suponer) a partir del esperma de un señor o del óvulo de una señora pertenecientes a una determinada dinastía monárquica? Es algo tan rancio y medieval que no requiere mayores comentarios. Pero no está de más recordar que, para mayor deshonra de la institución, la monarquía española fue instaurada por el dictador Franco, y que el ahora fugado rey emérito juró lealtad a los principios franquistas del Movimiento. Por si algún desmemoriado me quiere llevar la contraria, copio a continuación el texto del juramento que prestó el monarca ahora residente en Abu Dabi el día 22 de noviembre de 1975: “Juro por Dios y sobre los Santos Evangelios, cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional”. 10. Por último, ¿puede considerarse plenamente democrático un país en cuyo Parlamento, de un total de 350 diputados, 52 pertenezcan a un partido fascista exaltador de la dictadura? Ya sé que estos sujetos (nunca los llamaré señores) fueron elegidos por los ciudadanos. Precisamente por eso quiero destacar el hecho de su elección. La democracia no se basa únicamente en la existencia de unas leyes y unos comportamientos públicos democráticos. La calidad democrática de un país depende, y mucho, del sentimiento democrático de sus ciudadanos. Y en España, por obvias razones históricas, ese sentimiento nunca llegó a calar profundamente. Al menos no lo hizo con un porcentaje importante, demasiado importante de hombres y mujeres. En España sigue habiendo muchos/as franquistas. En España sigue habiendo mucho nacionalismo hispano-imperial casposo. Y, ciertamente, hay también un importante sector de la población que tiene actitudes abiertas, progresistas, democráticas. Pero que haya un número cercano al 20 por ciento de ciudadanos nostálgicos del franquismo, cuando no abiertamente fascistas, es un lastre que hace muy difícil mantener el barco a flote. Ahora es tarea de cada uno responder con honestidad a estos 10 interrogantes. Y será también cada uno quien llegue a la conclusión (su conclusión) de afirmar si en España, como dice la ministra Robles, tenemos una democracia plena. Leía hace un par de días un excelente artículo de Juan Ramón Capella, que me pasó un buen amigo y que había aparecido en el diario infolibre. Hacía el autor una cruda exposición de la degradación y decadencia de Estados Unidos, a la que ha ido llegando a lo largo de muchas décadas hasta caer en el abismo de envilecimiento al que lo ha conducido el último presidente. Al pasarme el artículo, mi amigo hacía el siguiente comentario: "¿Por qué decimos que los sistemas ruso y chino no son democráticos?" La pregunta podía ampliarse así: "¿Acaso el sistema estadounidense --y el conjunto de sistemas occidentales-- lo son?"
El problema no consiste en acusar de carencias democráticas a Rusia y China, o, por el mismo hilo argumental, a Irán, Corea del Norte o Yemen del Sur. El problema radica en nuestro empecinamiento en considerar a EEUU (o a la mayor parte de miembros de la UE) países democráticos, cuando no lo son. No lo han sido nunca. Al menos nunca lo han sido si nos atenemos a la etimología de la palabra "democracia" e incluso a nuestra interiorización de lo que este concepto realmente significa. "Democracia" es un término tan manoseado --tanto el sustantivo como el adjetivo-- que cualquier régimen, cualquier sistema político, lo coloca en su ideario, en su Constitución en sus leyes sin sentir el menor rubor. Incluso Franco, que denostó abiertamente de la democracia, como algo funesto que había que exterminar, al final de su régimen, sucumbió a la tentación y la incluyó en sus propuestas políticas, denominándola "democracia orgánica". ¡Manda huevos! Se apropió de la palabra la Unión Soviética. Hasta la incluyó en sus siglas la RDA alemana. La utilizó con todo descaro la Sudáfrica del apartheid. Pero, ¡ojo! se la apropiaron, como si la hubieran inventado ellos, los americanos de los Estados Unidos de la esclavitud (y de la posterior segregación racial), los Estados Unidos de la caza de brujas, los Estados Unidos promotores de golpes de Estado en todo el mundo. El problema fundamental es que la democracia constituye un concepto utópico (que nunca se ha cumplido y nunca se cumplirá). La razón radica en la naturaleza del ser humano. Los seres humanos (yo diría que de manera mayoritaria) somos incapaces de organizarnos y comportarnos de forma respetuosa, solidaria, generosa, comprensiva, justa, coherente, como para conformar una sociedad auténticamente democrática. Y me estoy refiriendo a gente normal, o sea, razonable. Luego están los otros, una minoría (pero no tan pequeña) compuesta por gente brutal, egoísta, malévola, avariciosa, perversa, resentida, envidiosa, corrupta, cínica (añade los adjetivos que quieras, que existir, existen). ¿Acaso alguien cree de verdad que algún tipo de sociedad, institución, país..., puede constituirse como una auténtica democracia? Lo más parecido a una sociedad democrática fue la sociedad ateniense, en el siglo VI a.C., que fue una democracia directa, en la que todos los ciudadanos participaban de las decisiones políticas y que todos los cargos públicos eran elegidos por sorteo entre el conjunto de