No me gustan las exposiciones públicas de las creencias personales. Prefiero opinar sobre hechos, sobre acontecimientos. Y en ese opinar, qué duda cabe, podrá quedar de manifiesto cuál es mi credo. Pero desnudar mi alma, mi conciencia, sin que venga a cuento, en un texto que pueden leer por igual amigos y desconocidos, me parece un acto de impúdico exhibicionismo. Salvo que se produzca en el contexto de una conversación íntima con gente muy próxima, hacer alarde de las creencias religiosas personales es de tan mal gusto como hacerlo de la propia orientación sexual. Quien crea en dios, que le rece; quien no crea en él, que lo ignore; quien sea heterosexual, que practique el sexo en buena hora y siempre que tenga ocasión; y quien sea homosexual, que pueda vivir su sexualidad con la misma libertad y satisfacción que el heterosexual. Pero nadie debería hacer exhibición innecesaria de ninguna de las cosas que anteceden. Porque no hay razón para alardear de ellas, del mismo modo que no la hay para esconderlas o hacer renuncia de las mismas. Hoy voy a hacer una excepción. Voy a desnudar un poco mi conciencia, pero voy a hacerlo como respuesta al acoso que venimos sufriendo en los últimos tiempos quienes vivimos felizmente alejados de la grey creyente y, sobre todo, practicante. Un acoso físico (por vivir en una ciudad que ha sido tomada durante 6 días por un ejército de jovenzuelos que, a cristazo limpio, han hecho un alarde impúdico de su fe con gritos, banderas y cánticos por unas calles y plazas que han quedado intransitables); un acoso mediático (por el abrumador peso del asunto de la visita papal en todas las noticias radiofónicas, televisivas y de prensa escrita, incluida, para vergüenza de sus directivos, Televisión Española, que se paga con dinero de todos: católicos, judíos, protestantes, musulmanes, agnósticos o ateos); un acoso político (por la actitud del Gobierno que, sobrepasando con creces el umbral de la normal y aceptable hospitalidad, ha acudido pasivamente al aeropuerto a recibir al papa inclinando sumiso la cerviz para recibir collejas y pescozones verbales de la jerarquía eclesial y del reverenciado visitante, mezcla incomprensible de jefe de Estado y de líder espiritual de los católicos); un acoso policial (por haber tenido que soportar con total impotencia la indignante actuación de unas fuerzas del orden –y esto, aparte de las decenas de vídeos que recorren la red, lo he presenciado yo; no ha tenido que venir nadie a contármelo– que han adoptado, sobre todo frente a los jóvenes “díscolos”, laicos y de izquierdas, actitudes y acciones vergonzosas, mafiosas, violentas, chulescas, incluso delictivas, indignas de un estado democrático, y más bien propias de tiempos que creíamos felizmente superados); y un acoso verbal (porque los no creyentes, críticos con la iglesia oficial, hemos sido descalificados por obispos y arzobispos con adjetivos como paletos, violentos, agresivos, hedonistas, superficiales e insolidarios; y el papa, en su primer discurso nada más aterrizar en España, nos ha acusado de creernos dioses por defender el derecho al aborto y la eutanasia; ¡y lo dice él, que se proclama a sí mismo representante máximo de (su) dios en la Tierra!). Voy a hacer esta excepción también por un segundo motivo, a su vez excepcional, pues, en cierto modo, quiero con esta explicación dar cumplida respuesta –cosa que normalmente me tengo taxativamente prohibido– a algunos amables lectores católicos que se han rasgado las hipócritas vestiduras leyendo el anterior post de mi blog, y que hacían dolidos comentarios por sentirse zaheridos en su condición de piadosos creyentes. No creo que les sirva de nada mi razonamiento porque a ellos les iluminan (o mejor, les deslumbran, les ciegan) sus creencias, pero está claro que no saben aplicar su juicio personal e independiente a los acontecimientos que viven. Dicen sentirse “perseguidos”. ¡Ja! No saben ellos lo que puede llegar a ser una persecución de verdad, concertada por el poder político y el poder religioso, y cómo pueden los representantes de dios en la Tierra perseguir, zaherir, humillar y hacer la vida imposible a quien represente un peligro, una amenaza o, a veces, tan solo una incomodidad. Vamos, pues, por partes. ¿Ser