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de un homo civicus

Reflexiones sobre el uso, abuso y maltrato de la lengua

31/7/2011

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Leía esta mañana con auténtico deleite un artículo, publicado en el último suplemento Babelia, de mi paisano José Manuel Blecua, director de la Academia de la Lengua, sobre el diccionario de Covarrubias. Tanto es así que me he apresurado a poner un comentario en Facebook, con un enlace a este artículo en El País.
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Covarrubias
Conocí fugazmente a Blecua en mi juventud; digo fugazmente porque estábamos ambos en esa edad en la que cinco o seis años de diferencia marcan (o, al menos, marcaban en aquellos años; hoy día puede que ya no sea así) todo un mundo. Tuve algo más de contacto, tampoco mucho, con su hermano Alberto, también excelente filólogo y especialista en el Siglo de Oro español. Contactos que dejan una huella inevitable en el recuerdo para quienes asistimos por los años 60 a la Universidad de Zaragoza, donde se tenía un respeto reverencial por el padre de ambos, José Manuel Blecua Teijeiro, insigne oscense, que había sido durante varios años profesor de Lengua Española del Instituto Goya de la capital aragonesa, y que en 1959 o 1960 fue nombrado catedrático de Lengua Española de la Universidad de Barcelona.
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José Manuel Blecua Teijeiro
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Universidad de Verano de Jaca (1965)
No puedo resistirme a narrar una anécdota protagonizada por Blecua padre, quien, aparte de ser un destacado lingüista e insigne profesor, estaba ya en aquella época muy sordo. Cuando ocurría el suceso que voy a contar, Blecua padre contaba no más de 54 o 55 años. Fue en la Universidad de Verano de Jaca, dependiente de la de Zaragoza. Acababa yo de terminar la licenciatura en Filología y estaba a punto de cumplir 22 años. El rectorado de la Universidad nos había invitado a un grupo de cinco o seis graduados en Filología de mi promoción a asistir como ayudantes a los cursos de verano de Jaca para extranjeros. Nuestra misión era sencilla y múltiple: dar sesiones de conversación en castellano; corregir ejercicios escritos; relacionarnos con los alumnos extranjeros e interactuar socialmente con ellos; preparar actividades extraacadémicas... Recuerdo una lectura de poemas que trajo cola porque la dedicamos a poetas muy distintos entre sí, pero todos ellos proscritos por el régimen o desafectos al mismo, como Machado, Miguel Hernández, Miguel Labordeta o José Hierro, entre otros; “alguien” dio el chivatazo al alcalde y a la Guardia Civil, aunque no pasó nada porque la pronta intervención del profesorado, y en especial de Blecua –que era personaje muy respetado–, contribuyeron a quitar hierro al asunto. Por otra parte, al régimen no le interesaba dar un espectáculo de “mano dura” ante varios centenares de universitarios extranjeros, que iban a regresar en un mes a sus países y a dar cuenta de sus impresiones sobre la sociedad española: era el año 1966 y el régimen quería dar, cara al exterior, una sensación de “normalización democrática”, si es que eso podía (que no lo conseguía) entenderse.

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Pilar Bayona
Volviendo adonde estábamos y a la anécdota que iba a contar (cada vez tengo mayor tendencia a irme por las ramas; debe de ser cosa de la edad), se celebró la última semana de agosto una gran sesión de clausura de los cursos. Lo de siempre: discurso del decano; inevitable intervención del alcalde de Jaca; entrega de diplomas a los alumnos... y un breve recital de piano, de cuya ejecución se encargó la que fue famosa pianista zaragozana Pilar Bayona. Blecua se sentaba en lugar destacado de la primera fila con el resto del claustro y las “fuerzas vivas” de La Jacetania. Por supuesto, llevaba puesto su audífono, aparato que si todavía hoy no está absolutamente perfeccionado, en los años 60 debía de ser de una calidad tecnológica muy incipiente y, por tanto, bastante deficiente. A Blecua no le gustaba nada este aparatito, que sólo llevaba puesto cuando, por especiales circunstancias, estaba obligado a “oír”; de lo contrario, prefería una conversación “a gritos”, con su tono de voz y forma de hablar monocorde característica de un sordo. No recuerdo en absoluto cuál fue el repertorio que nos ofreció Pilar Bayona; sí recuerdo, en cambio, que, en un momento determinado, atacó la partitura con una serie de acordes (seguramente unos compases marcados como fortissimo) que resonaron con furia en el salón de actos. De repente, Blecua se quitó el audífono con cara de horror, y pudo escucharse en toda la sala con absoluta nitidez su voz, en medio de los compases en diminuendo que siguieron, exclamar airado: “¡¡¡Joder, qué ruido hace esta jodida!!!” Miradas de soslayo de profesores y autoridades, cejas brevemente enarcadas de Pilar Bayona, risas contenidas del alumnado... ¡y poco más! Blecua no se había enterado de su involuntario protagonismo sonoro.