los ciudadanos. Pues bien, hasta esta sociedad fue solo democrática en parte, pues cuando digo "todos los ciudadanos" he olvidado añadir "libres", pues los extranjeros y los esclavos quedaban postergados y carecían de derechos. La democracia es una entelequia. O sea, una situación perfecta e ideal que solo existe en nuestra imaginación o, como mucho, en nuestros deseos. Leo estos días numerosos comentarios de personas que viven en otras comunidades autónomas –en especial en zonas rurales de la llamada España vaciada– que critican acerbamente la cobertura que los medios han dado a la nevada que estos días pasados cayó sobre Madrid y de la que aún sufrimos las consecuencias, pues, pasados cinco días de la nevada, somos muchos los que estamos todavía inmovilizados en nuestras casas. Admito que, en principio, comprendo y comparto su queja/enfado/denuncia/cabreo/indignación (los comentarios leídos caben en uno de los mencionados estados emocionales), pues es verdad que gran parte de las zonas geográficas de donde proceden los mencionados comentarios sufren cada año situaciones parecidas, si no peores, que se saldan con una o dos noticias en los telediarios y la prensa. Ahora bien, aun coincidiendo en el fondo con lo dicho en estos comentarios, quiero salir al paso de lo que, en caso de no matizarse, queda como una mera pataleta. Y, ya se sabe, las pataletas se pasan y se olvidan. ¿Hay razones que justifiquen, o, al menos, expliquen esta “preeminencia” informativa de Madrid respecto al desastre natural que ha vivido buena parte de España? Voy a tratar de analizar las que considero más evidentes. Y voy a tratar de dejar de lado algo que, inevitablemente, es una realidad, y es que, nos guste más o menos, Madrid es la capital del país, y la paralización forzosa de su actividad afecta no solo a quienes viven en Madrid, sino, en buena medida, al resto de la nación. Hay una tendencia, hasta cierto punto lógica, a mirar a Madrid desde la periferia con un sentimiento en el que se mezclan la desconfianza, la suspicacia, el recelo, la animosidad… Es inevitable. El perro pequeño teme y recela del grande. Y le ladra con saña, mientras que el otro sigue su camino y pasa de él. Cuidado. Esto es una mera metáfora. Que nadie coja el rábano por las hojas. Desde la periferia, muchos tienden a mirar a Madrid –y a los madrileños– como si fueran la causa de todos sus males. Pero es algo normal. Si Felipe II hubiera decidido llevar la corte y la capital de España a Lisboa, ahora formaríamos un mismo país con Portugal y los españoles de la periferia detestaríamos Lisboa y a los lisboetas. Es ley de vida. Pero hay una razón fundamental para que se haya agigantado la información sobre las consecuencias de la nevada sobre Madrid, mientras que la información relativa a otros lugares que la han sufrido con idéntica intensidad haya aparecido en las pantallas de TV como de soslayo. Y es la ley del tamaño. Si se hunde una casa de dos pisos es noticia. Si se hunde un rascacielos es un notición. En el caso que nos ocupa, la nevada ha sido un desastre de tamaño espectacular porque, además de que ha dejado inmovilizada la vida ordinaria de casi cinco millones de habitantes, si contamos los vecinos de Madrid y las ciudades dormitorio que lo rodean, ha supuesto la paralización de toda la infraestructura logística y de comunicación que une Madrid con el resto de España, comenzando por el aeropuerto de Barajas, que, no lo olvidemos, aunque está en Madrid, es el principal punto de acceso a la península desde los principales aeropuertos internacionales. Y la paralización de Mercamadrid, que recibe las docenas de toneladas de mercancías esenciales que proceden de la España periférica, con lo que no solo sufren los madrileños, sino los agricultores, ganaderos, avicultores y pescadores de todo el país. Percibo en algunos de los comentarios leídos ese familiar runrún de antipatía, cuando no de abierta hostilidad, hacia Madrid y los madrileños (que, por cierto, no son los que elaboran y emiten las noticias sobre la nevada); esa especie de rencor que lleva décadas larvándose y que se puede resumir en algo así como que “Madrid es el lugar donde está el gobierno, la política y la corrupción, donde se nos roba lo que nos pertenece y nos dejan las migajas”. Es muy posible que en esa simplificación haya una parte importante de verdad. Pero es una simplificación. Y como toda simplificación, es un argumento simple…, o simplista. Suele seguir la anterior argumentación con una proyección de la inquina hacia los habitantes de ese lugar abyecto: los madrileños, que, por cierto, son en un altísimo porcentaje personas procedentes de la periferia que, por múltiples y muy variadas circunstancias, han terminado afincados en Madrid de por vida. Y además, contentos, pues, al ser una ciudad de aluvión, su inserción suele ser fácil, carente de los rechazos tan frecuentes en ciudades de la periferia que, por obvias razones, prefiero no señalar de forma individualizada. Cuando una ciudad como Madrid (y aclaro que un desastre climático de este u otro tipo podrían afectar con la misma intensidad a otras macrociudades, como, por ejemplo, Barcelona) sufre una