creyente o no creyente? Ser agnóstico o ateo es la consecuencia de un íntimo proceso intelectual y personal. Llegar a la conclusión de que se es agnóstico o ateo implica que uno se ha tenido que parar a pensar, y que uno no ha dado por buenas, sin más, las verdades derivadas de “la revelación”. Están también, por supuesto, las personas que se declaran religiosamente indiferentes, o sea, personas a quienes temas como el origen del universo, la posibilidad del “más allá”, la inmortalidad o el lado espiritual (quiero decir, el lado no meramente biológico, pues la palabra espiritual está tan manoseada que puede inducir a erróneas interpretaciones) del hombre les trae al pairo. ¡Están en su perfecto derecho! Lo que sí puedo asegurar es que yo, como ateo –algunos días me levanto levemente agnóstico, pero no me dura demasiado–, y las demás personas agnósticas o ateas con quienes he compartido pensamiento (y sentimientos) y otras a las que no conozco personalmente pero cuyas obras he leído, hemos pasado por un largo y difícil proceso de meditación, de análisis y, por supuesto, de dudas, hasta llegar al convencimiento de que dios sigue siendo una entelequia, un bello invento del hombre (ladinamente aprovechado luego por los “brujos” profesionales de la cosa divina para mantener a la sociedad oportunamente dominada por el temor e ilusionada por la esperanza de alcanzar la vida eterna tras la muerte). Ser creyente es algo que, de acuerdo con mi experiencia de antiguo creyente (no se olvide que fui un niño nacido y criado en la España del primer y más duro franquismo), sólo puede producirse como punto de llegada de dos recorridos: 1) por aceptación sumisa, obediente y disciplinada de unas “verdades” que vienen impuestas por la (indudable) autoridad y (supuesta) respetabilidad de quienes las transmiten (e imponen); 2) como resultado de un proceso interior (espontáneo o inducido) sin base racional, que impulsa a quien lo experimenta a desarrollar y mantener un estado emocional que da por buenas determinadas “explicaciones” teológicas que, de otro modo, serían inasumibles por personas dotadas de una inteligencia y una cultura superiores. Existiría asimismo un camino intermedio que consistiría en la aceptación sumisa de las mencionadas “verdades” oportunamente adobadas con elementos de índole emocional. Lo que, en mi opinión, resulta evidente es que no existe el menor atisbo de rigor intelectual en ninguna de las supuestas teorías que tratan de explicar la existencia de dios. Quiero dejar constancia de que he tratado de leer obras diversas sobre este tema, de muy distintas tendencias y muy variados autores, probablemente muchas más que la gran mayoría de los que se declaran creyentes en España, y jamás he leído un solo texto que pueda resultar mínimamente convincente, lógico y articulado. Leí no hace mucho la autobiografía de Hans Küng –teólogo alemán, antiguo compañero de Ratzinger y ahora bestia negra de la iglesia vaticana oficial–, por ver si un personaje considerado en todo el mundo un teólogo excepcional y que despertaba en mí un profundo respeto por sus posturas independientes frente al establishment vaticano me permitía vislumbrar esa aproximación inteligente, racional y clarificadora que siempre he tratado de encontrar sin éxito. Me interesó mucho la lectura de su libro. Pero no logré hallar ni un atisbo de razonamiento intelectual para dar apoyo a la fe que, sin duda, anima e ilumina la vida del autor. Esta fe partía –lo hace siempre en todos los autores cristianos– de la aceptación de las verdades reveladas y de la interpretación de los Evangelios, textos escritos mucho después de la muerte de Cristo, a veces contradictorios entre sí y, desde luego, carentes de toda certeza respecto a su autoría y verosimilitud. (Hago un breve inciso para aclarar que todo lo que antecede sería igualmente aplicable a las demás religiones, cristianas o no. Y en algunos casos, con igual o mayor grado de fanatismo y ausencia de rigor intelectual.) Pero no es mi intención entrar a hacer una disquisición sobre la pertinencia, coherencia o validez de la fe o de la ausencia de la misma. Simplemente mantengo que creer o no creer, ser cristiano, budista, musulmán o ateo es –o debería ser– una opción