Hasta aquí, la anécdota y mi recuerdo personal de los Blecua, que ha venido de la mano del artículo publicado en Babelia y de mi constante reflexión sobre el (mal) trato que nuestra lengua recibe por parte de la gente, en general, y de los profesionales de los medios de comunicación, en particular. 

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Francisco Yndurain, mi profesor de Lengua
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María Moliner
Reflexionaba yo estos días sobre una frase del muy recordado exdirector de la Academia Lázaro Carreter (por cierto, como los Blecua también de la provincia de Zaragoza, al igual que los Ynduráin –Francisco, padre, y Domingo, hijo– o María Moliner, entre otros destacados lingüistas), quien con su obra El dardo en la palabra hizo una valiosísima aportación de sensatez y buen criterio para luchar contra el deterioro que está sufriendo nuestra lengua en el uso, abuso y maltrato que sufre a diario. Decía Lázaro Carreter: “El descrédito social que se seguía en tiempos no muy lejanos para quien cometía faltas se ha trocado hoy en indiferencia”. Es cierto... ¡y triste! Hablar o escribir incorrectamente provocaba una situación de desdoro; hablar incorrectamente y cometer faltas de ortografía o de gramática (o de ambas cosas) actualmente es algo que pasa totalmente desapercibido. La lengua ha pasado a ocupar una función meramente instrumental, y sólo se le exige que sea eficaz, o sea, que permita entender lo que se quiere decir (cómo se logra importa menos, si es que importa algo). 
No me importa si se me considera anticuado, pero para mí la lengua es algo más que un mero instrumento. Decía también Lázaro Carreter que “el idioma es la piel del alma de un pueblo”. Y, en efecto, lo es. El idioma, la forma en que hablamos, nos viste (o nos desnuda), nos retrata. Es el envoltorio de nuestro contenido, nuestra carta de presentación. Y por mucho que ofrezcamos en el interior del paquete una valiosa mercancía, si la presentamos envuelta en un papel grosero y sucio, su valor desmerecerá en consonancia. He leído textos escritos por universitarios, el valor de cuyo contenido he sido incapaz de apreciar porque no he podido pasar del segundo párrafo: incoherencias expresivas, falta de organización de ideas, ausencia de puntuación, faltas de ortografía...
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La lengua no es sólo un vehículo de comunicación (que también lo es, naturalmente, y, en la medida en que ese vehículo sea usado con corrección, permitirá comunicar con más claridad, evitando, por ejemplo, las ambigüedades). La lengua, en sí misma, es materia de arte. Y es la mayor manifestación de la grandeza de la mente humana, de la capacidad creadora del ser humano a lo largo de su proceso evolutivo. De hecho, el lenguaje es el ejemplo más fascinante de la capacidad de creación del ser humano. Inventar sustantivos es algo relativamente sencillo de entender; podría aceptarse que cualquier animal con un cierto nivel de inteligencia y con nuestro sistema de emisión de voz inventase y emitiese palabras que denominaran objetos de su entorno: piedra, agua, montaña, sol, planta...; podría decirse lo mismo de la gran mayoría de los adjetivos (oscuro, caliente, frío, blanco) o de algunos verbos (comer, dormir, buscar, acariciar...); pero la cosa comienza a complicarse cuando los sustantivos describen conceptos abstractos, totalmente ajenos al mundo físico (crueldad, solidaridad, arrepentimiento, consuelo, vergüenza, mentira, honestidad, justicia...), alcanzando su cota máxima cuando el ser humano inventa cosas como el modo subjuntivo de los verbos, como forma de indicar irrealidad, posibilidad, futuro no realizado pero realizable (puede que ella me ame aunque no lo diga, dudo de que dios exista...). La lengua es mucho más que un mero instrumento; es nuestro documento de identidad como seres inteligentes, nuestro ADN intelectual  en un mundo cuya naturaleza aún, a pesar de todo, no hemos llegado a entender, aunque puede que estemos a punto de conseguirlo (y quizás ese descubrimiento sea el definitivo, el principio del fin, el punto de partida del del caos definitivo, pero eso es tema para otra reflexión).
