El silencio, a veces, es la más elocuente forma de expresarse. Cosa distinta es cómo pueda interpretarse ese silencio, a menos que uno lo explique con mayor o menor grado de éxito. Es lo que trato de hacer aquí y ahora, si es que a quienes me leéis con cierta asiduidad os interesa lo más mínimo por qué he pasado tantos días sin dar señales de vida. ![]() Mi silencio de estos días pasados ha tenido dos causas. Una, absolutamente ajena a mi voluntad y, en cierto modo, totalmente carente de interés en cuanto a su posible valor interpretativo: durante la pasada semana he estado sometido a un continuo, si bien delicioso, trajín a causa de mi participación en la última edición del radioteatro de RNE, la versión radiofónica de Drácula, participación de la que os he ido informando puntualmente y que muchos habéis tenido la oportunidad de escuchar en directo o en diferido. La otra causa ha sido puramente interna: necesitaba un periodo de descanso, de silencio (diría de recogimiento, si no fuera por la fuerte connotación religiosa de este término) que me permitiera, por un lado, desintoxicarme de la abundante y contaminante basura informativa que nos acosa por doquier; y, por otro, serenar mi mente a fin de aclarar mis ideas en estos tiempos tan revueltos tanto en el ámbito nacional como en el internacional. ![]() Hoy, en El Altet, pueblo de vacaciones cercano a Alicante, donde paso unos días para cumplir con unos compromisos en Orihuela y Elche (ofreciendo, con Pedro Meyer y Pedro Muñoz, la conferencia dramatizada sobre Miguel Hernández que comenzamos a dar en Melbourne y Sydney hace ya cinco meses), he decidido romper provisionalmente mi silencio. Digo que lo hago de forma provisional porque, aunque comienzo ahora este post, es probable que lo vaya escribiendo y completando de aquí a nuestro regreso a Madrid, el martes 29. Esta pausa en mi actividad “escribidora” –viajes incluidos– me ha ayudado a relajarme. No veo el mundo con más optimismo; simplemente he logrado olvidarme un poco de él. No he mudado mis posturas; sólo las he aparcado como medida terapéutica. No he hecho renuncia de mis principios; los he puesto momentáneamente en un rinconcito de mi subconsciente. ¿Para qué? Para llenar de aire puro mis pulmones (intelectualmente hablando). ![]() Entretanto, quiero contar algunas cosas de este viaje que, como todos los viajes, ofrece incontables experiencias, encuentros, paisajes y sensaciones para poder compartir en un blog como este, que voy, poquito a poco, llenando de una parte, siquiera minúscula, de mí mismo. Anteayer recorrí Orihuela por primera vez en mi vida. Y, en poco tiempo, ya es el segundo lugar (recuérdese Sigüenza) que debo reconocer con humildad que todavía no había entrado a formar parte de mi catálogo de ciudades visitadas. Recorrí este rincón alicantino con una curiosidad alimentada por su mito: Miguel Hernández. No en balde, unas horas más tarde íbamos a dar en la ciudad nuestra conferencia sobre el poeta. La Fundación Miguel Hernández, que organizaba el acto, curiosamente no dispone de instalaciones de tamaño adecuado para este tipo de actuaciones, por lo que nos habían reservado el salón de actos del Centro de Mayores de Orihuela. Esto nos aseguraba un éxito garantizado de público, pues en estas ciudades pequeñas, los socios de estos centros están ávidos de asistir a cualquier actividad que venga a llenar el vacío de sus largas tardes provincianas. Algo distinto es que “todo” el público asistente fuera a acudir al acto movido por un deseo vehemente de oír cosas sobre “su” poeta, y no como un simple cambio de una actividad habitual y rutinaria –jugar al dominó, hacer punto o hablar de lo mal que está la vida con esta crisis– por otra más novedosa. Comenzaré por describir la impresión que produjo en mí la ciudad. Reconozco que, cuando visito un lugar por primera vez, acuden a mi mente todos los posibles datos, impresiones e incluso imágenes que he podido ir acumulando a través de lecturas, conversaciones, fotos, ilustraciones o personajes relacionados con el lugar. Es muy difícil visitar por vez primera un paraje, población o país, y hacerlo desprovisto de influencias o ideas preconcebidas. Y más raro todavía es que esas ideas preconcebidas coincidan con la realidad visitada. ¿En qué medida mi idea preconcebida de Orihuela ha coincidido con esa realidad visitada? Pues sólo en parte. Y la posible coincidencia experimentada se ha dado más en la luz y el color que en los edificios, calles y gentes. ![]() Orihuela, en mi imaginario, era una pequeña población –más pueblo rural que ciudad urbanita– adormilada al pie de la sierra del mismo nombre, a la que debía de llegar el leve olor salitroso del Mediterráneo y en cuyos alrededores seguramente ramoneaban rebaños dispersos de cabras. Algún que otro acierto y numerosos errores en mi imaginación. Orihuela es una