personal, asumida libremente en edad adulta y, a ser posible, después de haber realizado un esfuerzo intelectual libre de presiones externas. Ese es el único punto en el que, con frecuencia, critico a muchas de las personas que se declaran católicas, pero que nunca se han planteado por qué lo son. Simplemente se dejan llevar por algo que –estoy convencido– no es fe, sino mera costumbre, hábito heredado. Tampoco entiendo a ese altísimo porcentaje de españoles que, en las encuestas (algunas veces en respuesta a las preguntas de un entrevistador de televisión) se declaran “católicos pero no practicantes” (recuerdo un señor andaluz –pero podría haber sido extremeño, aragonés o asturiano, por ejemplo– que hace unos días, antes de la llegada del papa, respondiendo a las preguntas del joven reportero becario de turno, afirmaba: “Yo, católico, soy católico como el que más… Pero todas esas zarandajas de la iglesia, y de los curas y de ir a misa no me interesan nada”. Me pregunto qué significa para esas personas ser católico: ¿asistir a los ritos tradicionales de bautismo, primera comunión, boda y funeral? ¿ir a misa algún que otro día al año, casi siempre por motivos ajenos al cumplimiento litúrgico? ¿santiguarse al entrar en una iglesia? ¿sentir devoción por una virgen determinada (aunque todas sean la misma)? ¿ser miembro de una cofradía de Semana Santa? ¿creer que Jesucristo era hijo de dios? Yo entiendo que “ser católico” debería implicar la aceptación y el sometimiento a la doctrina de la iglesia católica, con todas sus consecuencias. Y si no es así, esos católicos están viviendo permanentemente en pecado y fuera de lo que la iglesia denomina la “comunión de los santos”. Claro que la iglesia, consciente de que ese iba a ser un problema endémico, inventó la maravilla de la confesión, que, con un acto de contrición y ligera humillación, permite borrar de un plumazo, con una penitencia por lo general muy llevadera, toda una vida de pecado y de alejamiento del rebaño del buen pastor. Incluso la extremaunción sirve para lavar toda la colada de una vida plagada de ropa sucia. Como conclusión, ser ateo o creyente es algo que debería ser igualmente respetable. Y debería serlo de forma recíproca, aunque en muchas ocasiones no lo sea, lamentablemente. Paso ahora a la segunda parte –y más importante de mi exposición–. ¿Por qué, siendo respetuoso con las creencias de cada cual, soy cada día que pasa más radical y furibundamente anticlerical? Voy a enumerar y explicar cada una de las razones que justifican mi anticlericalismo galopante. ![]() Razones históricas Como dije en un post anterior, yo nací en los primeros años de la postguerra, y, aunque algunas cosas las he perdonado, entre otras razones porque resulta inútil no perdonar a los muertos, no he olvidado nada. Hay cosas para las que tengo una memoria fantástica. Recuerdo muy bien todo lo que la iglesia representó en mi niñez y mi juventud: intolerancia, fariseísmo, autoritarismo, falta de verdad, adoctrinamiento inmisericorde, penitencias absurdas, sentimientos de culpa, miedo, vergüenza... Recuerdo muy bien lo que en todos los pueblos de España representaba el trío “cura-alcalde-sargento-de-la-guardia-civil”. Recuerdo la angustia de buscar un cura viejo y sordo para no someterme a las preguntas maliciosas y lascivas en el confesionario. Recuerdo el terror del concepto del infierno. Recuerdo la repugnante falsa caridad de los frailes del colegio en los días de Navidad. Recuerdo la imagen de “gentuza” que tenían dos o tres familias del pueblo al que solía ir todos los meses de agosto, imagen que les habían creado el cura y las familias carcas y franquistas porque antes de la guerra, los miembros de aquellas familias no eran creyentes, se habían casado por lo civil y no habían bautizado a sus hijos. Recuerdo que yo los miraba con recelo y cierto temor, y que me sorprendía que tuvieran un “aspecto normal”, que no hubiera nada en su rostro, en su indumentaria, que delatase su supuesta proximidad al Maligno… Recuerdo demasiadas cosas. Y, a decir verdad, la jerarquía de la iglesia española, que, en un momento de la Transición, parecía haber cambiado –por sincero arrepentimiento o por conveniencia–, en los últimos años ha vuelto a adoptar los mismos