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Me duele constatar cada día la desidia, la torpeza y la falta de respeto con que se utiliza la lengua. Y, lo que es peor, la indiferencia con que se hace. Y si esto es malo en términos generales, la gravedad es mucho mayor cuando ocurre en los medios de comunicación, que son la gran caja de resonancia social, el modelo (aunque sea un modelo involuntario) del que copia la mayoría de ciudadanos. Yo entiendo que un idioma es como un ser vivo y que, por consiguiente, está sometido a transformación, a cambios. Un idioma toma préstamos de otros idiomas, siempre lo ha hecho, en unos casos por necesidad, en otros por imposición, en la mayoría de las ocasiones por influencia del más poderoso. Lo malo es cuando los nuevos usos se producen por imitación de personas que hablan mal, que desconocen su propia lengua, pero que están en una situación social que les permite, a través de los medios, convertirse en modelos. Es lo que podríamos denominar “incultos lingüísticos con fácil acceso a cámaras y micrófonos”.
Un ejemplo de esto último que digo lo tenemos en el verbo “cesar”. A nadie le sorprende que un político, refiriéndose a otro del partido contrario, afirme que debe “ser cesado”. Es más, lo dicen todos, desde el presidente del gobierno al último diputado de las filas de la oposición, amén de periodistas, tertulianos y comentaristas políticos. Y todos están diciendo una tontería. No podemos pedir que nadie cese a nadie, porque es imposible. Podemos exigir su cese, pero no que sea cesado. Y esto por una sencilla razón: porque el verbo cesar es intransitivo. Un político puede dimitir motu proprio; puede ser destituido por sus jefes; en ambos casos, el político cesa, pero no es cesado. La Academia lo dice muy claro:
cesar (del latín, cessāre).
1. intr. Dicho de una cosa: suspenderse o acabarse.
2. intr. Dejar de desempeñar algún empleo o cargo.
3. intr. Dejar de hacer lo que se está haciendo. 
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Si hacemos un repaso por periódicos o revistas, impresos o digitales, de izquierdas o de derechas, podemos encontrar toda clase de “joyas”, o sea, de aberraciones lingüísticas, que en unos casos destripan la ortografía, en otros le sacuden estopa al léxico, ponen patas arriba las normas de puntuación o hacen juegos malabares con las normas gramaticales. Y si escuchamos la radio o vemos la televisión, no pasa un telediario o un programa cualquiera en que no se le dé algún que otro puntapié inmisericorde a nuestro pobre y maltrecho castellano.
He encontrado dos ejemplos muy interesantes de uso incongruente del léxico, uno en un periódico claramente de izquierdas, Nueva Tribuna, que se plantea esta cuestión:
“¿Se candidará Rubalcaba a la Presidencia del segundo país del mundo en número de fosas clandestinas dando normal cumplimiento al derecho internacional o ignorándolo?”
Es probable que el autor se sienta muy realizado con su neologismo, pero es seguro que buena parte de sus lectores se quedarán in albis al leerlo.
El otro ejemplo, mucho más sangrante, lo he visto en un texto de un tal Pablo Montesinos, cuyo nombre no me dice nada, pero sí la tendencia ultraderechista de la publicación en la que escribe, Libertad Digital (¿por qué los fascistas se empeñan en decorar sus recintos ideológicos con palabras como “libertad”, cometiendo así un insulto a la inteligencia?). Dice el pollo, hablando del líder del PP:
“Acto y seguido, en Génova le surgen tanto defensores como retractores, y fue entonces cuando Mariano Rajoy dijo, en forma de sentencia dilapidaria: "¡Yo me encargo!".
Subrayo los errores pero me ahorro el aburrimiento de analizarlos; se comentan solos. Pero me encantaría preguntarle a Rajoy en qué parte del cuerpo le surgieron los retractores y qué consecuencias tuvo ese hecho para su organismo. (Alguien que lee esto por encima de mi hombro mientras tecleo me saca de mi hasta ahora tranquila ignorancia y me señala que el tal Montesinos ha escrito incluso un libro: ¡que su dios le confunda al maldito!)
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Paso a comentar algunas de las barbaridades que he encontrado últimamente y de las que he ido tomando paciente nota, para que se vea que no exagero en cuanto digo. He procurado elegir periódicos o, en general, medios de comunicación que deberían ser “fiables” desde un punto de vista lingüístico (que desde otro punto de vista, allá cada cual con su conciencia).