situación como la vivida estos días, quienes de verdad la sufren en sus carnes no son las élites económicas, ni los dirigentes políticos; son las clases más desfavorecidas, los trabajadores que, pese a lo inclemente de la situación, siguen teniendo que apañarse como pueden para ir cada día a su trabajo. No quiero establecer comparaciones, que siempre son odiosas, pero estas son algunas de las situaciones que han experimentado muchos madrileños estos días: La cañada Real, abandonada a su suerte - Más de 4.000 personas de la Cañada Real, más de la mitad de ellas ancianos y niños, han estado viviendo con temperaturas bajo 0ºC sin luz, agua caliente ni calefacción. Estar ubicados en ese paraíso privilegiado llamado Madrid no les ha librado de la crueldad brutal de las compañías de energía eléctrica. Y que a nadie se le ocurra la burrada de decir que solo se trata de moros y gitanos. - Cientos de miles de trabajadores de los barrios obreros (Vallecas, Carabanchel, Villaverde, Coslada, Orcasitas, Vicálvaro, etc.) se han visto obligados a caminar sobre casi 50cm de nieve para llegar a sus trabajos y a viajar amontonados en el Metro, con riesgo evidente para su salud, a fin de llegar a sus trabajos, pues el capital no acostumbra a mostrar su solidaridad con ellos en los momentos difíciles. Como mucho, tiene la generosidad de "permitir" faltar al puesto de trabajo por causa del temporal de nieve, pero descontando los días faltados de la nómina. Enfermera del Gregorio Marañón llegando a trabajar - Centenares de trabajadores sanitarios se han visto obligados a multiplicar sus horas extra, a dormir en el lugar de trabajo e incluso a limpiar los accesos a consultorios y hospitales, pues la desidia, estupidez e incompetencia de las autoridades locales y regionales de este maravilloso enclave geográfico llamado Madrid no les permitió prever el desastre. Según el Sindicato de Enfermería, "miles de trabajadores han doblado o triplicado turnos ya que sus relevos no han podido acceder a los centros asistenciales y/o sociosanitarios y no podían dejar sin atención sanitaria a sus pacientes", esfuerzo sobrehumano a pesar del cual cientos de pacientes madrileños que esperaban operaciones quirúrgicas urgentes, han visto cómo se retrasaban las mismas sin fecha concreta, con riesgo evidente para su vida y su salud.
Se podrían añadir otros problemas que, aunque probablemente son compartidos por otras zonas de España afectadas por la borrasca Filomena, en Madrid adquieren un carácter colosal por las magnitudes que alcanzan. Por ejemplo, el hecho de que en la Comunidad de Madrid estos días docenas de familias han tenido que mantener en sus casas a sus familiares fallecidos porque las funerarias han suspendido no ya inhumaciones e incineraciones, sino incluso la recogida de cadáveres; o que se hayan tenido que mantener cerrados 42 centros que prestan servicio a menores de seis años con discapacidad, 153 centros de día para mayores, 185 centros de día para personas con discapacidad y 126 centros para enfermos mentales, cuyas familias, pese a la “bicoca” de vivir en Madrid han tenido que dar solución a este problema añadido y seguir yendo a trabajar. Afortunadamente para los ciudadanos que viven en Madrid, al menos en la capital, hay una cosa que no van a tener que lamentar, y son los daños causados por la borrasca de nieve en sus cosechas. El único espacio natural del que dispone la inmensa mayoría de madrileños se limita a una terracita con media docena de macetas. En fin, que, después de todo, Madrid no es más ni menos, mejor ni peor que cualquier otro lugar de España. Es, simplemente, mucho más grandes. Y cuando algo extraordinario ocurre en Madrid, inevitablemente se multiplica. Es, como decía al principio, como cuando se hunde un rascacielos: se habla del hundimiento mucho más que cuando se hunde una casa de dos plantas. ¡Sin malos rollos! Tras varias semanas de abandono de mi blog (¿dejadez?, ¿cansancio?), me dispongo hoy a romper ese silencio abrumado por lo acontecido ayer en Estados Unidos. La que fue cuna de la democracia se ha convertido en el lecho obsceno de una puta vieja y triste que ya ni se molesta en arreglarse un poco el pelo y darse un toque de maquillaje para seguir haciéndose pasar por una dama. El espectáculo de ayer en Washington, dejando a un lado su posible calificación jurídica (sublevación, levantamiento, rebelión) y obviando la incuestionable gravedad del hecho de que un presidente llamase a sus seguidores a la toma violenta de la sede parlamentaria, nos ofrece una imagen bochornosa de una sociedad en descomposición. Si revisamos lo sucedido en EE UU en los últimos cuatro años: - no se entiende que Trump no fuera destituido judicialmente tras demostrarse que había negociado con Putin la manipulación de las elecciones a través de las redes sociales, lo que, en circunstancias normales, constituiría un acto de alta traición; - cuesta entender que un presidente que fue claramente derrotado en las urnas, y al que poco a poco van dando la espalda docenas de sus antiguos colaboradores, haya tenido en jaque al sistema judicial de un país como Estados Unidos por la sencilla razón de que a