aires ultramontanos de la iglesia del franquismo. No hay más que escuchar a tipos siniestros como Rouco o Martínez Camino, o directamente a malas bestias delincuentes como Cañizares o el arzobispo de Granada (cuyo nombre tengo el placer de no recordar y no me da la gana de buscar en Internet), que comprenden que las mujeres que abortan puedan ser impunemente violadas, o que afirman que abortar es peor que abusar sexualmente de los niños. (Sigo preguntándome por qué aún no ha intervenido de oficio la Fiscalía. Mejor dicho, intuyo por qué no lo ha hecho: porque el partido en el Gobierno no tiene huevos para poner a la jerarquía de la iglesia en el lugar que le corresponde, que no es otro que dentro de las iglesias. No digamos ya los integrantes del otro partido, cuyo trasero, como se dice ahora vulgarmente, se licua en forma de Pepsi-Cola y ventosea incienso cuando entran en contacto con los del báculo y la mitra). Así pues, soy anticlerical porque tengo buena memoria. ![]() Manipulación de las cifras La iglesia católica ha basado siempre la importancia del catolicismo en nuestro país en su tradicional trato de favor y su relación privilegiada con el Estado. La iglesia española es muy hábil a la hora de manejar las cifras. No analizaré, por obvio, el hecho de que, de acuerdo con la Constitución, España se declara como un Estado laico. No lo analizaré porque es inevitable llegar a la conclusión de que ese laicismo es pura palabrería. Es tal la cantidad de ejemplos que se producen cada día, que a cualquier testigo inteligente de la realidad española se le habrán pasado ya varios por la cabeza: presencia de autoridades –desde el Jefe del Estado (al que daba estos días vergüenza ajena ver besar el anillo papal con humilde unción), al Presidente del Gobierno pasando por ministros, presidentes de Comunidades, presidente del Congreso (otro que tal)– en actos de naturaleza religiosa de todo tipo; presencia de crucifijos en el juramente de aceptación de cargos y todavía en numerosos despachos y colegios públicos; funerales oficiales con misas oficiadas por obispos en vez de funerales civiles; ofrenda del país a Santiago; ocupación indiscriminada de espacios ciudadanos comunes para actos religiosos (misas, viacrucis, vigilias…), como la que acabamos de tener (sufrir) con la reciente visita del papa; retransmisión de la misa dominical por la cadena estatal TVE1, que estos días ha redondeado la faena con una cobertura televisiva de los actos de la Jornada Mundial de la Juventud (deberían añadir Católica), que hacía pensar en la televisión de la época de Fraga Iribarne. Pues bien, para lograr mantener esta situación –en mi opinión intolerable–, la iglesia maneja con habilidad las cifras y convierte en católico practicante a toda aquella persona que haya sido bautizada, siga siendo creyente o no. Somos decenas de miles las personas que hemos tratado de apostatar sin éxito (a mí me han mareado hasta que desistí por aburrimiento). Y quienes lo consiguen, por ser más persistentes, no logran que se borre su nombre del listado de bautizados de su parroquia, pues la iglesia aduce que la Ley de Protección de Datos no afecta a los censos parroquiales. A la iglesia no le importa la fe y la coherencia de los miembros de su club; lo que le importa es que sean muchos. Si sus bautizados han dejado de creer, algún día dios los devolverá al rebaño; si han dejado de practicar, puede que se arrepientan –como el hijo pródigo, una de las parábolas preferidas por los predicadores– y regresarán a la casa paterna; si, incumpliendo los mandamientos, se divorcian y se vuelven a casar, la iglesia inventará legislaciones ad hoc para que sigan dentro del redil, en especial si son miembros de la Casa real; si roban y son corruptos, siempre tienen un confesionario a mano para blanquear el alma, del mismo modo que blanquean sus capitales en otros “confesionarios”. La iglesia quiere cifras, cifras, cifras…, porque las cifras son poder. Las cifras le permiten mantener la vergüenza nacional del Concordato Estado-Vaticano. (Y que nadie olvide que el Concordato fue una institución franquista.) Soy, pues, anticlerical porque la iglesia es manipuladora y mentirosa. Y diré una vez más, esto no tiene nada que ver con la fe de