Al entrar en la sala para ver Un enemigo del pueblo, el público se encuentra con Irene Escolar en el proscenio haciendo girar rítmicamente a derecha e izquierda una vara horizontal de unos dos metros de largo que sujeta cinco enormes globos blancos, en cada uno de los cuales hay escrita una letra (no logré formar ninguna palabra coherente usando las cinco letras). En distintos puntos del escenario vemos al resto de actores del elenco en distintas posturas y entretenimientos: Nao Albert rasguea –o hace como que rasguea– una guitarra; Óscar de la Fuente parece tocar una batería de jazz con escobillas; Israel y Francisco se pasean de aquí para allá… El espectador se pregunta qué intención tiene tan variopinto despliegue de imágenes, pues en teatro nada debería hacerse en balde. Adelanto para los curiosos que nada de lo descrito tiene luego en la función la menor incidencia. Bueno, sí. Cuando ya está la función a punto de terminar y recibir los inevitables y entusiastas aplausos del respetable, Irene Escolar retira los botellones de agua (espero que no sea agua contaminada del balneario) que han sujetado la vara de los globos durante toda la función y estos se elevan lentamente hasta lo más alto del peine, no se sabe muy bien con qué misión. Yo me pregunté cómo demonios harían para recuperarlos para la siguiente función. ¿Son los globos una representación simbólica de la frágil levedad de nuestras conciencias? Ni idea. Nada más comenzar la obra, los actores plantean al público su intención de realizar una votación, que no es otra cosa sino un test para determinar la (no) coherencia democrática de los espectadores, a los cuales se les han suministrado a la entrada sendas cartulinas de voto: una verde con un SÍ, y una roja con un NO. Evidentemente, se trata de una votación tramposa porque resulta a toda luces evidente que el resultado de la votación va a ser el que busca y conoce de antemano el autor del proyecto teatral: dejar en evidencia que todos somos demócratas y defendemos el derecho a la libertad de expresión mientras la defensa de esos principios no choque frontalmente con nuestros intereses personales. Preguntas: 1. ¿Crees en la democracia? Abrumadora mayoría de síes, pese a que la pregunta es ambigua. Uno puede creer en la bondad intrínseca de la democracia y no creer en su “existencia” real. 2. ¿Crees que los actores de teatro (de Kamikaze) deberían poder expresar sus ideas con entera libertad (ante el riesgo a perder las subvenciones que reciben en caso de expresar ideas contrarias a los intereses del poder político). Aquí la respuesta es aún más abrumadoramente favorable al SÍ. 3. ¿Estás a favor de que los actores suspendan esta función y que todo el mundo se vaya a casa como protesta por la vulneración del derecho a la libertad de expresión (caso Willy Toledo)? Aquí la respuesta es casi abrumadoramente contraria a la suspensión de la función. También es cierto que hay ya un número importante de personas que no votan porque el juego empieza a cansarles. Consecuencia: el público, al igual que la mayoría de la sociedad, está compuesto por personas incoherentes y cobardes que anteponen sus intereses a sus principios. Y un actor, dibuja una gallina en la pizarra. El público se ríe, entre nervioso y culpable. Yo siento que me están tomando el pelo por una sencilla razón: no he venido al Kamikaze a pasar un test de coherencia ideológica, sino a ver teatro, para lo cual he pagado 21 euros por cada localidad. Sé que todo es un juego dramático, pero me siento ya muy alejado de aquellos años 70 en que los universitarios progres e inquietos disfrutábamos haciendo un teatro de confrontación con el público para despertar sus conciencias. Entretanto, ya hemos perdido más de diez minutos de representación teatral. A partir de este momento, comienza la función de verdad, o eso es lo que yo opino, pues el preámbulo a gusto me lo habría saltado. Decir que se trata de una versión libre de la obra de Ibsen es un tanto exagerado. Lo que ha hecho Rigola ha sido tomar lo esencial de la línea argumental, junto con cinco personajes y algunas frases casi literales de Un enemigo del pueblo, y servirse de todo ello para crear una obra nueva –pero ya no novedosa–, en la que conviven en paralelo los personajes representados de la obra de Ibsen (el médico del balneario, su hermana la alcaldesa, los dos periodistas y el representante de los vecinos y propietarios) con la actriz y los actores que los interpretan, los cuales mantienen sus nombres reales: Israel, Irene, Óscar, Nao y Francisco. La consecuencia de esta “dualidad” de los intérpretes es que actúan indistinta y alternativamente como personajes del drama representado y como ellos mismos, y cuando lo hacen como ellos mismos abandonan el texto dramático para adoptar un tono que podríamos definir como mitinero. En otras palabras, son a un mismo tiempo dramatis personae y agitadores políticos. Esta solución teatral puede gustar o no; justificarse o no; ser eficaz o no. A mí, personalmente, y lo digo con el máximo respeto por autor, actriz y actores, no me gustó nada en absoluto.
