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Enfoques y opiniones

de un homo civicus

Un dios harto y cabreado

8/5/2019

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      Corría por las aulas, en mi época estudiantil, un chiste divertidísimo e irreverente acerca de la doctrina católica de la transustanciación, según la cual en la consagración de la misa, se produce la transformación del pan y el vino en cuerpo y sangre de Cristo. El chiste trataba de combinar dos cosas aparentemente incombinables: dogmas religiosos y márquetin comercial. Decía el chiste que en una radio navarra (a los navarros, tan católicos ellos, en los chistes siempre se les pintaba como transgresores), un locutor leía el siguiente anuncio: “¡Consuma hostias Pin! ¡Contienen más dios!”
      Ciertamente, hay cosas que, en teoría, no pueden mezclarse. Cosas cuya combinación producirá inevitablemente un absurdo, una aberración, un esperpento. Sería el caso, digamos por ejemplo, de un investigador científico que acudiera a un adivino a que le echase las cartas. O el de un grupo de seminaristas  –jóvenes que se preparan para dedicar su vida a servir y amar al prójimo– entrenándose en el uso del fusil, instrumento inequívocamente destinado a matar a otros seres humanos. O el de un negro de familia humilde que fuera un rendido admirador y votante de Trump. Lamentablemente estas cosas han existido y siguen existiendo.
      Viene al caso lo anterior por la noticia que llega de Cataluña, según la cual el papa Bergoglio, rompiendo con su escaso entusiasmo por nombrar obispos entre el clero abiertamente soberanista, ha nombrado como arzobispo de Tarragona a un cura llamado Planelles, manifiestamente independentista  acusado de haber colgado la estelada del campanario de las iglesias de las que era rector. Previamente, había habido importantes manifestaciones exigiendo el nombramiento de “buenos obispos catalanes, no de Barbastro ni de Valencia”
​      Independientemente de que, en el terreno de la política, cada uno es libre de pensar y sentir como le dé la gana, ¿no produce sonrojo y también hartazgo ese denodado esfuerzo por tratar de poner a dios dentro de nuestro bando y hacer que sus divinas decisiones encajen con nuestros planteamientos y deseos y que, por el contrario, contradigan y condenen los  planteamientos y deseos de nuestros adversarios? 
       Hay asuntos en los que cualquier religión, sobre todo las que se autoproclaman cristianas,  ha de estar de acuerdo: el derecho del hombre a la dignidad y la libertad; la búsqueda de la igualdad entre los seres humanos; la fraternidad con los hombres y mujeres de toda clase y condición, por citar solo algunos aspectos esenciales. Pero, ¿podemos imaginar a ese dios cristiano sintiendo que debe alinearse con los nacionalistas catalanes frente a los castellanos, aragoneses o andaluces? ¿O viceversa? ¿Alguien piensa seriamente que, si dios existe, se sentirá cómodo –no digamos ya halagado– de ver y oír como determinados fieles le exigen que dictamine a favor de sus posturas? ¿Qué pueden ser para ese hipotético dios los “buenos curas catalanes”? ¿Lo contrario de los malos curas castellanoparlantes? Claro que lo mismo podría decirse de quienes le piden lo contrario en castellano.
      No creáis que soy tan ingenuo como para pensar que el dios de los que se autodefinen como cristianos no ha sido ya involucrado, imagino que contra su voluntad –valga la redundancia– en múltiples ocasiones en luchas políticas totalmente alejadas de los principios que en teoría inspiran el cristianismo. De hecho, todas y cada una de las denominaciones cristianas existentes ha surgido como consecuencia de algo tan vulgar como el deseo de arrimar el ascua divina a su sardina humana, alejando dicha ascua de la sardina de los demás.
      La iglesia ortodoxa surgió como consecuencia de una disputa territorial, tras el Cisma de Oriente y Occidente, es decir, por una pura ambición de poder (patriarca de Constantinopla frente a papa de Roma). Y lo mismo puede decirse, en los sucesivos cismas de dicha denominación, los de la iglesia ortodoxa rusa y la griega. Se trataba en todos los casos de dirimir quién mandaba sobre quién. Eran asuntos puramente territoriales, nacionalistas. Y el protestantismo, impulsado por Lutero con el apoyo de la Guillermo de Orange en los Países Bajos y de algunos príncipes alemanes, fue un movimiento que lo que realmente buscaba era sacudirse el dominio de Roma y del emperador Carlos V. Y más tarde, Enrique VIII de Inglaterra trató de librarse de los dos yugos que le encadenaban de distinta forma: el papado de Roma y su matrimonio con Catalina de Aragón, y así surgió un anglicanismo que mezclaba a dios con la ambición de poder y los impulsos sexuales de un monarca inglés con una inflamada e insaciable libido.
      Puedo imaginar, en el hipotético caso de que éste exista, que lo dudo, a un dios cariacontecido y cabreado, mirando con hastío al mundo a sus pies rezándole, implorándole, rogándole, solicitando su intervención para los asuntos más absurdos, pedestres y egoístas (como decidir quién gana un partido de fútbol o que salga ganador un determinado número de la lotería) y, lo que es peor, atribuyéndole toda clase de opiniones y creencias políticas, y poniéndolo cada uno de su lado. Puedo imaginar a ese dios diciendo contrito: “¡Pues sí que la cagué creándoos! ¡Cómo me arrepiento, criaturas bastardas!”
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