los auténticos creyentes. ![]() La iglesia y la moral No soporto el discurso hipócrita de quienes recomiendan vivir dentro de la fe y dentro de la obediencia a la iglesia porque, dicen, es una garantía de moralidad. Ya se sabe: ¡fuera de mí, la perdición y las tinieblas! ¡¡¡Y un cuerno!!! La doctrina de la iglesia proclama una moral, que no tiene por qué ser (de hecho, no lo es) la mía. Y no digo que dentro del discurso católico no haya recomendaciones que puedan ser buenas; las hay. Pero no por ser católicas. Por ejemplo, ayudar al prójimo (lo de amarlo me parece una enorme cursilería, no digamos ya lo de amar a dios, a quien nadie conoce). ¿Acaso hay que estar dentro de la iglesia para entender y practicar el sentimiento de solidaridad con el prójimo? Ese sentimiento –y muchos otros igualmente positivos– puede tenerlo un católico, un budista o un ateo. De hecho, el ateo que actúa de forma ética tiene el mérito de no hacerlo ni por amor de dios ni por ganar puntos para la otra vida, sino por la simple razón de que es algo ético. En los últimos días, con los supuestos “enfrentamientos” entre laicistas y peregrinos papales, algunos obispos, en un discurso que demuestra claramente su sentido cristiano de la vida y su “amor al prójimo”, han lanzado toda clase de insultos y descalificaciones contra quienes no somos creyentes. Es ciertamente insólito que se atrevan a insultar quienes tienen tanto que callar y tanto de que arrepentirse (más adelante veremos). Así pues, soy anticlerical porque no puedo soportar el discurso hipócrita y farisaico de una iglesia que públicamente se proclama única portadora de actitudes morales, algo que atenta contra la verdad y el sentido común. ![]() Riqueza insultante Las riquezas que posee la iglesia católica, supuestamente máxima exponente de las enseñanzas de Jesucristo, constituyen una injuria, una afrenta, un insulto en un mundo en el que hay millones de personas que mueren de hambre. Visité una vez –por curiosidad insaciable aunque en este caso, insana– el Museo Vaticano, y salí de aquel inmenso recinto asqueado e indignado por la cantidad de riquezas acumuladas. La visita me permitió entender (visualizar), recordando los sucesos históricos vividos en ese rincón de Italia a lo largo de los últimos siglos, hasta qué punto la cúpula de la iglesia católica ha sido históricamente un antro de perversión, pecado (en el sentido estricto del término), poder político, intriga, alianzas políticas contra natura, servilismo, falsedad, traiciones, odio, oscurantismo, homicidios…, todo cuanto ha permitido que el Estado Vaticano haya perdurado a lo largo de los siglos. Y ello mediante el truco político más viejo del mundo: conseguir que los súbditos de los otros Estados sean “súbditos espirituales” del Vaticano mediante una oferta imposible de rechazar, consistente en garantizar la salvación en la otra vida como medio de obtener su fidelidad en ésta. ![]() Cuando escucho a los jerarcas eclesiásticos en sus alocuciones públicas (si lo hicieran dentro de sus iglesias no me enteraría) hablar de los pobres, y del amor a los desamparados de este mundo, me quedo en un estado medio hipnótico a medio camino entre la carcajada y el vómito. No hay más que presenciar (las televisiones nos ofrecen numerosas oportunidades) alguna ceremonia episcopal o cardenalicia para ver sus automóviles, sus atuendos, sus barrigas orondas, sus oropeles, sus crucifijos y anillos de oro macizo para que aflore en uno el más profundo sentimiento de rechazo y desprecio. ¿De qué pobres hablan? ¿Cómo no sienten vergüenza de sí mismos? ¿No se dan asco cuando se escuchan? ¿No les tiembla el pulso cuando escriben sus homilías? ¿No sienten la cercanía del fuego del infierno cuando suben las escalinatas de sus mansiones y pisan las alfombras rojas de sus catedrales y se sientan ante unas mesas llenas de manjares y vinos caros y cristalerías de Bohemia y cuberterías de plata? ¿No será que acaso ellos no creen en dios? (Esta sospecha la he tenido desde hace años.) Podría extenderme más sobre las propiedades de la iglesia en todos los países donde está asentada: iglesias, conventos, obras de arte, joyas, libros incunables, edificios, terrenos… Sobraría con la décima parte de los bienes de la iglesia