pequeña población –más ciudad urbanita que pueblo rural–, al pie de la sierra pero no adormilada, sin el menor aroma marino y carente de toda posible visión caprina. Sus casitas rurales se han convertido en edificios vulgares y carentes del menor interés arquitectónico, como los que puede encontrarse en cualquier ciudad de España; las calles de tierra con tapiales sombreados de naranjos han dado paso a calles asfaltadas con semáforos que regulan el tráfico rodado; las sucursales bancarias, compañías de seguros, oficinas de asesoramiento fiscal y laboral y las boutiques de marcas de moda han reemplazado a las tiendas de ultramarinos y los almacenes de géneros coloniales; quedan, como recuerdo de su pasado, el viejo mercado, el Casino, donde tomaban café bien repantingados en sus mullidos sofás los antiguos caciques de la agricultura y la ganadería de principio de siglo, y ahora lo hacen sus hijos, que trasiegan tónica con ginebra; un bello palacio del siglo XVIII –que dios sabe a quién pertenecería antaño– está ocupado actualmente por un acogedor hotel de cuatro estrellas de la cadena Meliá, donde se come francamente bien y donde ofrecen un menú muy decente al increíble precio (para una mente acostumbrada a los precios de Madrid) de 12 euros. Sigue en su sitio, a su paso por el centro de la ciudad, el río Segura –en estos días bien provisto de agua, por las lluvias reciente y por la generosa aportación del Tajo– y, en lo alto del monte, el edificio del seminario diocesano, en cuyos sótanos los fascistas de entonces (padres o abuelos de los de ahora) encerraron a Miguel Hernández para castigar su atrevimiento político-poético. ![]() No es una ciudad de la que el visitante normalmente se enamoraría, ni mucho menos, incluso si pudiéramos despojarla de algunos barrios de casas “sindicales”, de los que inauguraba Girón de Velasco (aconsejo a mis lectores más jóvenes que busquen este apellido en Internet), o de los establecimientos brutalmente feos u vulgares de las cadenas de supermercados (recuerdo en especial uno espantoso de Lidl) o las tiendas de todo a cien. Porque también a Orihuela han llegado los bazares chinos y las camareras de bares y restaurantes de rostros andinos y las inmigrantes marroquíes con hiyab y los chicos y chicas saliendo de los colegios con las mismas camisetas, los mismos juegos y el mismo lenguaje; en ese sentido, es una ciudad normal y corriente, como cualquier otra de España. Aclaro que los ejemplos anteriores no conllevan una intención peyorativa, sino un mero dato para constatar la uniformidad de nuestras ciudades. Esto rompe un poco la magia del mito que la había acompañado hasta ahora en mi mente. Como todo, al fin y al cabo. ![]() Ayer, día de descanso en esta especie de minigira de “bolos”, recorrimos, tras un error en la interpretación del recorrido propuesto por el “tomtom”, muchos más kilómetros de los necesarios para llegar a un pueblecito situado entre Benidorm y Alcoy, Castell de Guadalest, que conocimos brevísimamente hace unos diez años y que nos dejó una muy grata impresión. Lo habíamos visto hace unos diez años en pleno invierno, vacío de turistas e incluso de gentes del lugar, casi de noche, asomado sobre una fuerte pendiente que desciende ornada de palmeras hasta el pantano de Guadalest. Teníamos el recuerdo de un lugar olvidado de las rutas turísticas, incrustado en la montaña rocosa, con su antiguo castillo hundido en la oscuridad de la noche y de los tiempos. Pensábamos que lo íbamos a encontrar igual, sólo que, esta vez, de día. Pero ya no hay nada igual. Por desgracia, todo ha cambiado. Todo se ha prostituido. Todo se vende. Castell de Guadalest, impúdico, se abre hoy de piernas al visitante en las puertas de todas sus casas, convertidas sin excepción en tiendas de recuerdos y baratijas turísticas. Aun cuando sigue conservando elementos naturales que le confieren una gran belleza, lo cierto es que lo que era un rincón delicioso que invitaba a asomarse a su historia se ha convertido en una vulgar postal de colores chillones. Una más. ![]() Altea, mitad respetuosa con su pasado y deliciosamente mediterránea, mitad entregada a un urbanismo desquiciado y salvaje (como toda la costa levantina), nos ofreció la acogedora bienvenida de su paseo marítimo, bañado en un tibio sol primaveral, y de sus deliciosos restaurantes especializados en arroces de todo tipo y factura. Fuimos a comer, como ya habíamos hecho otras veces, en el hotel restaurante San Miguel, situado en un extremo del paseo marítimo: mejillones al vapor, escalibada con anchoas, y, de segundo, para compartir, una fideuà de marisco y un arroz con coliflor, alcachofas y bacalao. ¡Una absoluta delicia! El vino verdejo blanco muy frío acompañó a la perfección la comida. Luego, la consabida y lenta subida (la cuesta es tremendamente empinada y la altura que se