él le daba la gana; - suena disparatado y absurdo que un país que persigue con saña y ferocidad acciones perfectamente honestas y legales, pero que el sistema considera dañinas y peligrosas “para la seguridad nacional” (quizás alguien sobreentienda que hablo de Julian Assange), permita, con una pasividad sorprendente, que el propio presidente que convocó públicamente a sus seguidores para marchar sobre el Capitolio, no haya sido puesto de inmediato a disposición judicial por incitación a la rebelión violenta, eso sí, previamente esposado (acción que a los policías americanos les encanta ejecutar a la menor oportunidad); - por último, es realmente difícil de asimilar que un personaje inculto, ridículo, machista, racista, narcisista, con personalidad psicopática, pudiera ser elegido presidente del país más poderoso del mundo, y que durante cuatro años haya tenido en sus manos la seguridad de todo el Planeta. Por eso, los bochornosos acontecimientos que tuvieron lugar ayer, amén de ser una afrenta para la democracia –o lo que quede de ella en EEUU–, fueron un espectáculo triste, penoso, en el que fueron protagonistas unos miles de personajes que, por lo que las fotos que se transmitieron al resto del mundo dejan ver, constituyen la más deplorable muestra de un estrato social deprimido, ignorante, depauperado, al que Trump convenció de que él era la respuesta a todos sus males. Del mismo modo que Hitler convenció a buena parte del proletariado alemán más empobrecido de que el mal del país lo causaban los judíos y otros “parias” sociales, Trump puso en el ojo del huracán a todos los inmigrantes. Usó el lenguaje más convincente. Les dio un enemigo al que odiar.Haz clic aquí para editar. Joe Biden va a tener una tarea difícil. Afortunadamente, ha logrado dar un primer paso fundamental, con la conquista de los dos escaños del Senado. Nada de lo que intentase sería posible sin esa mayoría que acaba de lograr en Georgia. La sombra de Trump va a seguir azuzando a esas huestes de perdedores que conforman el lumpen social, moral e intelectual del país. La mayoría de ellos no tienen nada que perder. Y el peor enemigo es aquel al que no le importan las consecuencias de sus actos.
Todos los líderes del mundo occidental han condenado sin paliativos lo ocurrido en Washington. Esas condenas a la rebelión violenta han alcanzado de lleno personalmente al Presidente ya defenestrado. Y cuando digo condenas sin paliativos, quiero decir que nadie ha tratado de establecer paralelismos, comparaciones, equivalencias, similitudes. No. Todos han sido tajantes. Lo ocurrido ha sido una violación intolerable de todo principio democrático. ¡No! ¡Miento! Ha habido uno que sí lo ha hecho, aunque a éste no se le pueda catalogar como líder del mundo occidental, sino solo como cabecilla de un grupo político. Me refiero a Pablo Casado líder del PP, quien ha tenido la indecencia de querer comparar lo ocurrido ayer en Estados Unidos con las Marchas por la Dignidad, las que, bajo el lema de “rodea el Congreso”, fueron protagonizadas por parados, preferentistas, sindicalistas, desahuciados y colectivos sociales. Solo un miserable de la política como Casado es capaz de establecer semejante paralelismo entre una acción armada, brutal y violenta, con las manifestaciones pacíficas, aunque violentamente disueltas por la policía, que tuvieron lugar en Madrid en 2015. A los comentarios de personajes residuales de la política (y de la inteligencia) como Abascal o Arrimadas no voy a dedicarles ni un segundo de mi tiempo. --------------------------------------------------------------------------------------------------------- Al margen de lo anterior, esperaré con interés para ver en qué queda la llamada masiva hecha al vicepresidente Pence por gobernadores, senadores y congresistas de los dos partidos y profesores de universidad, para que invoque urgentemente la enmienda 25 para destituir a Trump. Un personaje así no puede seguir ocupando ese puesto. Nadie sabe las barbaridades que puede cometer en los 13 días que le quedan de presidencia. Cuando, en un futuro, los ciudadanos del mundo medianamente ilustrados lean la Historia de los Estados Unidos y la trayectoria y los hechos (y dichos) de Donald Trump, ese personaje que durante cuatro años tuvo el oprobioso honor de ocupar el cargo de Presidente, no saldrán de su asombro. Me explico. A lo largo y ancho de la Historia ha habido ejemplos de personajes brutales, sádicos, innobles, criminales, abyectos, retorcidos, locos…, que han regido los destinos de sus países provocando miseria, desolación y muerte entre sus ciudadanos. En este capítulo de la tiranía tenemos ejemplos de todas las épocas y lugares, de la Antigüedad (Nerón, Calígula); de África (Macías, Ngema, Idi Amín); de Latinoamérica (Pinochet, Trujillo, Videla, Stroessner, Duvalier); de Asia (Pol Pot, Kim Jong-un); de Europa (el rumano Vlad el Empalador, el ruso Iván el Terrible, el belga Leopoldo II, Hitler, Stalin, Ceaucescu)… Esta lista es, evidentemente, incompleta, pero suficiente para mostrar los sufrimientos atroces a los que estuvieron sometidas millones de personas por culpa de la fatal unión de dos circunstancias en