La versión que nos ha entregado Blanca Portillo y su troupe del Ángel Exterminador es el más claro exponente de lo que se consigue cuando se dispone de mucho dinero, fama y amigos bien situados, y cuando lo que importa no es el texto y el espíritu teatral, sino alcanzar el anhelado puesto a la mesa de los triunfadores, ponerse a la altura de los elegidos, de los inconmensurables, de los “genios”…, o sea, puro exhibicionismo. Hecho este preámbulo y para no divagar demasiado, voy a dividir mi comentario en unos pocos apartados claramente diferenciados que me ayuden a mantener mis ideas dentro de unos cauces bien delimitados. El teatro no tiene los mismos recursos ni el mismo lenguaje que el cine. Podrá decirse que esta es una verdad de Perogrullo (que a la mano cerrada llamaba puño), pero viendo la versión dirigida por Portillo, la cosa no parece tan lógica. La obra de Buñuel nos muestra la degradación a la que puede llegar un grupo de “elegantes” burgueses sometidos a una absurda e incomprensible situación de encierro durante varios días. Hay en la obra de Buñuel simbolismo (aunque el propio Buñuel dice que, si lo hubo, no fue intencionado), disparate, humor, poesía, esperpento, irracionalidad (como lo hay en la vida real). Pero Buñuel lo logra con unos personajes aparentemente “normales”. Y lo hace con el recurso del cine: moviendo la cámara, con planos generales y primeros planos, que ayudan al espectador a situarse en la escena y, al mismo tiempo, a acercarse a los distintos personajes para conocerlos, a centrar su atención en determinados diálogos mantenidos en situaciones muy concretas por personajes muy concretos. El teatro solo dispone de un plano general, y la consecuencia de tener en escena constantemente a doce o treces personajes hablando de forma dispersa en puntos muy distintos del escenario es que el espectador se pierde.
La escenografía debe estar al servicio del texto y no al revés. Todo lo dicho en el párrafo anterior se ve agravado como resultado de una escenografía que ha buscado el lucimiento del montaje por encima de los resultados interpretativos. Portillo nos presenta un montón de personajes encerrados tras un cubo de cristal que actúa de inmisericorde barrera de sonido. Esto hace que los actores y actrices deban gritar para que se les oiga. Y, en efecto, se les oye, pero no se les entiende. Por una parte, los personajes “normales y reales” de Buñuel se ven convertidos por obra y gracia de la dirección actoral en seres poco creíbles, desaforadamente teatrales e histrionizados a los que, para colmo, no se les entiende en un porcentaje muy importante de sus intervenciones. Por un momento llegué a pensar que mi incipiente sordera había ido a peor de repente. Pero me “tranquilizó” observar que a los espectadores que me rodeaban los pasaba lo mismo. Y esto es un defecto muy grave en teatro. Resumiendo todo lo anterior, los personajes de Buñuel causaban una profunda impresión en el espectador a medida que se producía en ellos una degradante transformación que los convertía en auténticos animales. Los intérpretes de la obra de Portillo no lo consiguen. Se quedan en los gritos, los empujones, las peleas, las camisas rotas y sucias, los cabellos despeinados, las masturbaciones y los toqueteos escasamente eróticos, pero carecen de fuerza para ser convincentes a fuerza de ser vociferantes. El espectador paga por ir a ver una obra, no para participar en ella contra su voluntad. Hago este inciso a propósito de un personaje, se supone que un trasunto simbólico de la muerte, que pasó a ocupar una butaca, vuelta del revés, en la fila 8 o 9, que hablaba a voz en grito ocasionalmente con textos --más o menos pertinentes— de Sansegundo, el responsable de la dramaturgia, en los intervalos en que se daba un respiro a los actores y actrices encerrados en el cubo de cristal. No voy a discutir aquí ni la necesidad de este personaje, ni la oportunidad de los textos que interpretaba, salvo el deseo de Sansegundo de maridar sus textos con la obra de Buñuel (ya he visto este recurso en más ocasiones, por ejemplo, los textos que introduce José Manuel Mora intercalados con los textos de Lorca en la versión de La casa de Bernarda Alba, dirigida por Carlota Ferrer). Lo que sobre todo me pareció inoportuno e innecesario fue que la actriz que representaba este papel en la obra de Portillo, cada vez que entraba y salía de su butaca, lo que hizo no menos de cinco o seis veces, molestara a los espectadores que estaban entre su lugar de actuación y el pasillo y les obligara a levantarse una y otra vez. Los espectadores no son --no tienen por qué ser— parte del elenco: pagan para otra cosa. Haré un apunte final para decir, y esta es una opinión muy personal, que el montaje de la obra me pareció una desmesura, un derroche, un exceso que, como es fácil deducir, sólo puede lograrse cuando se juega a hacer teatro con subvenciones, o sea, con dinero público. La instalación de la campana (en homenaje al final de la película de Buñuel, como también entiendo un homenaje al aragonés el redoble de los tambores de Calanda en dos o tres momentos de la obra, aunque no pareciera venir a cuento) y, sobre todo, la puesta en escena final con el frontal de la catedral, el obispo y el botafumeiro soltando incienso a chorros por encima de las cabezas de los espectadores de la platea (algunos, por cierto, un tanto temerosos de su seguridad física) para una escena simbólica que dura menos de cinco minutos me parecieron recursos de un exhibicionismo desmesurado. Quizás estoy muy chapado a la antigua –aunque nunca hay que renunciar a que el teatro investigue y haga incursiones en territorios nuevos, siempre que sean “teatrales”– , pero sigo sosteniendo que los dos pilares esenciales del discurso dramático son el texto y la interpretación. La escenografía (decorados, música, luces, etc.) es el tercer pilar, pero un tercer pilar que debe estar siempre al servicio del texto y nunca al contrario. Y, sobre todo, el teatro no debe intentar hacer incursiones en el territorio del cine, porque corre el peligro de no lograrlo. El público fue generoso con el esfuerzo de los actores y las actrices (de calidad interpretativa muy dispar), aunque me pareció muy evidente que la segunda salida a saludar no fue provocada por el entusiasmo del público sino por la oportuna pirueta del último actor que se retiraba y que no llegó a desaparecer del escenario, sino que –en un gesto que se va haciendo demasiado frecuente en la escena teatral-- se dio inmediatamente la vuelta y reinició el regreso al proscenio, obligando al público, que fue muy cortés, a continuar aplaudiendo. Debo asimismo decir que observé un alto porcentaje del público que no participó de esta segunda tanda de aplausos. Eso sí, la consabida claque aplaudió puesta en pie, pero eso es habitual ya en casi todas las funciones. |
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April 2022
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