La obra de Ibsen es un sólido drama de cinco actos, en el que los personajes nos ponen frente a unos hechos que plantean un caso de corrupción política. En él, los distintos personajes, que por supuesto presumen de ser decentes, demócratas y respetuosos con la ley y las opiniones ajenas dejan al desnudo su cobardía, su egoísmo, su falta de integridad moral, mientras que el médico, el único personaje que se mantiene íntegro y fiel a sus principios acaba convertido en un ser despreciado y odiado por todos: es el enemigo del pueblo. En la propuesta de Kamikaze, el caso presentado queda diluido por la endeblez de unos diálogos que suenan a consignas pero que carecen de profundidad. Apenas aparece un atisbo de lenguaje dramático interesante, este da paso de inmediato al mitin. De todo lo anterior y tras un largo parlamento a cargo del médico/Israel Elejalde acerca de la bondad/falsedad del sistema democrático basado en la voluntad de la mayoría –una mayoría desinformada, inculta, deshonesta, incongruente y necia– se deriva la aparente necesidad del autor de llevar a cabo dos acciones. Por un lado, se inició un debate para que el público opinase sobre la democracia y la integridad moral de la sociedad. Unas azafatas iban pasando micrófonos inalámbricos para que todo el que quisiera pudiese participar. Aquello fue –dicho con el mayor de los respetos– un perfecto coñazo. A la gente, le das un micrófono y le encanta escucharse y que la escuchen. Algunos dijeron algunas cosas atinadas; la mayoría, tópicos y lugares comunes, cuando no idioteces. Pero yo no había ido al teatro para escuchar lo que algunos de mis compañeros de platea opinaban sobre este o sobre cualquier otro tema. La segunda acción consistió en iniciar una última votación para preguntar al púbico si, en su opinión, todo el mundo debería tener el mismo derecho a votar. Ganó el SÍ, pero no por muy amplio margen. Pero lo que quedó patente fue que el público ya no cayó masivamente en la trampa. Un alto porcentaje de los presentes no nos molestamos en levantar nuestra tarjeta de votación. Si la función duró unos 75 minutos, no menos de 20 o 25 se dedicaron a las votaciones y al “debate”. Demasiada broza y hojarasca para una función con localidades a 21 euros. Los intérpretes se esforzaron por resultar convincentes. Todos ellos son viejos conocidos de lo que somos habituales espectadores de las funciones de Kamikaze. Me gustaría destacar la solvencia interpretativa de Israel Elejalde y Óscar de la Fuente las pocas veces que tuvieron que “actuar” y no ser ellos mismos. El propio Israel, cuando quiso intervenir en el debate final, improvisando alguna respuesta a las opiniones de los espectadores, ya no estuvo tan solvente y seguro de sí mismo. Estuvieron correctos Nao Albert y Francisco Reyes, este último con su forma habitual de actuar que siempre logra provocar la hilaridad del público. Por último, Irene Escolar hizo de Irene Escolar. Es una actriz muy capaz y lo ha demostrado con creces en múltiples ocasiones, pero el papel de alcaldesa de la obra de Ibsen (en la obra original, es un alcalde) ni le va ni ella se lo cree. Se paseó por el escenario, se atusó repetidamente la melena, fue simpática cuando actuaba como Irene Escolar, dijo sus frases correctamente, intentó mostrar la fría insensibilidad del corrupto que sabe que lo es y lo tiene asumido, pero no lo consiguió. Al menos, a mí, en ningún momento me convenció de que se creyera su segundo papel, o sea, el de alcaldesa. Termino esta crónica con un breve apunte. Si un autor quiere escribir sobre la podredumbre política actual, sobre las virtudes y defectos de la democracia (tal como se entiende en la sociedad occidental), sobre el egoísmo de una sociedad a la que le preocupa, por encima de todo, su seguridad y bienestar económicos, lo que hay que hacer es trabajarse una historia y darle forma dramática. Disponemos en España de una variedad inacabable de casos, hechos, personajes, situaciones, sin necesidad de recurrir a “versionar” (y desvirtuar) una obra de Ibsen. A menos que lo que se busque sea aprovecharse del tirón que sigue teniendo el gran dramaturgo noruego. Si es así, a buen seguro que lo han conseguido. |
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