“El cuadro, realizado en 1624  cuando el monarca contaba con 19 años, fue donado (…)”
El País, crónica de Andrea Aguilar, desde Nueva York
Es evidente que el texto está mal puntuado (falta una coma después de 1624) y, además, el monarca podía contar con 19 amigos, con 19 días de tiempo, con 19 guardias personales, pero debería decir que “contaba 19 años”.
“Organizar un referéndum en un lugar pobre hasta la saciedad […] ha sido un reto […] y ha acabado resultando en un carajal bastante comprensible, sobre todo en Juba (Sudán),”
(Álvaro de Coza, corresponsal, El País, 10 de enero de 2011)
Voy a obviar la pertinencia de usar el término “carajal” en un reportaje para un periódico serio. Pero, ¿desde cuándo un carajal es algo comprensible? Es evidente que el corresponsal quiere decir otra cosa, pero lo escribe tan mal, que el resultado es deplorable. ¿No habría sido mejor redactarlo en estos términos?
“Organizar un referéndum en un lugar pobre hasta la saciedad […] ha sido un reto […] y el resultado ha sido todo un despropósito, como cabría esperar en un lugar como Juba (Sudán),”
Paso a otro ejemplo.
“En la información testifical estuvieron presentes el fiscal municipal y el secretario. Se trata de dos vecinos zaragozanos, identificados como Lucio Guinda Cuartero y Joaquín Melic Jiménez, (de los que se facilitan DNI, domicilio y su situación legal). Ninguno pudieron ser localizados ayer por este periódico para facilitar su versión”
Heraldo de Aragón, 17.3.2011 
¿Nadie le ha enseñado al redactor que jamás se pone una coma delante de un paréntesis? ¿Y que la palabra “ninguno” no puede ser sujeto de un verbo en plural?
Algunos errores tienen incluso cierta gracia. Por ejemplo, esta frase referida a mi admirada María Moliner, quien no sé qué habría dicho si la hubiera podido leer:
“En 1925 [María Moliner} se casó con Fernando Ramón y Ferrando, que fue catedrático de Física de la Universidad de Valencia. Juntos tuvieron cuatro hijos: Enrique, Fernando, Carmen y Pedro. 
La Revista,
Internet 
¡Pues menos mal que decidieron tenerlos juntos, que, por separado, les habría resultado un poco difícil y embarazoso de explicar!
Otro error de bulto en un periódico “serio”:
“La policía encontró en la escena del crimen un segundo arma, un revólver, que también portaba el guardia civil”.
El País, 26.7.2011
Es evidente que deberían haber escrito “una segunda arma”, pues las palabras femeninas que comienzan por “a” o “ha” tónica cambian el artículo determinado o indeterminado a la forma masculina para lograr la eufonía; pero “solamente” se hace este cambio con los artículos (el aula, un águila...) pero no con los demás determinantes o adjetivos antepuestos (la otra aula; una segunda arma). Así, debe decirse “Nunca digas: de esta agua no he de beber”, y no “de esta agua”...
Otro error gracioso producido por una utilización forzada de la voz pasiva:
“Al llegar la policía, el alborotador logró ser reducido y trasladado a los calabozos…”
(Heraldo de Aragón, 4 de julio de 2011)  
Parece ser que los policías eran unos torpes y el alborotador no sabía qué hacer para que lo redujeran, aunque puso todo su empeño y al final lo consiguió. ¿No había sido más sencillo utilizar usar la pasiva refleja en vez de la voz pasiva?:
“Al llegar la policía, se logró reducir al alborotador y trasladarlo a los calabozos…” 
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Baudilio Tomé "no prevee recortes"
Pero el error más serio que he detectado hasta ahora, apareció el otro día en un titular de El País. Su gravedad radicaba no sólo en el despropósito gramatical, sino en el tamaño de la letra en que estaba impreso. La frase la decía Baudilio Tomé, supuestamente el cerebro gris de la campaña de Rajoy para las próximas elecciones. Estoy seguro de que Tomé lo dijo así, pero el periódico no puede reproducir semejante barbaridad:
“No preveemos recortes masivos de empleo público”. Los políticos usan con desparpajo este maldito verbo inexistente (preveer, en vez de prever). Les encanta alargar el sonido “veeee”, que les hace sonar como ovejas balando. Y lo dicen también periodistas y presentadores de radio y televisión. Y el otro día lo leí en un documento jurídico: “No se preveyeron las consecuencias legales
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Para terminar con los periódicos, un último error léxico recogido la semana pasada. Hablando de los millones de euros que Bruselas parece que va a pagar a los agricultores por el asunto de los pepinos y refiriéndose a que España es quien más dinero va a recibir:
“España se convierte así en el primer benefactor...”