una misma persona: crueldad extrema y poder absoluto. No obstante, todos estos abominables personajes llegaron al poder sin que sus súbditos tuvieran la menor posibilidad de impedir tan luctuoso hecho; por supuesto, ninguno de ellos fue libremente elegido para ocupar el poder. Preciso es decir, por una cuestión de honestidad histórica, que Hitler sí fue elegido por el pueblo alemán, aunque caben dos consideraciones a este respecto, y es que, en primer lugar, su elección como Canciller fue un acto más de debilidad y torpeza de una derecha que creyó que sería capaz de controlar al líder nazi que un libre y democrático acto electoral; y, en segundo lugar, que, en general, los alemanes no se sintieron como víctimas directas de su brutalidad, pues la saña del genocida se centró, fundamentalmente, en un grupo étnico: los judíos, personas por las que buena parte de los alemanes sentía escasa empatía. Los gitanos ni que decir tienen que “no existían”. Pero hay un personaje, con el que he comenzado esta crónica, un tal Trump, que rompe con todos los esquemas sociopolíticos, e incluso mentales, que alberga la mente de una persona normal, carente de extraños trastornos psiquiátricos. Quiero decir que, si bien es cierto que en su elección mediaron actos de piratería informática y brutal manipulación informativa, aparentemente contratados todos ellos y pagados por el equipo de campaña del candidato republicano (nótese que intento evitar la contaminación que genera su nombre), no es menos cierto que en su ascensión al poder, tuvo el apoyo de muchos millones de ciudadanos “libres” (a los que me abstengo de calificar, pues considero que se califican solos). Porque, seamos honestos, la sociedad “libre e informada” (dicho sin la menor maldad, solo con un poco de ironía), decide elegir, de vez en cuando, a personajes funestos para que administren sus bienes comunes, pues eso y no otra cosa es lo que hace un dirigente político cuando llega al poder. Por muy inexplicable que resulte, y aunque haya que reconocer que en su elección haya podido haber una conjunción de elementos indeseables (aritmética parlamentaria; búsqueda de mayorías que permitan ocupar poltronas a cambio de ciertos apoyos; pago de favores personales o grupales; intento de arrinconar o de tapar el paso a candidatos de más fuste pero menos maleables; intento de ocultar fechorías pasadas para que no salgan a la luz pública; etcétera, etcétera), uno no entiende (y mira que uno lo ha intentado) cómo ha podido llegar a ocupar el puesto de presidenta de una Autonomía tan importante como la de Madrid un ser tan absurdamente ignorante, cerril y lastimoso como Díaz Ayuso; o que en su día ocupara la presidencia del país un señor con la impericia política, la lentitud mental y la torpeza expresiva de Mariano Rajoy, de quien sus seguidores siempre aducían como muestra de suprema inteligencia que había aprobado las oposiciones de Registrador de la Propiedad; o que los chilenos volvieran a elegir en 2017 a Sebastián Piñera, quien ya había sido presidente de 2010 a 2014, dejando en esos cuatro años muestras inequívocas de su desprecio por la democracia, su ambición desmedida, su mezquindad personal; o que los italianos eligieran en dos ocasiones a un oscuro personaje digno de los bajos fondos mafiosos y posteriormente condenado a inhabilitación perpetua por sus actividades criminales. Esta lista podría ampliarse con parecidos interrogantes. En otras palabras, que la capacidad de los ciudadanos “libres” para autoflagelarse no debe ser en ningún caso menospreciada. Y en un sistema “plenamente” democrático, basta con que haya una mayoría de personas con esa tendencia suicida para que todos estemos bien jorobados. Y yo estoy convencido de que, por desgracia, la mayoría de la población, aunque sea una mayoría exigua, 1. es cortoplacista; 2. piensa poco; 3. es conformista y conservadora; 4. está escasamente o nada formada; 5. carece de ideología y no tiene formada una opinión política propia; 6. piensa solo en sus intereses personales –esencialmente económicos– y el bien común le parece solo una frase bonita, no digamos ya los derechos de los demás, sobre todo si son inmigrantes, o sea, “bultos sospechosos”; 7. se deja embobar fácilmente por las proclamas pseudopatrióticas y el ondear de banderas; 8. en el peor de los casos, piensa que dios proveerá y pone su confianza en la divina providencia; 9. está convencida de que, por mal que esté, lo suyo (su familia, su casa, su ciudad, su nación) es lo mejor del mundo y debe defenderlo hasta la muerte; 10. cree ciegamente en lo que le cuenta su programa favorito de la televisión. Este decálogo es plenamente aplicable a una mayoría –ya no tan exigua– de ciudadanos de Estados Unidos, esos que, en un alarde de prepotente y ciega supremacía se autodefinen como “americanos”, arrojando al océano (o al infierno) de la nada a millones de canadienses, mexicanos y resto de habitantes de Centro y Sudamérica. Solo así puede explicarse que en 2016 un tal Trump fuera elegido para regir los destinos de Estados unidos –y, de paso, jeringar, agobiar, incordiar, perjudicar, martirizar (y añadan ustedes los verbos que les plazcan) al