católica para quitar para siempre el hambre del mundo. Pero no se desprenden de ellos. Piden a sus fieles que aporten sus limosnas. Debe de ser por pura generosidad. Quieren que sean sus fieles quienes se salven, aunque ellos se condenen. (Podría seguir con los hechos aireados recientemente por la prensa sobre las acciones de la iglesia española con nocturnidad y alevosía, registrando a su nombre cientos de propiedades inmobiliarias no registradas por nadie, pero que la iglesia era perfectamente consciente de que no eran suyas; o sea, robando). Así pues, soy anticlerical porque me repugna la visión de las riquezas de la iglesia en un mundo lleno de pobres que mueren literalmente de hambre. ![]() La iglesia y la mujer No hace falta remitirse a los antiguos “padres de la Iglesia”, que en sus escritos escarnecían a la mujer y la comparaban con el demonio. Ni siquiera recurriré a los textos paulinos, que rezuman una misoginia repugnante. Hoy, en pleno siglo XXI, sin ir más lejos, los dirigentes de la iglesia católica siguen enmendando la plana a su dios, que [dicen que] creó al hombre y a la mujer iguales en dignidad. Ellos piensan que las mujeres son inferiores al hombre, pues las consideran indignas de alcanzar el sacerdocio, cuanto menos aún los rangos eclesiásticos superiores. La iglesia mantiene a la mujer como pieza auxiliar, como servidora, como sierva. La iglesia ha compensado su misoginia con una obscena multiplicación de vírgenes, en una falsa exaltación de la femineidad divina. Esas distintas vírgenes pueden llegar provocar una infantil y herética rivalidad: “No me querrá usted comparar la Moreneta con la Virgen del Pilar, ¿verdad?” “¡Hombre, pues donde esté la Macarena, que se quiten todas las demás…!” En suma, soy anticlerical porque la iglesia es machista y desprecia a la mujer, considerándola inferior al varón (sobre todo si éste es cura). ![]() La iglesia y la pederastia Este es un capítulo que no precisa grandes aclaraciones. Se explica por sí solo. La actitud de centenares de clérigos en todo el mundo ha sido (sigue siendo) repugnante, al haber abusado (seguir abusando) de su posición de autoridad y respeto entre muchos de sus fieles menores de edad y de ambos sexos. Sabemos –hemos leído– de multitud de casos de niños y niñas que han sufrido toda clase de abusos, vejaciones y violaciones por parte de curas y frailes en parroquias, colegios, orfanatos y hogares privados. Y sabemos que la iglesia, salvo cuando no ha podido impedir que los escándalos trascendieran a la opinión pública, los ha tapado, los ha callado. En ocasiones, incluso, ha llegado a la infamia de querer volcar la culpa sobre los ofendidos y humillados. En Estados Unidos –donde el sistema jurídico existente lo convierte en moneda de cambio habitual–, los obispos han llegado a acuerdos con los afectados y han desembolsado grandes sumas de dinero en indemnizaciones. Siempre que ha sido imposible evitarlo, claro está. El propio papa, ese señor de ojillos malévolos y sonrisa de poco fiar, conoció y tapó varios casos en su época de obispo en Alemania. Luego, pone vocecilla de viejo almibarado y habla de amor y de juventud y de amor a Cristo. Pero lo cierto es que protegió a varios pederastas. ¿Habría hecho lo mismo su dios en la Tierra? ¿Habría hecho lo mismo el Cristo del que nos hablan sus evangelios? En España han salido a la luz casos. Podrían salir muchos más. Quizá lo hagan. Yo, desde luego, recuerdo –y, como yo, casi todos los que estudiamos en cierta época en colegios de frailes– casos de abusos sexuales, de mayor o menor importancia. No hace falta que haya violación para que haya abuso y delito. Y si hablaran los confesionarios… ¡darían material para unos sabrosos –escabrosos y repugnantes– diálogos de naturaleza pornográfica! (El “cajón de las pajas” lo llamábamos en mi época los alumnos de cursos superiores, que ya éramos conscientes de lo que “se cocía” en su oscuro interior.) Así pues, soy anticlerical porque la iglesia ha amparado la pederastia, entre otros pecados inconfesables de su clero, mientras mantiene la hipocresía del celibato, que ni Jesucristo ni sus apóstoles parece que siguieran ni recomendaran. Por cierto, en sus evangelios, Jesucristo hace una expresa e inequívoca recomendación