"La responsabilidad que tiene este Gobierno llega hasta nuestra fronteras, no a lo que puedan hacer terceros países". Esta respuesta de Pedro Sánchez, dada para explicar la decisión del Ejecutivo de dar marcha atrás en su decisión de cancelar el contrato de venta de bombas de alta precisión a Arabia Saudí, reviste un imperdonable grado de cinismo. Esta frase, dicha con plena conciencia de su significado, rozaría lo abyecto. Siguiendo idéntica línea argumental que la planteada por Sánchez, no podríamos criticar ni culpar a nadie que facilitase a una persona, de la que sabemos que es malvada y sin escrúpulos, un producto susceptible de causar daño o la muerte a otras personas, solo porque ese daño iba a producirse lejos del lugar en que ese producto es fabricado o vendido. Da lo mismo que se trate de una droga, un arma de fuego, un veneno o cualquier otro producto o artilugio mortífero. Lo peor no es que el Presidente del Gobierno haya adoptado la postura más cómoda, pragmática y, sobre todo, electoralista, temiendo la más que probable revancha de los saudíes anulando el contrato de cinco corbetas a los astilleros de Navantia en Cádiz. Causa consternación pensar que esa postura cobarde e ideológicamente incoherente también la han apoyado y compartido no solo la Junta de Andalucía sino, –agárrense – el alcalde gaditano de Podemos y los propios sindicatos, y que estos dos últimos lo han hecho supuestamente en defensa de los puestos de trabajo de docenas de trabajadores de los astilleros andaluces. Esta postura, y de ello no me cabe la menor duda, la comparten esa mayoría de españoles bienpensantes, respetuosos del orden establecido, acomodaticios, amantísimos padres de familia, incluso cristianos convencidos, que están dispuestos a cerrar los ojos a cualquier monstruosidad que pueda cometerse en su nombre, si ello les supone un beneficio o cualquier clase de prebenda, ventaja, provecho o sinecura. Como mucho, dejarán caer una frase que constituye un cínico principio de amoralidad: “Si no lo hacemos nosotros, lo harán otros. Por lo menos, que el beneficio quede en casa.” Hablaba en mi último post, a propósito de la crítica que hice de una obra teatral, del discurso tramposo de un personaje que cuestionaba el sufragio universal, como perfecta expresión de la democracia, y lo hacía partiendo del siguiente argumento: ¿Cómo podemos estar a favor de un sistema que da el mismo valor al voto de gente inculta, desinformada e ignorante que al voto de las personas cultas, que piensan, y que, con una u otra ideología, tienen formada una clara opinión política de lo que consideran mejor para su país? Esta postura, además de ser filofascista y aberrante, es absolutamente torticera. Si el problema radicase en la ignorancia o la incultura de una parte de la población, la solución sería sencilla, y alcanzarla solo sería cuestión de algo de tiempo. Bastaría con proporcionar formación, educación e información veraz a esas personas. Pero al sector política y económicamente dominante eso no le interesa, y se esfuerza por mantener el desconocimiento y la desinformación a través de la más grosera manipulación de la información, la cual, lógicamente, está en sus manos. Por otra parte, los propios resultados electorales –en teoría, la esencia misma de la democracia– demuestran la falacia del argumento. Por poner un ejemplo bien próximo a nosotros, siguiendo la línea argumental elitista, la pervivencia de un partido político corrompido hasta sus más profundas raíces como el PP –incluso gobernando con una cómoda mayoría–, demostraría que su electorado debería estar formado por patanes ignorantes, incultos y analfabetos. Y lo cierto y triste es que no es así. Puede que sus electores no sean dechados de inteligencia, pero desde luego no proceden de los estratos más bajos de la sociedad.
Y es que el problema esencial que caracteriza el errático comportamiento de las sociedades que denominamos democráticas no es la falta de cultura, sino una extendida falta de ética y una generalizada ausencia de coherencia entre la teoría de sus planteamientos teóricos y la realidad de sus comportamientos. Pocas personas se atreverían a declararse racistas o a mostrar rechazo por las personas discapacitadas; sin embargo, ¿por qué es tan frecuente escuchar (a gente que parece de bien) afirmando que los inmigrantes vienen a aprovecharse de nuestro estado de bienestar y a robar nuestros puestos de trabajo?; ¿por qué tantos amantes padres de familia (muchas veces autodeclarados cristianos) rechazan que sus hijos compartan aula con niños que sufren alguna clase de discapacidad?; ¿por qué la gente encuentra lógico y natural que un propietario se niegue a alquilar su vivienda a una familia inmigrante o gitana, aunque tengan trabajo e ingresos regulares?; ¿por qué hay tantas personas que están de acuerdo con que los gobiernos impidan el acceso a Europa de los subsaharianos que escapan del hambre y la miseria o de los refugiados que huyen del horror de persecuciones, muertes y guerra, y cómo es posible que esas personas vivan, coman y duerman tranquilamente sabiendo que decenas de miles de esos refugiados han muerto ahogados en el Mediterráneo, niños incluidos? El tema de la venta, por parte de España, de armas (estas sí, de destrucción masiva) a Arabia Saudí nos da una pista acerca de esta constante contradicción en la que vive buena parte de la sociedad. Arabia Saudí es un país dictatorial, tiránico, con una monarquía absoluta donde no se respetan los derechos humanos, no solo de sus propios súbditos –en especial de sus mujeres– sino tampoco los de los ciudadanos de sus países vecinos, a los que lleva meses sometiendo a brutales bombardeos en los que han muerto miles de civiles de todos los géneros y edades. La aceptación de semejante situación es producto de una variedad de actitudes, entre los que destacan claramente la apatía, la pereza y, sobre todo, el egoísmo. El sufrimiento y la injusticia que suceden lejos de nosotros resultan irreales, soportables. La crueldad, el asesinato de mujeres y niños, el hambre, el frío, el miedo de miles de familias nos resultan ajenos si se producen a varios miles de kilómetros de nuestro confort cotidiano. Como mucho, tras un gesto de desagrado o de falsa compasión, volvemos a lo nuestro. Lo escondemos, lo olvidamos. Y si todos esos horrores nos proporcionan algún tipo de beneficio, los intentamos justificar con un hipócrita “si no lo hacemos nosotros, lo harán otros”, o “¿qué podemos hacer nosotros para evitarlo?”, o, como hacen los sindicatos obreros andaluces con las bombas de Arabia Saudí, “los contratos están para cumplirlos y lo primero que debemos defender son los puestos de trabajo”, frase a la que sigue un aplauso generalizado de una sociedad mezquina, egoísta, indiferente, satisfecha de sí misma... ¿Se puede creer (confiar) en la convicción democrática de una sociedad que tiene comportamientos tan escasamente éticos? ¿Puede un gobierno definirse como democrático y socialista con esos planteamientos? ¿Pueden unos sindicatos “de clase” considerarse defensores de los trabajadores cuando esa defensa significa, aunque sea de manera indirecta, el asesinato de civiles? ¿Podemos seguir definiendo nuestro sistema político como una “monarquía parlamentaria y democrática” y aceptar que nuestros monarcas sean amigos íntimos de unos déspotas que no dudan en cometer atrocidades, y que estén alegremente dispuestos a callar sus crímenes a cambio de unos contratos supuestamente ventajosos para nuestro país? No hablaré del cobro de comisiones por parte de nuestro exmonarca por llevar a cabo tan execrables tareas "en favor de España" porque eso sería materia para un nuevo post. |
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April 2022
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