resto de la población mundial, pues bien sabido es que las acciones (y/u omisiones) del gigante norteamericano, por suerte o por desgracia, influyen de manera decisiva en el devenir de casi todos los países (me pregunto si quizás Corea del Norte, Nepal o Mongolia, por ejemplo. constituyen excepciones a la regla). Porque Trump no les fue impuesto a los estadounidenses. Lo eligieron. Cierto es, por rebajar algo las tintas oprobiosas, que además de la decisión de los votantes más carcas y reaccionarios, también hubo en 2016 una alevosa intervención de manos oscuras (pagadas por Trump y gestionadas por Putin) para alterar y manipular la intención de voto de muchos ciudadanos, actuación que estuvo a punto de costarle a Trump la destitución (impeachment), pero de la que fue ignominiosamente salvado por su mayoría en el Senado. Sea como sea, sin necesidad de disponer de todos los elementos de juicio que el propio Trump ha ido construyendo paso a paso, día a día, error tras error, estupidez tras estupidez, insulto tras insulto, brutalidad tras brutalidad, salvajada tras salvajada desde que accedió a la Casa Blanca, ¿acaso no se dieron cuenta los estadounidenses de la clase de persona a la que estaban llevando a ocupar la Presidencia? ¿Tan ciegos están? ¿Tan brutalmente reaccionarios e ignorantes son? ¿No se dieron cuenta de que era un machista putero y misógino, que alardeaba de “agarrar a las mujeres del coño” para demostrar su varonil supremacía? ¿No sabían que era un multimillonario desaprensivo del que ya se sabía que, entre otros desmanes, había cometido el delito más perseguido en EEUU, como es haber defraudado a Hacienda, como Al Capone? ¿No les provocó la menor sospecha (risas aparte) su ridículo tupé teñido y saturado de gomina y laca? ¿No se dieron cuenta, con solo oírle unas pocas intervenciones públicas, que era un ignorante prepotente? ¿Acaso no había dado muestras en múltiples ocasiones de su racismo y su desprecio por los más débiles? Desde que accedió a la Casa Blanca, nunca tuve la impresión de ver en Trump al presidente de EEUU, sino a un señor que, en una fiesta con banquete y mucha bebida, se atribuye ese papel y sale a hacer chistes ante un público de amiguetes que le animan y ríen cada ordinariez con aplausos y risotadas. Porque ¿quién en sus cabales podía imaginar que, de verdad, semejante espécimen podía ser presidente de los Estados Unidos de América? Sin duda, ha habido, en ocasiones anteriores, presidentes deleznables. Unos por su cortedad intelectual (léase Reagan y, sobre todo, Bush); otros por sus descaradas actividades criminales (léase Nixon), pero con eso y con todo, cuando los mencionados aparecían en televisión, uno sabía que eran eso, “el presidente”, aunque resultasen ser presidentes aborrecibles o despreciables. Pero Trump era como el borrachito de turno haciendo su número. De ahí que le encajase tan bien el hilarante montaje que corrió por las redes y del que os copio el link para que podías reíros a gusto. Desde aquí le pido disculpas a Chiquito de la Calzada, ser humano mucho más amable, divertido e inofensivo que Trump. (https://tiempodecanarias.com/noticia/planeta/video-or-trump-pecador-de-la-pradera-se-convierte-en-chiquito-de-la-calzada) Pero la reflexión principal acerca de este personaje es la preocupación profunda que causa ver cómo un país tan poderoso ha caído en la incomprensible torpeza/estupidez/vileza/desatino de elevarle a la más alta magistratura del Estado. Un país que elige a Trump como presidente tiene un diagnóstico muy preocupante. Y más teniendo en cuenta que, cuando algunos representantes veteranos y nada sospechosos de progresismo del sector republicano comienzan a desligarse del personaje funesto, dejándolo arrinconado en la Casa Blanca mientras suelta sus amenazantes proclamas, parece asentarse en buena parte del país lo que se ha dado en denominar el “trumpismo”, es decir, que millones de estadounidenses han decidido elevar a la categoría de movimiento ideológico lo que no son más que cuatro propuestas desaforadas de un fantoche descerebrado, cuya única motivación para postularse en la carrera presidencial, aparte de su gigantesca megalomanía, era construirse una barrera de inmunidad para sus fechorías financieras. A modo de epílogo. Los desastres de su legislatura ya están hechos. Algunos pueden ser reversibles, como la previsible vuelta al Acuerdo de París para luchar contra el cambio climático o el desmantelamiento del vergonzoso muro de la frontera mexicana. Otros podrán serlo a largo plazo, como lograr un Tribunal Supremo equilibrado ideológicamente. La tarea de Biden será larga, dura, difícil, sobre todo si, como se prevé, el Senado sigue dominado por los republicanos. Pero lo peor está aún por ver. Y son las barbaridades que este ser demente, en su actual estado de rabia y desesperación, es capaz de hacer de aquí al 20 de enero, fecha en la que tiene que dar paso al presidente electo. Entre otras, enardecer a los más exaltados y violentos de sus seguidores, algunos de los cuales ya se han mostrado en público fuertemente armados, para llevar la violencia a las calles. ¡Crucemos los dedos por que eso no ocurra!