salva, considerable) hasta la plaza de la iglesia, colocada como un nido de cigüeñas sobre el Mediterráneo. Viendo el paisaje del litoral desde el alto mirador de la plaza, y rememorando el Cantar de Mío Cid, se me ocurre una expresión igualmente válida: ¡Levante, qué gran vasallo (país) si tuviera buen señor (gobierno)! De vuelta al apartamento en El Altet, la televisión local nos pone al tanto del acontecer político de la Generalitat Valenciana: ![]() - El gobierno de Camps quiere prohibir –y así se lo demanda al juez– la manifestación que está previsto que se desarrolle el sábado en Valencia en contra de la corrupción. El motivo: que, entre las consignas de la manifestación, hay una (“No queremos un ladrón de presidente”), con la que se estaría cometiendo un “delito de injurias a la autoridad”. Exactamente la misma frase que se habría usado en el franquismo. Franco prohibía las manifestaciones porque atentaban contra la autoridad. (¡Qué coincidencia, PP-Camps = franquismo!). Afortunadamente, la solicitud de prohibición no prosperó y la manifestación se acabó celebrando. El presidente Camps sólo consiguió movilizar a un pequeño grupo de alborotadores fachas para que acudieran a intentar boicotear la manifestación. Sin éxito. ![]() - La cosa con gafas de sol que se define como presidente de la Diputación provincial de Castellón, Carlos Fabra, inaugura con pompa y boato el nuevo aeropuerto de la provincia que se empeñó en construir en contra del más estricto sentido común como una especie de monumento faraónico funerario de su vida política. El aeropuerto ha costado 150 millones de euros al erario público (algunos ciudadanos ignoran que “erario público” significa el bolsillo de los contribuyentes). El aeropuerto no tiene prevista ninguna actividad. No se sabe cuándo va a haber algún vuelo. De momento, va a servir para que los ciudadanos que tengan ese capricho puedan ir a pasear por sus pistas. Pero el ínclito Fabra, usando una vez más el dinero público, ha contratado una flota de autobuses para llevar a la inauguración a una multitud de 1.500 seguidores enfervorizados y vociferantes que han gritado vivas a su gran líder, mientras el presidente gurteliano (Camps) hacía una “ingeniosa” loa pública de Fabra ante los asistentes embobados: “Carlos Fabra es un visionario”. ¿Lo diría con intención malévola pensando que Fabra es tuerto? ![]() Mientras los jueces del TSJ de Valencia todavía andan deshojando la margarita para decidir si sientan en el banquillo a Camps y sus secuaces por cohecho pasivo impropio, entre otros delitos, ya han decidido procesar al líder de la oposición, el socialista Luna, por el terrible delito de haber mostrado en el parlamento valenciano un documento real en el que se demostraba la implicación del gobierno de la Generalitat en la trama corrupta, “porque dicho documento se encontraba bajo secreto de sumario” (la letra de la ley por encima del espíritu de la misma). En este país, es más grave no respetar una norma procesal que robar. ![]() - En la ciudad de Valencia hay un prostíbulo, Paradise, que lleva seis años funcionando sin licencia de apertura. El club de putas debería haber sido cerrado. El gobierno municipal no ha movido un dedo para que la policía lo clausurase. Nadie sabe por qué. La oposición municipal ha exigido que se lleve a cabo una investigación para averiguar la causa de esta inacción de la policía municipal. El PP se ha opuesto, naturalmente. ¿Protege el PP al crimen organizado que se enriquece con la prostitución? ¿Se protege a sí mismo porque teme que se averigüen cosas vergonzosas? ¿Ambas cosas? Nunca lo sabremos. Estas han sido las principales noticias de la comunidad autónoma en un solo día. ¡Estamos en Valencia! ¡Estamos en una comunidad gobernada por el PP! ¡Estamos probablemente en la comunidad autónoma que, junto con la de Madrid, tiene el gobierno más corrupto de toda España! Los gobernantes del PSOE no nos animan a que tiremos cohetes de alegría. Pero lo que cuento más arriba es un mínimo ejemplo de lo que, salvo milagro, vamos a tener que sufrir y soportar todos los españoles a escala municipal, autónoma y nacional de aquí a unos meses y a algo más de un año. ![]() Al terminar de escribir este post, salgo un rato a descansar en la terraza del apartamento y contemplo el paisaje a izquierda y derecha: un abrumador amontonamiento de torres gigantescas de apartamentos han invadido lo que otrora fueran maravillosas dunas de arena a lo largo de toda la costa. De sur a norte. De la orilla del agua hasta dos o tres kilómetros tierra adentro. Este es el urbanismo que trajo a esta tierra (en otros tiempos bastión republicano y socialista) el espejismo del enriquecimiento fácil y rápido. Un espejismo que ha trastocado su visión de país y su concepto de decencia. ¡Qué penita y qué dolor! |
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