Público, 29.7.2011
¿No sabe el redactor la diferencia entre benefactor y beneficiario? Salvo que sepa de buena fuente que España está dispuesta a regalar ese dinero cuando lo reciba y, así, convertirse en benefactora de otro país más pobre...

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La radio y la televisión no se libran. Y lo peor es que su capacidad de multiplicación e imitación, por la inmediatez con que llegan al público, es mucho mayor, mucho más devastadora. He aquí algunos ejemplos oídos (y leídos en pantalla) últimamente.
Quiero destacar un error que escucho constantemente, tanto en RNE como en la SER, únicas emisoras que mi “religión” me permite escuchar sin tener que pasar por el terrible proceso de sincero arrepentimiento. Pongo dos ejemplos representativos del mismo error:
El 31% (leído “treinta y un” por ciento, en vez de treinta y uno por ciento)
31.000 mujeres (leído “treinta y un mil” mujeres, en vez de treinta y una mil mujeres)
No voy a explicar, por obvia, la regla. Pero considero que los jefes de redacción de nuestras dos principales cadenas deberían conocerla y exigir su correcta utilización a sus redactores.
He aquí algunas cositas captadas en las dos últimas semanas:
En los próximos días pueden haber tormentas en la zona norte…
(3 de julio de 2011, 24 horas, TVE1)
Ni “van a haber”, ni “hubieron”, ni “habrán”, ni “pueden haber”; sino “va a haber”, “hubo”, “habrá” y “puede haber”. Haber es un verbo unipersonal (sólo tiene tercera persona del singular). ¿Influencia del catalán? Es posible.
“Ayer se realizó la oferta al apóstol”.
TVE1 (24 horas)
Me imagino que querían decir la ofrenda, pero uno no puede estar seguro. En estos tiempos del telemarketing, es posible que le estuvieran haciendo a Santiago una oferta de telefonía móvil o de tarjetas de crédito, ¡vaya usted a saber!
Crisis humaaria (escrito así en pantalla en referencia a Somalia)
TVE1 (24 horas)
Alguien me podrá decir que soy un pejiguera, que le saco punta a todo, que un error de mecanografía lo tiene cualquiera, que es evidente que querían decir “humanitaria”. Y ahí viene Paco con la rebaja. O sea, ahí está el quid de la cuestión. ¿Desde cuando una crisis o un desastre pueden ser humanitarios? Ya sé, ya sé que lo dicen en todos los medios, pero eso no da a este uso concreto del adjetivo “humanitario” marchamo de corrección.
Veamos lo que dice la Academia de este término:
Humanitario, ria.
(Del lat. humanĭtas, -ātis).
1. adj. Que mira o se refiere al bien del género humano.
2. adj. Benigno, caritativo, benéfico.
3. adj. Que tiene como finalidad aliviar los efectos que causan la guerra u otras calamidades en las personas que las padecen.
¿Desde cuándo una crisis o un desastre puede considerarse que tienden al bien del género humano, o que son benignos y benéficos, o que tienen como finalidad aliviar los efectos de la guerra u otras calamidades?
Es evidente que deberíamos hablar de crisis o desastres humanos. Y que humanitarios son los programas de ciertas ONG o las ayudas de la gente a través de sus gobiernos.
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No quiero entrar en el género que mayor número de ejemplos de barbaridades lingüísticas aportaría a un artículo de este tipo: el periodismo deportivo. Los profesionales de ese campo –con las lógicas y escasas excepciones, que las hay– son los que con mayor descaro, con más alegría y desenfado inventan términos, destrozan el léxico y machacan el idioma. Y, lo que es más destacable: ¡les importa un bledo!
A modo de colofón, sólo voy a dar un ejemplo escuchado el otro día. No lo destaco como lo más representativo, sino porque va a actuar como "final de etapa" de mi post:
“La dificultad de la etapa está en los dos últimos kilómetros finales”.
(Reportaje sobre la etapa del Tour, TVE 1, martes 5 de julio de 2011) Uuuufffff, ¡menos más que eran ya los últimos kilómetros finales!, porque los corredores estaban ya exhaustos.
Cierro con una última reflexión de Lázaro Carreter:
“El sistema docente es la principal causa del mal uso de la lengua. Antes, la escuela era, sobre todo, hablar, leer y escribir. Hoy, se sabe que no pasa nada si uno no sabe hablar, leer o escribir.”
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