a quienes ofenden y escandalizan a los niños: atarse una rueda de molino al cuello y echarse al fondo de un pozo. Sería bueno que siguieran esta recomendación quienes han cometido la felonía y quienes la han amparado. La iglesia y la política La iglesia católica (oficial) –desoyendo y despreciando las enseñanzas de su fundador, que siempre apostó por los pobres, los enfermos, los marginados, las prostitutas, los pescadores, los leprosos y que, por el contrario, se enfrentó a los ricos, a los fariseos, a los hipócritas, a los poderosos– es la iglesia de los ricos, de los poderosos, de los dictadores, de los banqueros, de la derecha. A mí, que no soy creyente, debería darme igual todo esto. Pero no me da igual porque, en España, la iglesia puede tener una influencia determinante en el resultado de las elecciones. Porque todos sabemos dónde está su corazón: en el mismo lugar donde está el bolsillo. La derecha y la iglesia persiguen (siempre han perseguido) los mismos fines, por cierto, nada evangélicos. Desde la Edad Media, a lo largo de toda la historia, la iglesia católica, asentada como fuerza política en Europa, estuvo siempre atenta al poder temporal, olvidada de su misión espiritual. Cuando, en alguna ocasión concreta, ha apostado por el apoyo a los oprimidos –como en ciertos casos ocurrió en la América española–, no fue la institución como tal quien asumió tal función acorde con la doctrina cristiana, sino clérigos individuales o grupos de clérigos –y en última instancia alguna congregación–, pero siempre en abierto enfrentamiento con la postura oficial del Vaticano. Pero no nos vayamos tan lejos, que no se trata aquí de hacer un estudio histórico integral. Acerquémonos a nuestra época. La iglesia española apoyó con entusiasmo el levantamiento fascista, bendijo la guerra provocada por los militares sediciosos (la llamó Cruzada) y aplaudió o, cuando menos, mantuvo un vergonzoso silencio cómplice ante los miles de fusilamientos llevados a cabo por el régimen de Franco. Eso lo sabemos todos. Y lo de España no fue nada nuevo. La actitud de Pío XII con la Alemania de Hitler levantó ampollas y ha sido motivo de decenas de estudios en los que se ha condenado abiertamente la postura de aquel papa. Luego, la iglesia católica ha estado al lado de todos los regímenes más repugnantes, desde las diversas juntas militares argentinas hasta el Chile de Pinochet. Tras el breve paréntesis que representó el papado de Juan XXIII –hoy abiertamente despreciado por las altas jerarquías y por los teólogos del establishment vaticano–, la irrupción del polaco Woytila –elevado a los altares como beato– y ahora del alemán Ratizinger, ambos de un conservadurismo a ultranza, ha vuelto a colocar a la iglesia en sus posiciones más radicalmente derechistas y opuestas a la teología de la liberación. O sea, una vez más, soy anticlerical porque me repugna la postura social y política de la iglesia. Podría seguir. Encontraría cien motivos más para denostar la actitud de la iglesia católica, como su intolerable intromisión en asuntos de política, no dirigida a sus fieles desde el púlpito, sino gritada y escupida en las calles con pancartas insultantes; o su decidido apoyo a los dos movimientos más retrógrados y clasistas de este país: el Opus Dei y los Legionarios de Cristo. Pero no voy a seguir. Entre otras cosas porque lo que debería ser un post está adquiriendo el tamaño de una minitesis. Creo haber dejado claras dos cosas. Las creencias religiosos, o la carencia de las mismas, es atributo íntimo e inalienable de cada persona y merece el respeto de los demás. La iglesia no es una creencia; es una institución. Es más, es un Estado. Y como tal institución y Estado está –y así debe admitirlo de grado o por fuerza– sujeta a la crítica, incluso a la más ácida y descarnada. Sobre todo porque lo merece.
En ese sentido, en España tiene perfecto sentido ser profundamente anticlerical aun respetando la libertad de cada persona a sentirse creyente, cristiano, budista, musulmán o católico, por incomprensible que a los ateos nos parezca, sobre todo esto último. ¡Exijamos, por el bien de todos, una Ley que denuncie y ponga fin al Concordato Iglesia-Estado! ¡Ya! |
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