Leía hace unas semanas un breve pero interesante artículo sobre el tema de la Cultura, escrito por la periodista gallega Sandra Faginas. Me llamó la atención por varias razones. Además de que estaba bien escrito, hacía una serie de consideraciones que me tomo la libertad de citar a continuación. Decía que no le gustaba la palabra Cultura porque le sonaba a una cosa “lejana, sesuda, oscura, vieja, pesada”, y le hacía pensar en unos señores repelentes que organizan actos insulsos carentes de sentido. Es evidente que este sentimiento es compartido por mucha gente que, o bien desconoce los diversos significados de la palabra cultura, o es que, en el capítulo cultural, siempre le han suministrado insoportables dosis de vacua y estéril erudición; de ahí esa sensación de lejanía, vetustez y aburrimiento. Creo que la gran dificultad que plantea el intento de discernir, delimitar y afinar la significación que la palabra Cultura tiene para cada persona procede del hecho de que el término cultura es aplicable a conceptos muy distintos y diferenciados. Es sabido que la palabra proviene del latín cultura - collere, términos que, en un principio, hacían referencia tan solo al cuidado de los campos y del ganado. En ese sentido, mantenemos en todas las lenguas latinas palabras que así lo atestiguan: cultivo, agricultura, apicultura, piscicultura, floricultura, silvicultura… No fue sino al cabo de unos siglos cuando el gran pensador y orador Cicerón aplicó por primera vez este término al ámbito intelectual y filosófico, al hablar metafóricamente de la cultura animi o cultivo del alma. A partir de ese momento, la noción de la palabra “cultura” iría evolucionando y creando muy diversos y diferenciados significantes. Desde los primeros siglos de Historia, al menos la que conocemos a partir de documentos escritos, surgió en la sociedad la conciencia de que el saber y los conocimientos (aritméticos, agrícolas, técnicos) eran esenciales para conquistar y mantener el poder. Los pueblos primitivos, como todavía ocurre en algunos de los actuales, no creían en el mutuo respeto y la defensa de los derechos humanos. Creían en la fuerza de la conquista armada. Y se esforzaban por adquirir conocimientos como una forma de favorecer la posibilidad de conquistar por la fuerza y conservar lo conquistado. Pero es evidente que esa cultura animi de Cicerón hizo que, paulatinamente, paralelamente a los conocimientos de carácter “útil”, fueran surgiendo otras destrezas, otros saberes que, aparte de dar apoyo al poder, enriquecieron la vida de las personas y les proporcionaron placer, entretenimiento, diversión. Surgieron las distintas formas de arte y la escritura. Y con la escritura nacieron los primeros libros y, con ellos, algo que habría resultado insólito unos siglos antes: la literatura, la poesía, la filosofía, o sea, la “cultura del pensamiento” puesta por escrito. Y es esta expresión, “cultura del pensamiento o del intelecto”, la que mejor recoge el ámbito, el alcance y el contenido de eso que venimos en llamar la Cultura. Es muy frecuente ver la palabra “cultura” acompañada de algún tipo de adjetivo. La misión gramatical de los adjetivos es “identificar y diferenciar” un sustantivo de otro idéntico (p.ej., “idioma fácil” - “idioma difícil”), por lo que parece evidente que cuando se usa la palabra cultura acompañada de un adjetivo, quiere decir que no estamos hablando de la Cultura, escrita así, con mayúsculas. Todos los que tenemos cierta edad, hemos conocido un tipo de estudios que se ofrecían en los colegios hace años a quienes no iban a proseguir con una enseñanza superior. Se llamaba cultura general, y consistía en un conjunto de conocimientos básicos y muy generales para que las personas que seguían estos estudios adquiriesen una pátina social medianamente aceptable en tres campos esenciales: lenguaje, aritmética y geografía-historia, por supuesto, sin entrar en profundidades. Pero lo más frecuente es ver la palabra cultura acompañada de otros adjetivos de naturaleza geográfica, étnica, nacional o regional. Y hablamos de cultura occidental, oriental, africana, judía, árabe, china, europea, española o catalana, por dar solo unos pocos ejemplos. Y en esa singularización tratamos de encerrar todos aquellos elementos que trazan los principales hechos históricos, las costumbres, los rituales, los amores, los odios, las tradiciones, las creencias, la creación artística, los triunfos, los fracasos, las aspiraciones nunca satisfechas, que caracterizan a cada uno de esos grupos y, sobre todo, que lo diferencian de los otros grupos geográficos o étnicos. De ahí que, en este sentido la palabra cultura utilizada en este sentido habla de contenidos concretos, pero no constituye lo que tratamos de definir como Cultura, aunque todos esos contenidos deben formar parte de ella. Ni que decir tiene que no podemos olvidar otras culturas como la gastronómica o la cultura del vino, la del ocio, la del trabajo, o incluso dos muy actuales e igualmente aberrantes, como son la cultura del éxito (que crea seres más competitivos, y menos cooperativos y empáticos) o la del dinero (que convierte todo, incluidos el arte, la literatura y las personas, en meros productos de mercado). Por supuesto, también se habla de cultura religiosa y, llevando el adjetivo a puntualizaciones más concretas, de cultura cristiana, musulmana o budista, aunque nunca he oído hablar de cultura atea, y creo que eso es una buena señal, pues indica que el ateísmo, a diferencia de las creencias teístas, no ha tratado nunca de ser proselitista. En general, ha habido siempre una tendencia a confundir cultura con erudición. Quién no ha oído decir de alguien, con tono admirativo: “Es una persona muy culta”, para indicar que se trataba de alguien con muy amplios conocimientos de campos y disciplinas muy variados. En este sentido, poseer cultura es algo bueno y encomiable, siempre y cuando no se persiga alcanzar un conocimiento meramente enciclopédico, algo que, además, en los tiempos que vivimos ha perdido parte del sentido que tuvo en otras épocas, gracias a la facilidad para acceder en cuestión de segundos a toda clase de información. Eso hace que leer una buena novela, incluso una novela de aventuras, o un bello poema, o ver una buena película o disfrutar viendo una exposición de arte sea mucho más enriquecedor que atragantarse de conocimientos para almacenar en nuestro disco duro mental. Lo importante hoy ya no es el almacenamiento de datos, sino la adquisición de una clara y diáfana comprensión de nosotros mismos y del mundo que nos rodea, de los retos y problemas a los que se enfrenta, y que aprendamos a valorar y disfrutar de su variedad y riqueza de paisajes, etnias, lenguas, arte y, por qué no, gastronomía… ¿Y qué es entonces la Cultura? ¿Qué debe abarcar? ¿En qué debe centrar su empeño, sus esfuerzos y su inversión un Ministerio de Cultura? Decía Sandra Faginas en el artículo al que me he referido al comienzo de estas líneas que “no hay vida sin libros, sin música, sin series, sin tele, sin cine, sin conciertos, sin teatro, sin baile, sin magia, sin sueños al fin que nos hagan sentir, entendernos y evolucionar”. Y es gran verdad lo que dice la periodista. Todas las cosas a las que apunta constituyen, en efecto, el mundo de la Cultura, aunque un cierto sentido de la proporción y una necesaria cautela nos lleven, si no a poner en solfa, sí a categorizar y discernir, pues no todo lo que ofrece la tele, ni todo lo que se presenta sobre un escenario, ni lo que se proyecta en una sala de cine, ni lo que se imprime en forma de libro, ni lo que se cuelga en las paredes de las galerías de arte merece necesariamente ser catalogado como parte integrante de la Cultura. Hay mucho bodrio, mucha estafa, mucha basura, mucha mona vestida de seda. Por poner un ejemplo, aunque admito que los graffiti pueden considerarse una nueva expresión cultural, a nadie se le ocurriría comparar las pinturas murales de la norirlandesa Derry o las que embellecen las tapias de la Tabacalera, maravillosos ejemplos de arte perecedero, con las pintadas que ensucian las paredes de nuestras ciudades, gritos lastimeros de adolescentes que tratan de dejar huella indeleble de su su inquietud hormonal y su limitado cociente intelectual, convencidos de que es una muestra de valerosa rebeldía. La Cultura, una necesidad visceral
Leer un libro, escuchar un concierto, ver una obra de teatro, recorrer una exposición de pintura además de ser actividades gustosas, de las que podemos derivar placer, deberían servir para abrir nuestras mentes a experiencias nuevas, para iluminarnos, enriquecernos, darnos un mejor conocimiento de la vida. El problema es que, con excesiva frecuencia, la sociedad consumista en la que nos encontramos inmersos ha convertido esas actividades en meras formas de escapismo, en excusas para huir de la realidad y, en última instancia, en meros intercambios mercantiles. La sociedad capitalista ha buscado convertir el arte, la literatura, la música, el teatro —y no digamos ya el cine— en meros “productos”, y los enmarca en un territorio mercantil, en el que dominan, por encima de cualquier otra consideración, las más descarnadas técnicas de marketing y publicidad. Pero hay algo que nos permite saber cuándo nos encontramos viviendo una experiencia cultural auténtica: cuando leer un libro, contemplar una obra de arte, ver una película o una obra de teatro, escuchar un gran concierto o una sencilla canción, leer un poema… nos provoca una emoción especial, abre nuestras mentes (y nuestros corazones), nos divierte, nos emociona, nos estimula, nos hace pensar, provoca en nosotros reacciones encontradas. Todo esto constituye una forma de sabiduría, que está a años luz de la mera erudición. Como cierre, una reflexión: Cuando decimos que una persona es muy "culta" no siempre significa que esa persona "tenga mucha cultura", sino aque ha almacenado muchos conocimientos o, como se dice hoy día, "muchos datos". |
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April 2022
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